Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece; el autor es Hidekaz Himaruya.


CAPÍTULO DECIMOQUINTO

PRESENTIMIENTO

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—¿Me has dado tu número?

Roderich se incorporó despacio, apoyando su codo sobre el mullido sofá, y volvió el rostro para mostrarle a Gilbert con su expresión cuánto le extrañaba su pregunta.

—¿A qué viene eso?

Gilbert clavó la mirada en el techo para esquivarlo, pero sus brazos envolvieron con más fuerza su cintura para acercarlo a su pecho.

—Las veces que has llamado ha sido al teléfono de la casa. Como dijiste que esperemos, pensé que sería mejor... Ya sabes...

—Lo siento. Pensé que lo tenías...

Roderich dejó a un lado el libro que leía y se pasó ambas manos por la cara.

Sabía perfectamente que Gilbert se refería al asunto de Elizabetha. Habían pasado ya alrededor de tres semanas desde que acordaron no decirle nada al respecto, y desde ese entonces, pese a que seguían viéndose para repasar algunos libros, no habían vuelto a hablar sobre eso seriamente. De alguna forma, el tema parecía haberse vuelto tabú entre ellos y la sola mención de su nombre los ponía tensos e incómodos, como si quebrara el agradable ambiente que se había formado. Además, debido a lo espinoso del tema, no se habían tomado el trabajo de planear cuál sería su estrategia para que todo aquello que venía ocurriendo entre ellos no levante la más mínima sospecha o suspicacia.

—Te lo daré ahora mismo —anunció Roderich, extrayendo de su bolsillo su teléfono—. Es mejor porque–

—Es mejor comunicarnos directamente... No por el teléfono de casa... —completó Gilbert, sacando el suyo también.

Recostados sobre el sofá como estaban, uno detrás de otro, abrazados, fingían leer. Roderich le regañaba a menudo su falta de concentración, la cual era una constante todos los días que estaba en su casa, pero a veces no podía resistirse y se dejaba llevar por la espiral que era Gilbert. Pese a que en verdad quería empeñarse en estudiar, bastaba que este roce sus dedos con los suyos o se acerque para empujar sus anteojos que ya resbalaban por el puente de su nariz para que pierda toda voluntad y no piense más que en sentarse en su regazo, abrazarlo y desconectarse del mundo todo el tiempo que le sea posible.

—¡Guardado! —exclamó Gilbert, y metió en un segundo el móvil nuevamente en su bolsillo trasero. Al hacerlo, como quien no quiere la cosa, acercó su rostro al cuello de Roderich para iniciar un camino de besos que se vio frenado por un quejido de este.

—No... —regañó, pero ya una de sus manos se hallaba en la nuca de Gilbert. En un rápido movimiento, este se colocó encima de él—. Oye...

—Solo... es un beso... —jadeó, cerrando los ojos, a la par que cumplía lo dicho. Roderich se dejó ir por un instante, como siempre, hasta que su mente difusa, quién sabe cómo, alcanzó a oír algo en el pasillo. Al intentar empujarlo un poco, Gilbert replicó—: ¿Qué pasa?

—T-Tu hermano... Está andando por aquí... Escucha. —Con su índice, señaló la puerta. Gilbert comprendió a qué se refería, porque en el acto se separó de él y se sentó con propiedad en el sofá.

Permanecieron tranquilos unos minutos al tener la mente despejada, pero Gilbert, al ya no oír nada, intentó volver a la carga.

—Quiero decirte algo —frenó Roderich, colocando una mano en su pecho—. Es importante.

—¿Qué es?

—Quizá no lo recuerdes, no te culparía si así fuera porque ha pasado ya mucho tiempo desde que te lo dije, pero... ¿Recuerdas que te conté sobre el Symphony Hall? Es una sala de conciertos que está en Boston, una de las mejores del mundo... Te dije que habría un concurso.

—¡Ah, claro! No lo recuerdo muy nítidamente, pero sí, creo que mencionaste algo sobre eso. ¿Qué tiene?

—Ocurre que falta muy poco para que llegue el momento... del concurso. —Cruzó ambas manos sobre su regazo y tragó con fuerza—. Tengo que dedicarme a ensayar... más. Creo que comprendes a qué me refiero. Tengo dos opciones para mi presentación y–

—¿Quieres decir que... ya no vas a venir?

Roderich volvió a tragar con fuerza al ver la expresión de Gilbert.

—Quería decírtelo antes, pero–

Pero decírselo le costaba muchísimo, porque dejar de verse era aún más doloroso para él que para Gilbert, y de eso no le cabía la más mínima duda.

—Está bien —resopló, rascándose la nuca—. Igual me lo dijiste hace tiempo.

—Gilbert–

—¡Está bien! —exclamó, negándose a mirarlo. Roderich permaneció en silencio unos buenos minutos, hasta que Gilbert, incapaz de soportarlo y quizá también algo culpable, volvió a hablar—: Está bien... Sé que es importante.

—Voy a llamarte —cedió él también, acariciando con sus dedos los nudillos de Gilbert—. Si tengo algún momento libre, tal vez pueda darme una vuelta por aquí–

—¡Claro que no, Señorito! —replicó al instante Gilbert, fingiendo seriedad—. Aunque no lo creas, recuerdo que me dijiste que esto del piano es uno de tus sueños, y no quiero que por mi culpa lo eches a perder. Así que dedícate a eso y ya... ya luego veremos cómo hacemos.

El ruido afuera de la habitación volvió a hacerse presente. Roderich se inclinó despacio para darle un último beso, un beso de despedida y agradecimiento, y Gilbert lo acompañó hasta la puerta.

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Le prometió que no habría ningún problema, que entendía cómo se sentía y que esperaría todo el tiempo que sea necesario, pero con cada día que pasaba, cumplir con su promesa le costaba cada vez más. Si bien los tres primeros días recibió las llamadas religiosamente puntuales, el cuarto día se pasó la tarde encadenado al teléfono y al móvil sin obtener nada. Para el final de la semana, Roderich le llamó disculpándose y explicándole que si no había cumplido con lo dicho se debía a que en cierto punto del ensayo se sumía tanto en su progreso que para cuando volvía a notar lo que ocurría a su alrededor, ya era muy entrada la noche. Roderich le contó que incluso había ignorado a Elizabetha cuando le avisaba qué hora era y que ya debía acostarse o perjudicaría su salud.

Así, sin llamadas y sin acostumbrarse a su ausencia, transcurrieron tres semanas. Ni él mismo era capaz de comprender cómo había lidiado tan bien con ese forzado distanciamiento. Pero, por supuesto, también tenía sus límites. Ni ese fin de semana ni el anterior había recibido su llamada: Roderich apenas le envió un mensaje de texto, nuevamente disculpándose y explicando el porqué de su ausencia. Gilbert no lo culpaba ni le recriminaba nada; sabía perfectamente, desde que tuvieron esa conversación, que Roderich era alguien sumamente aplicado, que amaba con el alma tocar el piano, y quizá ese era uno de los aspectos que más le gustaba de él, aunque no se había percatado sino hasta entonces; Gilbert entendía que Roderich estaba esforzándose y dando lo mejor de sí, sabía que pedirle que se tome una tarde para visitarlo sería demasiado egoísta de su parte. Debía haber una solución, porque a pesar de todo, quería verlo, al menos un rato.

—Si Mahoma no va a la montaña...

Arrojó a la cama el libro que intentaba leer sin obtener ningún resultado, tomó su chaqueta del perchero y sin siquiera advertirle algo a Ludwig, salió de la casa y se echó a correr calle arriba. Su mente estaba tan alborotada que ni siquiera se planteó la opción de usar el auto. Una vez frente a la puerta, contemplando las macetas que decoraban la entrada mientras normalizaba su respiración para no lucir tan desesperado, se pasó ambos manos por el pelo a manera de ponerlo en orden —porque debía estar hecho un caos, ni siquiera se había mirado al espejo antes lanzarse a la carrera rumbo a esa casa— y se dio un par de palmadas en las mejillas, hasta que el sonido de la cerradura capturó su atención.

—¿Qué haces aquí? —dijo ella, más en broma que como un reclamo, porque apenas vio de quién se trataba, cruzó ambos brazos sobre su pecho y su tierna y traviesa sonrisa se pintó sobre su rostro.

Gilbert se quedó sin palabras por un instante.

—P-Pasaba a sa-saludar...

—Uhm... ¿Y esa novedad? ¡Si hace milenios que no pasas por aquí! —continuó ella, conteniendo la risa, muy enterada de que Gilbert estaba nervioso, aunque no sabía por qué—. No quiero que entres.

—¡¿Eh?! —bufó, muy confundido—. ¡¿Por qué?!

—Porque no.

—¡Pues igual voy a entrar!

—¡Eso quiero verlo!

Sin detenerse a pensarlo, hizo a un lado a Elizabetha y se abrió camino rumbo al interior de la casa, pero al hacerlo, ella se aferró a su brazo y tiró de él para impedírselo. De pronto se hallaban en medio del pasillo, frente al comedor, aún jaloneándose las mangas hasta el extremo de estar a punto de rasgarlas.

Solo se detuvieron cuando les pareció oír que alguien carraspeaba.

—¿Qué está pasando?

Quedaron inmóviles: Elizabetha tenía sus uñas clavadas en la muñeca de Gilbert y este, sus dedos entrelazados con los de ella en un intento de frenar sus ataques. Ambos se soltaron en el acto, como si la sola mirada de Roderich fuera sinónimo de reproche y que lo que sea que hayan estado haciendo estuviera prohibido. Como cuando ambos cometían una travesura y la madre de Elizabetha aparecía en medio del jardín.

—¡Le dije que no podía entrar! —se apuró a "explicar" ella, señalando a Gilbert con su índice acusador.

—S-Señorito–

—Oí que mucho ruido y no podía concentrarme, así que salí —continuó Roderich, con la mirada clavada en Gilbert—. Como sea, ahora mismo estoy muy ocupado; así que, si me permiten... Platiquen cuanto gusten.

Antes de que alcance a decirle algo, el Señorito dio un paso y se desvaneció. Elizabetha se frotaba la muñeca y los dedos como modo de calmar el dolor que debió causarle Gilbert, mientras él, aún incapaz de procesar lo que acababa de ocurrir, permaneció en silencio sin hacer caso al dolor en su brazo y en sus mangas arrugadas.

—Oye, ¿quieres café? ¿Té? Ya estás aquí, estamos casi en la cocina, así que... No me cuesta nada.

—Ah, claro...

Elizabetha encendió la cafetera y tomó dos tazas pequeñas de la repisa, mientras Gilbert, aún algo desconcertado, tomó asiento frente a la mesa, con ambas manos entrelazadas. Era testaruda y densa como él, pero el estado anímico de Gilbert era tan evidente que incluso ella podía notar que algo estaba pasando, aunque no tenía idea de qué podía ser.

Pero, lejos de intentar reconfortarlo, la única solución, desde su punto de vista, era animarlo, no ahondar en el problema.

—Toma. —Depositó una taza y un trozo de pastel frente a él con una sonrisa triunfante, como si supiera de antemano que iba a ser capaz de cambiarle el ánimo—. ¡Oye, ya no estoy molesta contigo, así que deja esa cara! —continuó, y tomó asiento a su lado—. Él... habló conmigo y ya está todo arreglado. Estaba enojada, pero ya no. ¡Sé que te morías por verme y me extrañabas un montón!

Gilbert frunció el ceño, sin saber bien cómo reaccionar ante tanto alarde fingido. Sin poder evitarlo, soltó una risa.

—¿Por qué iba a extrañar a alguien tan latosa como tú? Por favor. Qué feo que el Señorito tenga que disculparse por ti. ¡Tanto te educaron para que al final sigas siendo el mismo marimacho! Bien dicen que la mona, aunque se vista de seda, mona–

—¡Oye! —recriminó, riendo también, y en un impulso, estampó palma de su mano en el brazo de Gilbert—. ¡Cómo te atreves! Yo soy una dama. —Para reafirmar lo que decía elevó la nariz en ademán de petulancia.

—Tú eres una mona, y así te quedas —insistió él—. Una mona a la que le lavaron el cerebro. —Su índice dibujó un círculo alrededor de su sien y Elizabetha frunció los labios.

—¡Si yo fuera una mona, tú serías un perro pulgoso, como esos que tenías en tu casa!

—¡Mis perros no son pulgosos! —resopló indignado—. ¡Retráctate o haré que Blackie, Berlitz y Aster vengan y te muerdan esos vestidos horribles que ahora usas!

—¡Mis vestidos no son horribles! A todo mundo le gustan.

—Eso es mentira, te lo dicen por compromiso. A las monas no les van bien los vestidos. Incluso si por ahí tuvieras alguno pasable, ¡seguirías viéndote igual de horrible!

—¡Eso es mentira! —Y volvió a golpearlo. Esta vez Gilbert no se quedó atrás y le devolvió el ataque con un empujón—. ¡Oye!

—¡Tú empezaste! —Otro empujón. Elizabetha alcanzó a tomar su mano y empezó a torcerle los dedos. Lejos de enojarse, empezó a reír—. ¡O-Oye, eso no se vale! ¡Ya, ya! ¡Basta!

—¡Yo empecé, así que yo lo termino! —rio, más y más al ver las muecas de dolor de Gilbert. Al ver que estaba a punto de hacer uso de su verdadera fuerza para liberarse, dio por terminada su tortura y tomó sus manos entre las suyas para consolarlo—. Ya, está bien. Creo que te ha quedado claro —continuó riendo, tanto o más que Gilbert—. A ver si te atreves a llamarme mona de nuevo.

Cuando se disponían a beber el café que habían dejado olvidado, un ruido proveniente del pasillo los sobresaltó. Gilbert se acercó en el acto, no sin antes pedirle silencio a Elizabetha con su índice, pero al girar el rostro en ambas direcciones, no halló nada. De vuelta en la mesa, a punto de explicarle que no había sido nada, esta vez otro sonido invadió la casa, pero este distaba muchísimo de ser ruido.

—¿Es...?

—Sí, es él —completó Elizabetha con una sonrisa. Cerró los ojos y se dejó llevar por un momento—. Lo bueno de que ponga tanto empeño en la práctica es que me permite oír lo que toca...

Gilbert, al igual que ella, se tomó un momento para admirar la habilidad de Roderich. La suave melodía invadió todos sus sentidos: era capaz de imaginarlo, verlo mover cada uno de sus dedos, esos dedos que había tratado con cuidado tras haberlos lastimado cuando lo consideraba su enemigo y con amor luego cuando se hallaban en la soledad de su habitación, podía verlo en su mente recorriendo cada tecla, la vista fija y en el semblante una mezcla de seriedad, concentración, pero a la vez paz y goce. Solo podía imaginarse a una criatura bellísima sentada sobre la pequeña silla.

Pero debía ser una criatura herida, porque la melodía era triste, sumamente triste, pausada, como una agonía. Como si su corazón exhalara su doloroso último suspiro.

—Estuvo practicando otra hace unos días —interrumpió de pronto Elizabetha—. La otra es más compleja, pero también de Beethoven. No sé por qué está tocando esta si estaba empeñado en presentarse con la otra... Tiene un concurso pronto, ¿sabes? Es muy importante para él.

—¿Va a presentarse?

—Con "Hammerklavier" [1]. O, bueno, eso fue lo que me dijo. Es tan difícil que se pasó día tras día sobre el piano... Apenas comía. Cuando le pregunté, me dijo que si lograba perfeccionar esa pieza, se ganaría al jurado. ¿Vamos? —invitó, dándole un codazo, mucho más suave que sus anteriores golpes. La música debió calmar su ímpetu.

Gilbert la siguió por el corredor hasta llegar a la habitación en la que se hallaba el piano. En cuanto puso un pie en el umbral de la puerta, la figura de Roderich capturó totalmente su atención. Su mirada no hacía más que intercalarse entre sus manos y su perfil elegante y erguido. Sus ojos recorrieron su nariz, sus labios, su cuello y su pecho. Se veía tan poderoso y a la vez tan frágil que, sumado a la melodía, tal como imaginaba, lucía como una criatura preciosa y vulnerable.

—¿Qué está tocando? ¿Lo sabes? —inquirió luego de quién sabe cuánto rato, cuando al fin halló su voz y la voluntad de interrumpir tan bello sonido con su voz.

—"Claro de luna" [2]—respondió ella—. Recuerdo que cuando éramos chicos, la tocaba muy a menudo. Es muy triste.

Elizabetha parpadeó un par de veces, perdida en su ensoñación, hasta que finalmente, sin saber por qué, la pregunta insidiosa llegó a su mente, como un chispazo de agudeza y perspicacia:

—¿A qué viniste, Gilbert?

—Me es imposible concentrarme si ustedes dos están ahí conversando —regañó duramente Roderich, y ambos dieron un brinco debido a la impresión. Al reaccionar, Gilbert, que había estado perdido observándolo, quedó prendido de sus ojos, aunque estos no le devolvían la mirada. Otra vez lucían opacos, tristes, y no sabía por qué—. Hagan el favor de retirarse.

—Pero... —quiso replicar Elizabetha.

—No estoy discutiendo con ustedes, les estoy diciendo lo que van a hacer.

Gilbert boqueó un instante, como si estuviera buscando la forma de decirle algo, pero antes de conseguirlo, Elizabetha lo arrastró del brazo y cerró la puerta tras ella.

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Transcurridos alrededor de quince minutos tras haber sido echados, sin saber muy bien qué hacer, optaron en primer lugar por ver algo de televisión con la esperanza de que Roderich en algún momento salga y se una a ellos; luego, aburridos y sin nada que decir, volvieron a la cocina, ya que Elizabetha quería dejar listo todo lo que el empleado necesitaría para preparar la cena. Cuando Gilbert estaba a punto de resignarse a no verlo —que era el objetivo de su visita—, su amiga colocó su mano sobre su hombro para llamar su atención.

—¿Hay que salir? Parece que será otro de esos días en los que se encierra a tocar hasta que los dedos le sangran... —suspiró con pesadez. Su expresión desconcertó un poco a Gilbert—. A lo mejor cuando volvamos él ya habrá salido, ¿quieres?

—¿A-A dónde?

—No sé. ¿Por qué no propones algo tú? Aunque, ahora que lo pienso, llevo días queriendo ir a pista de hielo. ¿Vamos? Mira, hace muchísimo que tenemos pendiente vernos, ¿no? ¡Me lo debes!

—¿C-Cómo que te lo debo?

—Luego de que te perdoné, las contadas veces que te vi... No, solo te vi una vez, cuando llegaste con Francis y Antonio... —reflexionó—. Bueno, el caso es que esa vez no pude invitarte ni siquiera a pasar a tomar algo, así que, como para recompensarme y para demostrar que estamos bien, como antes, vayamos. ¡Di que sí!

—Pero–

—¡Te he echado de menos! Bueno, un poquito. A veces... A veces me siento un poco sola, ¿sabes? —Sin darle tiempo a una nueva protesta, tomó su brazo y lo arrastró rumbo a la puerta. Él no reaccionó en parte por lo súbito de sus movimientos, pero principalmente porque lo que acababa de decir lo descolocó.

—¿Cómo que te sientes sola?

Elizabetha lo guió rumbo al auto y él, sin enterarse de nada, perdido en obtener respuesta a su pregunta, metió la llave en la cerradura para permitirle entrar en el vehículo.

—Es una persona ocupada, ¿sabes? Es decir, lo entiendo, porque siempre ha sido así, pero... —empezó ella, ya en el auto. Gilbert encendió el motor y colocó ambas manos sobre el volante—. Siempre estoy ahí para él... Pero él...

—Y-Ya veo... —comentó él por no quedarse en silencio—. ¿Eso es malo?

—No sé decir si es malo... Solo me gustaría que se dé un tiempo para otras cosas. No es que me sienta obligada a estar pendiente de él, claro que no, me importa que él esté bien, así que fue mi elección, supongo...

—No entiendo...

—A veces... —Agachó la cabeza y ocultó su rostro con el flequillo mientras sus dedos jugueteaban con los pliegues de su vestido—. A veces incluso yo me agoto, Gilbert —declaró muy seria, clavando sus ojos verdes en los rojizos de él.

Condujo en silencio por un largo tramo, sin siquiera saber por dónde o qué camino estaba tomando, pero en ese momento poco le importaba. Elizabetha tampoco se preocupó por guiarlo y sin embargo, quién sabe cómo, quizá luego de haber dado incontables vueltas sin rumbo alguno, vieron aparecer la dichosa pista de hielo.

—Roderich me dijo algo. Sobre ti.

Gilbert terminó de quitarse el cinturón de seguridad y volvió el rostro.

—Fue cuando hablé con él y te perdoné... Aunque él me hizo ver que no había nada que perdonarte —continuó, riendo e imitando los movimientos de Gilbert—. En realidad no sé ni por qué lo acabo de recordar... Es decir, es absurdo.

A medida que hablaba, descendió del vehículo, seguido de ella. Expectante y algo inquieto por lo que sea que le haya podido decir el Señorito sobre él específicamente a Elizabetha, decidió que iba a acabar con tantos rodeos; pero cuando estaba a punto de proferir palabra, fue interrumpido:

—Él me dijo que estabas enamorado de mí, desde niños.

Silencio.

—¿Eso es cierto? —dijo, media sonrisa, porque según ella estaba clarísimo que era una patraña o una alucinación de Roderich, que era inconcebible, pero en una parte, en un resquicio de su ser, la idea de que eso sea posible casi le asustaba.

Cerró la puerta del coche con un golpe seco. Metió ambas manos en los bolsillos y se negó a pensar que el hecho de que ella considere esa posibilidad como "absurda" le haya dolido.

No le dolió el rechazo, que quedaba más que implícito, porque en realidad no sentía amor por ella, sino cariño. Le dolió ver que esos sentimientos, que equivocadamente había identificado como amor y que había mantenido ocultos con mucho esfuerzo por largos años, sean tomados a la ligera cuando para él significaron tanto.

Al dignarse a mirarla de nuevo, más repuesto del impacto de sus palabras, descubrió en sus ojos cierto atisbo de preocupación. No era agudo, pero era ella. A ella la conocía demasiado bien.

—¡Qué tontería! ¡¿Cómo iba a estar enamorado de alguien como tú?! Yo, entérate, tengo mejores gustos.

Elizabetha sintió que podía respirar otra vez. Rodeó el vehículo y volvió a tomarlo del brazo para arrastrarlo rumbo a la pista de patinaje. Una vez dentro y ya con los patines, en medio de una risa irrefrenable que la invadió de súbito, tomó sus manos entre las suyas para hacerlo dar vueltas con ella.

—¿Te digo algo? ¡Me alegra que vaya a tu casa! Al principio no me gustó la idea porque quería tenerlo siempre conmigo, pero ahora... Creo que está de mejor humor. ¡Quién diría que iban a poder superar sus problemas!

A Gilbert, que en ese punto se había visto contagiado por la alegría de Elizabetha, se le descompuso la expresión en un segundo. Sin proponérselo, apretó con más fuerza los delgados dedos de su amiga.

¿Cómo Roderich podía vivir así? Si él apenas podía arrastrar el sentimiento de culpa día con día, sobre todo cuando se hallaba solo en su habitación tras su visita para la sesión de estudio, luego de los besos, los abrazos, las palabras afectuosas. ¿Cómo era capaz de mirar a la cara a Elizabetha? ¿Cómo era capaz de fingir?

—¿Lo quieres?

—¿Qué?

—¿Lo quieres? Al Señorito, ¿lo quieres?

Sintió entre sus dedos las manos heladas y temblorosas de Elizabetha. No tenía forma de saber si el temblor era a causa de su pregunta o del frío que los envolvía.

—Sí... —respondió al fin.

En cuanto la oyó decir aquello, soltó sus manos para poder quitarse la chaqueta. Ella, algo confundida, permaneció cerca de él sin decir palabra. Gilbert acomodó la prenda sobre los hombros de su amiga a la vez que los acariciaba, al menos tanto como su natural torpeza le permitía.

—¡Estoy bien! Te va a hacer frío a–

—Perdóname —susurró de forma apenas audible, y la estrechó en un tosco abrazo.

—¡O-Oye, no te pongas raro! —se quejó, pero de igual modo le dio un par de palmaditas en la espalda. Gilbert la soltó a los pocos segundos—. Ya, basta... No sé qué ha sido todo esto, pero, bueno, suficiente. Ahora... ¡alcánzame si puedes!

La vio alejarse en un par de zancadas, repuesta la risa y la alegría, como si ese extraño momento no hubiera sucedido, y la vio abrazar con fuerza la chaqueta que le acababa de colocar sobre los hombros. Gilbert decidió que iba a dejarse arrastrar por esa energía y respetaría la decisión de Roderich sobre mantener en secreto lo que estaba ocurriendo entre ellos.

Así que se echó a correr tras ella.

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Volvieron a la casa alrededor de las ocho de la noche. En medio de sus jugueteos, no se percataron de cuánto tiempo transcurría, así que para cuando le echaron un ojo a sus teléfonos, descubrieron con horror que habían pasado más de dos horas fuera. Elizabetha le había propuesto desde el principio regresar para ver si Roderich al fin había acabado con su ensayo; sin embargo, cuando llegaron se dieron con la sorpresa de que, si bien ya no estaba tocando el piano, no estaba disponible para nadie porque ya se hallaba acostado. Así que, sin más remedio y completamente resignado, Gilbert se despidió de ella y marchó rumbo a su propia casa.

No era la primera vez que ocurría, pero no por eso dejaba de extrañarle. A veces Roderich tenía unos comportamientos tan misteriosos e inexplicables que Gilbert terminaba hecho un enredo. Esa tarde, por ejemplo, lo único que quería era poder verlo, al menos un rato, debido a que su ausencia le estaba afectando más de lo que le gustaría admitir. No iba a pedirle que le conceda toda la tarde, apenas unos minutos, media hora para platicar... Ni siquiera le iba a pedir un beso o un abrazo, eso habría sido demasiado extraño y riesgoso estando Elizabetha presente; entonces, ¿por qué no fue capaz de concederle ese instante? Ni siquiera había sido amable. Para cuando se fue, sintió como si el Señorito lo hubiera echado de su casa de un puntapié.

Ya con Ludwig, durante la cena y también cuando se hallaba en la cama, decidió restarle importancia. Se dijo a sí mismo que era normal que esté tan "estresado" —esa es la palabra que decidió usar para definir lo que ocurría— porque si algo caracterizaba a Roderich, eso era cuán quisquilloso podía ser, así que con toda la presión del concurso, debía estar al borde de la histeria.

Esa justificación le sirvió para soportar otras dos semanas más. El asunto se volvió insostenible tras intentar visitarlo otras tres veces sin éxito alguno. Porque por muy "estresado" que pudiera estar, no tenía perdón que simplemente se limite a ignorarlo: cuando se hallaba en la puerta, Elizabetha le decía que no estaba disponible para absolutamente nadie. Ella lo invitaba a pasar, pero tras obtener esa respuesta, sin detenerse a pensar en lo que ella podría concluir de sus visitas, cuyo único propósito, evidentemente, era ver a Roderich, se marchaba, pateando todo lo que hallaba a su paso.

No era simplemente el hecho de no recibirlo, era que lo ignora en toda la extensión de la palabra. Al ver que sus primeras visitas no daban ningún fruto, intentó comunicarse con él a través del teléfono, pero él le colgaba: no lo tenía apagado, reconocía que era él quien llamaba y solo entonces colgaba. Por último, tampoco respondía a ninguno de los muchísimos mensajes que le envió.

Era inaceptable.

Desde luego, todo ese asunto trajo consigo ciertas consecuencias: Gilbert estaba tan abstraído en obtener alguna señal de Roderich —aunque sea un reclamo, lo que sea— que le era imposible concentrarse en los libros. Incluso estos le recordaban los buenos días que pasaron juntos. Cada vez que abría uno para practicar, en lugar de centrarse en la ecuación, a su mente solo acudían las imágenes de los momentos que compartieron.

Era en esos momentos que contrastar su situación actual era inevitable. ¿Qué había pasado o qué había hecho para que se comporte de esa forma? Si al menos tuviera alguna pista al respecto, podría solucionarlo, pero no. Estaba en el aire.

Llegó al punto incluso de plantearse la opción de dejar todo tal cual estaba. Si Roderich estaba tan ocupado, pues podía seguir estándolo y a Gilbert no tenía por qué afectarle. Tenía la conciencia tranquila, sabía que había hecho todo lo que estaba a su alcance para solucionarlo, pero en momentos como ese, cuando colgaba su llamada o ignoraba sus mensajes, se sentía estúpido. ¿Para qué tanto empeño? Al parecer, Roderich estaba muy bien sin él, porque de lo contrario, ya habría dado alguna señal.

Gilbert era orgulloso. Muy orgulloso. Y precisamente por eso se odiaba muchísimo por estar de pie, en plena calle, rumbo a esa dichosa casa. Su ego le decía que el Señorito no se merecía todo lo que hacía por él, no luego de esos sucesivos desplantes; otra parte —su corazón, supuso—, mucho más grande, fue la que se encargó de ponerlo en movimiento. Pero había algo más: se sentía inquieto. Algo le decía que debía y no debía salir de casa.

Como fuere, ya estaba de camino. Tenía la mente tan distraída por la batalla que aún libraban su ego y sus sentimientos que cuando oyó el claxon, pegó un brinco.

—¡Querido! —saludó efusiva la señora Héderváry, sacudiendo una mano, y bajó del vehículo. Gilbert frunció el ceño.

—Buenas... tardes...

—¿Qué te trae por aquí? Mi hija me dijo la última vez que la vi que has estado visitándolos bastante a menudo. ¿Es eso cierto?

El malestar, esa extraña sensación se agudizó al oírla decir eso.

—Algo así... ¿Por qué la pregunta?

—Oh, no es nada. Estoy segura de que venías aquí para ver a mi pequeña, ¿o me equivoco?

En su estado de agitación no podía discernir sobre a quién convenía decir la verdad y a quién no. La señora Héderváry nunca lo había estimado demasiado; es más, quizá lo aceptaba solo por ser un amigo íntimo de Elizabetha. Cada vez que jugaban juntos, ella parecía oponerse y los regañaba a menudo, cosa que no ocurría con Roderich. Tal vez no lo estimaba demasiado, pero no era razón para desconfiar de ella. ¿Qué podría hacer?

—¿Usted vino a verla?

—En realidad, vine a ver a Roderich, ¿sabes? —Gilbert parpadeó, confundido. El malestar más y más latente—. Por cierto, mi niña me contó que él y tú ahora son... ¿amigos? Dice que incluso te visita para estudiar. ¡Quién lo diría, luego de tantos años de riña en riña!

Aunque quisiera, ya no podría mentirle.

—Bueno, me alegra saberlo, no lo dudes. Estoy preocupada por él. ¿Tú sabes algo?

—No, no sé... ¿Qué pasa?

—No quisiera hablar sobre eso aquí, no es apropiado. ¿Te gustaría acompañarme a casa? Hace mucho no nos visitas.

—Pero usted iba a ver a–

—Puedo verlos más tarde. Quiero hablar contigo. Estoy convencida de que nuestra plática será muy provechosa. Para ambos.

Sabía que no debía hacerlo; por alguna razón sus alarmas se dispararon, pero de igual modo, subió al coche. Había algo en lo súbito de todo, en el tono extraño de las palabras de esa mujer que le hacía sentir extraño, casi vulnerable. La mujer tomó el volante en el acto y condujo la corta distancia que los separaba de la propiedad de los Héderváry.

Una vez allá, la mujer encargó a una muchacha que les lleve algo de beber a la sala. Tomaron asiento uno frente al otro: Gilbert, con las manos cruzadas sobre su regazo; ella, con las piernas cruzadas y la espalda completamente apoyada en el sofá. Ya con una taza de té para cada uno, empezó:

—Conozco a Roderich desde que es un niño. Me atrevería a decir que lo conozco tanto como a ti, pero creo que en realidad a él lo conozco más por lazos que unían y aún unen a nuestras familias. Siempre fue reservado y apacible. A diferencia de ustedes, que iban corriendo de un lado a otro, causando desastres a su paso —rio levemente y dio un sorbo a su taza—. Con esto no quiero decir que tenga algo en tu contra, cariño, claro que no.

—Comprendo... —respondió él por no quedarse callado. No tenía ni la más remota idea de qué finalidad tenía esa conversación ni qué dirección pretendía darle esa mujer.

—Mi pequeña siempre lo quiso de... otra forma. Una forma diferente de la que te quiere a ti. No voy a mentirte: me alegró muchísimo enterarme de eso; por una parte, porque eso significaba una alianza aún más fuerte entre nuestras familias; pero, principalmente, porque, si todo salía de acuerdo a lo pensado, le cumpliría un sueño a mi hija. —Al ver que Gilbert se limitaba a fruncir ligeramente el ceño, continuó—: Los sentimientos de Roderich siempre han sido un misterio para mí. Nunca llegué a obtener una prueba certera de que sienta lo mismo que Elizabetha, pero, dado que prácticamente crecieron juntos, para nosotros era evidente que debía corresponderle.

Esta vez también prefirió callar. Dio un sorbo a su taza y se mordió los labios, cada vez más nervioso por el rumbo que tomaba la conversación.

—El caso, cariño, es que por muy reservado que intente ser Roderich, no me es imposible comprender qué le ocurre. Culpa a todos los años que lo conozco si lo prefieres, pero es así. Bueno, como te decía, que Elizabetha esté enamorada de él resultó muy provechoso para todos. Desde que eran muy pequeños planificamos todo para cuando llegue el momento de su boda. Incluso mandamos a nuestra niña a estudiar lejos de aquí para que aprenda todo lo necesario para administrar bien su hogar. Sin embargo...

—¿Sin embargo...? —El malestar era un hincón en el corazón. Sentía que incluso era capaz de oír su latir desbocado.

—Ocurrió hace ya unos años. Siempre me preocupé por él, ¿sabes? Si iba a ser el esposo de mi hija, quería terminar de comprobar que era un buen hombre para ella, así que empecé a observarlo con mucha más atención. El caso es que, al poco tiempo de haberse marchado por causa de su viaje, noté a Roderich... distraído, por decirlo de alguna forma. Podrías pensar que se debía a sus prácticas con el piano, pero no. Había algo más que alborotaba la cabecita de ese muchacho.

Para ese momento, Gilbert estaba imbuido en la historia y simplemente escuchaba. Saber sobre el Señorito le parecía interesante porque no fue sino hasta que dio inicio a su "plan" que descubrió que estaba lejos de ser una mala persona. Pero los nervios no se iban, y no sabía por qué.

—En ese momento aún no estaba comprometido formalmente con Elizabetha. Ese tema solo lo habíamos tratado en privado sus padres y nosotros. Pero, Gilbert, no por eso fue menos impactante... Quiero decir, jamás imaginé que él podría... —La mujer hizo puños con ambas manos. A Gilbert le pareció una medida algo dramática.

—¿Hizo algo malo?

—No puedo decir que hizo algo "malo", aún no estaban comprometidos. En realidad, no lo culpo, cariño. Entiendo que era joven, un muchacho apenas, tenía alrededor de dieciséis años...

—¿Qué hizo? —insistió él. Las manos ya le sudaban.

—Cariño, creí que lo sabías... Es decir, él también es...

—¿Qué hizo? —replicó apretando los dientes, más y más tenso por esa dilación que cada vez le parecía más deliberada. Tomó la taza y dio otro sorbo para intentar calmarse.

—Lo siento, creí que estabas enterado porque ambos son conocidos tuyos. —Gilbert frunció aún más el ceño. No tenía la más mínima idea de qué le estaba hablando, pero ella parecía creer que él ya lo sabía todo, La señora Héderváry tomó aire, aún más dramática, y continuó—: Descubrí que Roderich salía con alguien. Un chico. Él es–

—¿Quién? —exigió de inmediato, sin cuidado alguno.

—Tú lo conoces. Es tu amigo, Antonio.

La taza cayó al piso y el estruendo que provocó distrajo a Gilbert lo suficiente como para no notar la casi imperceptible sonrisa que apareció en el rostro de la mujer. Su corazón subió hasta su garganta y en el estómago se le formó un agujero. Sudaba frío y le costaba respirar con cada segundo. Su mirada perdida y nublada recayó en algún punto de la mesa de centro.

—No te preocupes por la taza, haré que la recojan en un momento. Se te debió haber resbalado, no es nada. Bueno, como te decía, Roderich salía con Antonio, tu amigo. Lo descubrí porque una tarde lo vi entrar en casa de los Edelstein; luego, otra tarde vi que Roderich salía con él... Me pareció ver incluso que iban de la mano... Gilbert, cariño, estoy angustiada. —Tomó una de sus manos heladas entre las suyas, pero ni por eso reaccionó—. Cuando era... ¿novio? de Antonio, como te dije, se veía muy ido, y creo que ahora está atravesando por lo mismo. ¿Sabes lo que eso significa? No le tomé mucha importancia a ese tema antes porque, en primer lugar, no estaban comprometidos, pero ahora... Dios, no quiero ni imaginar cómo reaccionaría mi niña si descubriera que su esposo ha tenido... intimidad... con un hombre. ¿Puedes imaginarlo?

Gilbert oía vagamente lo que le decía y luchaba por enfocar su mirada en los ojos de la mujer a pesar de que no era más que un manojo de nervios.

—Decidí hablar contigo porque, ahora que se han hecho amigos, podrías aconsejarle. Sé cuánto quieres a Elizabetha. Sé que puedo confiar en ti. —Acarició los nudillos de la mano de Gilbert que sostenía a medida que hablaba—. Sé que hablarás con él y lo harás entrar en razón. ¿Puedo confiar en ti?

No supo cómo, pero reunió la fuerza suficiente para ponerse de pie, liberando su mano. Su mente aturdida aún no terminaba de procesar toda la información que le había sido revelada. En un último esfuerzo, parpadeó dos veces y la vio a los ojos.

—¿Puedo confiar en ti? ¿Hablarás con él para que no cometa el mismo error?

Lo único que quería era comprobar que no se hallaba en medio de un sueño. Ver a la señora Héderváry se lo confirmó. Todo era real, desde el viaje en coche, la taza de té rota, el ruido, las manos de esa mujer sobre la suya, la sensación de vértigo que le provocaba el simple hecho de estar parado, el frío, el mareo, el sudor, el corazón en la garganta palpitando de forma tan violenta y dolorosa...

No alcanzó a responder nada. No fue capaz ni siquiera de despedirse. Poco importaba.

En su mente solo cabía un único pensamiento. Así que se echó a correr sin parar ni por un segundo.

Lo que sea que tuviera en mente, iba a concretarlo a como diera lugar.

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Continuará

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[1]: La Sonata para piano N°29 en si bemol mayor. Esta pieza, una de las últimas de Beethoven, es muy complicada y requiere mucha técnica, por lo que varios pianistas han intentado tocarla, pero no han quedado conformes con su desempeño.

[2]: Es la sonata para piano N°14 en do sostenido menor, la muuuy popular Claro de Luna de Beethoven. Esta pieza es triste porque, según la historia, está relacionada con el amor no correspondido.

N.A: OK, NO ME ODIEN (?)

Yo advertí que iban a pasar este tipo de cosas XD No tengo mucho que decir, además de extender una disculpa por la demora... Bueno, otras veces me he demorado más, pero igual, les debo la disculpa. He estado pensando en otros fandoms y eso me distrajo (?) Pero ya volví. Espero poder actualizar pronto porque el siguiente capítulo ya está casi completo XD incluso lo empecé a escribir antes que este... ¡Le estoy poniendo mucho empeño! Este capítulo es más de transición, si se dan cuenta; o sea, pasan cosas importantes (ustedes díganme qué ven de importante en el cap XD), pero lo REALMENTE importante ya viene en el siguiente.

Quizá parezca que he dejado de lado a Rode, peeero ya va a volver. Eso ténganlo por seguro.

Me gusta que este tema de Rode y Antonio lo solté como quien no quiere la cosa en el cap 7, creo, cuando Rode habla con Eli y le dice que deje a Gilbert volver a su casa (ella estaba molesta porque Gilbert había "embriagado" a Roderich). Cito: "Mi madre me dijo que durante mi viaje veía a Antonio pasar por aquí con cierta frecuencia. Aunque solo fue durante el primer año que estuve fuera, según ella." ¡A que no se lo esperaban! XD

Las críticas siempre son bienvenidas. Siento que ha quedado un poco suave... Si hay algún error, avísenme, por favor u.u

Ojalá les haya gustado.

Gracias por leer.