Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece; el autor es Hidekaz Himaruya.


CAPÍTULO NOVENO

BAJAR LA GUARDIA

.

—Ah, entiendo... Sí, de todos modos ya lo sabía... Es que creí que vendrías... —dijo Gilbert, repasando con el dedo el borde del teléfono, con una pizca de decepción (que no era consciente que sentía, y en el caso de hacerlo, no reconocería ni aunque lo sometieran a tortura). Francis y Antonio alzaron las cejas, patidifusos—. Como ese día dijiste que ibas a pensártelo... No, no es que quiera que vengas tampoco —replicó, con el ceño fruncido, y su dedo se detuvo de golpe—; es que ya me había resignado, así que me daba igual tu visita, no me afectaría... Ajá, exacto, ¿ahora qué hago con toda esta resignación? —Gilbert dejó escapar una risa, y Francis y Antonio se tomaron de las manos, bastante preocupados—. ¿La llevo luego a tu nueva casa? —Volvió a reír—. Y no, no puedo, porque fíjate que tengo geniales y muy estupendos planes... Sí, con mis amigos. ¿Que a dónde iremos? ¡Al estadio! Hoy jugará nuestro equipo favorito y no nos lo perdemos por nada... Sí, te llamé para corroborar que no vendrías, porque no íbamos a estar. ¡Sí, claro, es por eso!

—Me alegra que el mismo Roderich le lance salvavidas —resopló Francis, frotándose las sienes—. Aunque ni él mismo debe darse cuenta de nada, o eso espero. ¿Tú crees que Gilbert no se da cuenta de la forma en la que está hablándole?

—Creo que ni se entera, porque si no, no se comportaría así. Yo no sé de dónde surgió tanta confianza. Si hasta parecen amigos...

—Tampoco lo sé, cher, créeme. Pero tenemos claro que es desde ese día que vinieron esos chicos, ¿no?

—Bueno, sí, porque incluso se ofreció a llevarlo a su casa. ¡Estaba ocupado con Lovi, pero alcancé a oírlo y casi pego el grito en el cielo! Tú no te contuviste, ¿no? —rió Antonio, volviendo a mirar a Gilbert que seguía charlando al teléfono.

—No pude hacerlo. Tú estuviste entretenido con ese chico, pero yo sí estaba pendiente de todo lo que ocurría. Dieu, si los hubieras visto con más atención...

—Pero vi lo más importante, y estarás de acuerdo conmigo: le puso un cojín grandote en el piso para que esté cómodo, y luego lo de llevarlo a su casa... ¡Si vive aquí nada más!

—Vamos despacio. Es cierto lo del cojín, y también quedé impresionado, pero alcancé a oír de él algo bastante razonable: si Roderich no se sentaba en algo decente, iba a convertirse en una reina del drama y echaría a perder la tarde. Creo que eso justifica bastante bien lo que hizo.

—De acuerdo.

—Lo que sí me sorprendió luego de eso fue que no le recriminó al perder.

—Ah, venga, no podemos quitarle mérito a Roderich. Para no haber jugado nunca, lo hizo estupendo. ¿Viste sus dedos? Solo cometió un par de errores por flojo, pero, joder... Qué veloces son sus dedos.

—Es muy hábil con ellos, me imagino... —rió, muy pícaro.

—¡Qué guarro! —recriminó, riendo también—. Pero no nos desviemos. No me di cuenta de eso porque Lovi estaba cediendo un poco.

—Pues sí, a pesar de que perdieron, no le echó la culpa, y esa habría sido la reacción más lógica. Y finalmente lo del coche... ¿Qué necesidad había de llevarlo?

—Oye, ¿recuerdas que los dejamos solos un rato mientras Gil le explicaba quién nos visitaba? Pues desde ese momento estaban llevándose bien, porque la noche anterior le decía imbécil y muchas cosas más. Algo tuvo que decirle Roderich para que ahora estén tan bien.

—No había reparado en ese detalle —reflexionó un instante Francis con el índice en la quijada—. Sí, tuvo que ocurrir algo en ese momento. ¿Crees que tenga que ver con ese pastel? Es decir, ¿para qué lo trajo?

—Definitivamente no fue para tenerlo de postre luego del almuerzo con Feli y Lovi, porque creyó que era inoportuno al saber que iban a venir visitas, obviamente no sabía que iban a venir.

—¡Roderich se disculpó! —concluyó Francis, y chasqueó los dedos, como si se le hubiera iluminado la mente—. ¿Para qué alguien trae un pastel? ¡Para disculparse, claro!

—Bueno, se me hace difícil imaginar a Roderich disculpándose, la verdad. Pero de haber sido así, con lo orgulloso que es Gilbert y teniendo en cuenta lo mucho que lo humillaba Roderich con sus palabras, tenía motivo de sobra para estar contento.

—Exacto, cariño: motivo para estar contento, no para llevarse bien con él. Es más, de haber sido así como imaginamos, que hubo una disculpa de por medio, Gilbert se lo habría echado en cara toda la tarde.

—Bueno, entonces... Entonces o pasó algo más, o eso ha sido una reacción. Pero el día de la visita fue definitivo —afirmó Antonio—. Quizá tiene que ver con eso que nos dijo la otra noche, cuando estaba hecho una bolita con las sábanas. ¿Recuerdas que no supo explicarse?

—Ahora que lo dices... Dijo algo de que fue odioso, pero no tanto como otras veces, y por eso se enojó, porque esperaba que siga así.

—Entonces el pastel y la disculpa lo arreglaron todo. Oye, espera... ¿Entonces Gilbert estaba decepcionado?

—¿De qué?

—Pues si dijo que esperaba que siga así, no tan odioso como siempre, concluyo que se enojó porque Roderich le decepcionó. Entonces, ese día que discutieron ya estaban llevándose más o menos.

—No hay que aventurarnos con esa conclusión tampoco —carraspeó Francis, sinceramente preocupado por esa posibilidad—. Igual, seguro Roderich no hizo gran cosa y Gilbert, como un niño, se resintió. Además, tenemos otro punto a tomar en cuenta: Roderich dijo que Gilbert lo acompañaba para ver a Elizabetha. Esa me parece una muy buena razón —dijo, para intentar restarle credibilidad a la idea que estaba barajando junto a Antonio.

—Bueno, ¿qué hacemos entonces? Si le preguntamos directamente, ya está visto que se traba y al final no responde nada. Hay que ir despacio.

—Quisiera poder verlos...

—Oh, espera, voy a ver —dijo Gilbert, que al fin, luego de quién sabe cuántos minutos, se separó un poco de la bocina (la cual cubrió con la mano) para dirigirse a sus amigos—: Hey, chicos, quiero preguntarles... —Al fijar su vista en ellos, se dio cuenta de que estaban sosteniendo una conversación—. ¿Qué pasa?

—Nada, mon petit, descuida, son cosas nuestras, luego te contamos —respondió Francis, acariciándole el brazo a Antonio, porque suponía que debía estar algo tenso con el tema de Gilbert—. ¿Qué ibas a decirnos?

—El señorito está algo raro... Le dije que íbamos al estadio, y me respondió que a él no le va mucho el fútbol, pero que le dejó un poco intrigado desde el día que jugamos a la PS3.

—¿Y eso... qué? —dijo Antonio, arqueando una ceja.

—Que hace rato le ha estado dando vueltas y vueltas al tema, y yo esperaba que me diga de frente por qué insistía con el tema del fútbol si no le gustaba. Al final se me ocurrió preguntarle si quería ir con nosotros. Todo un honor para él ir conmigo, claro —rió—. Pero entonces recordé que esto es cosa de nosotros tres, como los geniales amigos que somos. Así que, ¿les importa que venga con nosotros? Le he dicho que voy a interceder con ustedes para que le dejen acompañarnos, pero que iba a tener que portarse bien —volvió a reír, ocultando la bocina, aún cubierta por su mano, contra su pecho—. Y que nos compre algo de comer y unas cervezas, ¿qué tal?

Antonio y Francis se miraron a los ojos con la boca entreabierta.

—¿Nos das un segundo, por favor? —pidió Francis, tomando a Antonio por el hombro para llevárselo a un rincón de la habitación. Gilbert parpadeó, confundido pero no les dijo nada y volvió a llevarse la bocina a la boca para seguir platicando—. Esta es nuestra oportunidad.

—Para observarlos, ¿verdad? Oye, Roderich está... No es normal ese comportamiento. Y te lo digo yo.

—Yo también tengo mis sospechas, no te creas —bromeó, dándole una palmadita en la espalda—. Y creo que vamos a concluir la misma cosa.

—Mira que darle vueltas y vueltas a ese tema —rió Antonio, abrazando a Francis por los hombros—. Debe darle gracias a la vida que Gilbert sea tan despistado. —Ambos volvieron a donde estaban sentados con una sonrisa cómplice dibujada en el rostro—. Esto va a ser entretenido de ver. De todos modos le dijiste a Gilbert que íbamos a ayudarle, ¿no?

—Así es, mon amour —respondió, y carraspeó para llamar la atención de Gilbert—. Mon petit, dile que está bien, que por nosotros no hay ningún problema. ¡Y que nos ayudará a pagar las cervezas, eh!

—Señorito —dijo él al teléfono—, que está bien, ¡vas a tener el privilegio de ir con nosotros! Eso no lo logra cualquiera, que conste.

—Como digas, Gilbert, como digas —desdeñó Roderich—. ¿A qué hora nos veremos?

—Bueno, creo que pasaremos por ti en un par de horas, para llegar a tiempo y que podamos ubicarnos bien. Ah, por cierto, voy a llevar algo para ti, a ver si te queda... Yo creo que sí, porque eres todo flacucho.

—¿Flacucho? —replicó, extrañado. No solo por que Gilbert le hable de su contextura, sino porque no podía imaginar qué podría darle que implique hacer cálculos sobre eso. Pero como no podía quedarse sin responderle nada, dijo—: Tu masa muscular no es para nada envidiable, por si no lo sabes.

—¡¿Qué?! ¡Yo no soy flacucho como tú! —berreó, y eso, en cierta forma, calmó e hizo reír a Antonio y Francis.

—Lo eres.

—¡No es cierto! Tú eres flacucho, me consta desde esa vez que te abracé cuando íbamos a beber y cuando te ayudé a llegar a casa. Eres muy delgado, señorito. —Antonio y Francis volvieron a tensarse.

—No he negado que soy delgado, he dicho que tú también lo eres.

—Como sea... Pasamos por ti en una hora u hora y media. Ponte algo delgado, que seguro vamos a tener calor... Como una camiseta sin mangas. Nos vemos, señorito. —Y colgó para evitarse cualquier respuesta.

—Esto hay que verlo —sentenció Francis, dedicándole una última mirada cómplice a Antonio antes de ponerse de pie y dirigirse a la habitación que ocupaba para prepararse para su salida.

.

.

.

.

—¿Vas a salir hoy?

—Así es, me han invitado esos tres. —Mentira—. No estoy seguro de cuánto tardaré.

—Entiendo. De todos modos este lugar aún no está habitable —rió Elizabetha, pateando suavemente una caja que había tirada en el piso—. Hoy me ayudarán los de mudanza, así que está bien que salgas; te aburrirías aquí con el ruido de las direcciones que tengo que darles... Además, luego tienen que hacer la limpieza...

—¿Te gustaría que llame cuando esté regresando? —preguntó, conciliador y amable por tanta comprensión de su esposa.

—¡Claro! Si vas a llamar, no importa cuánto te demores. De todos modos estaré toda la tarde en casa, así que estaré pendiente.

—No me opondría a que salgas un rato. También terminarás por aburrirte de estar aquí —dijo, examinándose frente al espejo del recibidor.

Gilbert le había dicho que use una camiseta, y ahí había surgido su problema: no tenía casi ninguna –si no es que ninguna–, ya que estaba habituado a usar siempre camisas. Por suerte, mientras daba vueltas en su habitación mirando de reojo las maletas, de las cuales la mayoría seguían sin ser desempacadas porque no tenía intención de tocarlas, que para eso estaba la gente de servicio, le pareció ver que de entre la ropa de Elizabetha sobresalía algo parecido a una. La tomó con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas –que en realidad es poca– hasta que salió del montículo bajo el que estaba. Afortunadamente no estaba arrugada, porque no pensaba plancharla, pero tampoco estaba dispuesto a salir con algo que luzca mal. Aunque de igual forma seguramente se las habría arreglado para conseguir que alguien la planche por él.

Siendo una de las pocas veces que vestía una camiseta, llamaba la atención. Elizabetha se le quedó viendo con extrañeza desde que salió de la habitación, él mismo se sintió extraño en cuanto se revisó frente al espejo del baño, y en ese momento, mientras observaba su facha frente al espejo del recibidor, también. Era de color blanco entero con algunos detalles azules en los bordes de las cortas mangas y el cuello; le quedaba algo holgada, un poco por debajo de las caderas, pero al menos se sentía bastante fresco usándola.

—Volveré más tarde entonces. Nos vemos —anunció, tomando sus llaves.

La casa a la que se habían mudado no tenía la hermosa entrada de jardines que tenía la propiedad de su familia, además de ser de dimensiones mucho más reducidas, así que ahora cuando llegaba a la puerta enrejada, no hacía más que dar un par de pasos para alcanzar la puerta principal. Era más sencilla, pero igualmente elegante. Aunque le hacían falta ultimar algunos detalles en cuanto a decoración, pero no era gran cosa.

—Cuida que no toquen mi piano ni ninguna de mis cosas sin cuidado alguno, por favor.

—Descuida —rió, agitando una mano desde el otro lado de la habitación—. No olvides llamar.

Roderich cerró la puerta tras él y entonces recordó que Gilbert y sus amigos habían quedado de pasar por él, solo que no le habían especificado una hora, simplemente dijeron que estarían por allá en una hora u hora media. Si ya había salido, no iba a volver a entrar a su casa a esperar, así que decidió aguardar a su llegada en la pequeña mecedora que tenía al lado de la puerta. Unos diez minutos después, perdido en la contemplación de las pequeñas macetas que decoraban su alrededor, el potente sonido de un claxon le hizo dar un respingo.

—¡Eh, señorito! —llamaba Gilbert a todo pulmón mientras seguía dándole al claxon—. ¡Señorito!

—¡No hagas tanto ruido! —regañó, asomándose a la entrada para salir—. No estoy sordo.

—¿Eli está en casa? —preguntó, señalándole a Antonio, quien estaba sentado en el asiento trasero, que le abra.

—Sí, ahora está en casa —respondió, subiendo al auto y cerrando la puerta—. Seguramente en un rato estará trabajando con los de mudanza.

—B-Bien... Estará cansada luego de eso, ¿no? —murmuró, algo decaído. Antonio y Francis se miraron de reojo, conmovidos al suponer el motivo de su tristeza.

—Supongo que sí... —suspiró Roderich, mirando hacia la ventana—. Aunque solo debe dirigirlos. No va a cargar nada, no te preocupes.

—Si no nos vamos ahora, no podremos ubicarnos —se quejó Antonio, cruzándose de brazos.

—¡Oh, cierto! Señorito, ponte esto. —Abrió la cajuela y rebuscó entre los discos que tenía apilados y los demás implementos que guardaba del auto, hasta que extrajo una camiseta blanca con rayas azules verticales, idéntica a la que estaba usando—. Tenemos que estar todos parejos. Antonio, Francis, ustedes también pónganselas de una vez, que cuando estemos allá ya no habrá tiempo.

—A mí ni siquiera me gusta el diseño de esta cosa —reclamó Francis, meneando la camiseta que le había dado Gilbert—. No quiero ponérmela.

—Yo tampoco —se sumó Antonio.

—¡Pero si es nuestro equipo favorito!

—¿Qué se supone que representa esto? —inquirió Roderich.

—¿Nuestro? Dis-cul-pa, pero ese equipo no es mi favorito —aclaró Francis, algo ofendido—. Te acompañamos porque somos tus amigos, pero de ahí a que sea nuestro equipo favorito hay un gran —enfatizó— trecho.

—Aunque el estadio no está nada mal —acotó Antonio—. Es enorme.

—¡Pues allá vamos! —exclamó resentido, con un mohín—. Precisamente allá van a jugar.

—Insisto, ¿qué se supone que representa esto? —repitió Roderich, algo enfadado al haber sido ignorado.

—Es la camiseta del Hertha [1] —resopló Antonio, mirando agobiado la camiseta. Finalmente se animó a ponérsela. Se lo pedía su amigo, después de todo.

—¿Qué es el Hertha?

—¡No! ¡No preguntes eso! —lloriqueó Antonio, tirando del brazo de Roderich. Este se tensó por la sorpresa.

—Hertha Berliner Sport Club —recitó Gilbert, con el pecho henchido de orgullo—. Fue fundado el año de 1892–

—¡Ninguno quiere volver a oír esa historia! —renegó Francis, y se dirigió a Roderich—: Es el equipo favorito de Gilbert, el más tradicional de Berlín. Para que te hagas una idea de lo mal que están aquí en fútbol, ese es el único que está en la primera división de la Bundesliga —susurró a su oído.

—¡Te he oído! —reclamó Gilbert, y puso en marcha el coche al ver que al menos Antonio ya tenía puesta la camiseta.

—Bueno, bueno, calma, chicos. ¿Contra qué equipo va a jugar, Gilbert? —intervino Antonio.

—Con el Bayern Münich.

Dieu… ¿En serio quieres ir a ver eso?

—¿Por qué no? —replicó él con un puchero, aferrado a su fanatismo.

—No sé tú, pero a mí no me gustaría ver que humillen a mi equipo favorito... —murmuró Antonio, removiéndose inquieto al imaginarse la reacción de Gilbert.

—¡C-Claro que no van a humillarlos! —replicó con el ceño fruncido, aferrando el volante—. Hoy van a ganar y sumarán puntos. Ya lo van a ver.

—¿Contra el Bayern Münich? Ya, claro. Eso quiero verlo —se burló Francis—. Y para que veas que de verdad somos amigos, me pondré esto, que ni me sienta bien. Qué mal gusto...

—Digan lo que quieran, que ya ellos van a demostrar su valía en la cancha —sentenció, aún ofendido, y aceleró.

De camino al estadio se sumieron en un silencio incómodo debido a su reciente discusión. En realidad el asunto no debía ser demasiado grave; todo se debía a que Gilbert se tomaba muy a pecho el tema de su equipo. Ya antes Antonio y Francis le habían hecho alguna que otra broma y ya sabían cómo reaccionaba, pero no por eso dejaba de sorprenderles. Al menos ya sabían cómo lidiar con él: solo hacía falta ser un poco consentidores y asentir a todo cuanto dijera, darle la razón y unirse a sus gritos durante el juego.

El problema sería lograr que Roderich se les una, porque bastaba que uno de ellos no esté contagiado de su euforia para hacer rabiar Gilbert, o como mínimo echarle a perder el ánimo.

Cuando llegaron, todos tenían puestas las camisetas excepto Roderich.

—¿No vas a usarla, señorito? —preguntó Gilbert, haciéndose cargo de los boletos con el encargado—. Al menos la has traído para ponértela adentro, ¿no?

Antonio y Francis, que al lado del resto de los fanáticos del Hertha parecían estar todos uniformados, lo fulminaron y con la mirada le exigieron que obedezca, tal como hicieron ellos.

—Voy a ponérmela ahora, porque la brisa podría sentarme mal —se justificó, desenvolviendo la prenda que había enrollado entre sus manos—. Estoy muy habituado a los suéteres delgados.

—Ah, sí, todas las veces que te he visto usabas uno. Las contadas veces que te vi en verano usabas camisa de manga larga. Se me hace raro verte ahora en camiseta.

—Y a nosotros también —aseguró Francis.

Los cuatro avanzaron por el corredor rumbo a las graderías, junto a los demás fanáticos tanto del Hertha como del rival. Se sentía mucha confianza por parte de los primeros al ser locales. Cuando llegaron al final y pudieron apreciar las verdaderas dimensiones del estadio, la cancha impecable y las multitudes que ya iban ocupando sus lugares, quedaron un momento en pasmo.

—Este lugar en verdad es enorme… —murmuró Roderich, sinceramente sorprendido—. Incluso hermoso...

—Así es. Aquí se han jugado muchas finales. No sé cómo no has venido antes. ¿Ni siquiera para los Juegos Olímpicos?

—No. Me la paso ocupado ensayando.

—Bueno, siéntense ya —dijo Francis, acomodándose la camiseta con desagrado—. No se queden parados que incomodan a los demás.

El partido transcurrió con "normalidad", al menos lo que duró el primer tiempo. El equipo local tenía algunas oportunidades de acercarse a la portería enemiga, y cuando lograban rematar, Gilbert se ponía de pie con las manos hechas puños y el corazón detenido, dispuesto a gritar. Al ver que no se concretaba el gol, daba un puñetazo al aire y se dejaba caer en la butaca. Francis le daba una palmadita en la espalda y una sonrisa de consuelo, muerto de miedo por que el partido termine en goleada, mientras Antonio veía el juego con una mano en la quijada. Roderich por su parte permanecía sentado, cruzado de brazos. No terminaba de entender cómo ver a un grupo de hombres correr tras una pelota les podía causar tanta emoción.

Todo iba bien. Hasta que, una vez que volvieron a la cancha luego del descanso, un tiro de esquina definió el partido.

Roderich, que gracias a Gilbert comprendía algo al respecto, al ver lo que acababa de ocurrir y que gran parte de la concurrencia estallaba en vivas, se abrazaban y brincaban sobre sus lugares, volvió el rostro. Gilbert tenía la boca abierta, con la vista clavada en la cancha. Sus ojos se desviaron un segundo y se encontraron con los de Francis, quien de inmediato colocó una mano sobre el hombro de su amigo. Antonio, que estaba sentado al lado de Francis, se puso de pie y empezó a clamar porras por el Hertha.

Sin tener mucha idea de qué hacer, imitó a Francis y con su mano acarició el hombro de Gilbert. Este de inmediato se giró a verlo.

—No juegan nada mal. Es decir, incluso a mí, que no sé de fútbol, me han llegado comentarios sobre lo bueno que es ese tal Bayern. Para ser honesto, de este equipo, el Hertha, nunca había oído nada, de lo cual concluí que no destacaban en lo absoluto. Pero ahora que veo que han dado la lucha e incluso han sido capaces de enfrentarlos, me doy cuenta de que estaba equivocado. Hay que ser muy bueno para resistir a un enemigo semejante a pesar de no ser tan reconocidos.

Antonio frenó de golpe sus vivas al sentir que Francis tiraba de su camiseta para que alcance a oír lo que dijo Roderich. Ambos amigos quedaron con la boca aún más abierta que la de Gilbert.

De pronto ya no había bullicio. Se habían sumido en un silencio angustiante, como si se hubieran traslado a una dimensión paralela en la que los barristas vitoreaban, pero sin emitir sonido alguno. Tres personas a la espera de la reacción de Gilbert.

—¿D-De verdad, señorito?

Roderich asintió suavemente. Hasta ese momento, Gilbert no se había percatado de lo profundo que era el tono de sus ojos; tanto, que destacaba a pesar de los anteojos. También, que el lunar que tenía estaba justo debajo de la comisura de sus labios. Pequeño y oscuro como una gota de tinta.

—Creo que solo deben entrenar más. Sin práctica no se consigue nada.

Gilbert parpadeó y, aún fijos sus ojos en Roderich, su mejor sonrisa fue dibujándose en su rostro. Todo estaba en orden nuevamente.

—¡Es cierto! —dijo, y se puso de pie—. Es solo una derrota.

El encuentro continuó y, pese a que el rival consiguió anotar por segunda vez, Gilbert ya no estaba tan afectado. Finalmente, el árbitro hizo sonar el silbato y el encuentro terminó. Antonio y Francis, que seguían con el alma en vilo preocupados por el estado de ánimo de su amigo, se levantaron de sus asientos dispuestos a salir de ahí cuanto antes, así tuvieran que arrastrarlo. Al ver que todo había acabado, Roderich también se puso de pie. Sin embargo, al hacerlo, accidentalmente empujó con su espalda a un barrista que corría por la gradería superior.

—Lo lamen-

—¿Qué te pasa, idiota? —berreó el sujeto, a quien debido al accidente se le cayó un vaso de soda—. Fíjate... Imbécil —remató, barriéndolo con la mirada.

—Hey, hey, ¿qué sucede? —intervino Antonio, quien se interpuso entre el tipo y Roderich, anticipándose a un posible pleito—. Ha sido un accidente.

—¡¿Accidente?! ¡Es tan torpe que casi me tira la soda encima!

En un brinco, movido por los gritos, Gilbert se puso de pie. Francis, intimidado, se refugió detrás de él.

—¡Te he dicho que ha sido casualidad! —replicó Antonio, acercando peligrosamente su rostro al del sujeto, dispuesto a liarse a golpes. Su expresión, habitualmente dulce, se tornó en una oscura que le heló la sangre a Francis—. ¡Y no te permito que le hables así!

—¿Por qué tan a la defensiva? —provocó en respuesta, pegando su frente a la de Antonio. Desvió su mirada retadora para enfocarse en Roderich, y dijo—: ¿Acaso eres su princ-

—¡Oye! —exclamó Gilbert, con el ceño muy fruncido, y estiró el brazo para tomarle por las solapas, tan fuera de sí como Antonio—. ¡Atreve-

—Hagan el favor de callarse. Todos —cortó Roderich. Se acomodó los anteojos, cruzó ambos brazos sobre su pecho e irguió la espalda. Se veía más gallardo que nunca, incluso a pesar de llevar esa simple camiseta. Clavó sus ojos en los del barrista, y este se estremeció—. Estuve a punto de disculparme por ese pequeño accidente, pero ahora veo que me habría equivocado completamente. Para empezar, fue usted quien chocó conmigo al estar corriendo como un animal salvaje. ¿Debo recordarle que eso no está permitido? Y no soy torpe, eso ha quedado claro nada más con ver su comportamiento. Es un bestia cualquiera. —Francis y Gilbert quedaron mudos. El barrista también. Apartó a Antonio y Gilbert, que seguían pegados al tipo con intenciones de golpearlo y se abrió camino, dispuesto a irse—. Con permiso.

Cuando Roderich doblaba la esquina, los cuatro salieron de su pasmo. Francis suspiró, feliz de que el peligro haya pasado; Gilbert y aquel tipo se miraron a los ojos, incrédulos. Antonio en cambio se echó a reír.

—¡Aún tiene ese carácter! —dijo, rascándose la nuca—. Debí suponerlo...

Gilbert, que estaba a punto de preguntar al respecto, se vio silenciado por Francis que lo tomó por los hombros con ambas manos, encaminándolo rumbo a la salida. En un descuido, este le mandó una mirada de reproche a Antonio.

Una vez fuera del recinto, hallaron a Roderich apoyado en el auto; se había deshecho de la camiseta y la había doblado con cuidado. Al divisarlos, se incorporó y se aproximó a la puerta del coche, a la espera de que abran.

—¿Qué ha sido todo eso? —inquirió Gilbert, intrigado por la reacción de Antonio. Y al ir repasando mentalmente lo ocurrido, la pregunta también abarcaba su propio comportamiento. Colocó la llave y vio que Antonio se introducía en el auto y de inmediato estiraba el brazo para quitar el seguro, de forma que Roderich pueda abrir. Este lo vio un instante y desvió la mirada en el acto.

—Espabila, Gilbert —dijo Francis, chasqueando los dedos al ver que su amigo parecía distraído con algo. Al reparar a dónde estaba mirando, continuó—: ¡Casi nos metemos en un pleito! Afortunadamente no pasó nada~, ¿verdad?

—¡Tú te escondiste detrás de Gilbert! —reclamó sonriente Antonio—. Según tú, la cosa no era contigo.

—De veras, ¿qué fue todo eso? —repitió Gilbert, casi en un murmullo al ser plenamente consciente de lo que había hecho.

—Un torpe que creyó que podía meterse conmigo y dos torpes que creyeron que no sé defenderme solo. No veo el caso de hablar sobre eso —resopló Roderich, algo incómodo. Gilbert logró cruzar una mirada con él a través del espejo retrovisor, pero lo esquivó tras sostenerla por un instante. Algo desconcertado por todo lo que había ocurrido, puso en marcha el coche.

—Yo tampoco, cher, en serio. Ya pasó.

—Estuvo entretenido el partido... No jugaron mal —reconoció Antonio.

—Me imagino que con eso te refieres a que al menos no terminó en goleada —dijo Francis, y junto a Antonio empezaron a reír.

Gilbert fulminó a sus amigos, pero ellos continuaron con sus bromas. Siguió reclamando un poco más, pero poco a poco fue perdiendo el ímpetu y quedó en silencio.

En su mente no dejaba de dar vueltas lo último que les había ocurrido. Y de rato en rato, ocupaba unos segundos en ver a través del espejo. Roderich tenía la cabeza apoyada en la puerta y el viento le revolvía los cabellos suavemente, los cuales procuraba devolver a su lugar con sus largos dedos. Aquellos que había tratado hacía no mucho. Y a veces, descubría a Roderich observándole de soslayo. Sus ojos violetas se prendían de los suyos (¿o era al revés?) hasta que finalmente uno terminaba por enfocar su atención en otra cosa.

.

.

.

Cuando el auto estuvo frente a la nueva casa de Roderich, Gilbert se sintió flaquear. En el momento en que detuvo el auto, vio a Elizabetha fuera de la casa, ordenando las macetas que decoraban la fachada.

Ahí estaba. Lo que tanto había estado esperando.

Francis y Antonio bajaron pronto a saludarla, mientras él, aún indeciso, avanzó con torpes pasos. Sus típicas risas se hicieron presentes.

Roderich se acercó despacio a la puerta mientras Elizabetha recibía los saludos de ambos muchachos, bastante efusivos debido al tiempo que llevaban sin verse, y no pudo evitar reparar en Gilbert.

—¿Te ocurre algo?

—¿Eh?

—Pareces nervioso... —Pese a que no quería, se aventuró a preguntar—: ¿Es por Elizabetha?

Gilbert dio un pequeño respingo y volvió completamente el rostro para verlo a la cara.

—¿Quién está nervioso? —rió—. Qué cosas dices, Señorito. Estoy cansado, que es diferente.

—¿Cuando estás cansado te tiemblan las rodillas?

—¿Gilbert? —dijo de pronto ella, aproximándose a él. Era una sorpresa encontrárselo, pero le agradaba. Le agradaba porque finalmente, luego de la plática que tuvo con Roderich, comprendió que su resentimiento para con él no tenía razón de ser. Eran amigos, después de todo.

El corazón le martillaba el pecho hasta un punto en que era doloroso.

—¡No hice nada malo! —exclamó, mirándola muy firme directamente a los ojos. Todos quedaron en silencio, observándole como si le hubiera salido otra cabeza. Ni Francis ni Antonio comprendían a qué se debía esa reacción.

—¿Q-Qué dices, torpe? —rió ella, palmeándole el brazo—. No te estoy acusando de nada.

—L-Lo digo por... Bueno, olvídalo —respondió él, también sorprendido por lo que acababa de decir. En realidad no lo habían movido los nervios que le generaba la presencia de Elizabetha, poder verla después de mucho, sino la necesidad de explicar que, en efecto, no había hecho nada malo. Como si sus nervios no fueran producto de su amor, sino de un miedo que sentía secretamente—. ¡No soy torpe! —rió en respuesta, dándole un pequeño empujón, del cual recibió como respuesta una sonrisa traviesa. Una de las que caracterizara a la pequeña Elizabetha cuando hacía alguna diablura.

—¿Terminaron de ordenar todo? —intervino Roderich. Solo a Francis le pareció notar que estaba algo incómodo.

—Oh, sí, ya han terminado. La sala está en completo orden.

—Perfecto. No quiero ver cajas cruzarse en mi camino.

—Ahora que todo está en su lugar, ¿quieres visitarnos mañana? —propuso ella, desafiándolo con la mirada—. Podrías venir a tomar algo.

—Clar-

—No es posible, cariño —intervino Francis, rodeando el cuello de Gilbert antes de que pueda responder—. Aún no se lo hemos dicho, pero teníamos pensado Antonio y yo tener una salida de mejores amigos. Tú sabes, cosa de nosotros. Quizá haya otra ocasión más adelante.

—Pero ustedes-

—Era una sorpresa, mon petit. Por eso no te dijimos nada. Ahora, si nos disculpan, debemos marcharnos.

—¿En serio? —replicó él, sorprendido por los supuestos "planes" que tenían para el día siguiente.

—Por supuesto, no podemos dejar solo a tu hermanito por mucho tiempo —se sumó Antonio—. Fue un gusto volver a verte, Elizabetha. Espero vuelva a repetirse.

—Lo mismo digo, cariño. Nos veremos luego.

Antonio y Francis arrastraron a Gilbert hasta el auto y prácticamente lo forzaron a sentarse al volante. Una vez dentro los tres y ya en movimiento, ambos muchachos, ubicados en el asiento posterior, nuevamente hicieron uso de sus miradas para comunicarse: Antonio exigía respuestas, porque se sentía un poco confundido a pesar de haber accedido, mientras Francis le pedía paciencia, ya tendrían tiempo para platicar a solas.

—¿A dónde se supone que iremos mañana? —inquirió Gilbert con el ceño fruncido, ya en el garaje de su casa—. No sé qué bicho les ha picado a ustedes dos, pero hoy ha estado todo raro. Muy raro.

—¿Estás enojado porque no te dejamos quedarte con Elizabetha? —dijo Antonio, algo afligido, y colocó una mano sobre su hombro.

—No era prudente —intervino Francis—. Estaba presente Roderich, y no estás de muy buen humor luego del juego, ¿no te parece? Habrían discutido y Elizabetha habría terminado poniéndose de parte de él, obviamente, y tendrías el mismo problema del principio.

—¡Claro, claro! —Antonio asintió frenéticamente a pesar de saber que esas no eran las verdaderas razones de Francis. Podía percibir su mentira.

—Además —continuó—, te recuerdo que tu interés debería estar centrado en Roderich. Una vez te hayas librado de él, tendrás todo el tiempo del mundo para reparar el roto corazón de la pobre Elizabetha.

—Bueno... —resopló él, y extrajo la llave. Resolvió no pensar en eso porque, en realidad, no tenía deseo alguno, al menos en ese momento, de idear alguna forma de proseguir con el plan. Verla le había alterado. Eso y lo que había ocurrido esa tarde, porque seguía dándole vueltas en la cabeza—. Entonces, ¿igual saldremos mañana?

—Decide a dónde iremos y nosotros obedecemos —declaró Francis—. Ten presente que apenas nos queda una semana, pronto tendremos que marcharnos, así que decide bien.

—Estaba pensando que el fin de semana antes de marcharnos podríamos irnos de campamento, ¿qué tal? —propuso Antonio—. Es algo que he querido hacer con ustedes desde hace mucho.

—¡No estaría mal! —respondió Gilbert, repuesto un poco su ánimo y ya más concentrado en la conversación—. Pero ahora no se me ocurre ningún lugar...

—¿Qué tal el Tiergarten? [2] Es enorme —enfatizó Antonio— y podríamos hacer un picnic o algo parecido. ¡Podemos llevar a Ludwig e incluso invitar a Feli y Lovi!

—También a Roderich —acotó Francis mientras se limpiaba las uñas con despreocupación—. Solo será una tarde.

—Y Eli podría–

—No —cortó—. Concéntrate en Roderich. ¿Realmente te ha afectado tanto verla? —resopló, algo frustrado. Antonio volvió a verlo, sorprendido de su manera de responderle.

—Ya, déjalo, está cansado —pidió Antonio, dándole un codazo—. Y ambos también lo estamos, ha sido un día agitado. Entremos de una vez y cenemos algo. Antes de dormir invitamos a todos.

—Me adelanto... Aseguren las puertas antes de entrar —dijo Gilbert, y bajó del auto. Francis y Antonio lo vieron adentrarse en la casa con una mano en el bolsillo.

Una vez solos, Antonio volvió a tirarle un codazo justo en las costillas, lo que provocó que diera un respingo y se retuerza de dolor.

—Ahora sí, me explicas ya mismo qué ha sido ese teatro que te montaste frente a Elizabetha. Ninguno de los motivos que dijiste son ciertos, te los inventaste en el momento.

—¡Ay, pero no hace falta la violencia!

—¡Se supone que íbamos a ayudarle, y lo primero que haces es alejarlo de ella! —regañó, palmeándole el hombro—. Ya, habla. Venga.

—Bueno, cariño, verás... —Antes de continuar, el recuerdo le llegó como un rayo—. Oye, para empezar, soy yo quien está en posición de regañar. ¿Qué fue eso en el estadio?

—No sé de qué hablas —refunfuñó Antonio, hundiéndose en el asiento con un puchero—. No me cambies de tema. Estábamos-

—Nada de cambio de tema. Desde hace mucho tengo pendiente esto. Me explicas ahora mismo. Porque, se supone —enfatizó, meneando la cabeza sobre su eje—, ya está superado. Ambos sabemos cómo ocurrió todo y definitivamente es un capítulo cerrado.

—Completamente —sentenció Antonio, clavando sus ojos en los de Francis para asegurarle que le estaba diciendo la verdad—. No se trata de eso... Es simplemente que me enoja que el tipo se ponga tan prepotente cuando todo fue su culpa. ¿Qué no lo viste? Y estuvo a punto de-

—¿De golpearlo? Cher, lo dudo. Roderich siempre fue blanco de burlas, ¿no lo recuerdas? Y cada vez que estaba en un apuro, sabía librarse bien de todo con esa lengua suya. Eso, y ese amigo raro... Un rubio... Ya ni recuerdo su nombre. El punto es, que me dejó preocupado lo que hiciste. Lucías realmente furioso... Incluso pusiste esa cara...

—¿Cuál?

—La que me asusta, esa que no me gusta que pongas nunca. Pero, volviendo al tema, me dejó pensando esa preocupación que mostraste. O esa ira. Por una parte, porque no es posible, o no me gustaría, que volvamos al pasado; y por otra, porque estaba presente Gilbert.

—¿Sobre todo por Gilbert?

—¡Por supuesto! De no haber estado él, no te estaría preguntando con tanta urgencia.

—¿Crees que hicimos mal? Ya sabes... Por no decirle...

—Créeme, no era el momento. Incluso ahora no sé cuándo será el momento apropiado...

—En algún momento va a enterarse.

—Pero definitivamente no puede ser ahora. No.

—¿Y por qué? Es decir, comprendo que tiene que ver con que ahora estamos aquí y él se está acercando a Roderich, pero...

—Tiene que ver con todo, cariño. —Francis resopló y se acomodó el pelo detrás de las orejas—. Estoy pensando que no lo quiero con Elizabetha.

—¿Pero no se supone que es lo que realmente quiere?

—Si realmente fuera así, habría intentado algo mucho antes de que todo llegue a este punto, con ella casada. Puedo entender que haya tenido miedo de expresarle lo que siente por miedo a acabar con su amistad, también que nunca se presentó la oportunidad o más probablemente que nunca haya terminado de aceptar que lo que sentía por ella era algo que trascendía lo amical. En realidad tengo la teoría de que lo que realmente siente por ella es un amor infantil que se niega a superar. Porque, siendo sinceros, ¿has sabido de alguien con quien haya intentado algo? Es él mismo quien se restringe con razones absurdas, pero ambos sabemos que en el fondo es porque piensa en Elizabetha.

—Pensándolo bien, es lindo eso.

—Pero ella nunca lo ha visto ni lo verá como algo más. Ella es idéntica a él, pero su objeto de amor es Roderich. Desde niña se empecinó en que estaba enamorada de él y siempre esperó que le corresponda. Te pregunto: ¿sucedió?

—No... Pero igual lo que siente ella es lindo... ¿No crees que Roderich podría corresponderle?

Mon amour, ¿en serio?. ¡Tú lo conoces mejor que yo! La trata como a una hermanita y nada más. Es imposible que la vea con otros ojos. Se fue por no sé cuántos años y ni por eso la extrañó, ¿o sí? No quiero ni imaginarme cómo conviven... Dieu.

—De acuerdo, sí, nunca va a corresponderle. Y ella está tan ciega que jamás va a corresponderle a Gilbert, ¿verdad?

—Incluso si llegaran a divorciarse, no hay posibilidad. Ella no es tan infantil como él, creo que el amor que siente por Roderich es un poco más maduro y, en consecuencia, más difícil de olvidar. Pero Gilbert... Tengo la certeza de que si se acercara a alguien, sin pensar en nada romántico, porque de lo contrario se reprimiría por Elizabetha, podría enamorarse. Pero enamorarse de verdad, un sentimiento maduro y verdadero.

—Ha estado como perdido desde que volvimos, ¿no? ¿Lo has notado?

—Claro que sí. Y ya voy imaginándome lo que está pasando en esa cabecita.

—Oye, ¿y qué piensas de Roderich?

Francis parpadeó un segundo y le dedicó una sonrisa.

—Ese diagnóstico me lo reservo. ¿Por qué, te interesa? —añadió, chocando su hombro con el de su amigo.

Gilipollas —rió Antonio, devolviéndole el empujón—. No es eso. Solo... me da curiosidad... ¿Pero ahora qué haremos? Él quiere que le ayudemos...

—Y seguiremos haciéndolo. Le hará bien distraerse y alejarse de Elizabetha. En todo caso, incluso luego de irnos podemos mantener contacto con él por teléfono o internet. Quiero que nos mantengamos comunicados para saber en qué termina todo esto. Quizá con un poco de esfuerzo incluso podamos darnos una escapada para visitarlo.

—No le diremos nada de lo que acabamos de conversar, ¿verdad?

—No, claro que no. Ese cabeza dura no entiende razones. Ya he intentado hacerle recapacitar. Le he mandado más de una indirecta sobre lo que está por pasar, pero no ha pillado ninguna...

—¿Qué podría pasar? —inquirió suspicaz Antonio con los ojos entrecerrados. Francis no estaba siendo del todo claro con él, y no quería darse el trabajo de imaginarlo por sí mismo—. Venga, dime.

—Todo a su tiempo, amor. Todo a su tiempo. Ahora ya es tarde y debemos entrar antes de que piense que estamos mancillando su auto —rió, y le guiñó un ojo a Antonio.

¡Guarro! —rió en respuesta él, dándole otro empujón—. De todos modos vas a contarme. Yo lo sé.

Francis bajó del auto y le extendió la mano para ayudarle.

—De prisa. Tenemos que llamar a nuestros invitados y ver qué llevaremos.

.

.

.

Al llegar a casa, Roderich fue inmediatamente a su habitación para volver a cobijarse en la seguridad de sus camisas. No había estado tan mal lo de usar una camiseta, pero definitivamente prefería las prendas que usaba diariamente. Ya cambiado, se dirigió al comedor para comer algo sencillo antes de irse a la cama. No tenía muchos deseos de platicar, pero sabía que sería imposible evitar la plática con Elizabetha.

Era su amiga y sabía cómo tratarla. No era que no la soportaba, simplemente procuraba mantener un trato hasta cierto punto distante, de modo que no genere en ella la expectativa de que en algún momento podría albergar los mismos sentimientos.

—¿Qué tal estuvo tu tarde? —inició ella al tenerlo al extremo opuesto de la mesa—. Luces algo cansado...

—No es nada. Me abrumó un poco el ruido del resto de la concurrencia.

—Ya veo... ¿Estuvo interesante?

—Tanto como podría estarlo ver correr a un montón de hombres tras un balón —suspiró—. Pero no estuvo mal... Hubo algo que me agradó... —Su mente se perdió en los recuerdos al punto de dibujarle una delicada sonrisa. Elizabetha, algo sorprendida, dejó de comer para observarle.

—¿Qué fue... lo que te agradó?

—Olvídalo. —La pregunta de Elizabetha lo devolvió a la realidad, por lo que sacudió suavemente la cabeza, con la intención de despejar ciertos pensamientos—. Gracias por la comida. Me agrada que tengamos espacio para mantener a algunas personas de servicio...

—No te imagino haciéndote cargo de eso —rió ella, limpiándose la comisura de los labios con la servilleta.

—Jamás lo haría —declaró él, poniéndose de pie—. Me iré a descansar. Buenas noches. —Antes de abandonar el comedor, recordó un detalle importante—: Por cierto, Elizabetha, desde esta semana me dedicaré de lleno a mis estudios y al piano. No puedo dejar pasar el próximo examen, de lo contrario perderé más tiempo. Solo saldré un par de ocasiones para relajarme un poco; mi concentración estará puesta en mis libros y partituras. Te lo digo para que te encargues de que nadie me perturbe cuando me encierre en mis habitaciones. Si deseo algo, seré yo quien se acerque a pedirlo.

—Descuida, yo me ocupo —aseguró ella con una enorme sonrisa.

Antes de acostarse, mientras se aseaba en el baño, alcanzó a oír el teléfono que sonaba. Le restó importancia porque sabía que la misma Elizabetha o alguien más se ocuparía de atender. Sin embargo, al salir del baño, ya con el pijama puesto, casi se da de bruces con su esposa.

—Pudimos haber chocado. No vuelvas a hacer eso.

—Es que te llaman. Es para ti. Es Gilbert.

Algo extrañado, se acercó al teléfono que habían colocado en el descansillo rumbo a las habitaciones de cada uno. Tomó el auricular, aún receloso, y respondió:

—¿Buenas noches?

—Ah, Señorito, soy yo...

—¿Qué se te ofrece? —Roderich, que giró el rostro y se encontró con Elizabetha que se hallaba apoyada en la pared, a su lado, frunció un poco el ceño para dejarle claro que le parecía de muy mala educación quedarse a escuchar conversaciones. Ella pareció comprender, porque, algo afligida, lo dejó solo.

—No sé si escuchaste hace rato... Cuando estuvimos por allá...

—¿Te ocurre algo, Gilbert? —Debía preguntar, porque desde hacía mucho tenía la impresión de que algo había afectado a Gilbert. Él no se comportaba así.

—¡C-Claro que no! —Risa nerviosa. Roderich tuvo claro que sí pasaba algo—. El punto es que mañana iremos al Tiergarten con los chicos; haremos un picnic. Vienen Ludwig, Feli y Lovi también... Cosa de chicos...

—Comprendo.

—Bueno... Llamaba... Llamaba para...

—¿Para? —apuró. Ansioso. Expectante.

—¡P-Para saber si quieres acompañarnos! —berreó al fin, sintiéndose tremendamente incómodo—. Tenemos mucha comida y seguro nos va a sobrar, así que-

—De acuerdo —respondió, evitándose escuchar la retahíla de excusas que le daría Gilbert. Volvió a respirar—. Puedo ir. ¿A qué hora debería estar listo?

—Pasaremos por ti a las nueve, Señorito. Intenta llevar algo de beber. Quizá luego de estar allá pasemos a mi casa para jugar otra vez, como aquel día.

—No me parece mala idea... —Apoyó su cuerpo sobre la pared y un suspiró escapó de sus labios.

—¿Señorito? —Extrañadísimo. No solo por el suspiro, sino porque este provocó una extraña pulsación en él—. ¿Pasa algo?

—Es producto del sueño. Estaba a punto de acostarme —fingió un pequeño bostezo, pero tomó el teléfono con ambas manos y lo llevó con él hasta su habitación. La de Elizabetha, que estaba al lado, tenía la luz apagada, así que ya debía estar durmiendo—. ¿Qué debería llevar? —dijo, sumergiéndose bajo las sábanas.

—Bueno, Feli y su hermano llevarán comida, eso es seguro... —Él, que también estaba recostado en su cama, giró el cuerpo para ver a través de la ventana—. Francis, Antonio y yo ponemos la canasta, el transporte, el mantel y más comida, como frutas o algo por el estilo... No estaría mal que lleves algo de beber, como dije.

—Tomaré todos los refrescos que encuentre en la nevera entonces. Me encargaré de llevar tantas bebidas que no hará falta que lleves ni una sola cerveza.

—¡Qué bobería! —rió Gilbert. Ese comentario le hizo mucha gracia—. ¿Por la noche te pones bromista o qué?

—Quizá suene como una broma, pero es una crítica velada.

—Oye, es... Esto... Esto es...

—¿Qué sucede?

—Es que... Todo esto... Es raro...

Roderich parpadeó, descolocado.

—¿Qué es raro?

—Que podamos hablar sin discutir... —Volvió a girar sobre la cama y apretó fuerte la almohada. Tenía el ceño y los labios fruncidos, como si se empeñara en comprender qué estaba ocurriendo. Llevaba haciéndose esa pregunta desde la tarde—. Es decir, hasta hace poco nos llevábamos como perro y gato... Tampoco es que ahora nos llevemos bien, pero definitivamente no es tanto el rechazo como antes.

—Es que yo nunca-

—Oh, espera. Dame un segundo —cortó Gilbert al oír que alguien llamaba a la puerta. Colocó el teléfono en la cama y cubrió la bocina con la almohada.

—¿Aún no duermes? —Era Antonio, descalzo y en pijama, con una almohada bajo el brazo—. ¿Hay algo que te preocupa?

—¿Qué debería preocuparme? —refunfuñó él, hosco como nunca había sido con uno de sus mejores amigos—. Estaba a punto de dormir hasta que tocaste.

—Vale, vale, lo siento. Te dejo dormir.

De vuelta a la cama, terminó de apagar la lámpara y deslizó la cortina para dejar su habitación en completa penumbra.

—¿Señorito?

—¿Sí?

—Creí que ya te habías dormido —sonrió con el rostro apretado contra la almohada, aspirando su aroma, y se giró abruptamente para quedar boca arriba, contemplando el techo—. Era Antonio.

—Oh... Ya veo.

—¿Qué ibas a decirme?

—Que ya es hora de dormir, porque de lo contrario no seremos capaces de despertar a tiempo. Buenas noches, Gilbert.

—O-Oye-

—Descansa.

Aún boca arriba, y ya sumida su habitación en completo silencio, se detuvo a pensar en la conversación que había iniciado. Tal como le había dicho, todo lo que estaba ocurriendo era extraño. Muy raro. Porque jamás habría sido capaz de imaginarse llamando por teléfono a Roderich para invitarlo a una de las reuniones que organizaba con sus amigos; es más, la sola idea de llamarle ya habría rayado en lo absurdo.

Pero así estaban sucediendo las cosas. Con cada día que pasaba sentía que cada vez sentía menos rechazo por él. Llegó incluso al punto de ¿defenderlo?

No había podido dejar de pensar en eso todo lo que quedó del día. Cuando vio a aquel sujeto ponerse tan agresivo, reaccionó y de inmediato quiso interponerse, pero Antonio se le adelantó y desde ese incidente su humor se estropeó. La única respuesta que tenía era que fue a partir de ese incidente. No tenía claro por qué le había echado a perder la tarde, quizá fue la derrota y que además se sume una discusión, pero simplemente no podía dejar de pensar una y otra vez en eso. Ni siquiera por tener frente a él a Elizabetha fue capaz de olvidarlo.

En ese momento le habría gustado poder platicar con Francis, porque de alguna forma él le guiaba y le ayudaba a despejar sus ideas. Pero desafortunadamente a esa hora ya debía estar más que dormido.

Rodó sobre la cama y quedó boca abajo. Tomó las sábanas y se volvió un ovillo con ellas. Ya tendría la mañana del día siguiente para pedir ayuda a su amigo.

Su mirada cayó en el teléfono que acababa de colgar.

"Señorito", resopló.

Y cayó rendido.

.

.

.

.

Continuará

.

.

.

.

[1]: El Hertha es un equipo de fútbol que de verdad existe. Los datos que dan Francis y Gilbert son legítimos. Bueno, tampoco juegan mal, pero no son tremendos como el Bayern (?) Además, su estadio es el más grande de Berlín: el Olympiastadion.

[2]: El Tiergarten (jardín de animales) es un parque ENORME ubicado al centro de Berlín. Es el pulmón de la ciudad. Ya me explayaré un poco más en el siguiente capítulo.

N.A: OH, DIOS; ME HE TARDADO UNA VIDA EN ACTUALIZAR —corre en círculos—. Pero la verdad es que no he tenido tiempo para nada. En compensación les dejo este capítulo que es el más largo.

Siento que su relación va avanzando firme y seguro (?)

No sé qué les parezca mi regreso XD cualquier duda, pueden en dejármela en un review ;D lamento si no he respondido los que me han dejado últimamente, pero la verdad ya no recuerdo a quién alcancé a contestar y a quién no.

Infinitas gracias a esas personas que se dan el trabajo de dejar un review. Infinitas gracias a esas personas que le tienen fe a este fic, porque, como dije, tengan por seguro que NUNCA lo abandonaré.

Espero volver pronto.

Gracias por leer.