Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece; el autor es Hidekaz Himaruya.
CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
DESENCANTO
"I don't love you, I'm just passing the time
You could love me if I knew how to lie
But who could love me?
I am out of my mind
Throwing a line out to sea
To see if I can catch a dream"
.
—¿Tienes sueño?
—No, no realmente... —Un bostezo escapó de sus labios—. Solo necesito descansar un poco...
—Sabes que puedes quedarte todo el tiempo que quieras, no pasa nada. Aún van a tardar bastante mis papás. Aunque incluso si regresaran, no pasaría nada... —susurró contra su oído, y su índice recorrió la piel pálida y delicada del brazo de quien yacía a su lado.
—No, no puedo...
—A mí me gustaría que te quedes...
Antonio, que se hallaba detrás de él, lo apretó contra su pecho con fuerza y hundió su nariz en su nuca, aspirando su aroma, a la par que repartía pequeños besos y los cobijaba con las sábanas.
—Solo un rato más... —insistió, más y más perdida su nariz entre los suaves y fragantes cabellos de Roderich.
—Sabes que tengo que ensayar... —susurró, satisfecho con las atenciones que recibía. Con una de sus manos acariciaba las de Antonio, mientras que la otra terminó perdida en la nuca de este.
—Tal vez... si llamo a tu casa... tal vez así te dejen quedarte a dormir aquí, conmigo... —jadeó, y se inclinó sobre la cama para poder acceder a su cuello y mandíbula. Roderich se giró despacio, de modo que Antonio quedó prácticamente sobre él y podía verlo a los ojos—. Quédate... Quiero estar contigo...
Decidió callar, como si estuviera sopesando su propuesta. Como consecuencia, quizá a modo de convencerlo, los dedos de Antonio se deslizaron por la piel expuesta de su pecho, y cuando estaban a punto de llegar demasiado lejos, este deshizo el camino hasta llegar a sus labios, los cuales besó al instante.
—Aún no nos hemos aseado —comentó, dispuesto a devolverlos a la calma—. No me gusta estar así luego de–
—¿Luego de lo que hicimos? —interrumpió Antonio, atrevido, con su sonrisa pícara dibujada en su rostro. Otro beso. Roderich lo fulminó con la mirada.
—Debo irme —anunció serio. Tomó la sábana que lo cubría, se enroscó con esta y se sentó sobre la cama. Antonio, que no se esperaba esa reacción, colocó una mano en su hombro en un intento de detenerlo.
—¡L-Lo siento! ¡No era mi intención incomodarte! —se apuró a decir, envolviéndolo en un abrazo necesitado—. ¡Fue una broma! Es solo que... incluso ahora no termino de creer que de verdad hayas... accedido a hacer... ya sabes...
—Prefiero no hablar sobre eso —respondió él, y cogió los anteojos que había dejado en la mesita de noche—. En todo caso, no entiendo tu sorpresa. Según entendí de lo que me decías cuando nos veíamos, queríamos que lleguemos a este punto.
—¡Claro que quería! —exclamó, sonriente, y le dio un beso detrás de la oreja—. ¡Pero es que eres tan recatado y tímido para estas cosas, que siento que me gané la lotería! Aún no puedo creer que te haya convencido.
—No es que me hayas convencido, es que concluí que era el momento adecuado porque yo también... quería, de algún modo. Y dejemos este tema de lado —suspiró, pasándose una mano por el flequillo para empezar a ponerlo en orden. Ya se imaginaba que debía estar hecho un caos.
—Está bien... —suspiró también, ligeramente decepcionado. Sabía que no iba a hacerlo cambiar de parecer, así que lo liberó, no son antes acariciarle un poco los brazos, y le permitió vestirse con tranquilidad—. ¿Quieres salir mañana o el fin de semana? No es presión, solo me gustaría salir... Me gustaría ir al cine contigo —propuso, ya más repuesto su ánimo. Verlo vestirse le causaba una extraña fascinación.
Roderich se puso la camisa y el suéter en un santiamén. Le incomodaba la idea de llevar la camisa algo arrugada, pero pensaba que sería un exceso de confianza pedir prestada una plancha. O más exactamente, pedirle a Antonio que la planche. Para cuando se terminaba de poner el pantalón, alguien llamó a la puerta.
—No creí que volverían ahora... —murmuró extrañado. Se subió el pantalón al instante y mientras se cubría con una camiseta, se acercó a la puerta para ver de quién se trataba.
—Toño —saludó su madre—, la reunión tardó menos de lo planeado. Estábamos guardando el coche cuando nos encontramos con Francis que llegaba. ¿Le digo que suba?
Roderich arrugó la nariz en el acto.
—¡Ah, dile que pase, que venga para acá! —le indicó, tan sonriente y emocionado.
Cerró la puerta tras recibir un mimo por parte de su madre y cuando volvía a la cama con la intención de abrazarlo un rato más, porque eso era algo que disfrutaba muchísimo, lo halló con la expresión ceñuda y fingida indiferencia.
—Cariño, ¿estás molesto? —canturreó, bastante satisfecho. No disfrutaba verlo enojado o resentido, era simplemente que en su mente eso no podía ser más que sinónimo de unos celos que se empeñaba en negar—. ¡Vamos, es como mi hermano!
—Ya hemos hablado de eso y te dejé en claro que no se trataba de nada de lo que estás pensando.
—No te pongas serio... —pidió, ya más infantil. Se colocó a su lado, lo vio directo a los ojos, tomó su rostro entre sus manos y empezó a repartir pequeños besos en su cuello, orejas, mejillas, frente y nariz. Roderich intentó mantenerse incólume, pero tuvo que luchar para que su sonrisa no haga aparición—. Mira, si te parece bien, que entre y que me vea abrazándote, ¿quieres? ¡Él sabe que yo te quiero a ti!
¿Debía decirle algo parecido?
¿Por qué las palabras no acudían a su boca?
—No es necesario; sabes que no soy muy adepto a las públicas muestras de afecto. Además, estaba a punto de irme.
—Sé que haces un gran sacrificio con todo esto de salir conmigo, venir a verme...
—Antonio —intentó interrumpir, pero este repasó su mejilla delicadamente con sus dedos en una tácita petición de silencio.
—De verdad, te lo digo muy en serio... Me gustaría que un día te quedes a dormir. No tiene que ser hoy... —volvió a sonreírle tiernamente—. ¡Puede ser mañana!
Roderich apretó los párpados y resopló, conmovido. Tomó la quijada de Antonio con sus finos dedos y lo acercó despacio, vacilante, para darle un beso. Sin saber muy bien cómo, sus dedos se deslizaron hasta sus cabellos y empezó a peinarlos suavemente.
—Voy a pensarlo —contestó por fin. Antonio pegó sus frentes y cerró los ojos. A Roderich le pareció que musitaba algo parecido a un "gracias".
Nuevamente, alguien llamó a la puerta. Antonio no quiso levantarse: rodeó los hombros de Roderich y lo atrajo hasta la cabecera de la cama, sobre la cual apoyó sus espaldas, y en esa posición anunció que podía pasar.
Por supuesto, se trataba de Francis. Al encontrarse con semejante escena, no pudo evitar sonreír.
Si bien no terminaba de entender qué tanto podía atraerle de Roderich a su mejor amigo —además del físico—, no por eso pretendía interponerse entre ellos. Antonio se veía tan feliz e ilusionado que sentía que sería demasiado cruel dedicar los momentos que pasaban juntos a señalarle los defectos que veía en él. No sentía envidia de lo suyo, porque jamás deseó realmente concretar algo con Roderich, y tampoco sentía celos, porque la felicidad de su amigo, de alguna forma, era suya también.
Sentía algo bastante diferente: preocupación.
En todos los años que lo conocía, nunca lo había visto tan terriblemente encandilado con nadie. Luego de haber salido con tantas personas, luego de citas y, para qué negarlo, varios excesos, hasta ese momento siempre tuvo claro que todo aquello, sea quien sea la persona con la que se involucrara, no pasaba de un gusto pasajero. Pero eso no ocurría con Roderich. Más bien, con cada día que pasaban juntos, Antonio parecía estar más y más perdido en un encanto que solo él veía.
El asunto de Antonio le preocupaba porque algo en él le decía que, para empezar, no era normal ni mucho menos sana tanta devoción. Cada vez que se reunían, no había una sola vez en que, en algún punto, el tema de conversación no gire en torno a Roderich: lo alababa, decía que era guapo, lindo, adorable y muy correcto, entre otras cosas. Pero el motivo principal de su angustia era otro: Francis tenía el presentimiento de que tarde o temprano, todo tendría un terrible final. Temía por Antonio porque sabía que si ocurría tal como imaginaba, sufriría muchísimo como consecuencia de ese amor desmedido y nunca antes visto. Francis temía que esa posible ruptura lo dañe de forma irreparable y lo marque para siempre.
Pero no era solo eso. Francis no confiaba en Roderich. Algo sobre él no terminaba de convencerle. Su intuición le decía que no era completamente sincero, y, pensaba, esa sería la causa de su rompimiento.
—¡No esperaba que vinieras ahora! —dijo Antonio a manera de saludo. Francis notó que Roderich rodaba los ojos, pero inclinaba levemente la cabeza, saludándolo también—. ¡Te dije que iba a quedarme con Roderich!
—Yo nunca dije que iba a quedarme. No asumas decisiones que me corresponden solo a mí.
—¡Ah, es que creí que ibas a aceptar! —bromeó, apretándolo contra él. En un descuido, le dio un beso en la frente—. ¡No estés tan serio!
—Bueno, quizá sí he sido un poco... inoportuno —decidió, sumando a sus palabras un vaivén de su mano. Había optado por usar esa al ver el desastre que era la cama—. ¿Prefieres que me vaya?
—Estaba a punto de irme —anunció Roderich, y se puso de pie. Antonio siguió con la mirada cada uno de sus movimientos e intentó retenerlo un poco más tomando su mano. Entonces, quizá por gratitud, volvió el rostro en dirección a él para susurrarle—: Pensaré en tu propuesta más detenidamente.
Una vez que estuvo a solas con Antonio, decidió tomar asiento junto a él en la cama, el mismo lugar que había estado ocupando Roderich. Sabía que hablar sobre él sería inevitable.
—No creas que no sé qué pasó aquí antes de mi llegada —empezó divertido, dándole un amistoso codazo—. Llegué a pensar que jamás lo lograrías.
—¡Oye! —recriminó, devolviéndole el golpe—. Yo no lo veo como un logro... Al principio lo veía como una recompensa, un triunfo, pero ahora no. Él es más que eso.
Francis agachó la cabeza, pensativo y preocupado.
—Me gusta verte tan contento... ¿Le has dicho lo mucho que lo quieres?
—¡A cada momento! —rio, muy bobo. Al igual que su amigo, escondió el rostro y se dedicó a mirarse las manos, sonrojado como estaba—. Me nace decírselo... Es algo como inevitable, ¿entiendes?
—¿Y él también te lo dice?
—Francis... —empezó, porque ya sabía por dónde quería llevar el tema. Antonio podía ser distraído, pero conocía demasiado bien a Francis como para no haber detectado desde ya mucho tiempo atrás cuán poca estima sentía por Roderich y cuánto recelo le despertaba—. Por favor, no–
—Solo te he hecho una pregunta. ¿Es eso tan malo?
—No, no es malo... Solo–
—Entonces contéstame —pidió dulcemente, porque sabía que si lo decía de forma brusca, Antonio se enojaría con él.
—Él... Él es tímido... No es tan expresivo como yo... Por eso no dice ese tipo de cosas.
—Creo que es una buena explicación —suspiró, y recostó la cabeza contra la pared, mirando al techo.
—Francis, sé qué es lo que tratas de insinuar, y no me–
—Yo no he dicho ni he querido decir nada. Solo era una pregunta.
—Pues no me gusta.
—Cher, basta. No he venido aquí para discutir —pidió, tomando una de sus manos entre las suyas. Se acercó despacio y le dio un suave beso en la mejilla para tranquilizarlo. Sus muestras de afecto siempre lograban hacerlo—. Quería invitarte a cenar algo, mira que ya es noche prácticamente. ¿Qué dices? —Otro codazo.
Antonio torció los labios, indeciso. No le gustaba que Francis insinúe ese tipo de cosas, lo ponía de mal humor, pero simplemente no podía negarse a lo que le propusiera, porque era como un hermano, un compañero para él.
Finalmente, aún algo indeciso y resentido, meneó la cabeza y aceptó ir con él.
.
.
.
No ocurrió al día siguiente, por supuesto. Le había prometido que pensaría en su propuesta más detenidamente y eso hizo, aunque se tardó más de lo que esperaba para decidirse. Pero no podía culparlo. Tanta dilación se debía a que, luego de pensarlo mucho, al punto de dedicarle a ello bastantes minutos antes de caer dormido, concluyó que lo mejor sería tener un motivo para darle ese gusto.
Así que por fin, luego de casi un mes, tomó el valor de decirle que se quedaría a dormir con él como forma de celebrar el aniversario de su relación.
Siendo sincero consigo mismo, no creyó que lo que había surgido entre ellos pudiera durar tanto. Claro, cuando todo empezó, se aferró a la esperanza que representaba Antonio, la esperanza de dejar atrás ese pasado de amor no correspondido, e hizo todo lo posible por que funcione; pero con el transcurso del tiempo y para pesar y angustia suya, si bien había llegado a desarrollar un sentimiento muchísimo más intenso que el del principio, este seguía sin poder compararse con el que le provocaba él. Siempre él.
Le quedó claro que así era unas semanas atrás. Había salido de casa obligado por sus padres, ya que, según ellos, era su obligación visitar cada cierto tiempo a los Héderváry. Precisamente cuando se dirigía a la casa, tal como aquel día que creyó que se había dado por vencido con él, lo vio. Iba con las manos en los bolsillos, pateando piedras invisibles, su cabello claro era un desastre, tenía unas ojeras algo marcadas y la tristeza completamente dibujada en el rostro. Se veía tan desamparado que incluso sintió compasión.
Quiso creer, en ese instante, que el motivo de que su corazón brinque de esa manera en su pecho era ese: compasión, pena. Sabía que debía estar sufriendo debido a la ausencia de ella. ¿Cómo no saberlo? Si desde que eran pequeños con cada pequeño gesto le dejó en claro qué clase de sentimientos albergaba por Elizabetha. Quiso también ignorar el dolor, el nudo que se le formó en la boca del estómago al verlo en ese estado. Quiso ignorar el hecho de que su cuerpo se contrajo entero. Quiso ignorar el impulso que sintió de acercarse para hablarle, aunque fuera inútil, el impulso de abrazarlo, de atenderlo, cuidarlo... Quiso ignorar tantas cosas, que casi se sintió asfixiarse. Todo eso con solo verlo.
¿Por qué no podía simplemente olvidarlo? Había puesto tanto empeño en lograrlo a lo largo de ese año, y aún así no podía conseguirlo.
Ese día hizo acopio de todas sus fuerzas y continuó caminando rumbo a su destino, fingiendo no haberlo visto. Sin embargo, ya en la casa de los Héderváry, su mente no hacía más que darle vueltas a una sola preocupación: ¿por qué le hacía eso a Antonio?
No era justo, porque Antonio le había demostrado cada día que lo que sentía por él era real, sincero, honesto. Roderich, por el contrario, parecía seguir unido a él por la esperanza de que algún día sea capaz de desarrollar un amor semejante.
Pero no lo merecía. Él lo sabía perfectamente, pero no podía evitar seguir empeñado en intentarlo. Sabía que Antonio se merecía la verdad, pero era incapaz de dársela.
Habían acordado encontrarse por la tarde, alrededor de las cuatro, pero Roderich prefirió llegar antes; si iba a quedarse en esa casa, lo correcto sería llevar al menos un par de obsequios. Así que partió a las tres, ya que había calculado que se tardaría alrededor de media hora entre el supermercado y llegara su destino. Ya listo todo, con las bolsas en las manos, llamó a la puerta.
No esperó encontrarse con Francis.
—Salut, mon ami —canturreó bajito, quizá intentando fingir que no le sorprendía su llegada.
—Buenas tardes —saludó él, imperturbable y digno—. Vengo a ver a Antonio.
—Bueno, lamento informarte que no está. —Se hizo a un lado y lo invitó a pasar con un movimiento de su mano—. Adelante, cher.
—¿Puedes decirme a dónde ha ido? —inquirió intrigado. Dos dudas asaltaron su cabeza: la primera: ¿por qué había salido si sabía que estaba próximo a llegar? y la segunda: ¿por qué se hallaba Francis ahí si, según suponía, sería una tarde entre Antonio y él?
—Creo que fue a comprar un par de cosas... ¿Quieres que te ayude con eso? —dijo, extendiendo las manos, en su mejor intento conciliador. Si Antonio se enteraba de que habían tenido un cruce de palabras, se enfadaría con él, y no quería eso.
—Agradecería que las lleves a la cocina.
—Toma asiento en la sala si prefieres. Yo estaba en la habitación con Antonio —Roderich sintió una punzada en la cabeza—, solo bajé para abrir porque no hay nadie más en casa. —Otra punzada, más intensa.
—¿Qué estaban haciendo? —dijo, usando un tono de voz más alto, ya que Francis se hallaba lejos, en la cocina.
—Platicando. Ya debes saber lo parlanchín que es él. Creo que te sienta bien. Tú eres más callado y jamás te aburrirías con él. ¿Quieres beber algo? El vino que trajiste se ve muy bueno.
—No, gracias...
De vuelta en la sala, Francis halló a Roderich de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada que lo atravesó en cuanto sus ojos se encontraron.
—Voy a suponer que prefieres que lo esperemos en su habitación —sonrió, más ponzoñoso de lo que le habría gustado. Intentaba medirse, no excederse para no discutir con Antonio, pero Roderich llegaba con esa actitud... Era casi imposible resistirse. Sabía, muy en su interior, como una alarma, que estaban a punto de iniciar una discusión.
En cuanto lo dijo de esa forma, quiso negarse. La idea de estar en la misma habitación —y específicamente esa— junto a Francis no lo seducía en lo absoluto, pero tampoco quería quedarse en la sala, porque entonces él podría estar o seguir haciendo quién sabe qué cosa allá, y mucho menos podía obligarlo a salir, sería descortés de su parte como invitado que era.
—Subamos —respondió, no sin tragarse una tajada de orgullo.
Lo único que quebró el silencio a su paso fue el suave crujir de la escalera de madera. Ya frente a la habitación, igual de mudos, Francis le permitió a Roderich entrar primero.
No supo si sintió otra punzada en la cabeza debido al hecho en sí mismo de encontrarse con semejante desorden o porque Francis era uno de los causantes de este.
—Antonio me pidió que me encargue del aseo. Creo que olvidó que no soy muy bueno en eso —comentó casual, mientras se acercaba a la mesa de noche para recoger un par de copas y platos—. Llevaré esto abajo. Vuelvo en un segundo.
Una vez solo, se acercó a la cama deshecha y tomó asiento en una esquina. Si alguien se iba a encargar de arreglar eso, no iba a ser él. Inquieto e incómodo, aunque se reprendía mentalmente por pensar eso, porque se suponía que el invitado principal debía ser él, se cruzó de piernas y apoyó ambas manos en su rodilla.
Quiso mantenerse tranquilo, ecuánime, pero la pregunta sobre si realmente habían estado conversando le seguía hincando la cabeza.
Revisó la hora. Quince minutos más y serían las cuatro.
—Ahora déjame extender esto —indicó Francis, ya de regreso, dispuesto a arreglar la cama—. Si Antonio regresa y ve todo tal cual lo dejó, podría enojarse.
—¿Te preocupa que se enoje contigo?
Francis volvió el rostro, ligeramente sorprendido.
—Es mi mejor amigo.
—Nunca he tenido un mejor amigo al que abrace y toque a mi antojo.
—No puedes estar hablando en serio... —sonrió, incrédulo. Jamás pensó que sería Roderich quien inicie ese tipo de conversación—. ¿Estás tratando de decirme algo?
—En lo absoluto. Es una simple acotación —resopló con la nariz alzada, sumamente digno.
En su respuesta había orgullo y sinceridad a partes iguales.
—No hay ninguna malicia en el afecto que le demuestro —respondió él, casi indignado, pero incapaz de demostrarlo, no frente a él.
—De eso no me cabe la menor duda. —Y sonrió, cínico como nunca antes lo había sido.
Debía controlarse. No podía caer ante sus provocaciones, eso significaría su derrota. Roderich quería irritarlo, nada más. No iba a discutir con Antonio por una estupidez como esa.
—A mí no me cabe la menor duda de lo hipócrita que eres.
—No sé de qué hablas.
—¿A quién crees que engañas? —Tenía que parar, aún estaba a tiempo—. A Antonio puedes hacerle creer lo que quieras, el pobre parece idiotizado contigo; pero a mí... A mí no me engañas, Roderich.
—No tengo la menor idea de a qué te refieres... —dijo él, pero ya no fingía. Tal como decía, no sabía de qué estaba hablando ni a cuenta de qué venía ese reclamo.
—Tú no quieres a Antonio. Es tan evidente que no puedo creer que haya pasado un año y aún no lo haya notado.
Se creía derrotado, pero en cuanto vio a Roderich palidecer, supo que nunca estuvo equivocado. Ya no había marcha atrás.
—Lo noté desde ese día, cuando fui a tu casa. Lo sé desde hace mucho tiempo —A medida que hablaba, se acercaba a él con su índice acusador apuntándolo—. A mí no me engañas.
—¿Q-Qué... ridiculez es esta? —alcanzó a decir él, aturdido. Se sentía acorralado porque Francis estaba de pie y él seguía sentado—. Recuerdo ese momento, por supuesto. Tú concluiste eso porque te rechacé. No estás pensando con la cabeza, sino con tu ego. Basta de esto, Francis, no seas absurdo...
—¡A mí no me importa que, según tú, me hayas rechazado! ¡Me importa Antonio! —replicó al instante. No podía creer que sea tan cínico. En ese punto, poco le importaba fingir dignidad—. Tú le recriminas su cercanía conmigo, ¡cuando tú le mientes todos los días!
—Y-Yo no le miento, qué ocurre contigo... —tomó aire en busca de algo de calma. No podía dar esa imagen tan lamentable, tan patética—. Deja de inventar telenovelas. ¿Acaso quieres que me separe de él? Quizá... —Un chispazo iluminó su mente. Seguro de lo que estaba a punto de decir, se puso de pie para encararlo de igual a igual—. Quizá pasa que tú... Tú lo quieres. ¿Por eso no soportas que esté conmigo?
—¡¿Qué?! —exclamó. No tenía la menor idea de cómo debía reaccionar ante una afirmación tan estúpida.
—Crees que no está bien conmigo, pero no es porque te preocupe él, sino porque lo quieres para ti. Por eso tu cabeza está llena de fantasmas y especulaciones infundadas.
No estaba seguro de lo que estaba diciendo en cuanto empezó a hablar, sus palabras eran más bien manotazos de ahogado frente a una verdad que estaba dispuesto a negar hasta el final. Pero al ver su reacción desmedida, la posibilidad de que, muy en el fondo, haya acertado, le pareció bastante oportuna. Se valdría de eso para acabar con él.
—Roderich, no voy a detenerme a discutir eso que acabas de decir, es una locura tuya. Solo voy a preguntarte una cosa, y espero que seas sincero. En nombre de la amistad, porque eso es lo que es, una amistad, que me une a Antonio, dime: ¿lo amas?
Apretó los dientes, porque no se esperaba esa franqueza. Esperaba más bien una respuesta más retórica, sarcástica, venenosa. Pero tanta preocupación no hizo más que llevarle a concluir que sus sospechas, cuando menos, tenían buen fundamento.
Permaneció en silencio, firme, con el ceño fruncido y los miembros tensos. Francis, impaciente, lo tomó por el brazo bruscamente para forzarlo a hablar.
—Suéltame, no seas salvaje. No creí que caerías tan bajo.
—Responde entonces.
—A quien le corresponde saber eso es a él. Déjame —casi silabeó, fijos sus ojos en los azules de Francis.
—A mí no se me quita de la cabeza esto, te lo dije aquel día y te lo repito hoy: a ti te gusta alguien más.
—Entonces te has vuelto demente. —No pudo reprimir la mueca de dolor que le causó un apretón más fuerte.
El timbre sonó. Ambos comprendieron qué significaba.
—Solo te advierto una cosa: si algo le ocurre, vas a pagarlo.
—¿Vas... a golpearme?
—No, no voy a ser yo. Confío en que ocurrirá algo que te hará sentir el mismo dolor que le causes a Antonio. No sé cuándo, no sé cómo, pero sé que así será.
Francis lo dejó ir y corrió escaleras abajo para atender la puerta. Roderich cayó sobre la cama sosteniendo su brazo lastimado, herida también su conciencia. Se pasó una mano por el pelo, cruzó los dedos y aguardó que llegue Antonio, sumamente nervioso.
Pasó toda la noche y madrugada en esa casa, mimado constantemente por él. Sin embargo, como no pasaba desde hacía más de un año, se sintió desamparado como un niño.
.
.
.
Por mucho que no le gustara, lo cierto es que las palabras de Francis le hicieron reflexionar. Su cargo de conciencia no lo dejaba ensayar. Intentaba enfocarse en el piano, pero era simplemente imposible. Ni siquiera se atrevía a tocar el violín: solo verlo le recordaba los ojos expresivos y la sonrisa radiante de Antonio.
En realidad, más allá de lo preocupado que se sentía por su situación con él, había otro asunto que lo tenía incluso más angustiado: sus padres habían notado que llevaba varios días distraído. Cuando llegaba la hora de sus ensayos y no lo oían tocar, de inmediato se acercaban para saber qué le ocurría, y al ver que no se trataba de ningún impedimento físico, le recriminaban muy duramente. La situación para él se volvió extrema cuando llegaron al punto de amenazarlo con quitarle su apoyo si seguía negándose a practicar.
Entonces decidió que era hora de poner solución a todo eso. Pasó largas horas reflexionando al respecto, y solo llegó a una conclusión.
Quizá su error fue no anunciar que iría a verlo. Estaba tan distraído que incluso olvidó sus buenas costumbres.
Llegó a la casa. La madre lo recibió con una sonrisa; le quedó claro que eso había heredado a su hijo. Le dijo que suba, que le gustaba que sus hijos tengan amigos que lo visiten. Subió la escalera aferrado a la baranda, como si buscara algún soporte, cualquier cosa que lo sostenga. De pronto estaba frente a la puerta, pero todo era difuso. Entró sin avisar porque estaba demasiado ido, angustiado, tenía demasiadas cosas en la cabeza como para notar algo tan insignificante.
Entonces lo vio.
Su mente interpretó lo que quiso.
Cerró la puerta y bajó las escaleras todo lo rápido que pudo. Antes de llegar al descansillo, sintió una mano que lo asía y le impedía salir. Giró en el acto por culpa del dolor. El agarre era muchísimo más fuerte que el de Francis.
—¡Roderich! —casi rogó, y lo envolvió con sus brazos— ¡¿A dónde vas?!
Quiso decir que debía irse, pero no halló fuerza suficiente. Solo colocó sus manos sobre sus hombros para alejarlo un poco.
—Rode, escúchame, yo–
—No... —susurró, tan perdido como Antonio—. No, no... Tengo que ver a mis padres...
—¡Yo solo estaba abrazando a Francis!
—¿Pero qué está pasando, Toño?
—¡Nada, mamá! Escúchame —Tomó las mejillas de Roderich e intentó enfocar sus ojos en los suyos—, salgamos, hablemos afuera...
—Antonio, vine a hablar contigo... —dijo, ya recobrado su juicio—. Pero ahora no... Estás... No estás bien —explicó, alejando sus manos. Desesperado, Antonio las tomó entre las suyas.
—Por favor, escúchame–
—Ahora no. Luego hablaremos... No es buen momento.
La madre de Antonio intervino, tomándolo por un hombro. Roderich aprovechó el momento para poder irse. En el momento en que salía, alcanzó a ver la figura alarmada de Francis.
.
.
No dejó de enviarle mensajes y llamarle ni un solo día desde que acordaron —o más bien, Roderich impuso— hablar luego. Lejos de sentirse reconfortado, esto solo hizo que su concentración, paz y tranquilidad se reduzcan aún más. Sus padres, preocupados por el bajón en sus deseos de tocar el piano, le prestaron más atención a sus actividades diarias, por lo que notaron que el teléfono de su hijo no dejaba de vibrar en todo el día. Así que resolvió darle una respuesta. Una fecha y hora.
El día acordado ya se había preparado mentalmente e incluso había organizado su discurso. Sabía de antemano que iba a insistirle, pero debía ser lo suficientemente consistente para poder esquivar sus objeciones. Se sentía tranquilo, fresco y seguro, o al menos eso aparentaba, porque de su mente no desaparecía el fantasma de Antonio desesperado, forzándolo a mirarlo.
En un jardín ubicado en los alrededores de su casa, sobre la banca que se hallaba cerca de una pileta, tomó asiento y aguardó su llegada.
Luego de diez minutos, apareció.
Lo creía capaz de cargar una especie de regalo entre las manos, como un intento desesperado de obtener su perdón, pero no fue así. Llegó a paso lento, con ambas manos en los bolsillos, la mirada gacha y el pelo más enmarañado que nunca.
Roderich se abofeteó mentalmente por asociar esa imagen con el recuerdo de Gilbert.
—Hola... —saludó despacio, incluso apagado—. ¿Estuviste esperando mucho tiempo?
—No, no... En todo caso, es lo de menos. Siéntate, por favor.
Él obedeció, como el cachorro que era.
—¿Querías decirme algo?
Todo sería mucho más fácil si Antonio no tuviera ese semblante.
—Podría empezar por lo que pasó la última vez que fui a verte. Ya habíamos hablado sobre las atribuciones que se toma Francis contigo. —Antonio intentó interrumpirlo, pero él lo frenó con una mirada—. Pero debes saber que ese día entré tan deprisa en tu recámara porque quería hablar contigo de algo realmente importante. Intenté irme de esa forma tan precipitada por el impacto de lo que vi...
—Roderich, si pudiera–
—Sé que es tu amigo —dijo, con la cabeza gacha y los dedos entrelazados—. Y quizá la forma en que concibo cómo deben tratarse dos amigos discrepa de la tuya. Quizá solo es eso. Pero sé lo que vi. —Y se atrevió a mirarlo. Sus ojos cubiertos por los anteojos, esos que utilizaba como escudo para ocultar sus verdaderas emociones, por única vez le permitieron a Antonio ver cuán decepcionado y herido se sentía—. Estabas encima de él, con la nariz hundida en su cuello, en tu cama. —Tomó aire—. Aquella vez, cuando hablamos al respecto, te puse como ejemplo que a ti no te gustaría que yo haga algo similar.
—Te puedo jurar que solo estábamos jugando... —susurró él, abatido—. Y entiendo que estés molesto por eso, yo lo estaría–
—Pero no es esa la principal razón por la que quería y quiero hablar contigo. Es algo más importante que viene acechándome desde hace mucho... Debes saber, en primer lugar, que nada de esto es culpa tuya. —Pensó en tomar sus manos, acariciarle la mejilla quizá, pero al recordar con qué finalidad lo había citado, concluyó que sería muy cruel de su parte—. Has sido terriblemente considerado conmigo, y te lo agradezco con todo mi ser. Has sido paciente y gentil, tanto... Tanto, que siento que no lo merezco.
—Roderich, no–
—No puedo seguir con esto, Antonio —dijo al fin, párpados apretados y manos firmes sobre sus muslos. Luego, el silencio. Aguardó unos instantes a la espera de una respuesta, pero no le llegó más sonido del agua que caía de la pileta—. Todo, absolutamente todo es mi culpa. No he sido completamente sincero contigo y siento que no te mereces algo así. No se trata de los ensayos, no es algo que puedas solucionar. Es un problema enteramente mío.
—¿No puedes arreglarlo? —A Roderich le partió el corazón ver su expresión.
—En todo este año lo he intentado. No tienes idea de cuánto lo he intentado. —Estuvo a punto de dejar escapar un sollozo, pero se contuvo a tiempo. Ya tenía bastante con ser sincero. Antonio no tenía por qué ver ese lado patético—. No hay nada que puedas hacer, porque ya lo has hecho todo por mí. Nunca fue mi intención mentirte. Acepté tus sentimientos con la esperanza y deseo de algún día poder corresponderte por completo, pero no lo he conseguido, y sería demasiado cruel de mi parte hacerte creer que te amo en la misma medida en que tú me amas a mí. No lo mereces.
—C-Comprendo... —suspiró Antonio, con la mirada clavada en el horizonte. Se rascó la nuca y tragó con fuerza.
—Te mereces algo mejor que yo —musitó, casi al borde del llanto, humilde como nunca lo fue en su vida, porque sus padres no le enseñaron el significado de esa palabra y tuvo que aprenderlo a fuerza.
—Venga, no digas eso... —sonrió, rodeándolo por los hombros. Roderich no supo si fue su expresión o sus palabras lo que más lo quebró por dentro—. Gracias por intentarlo. Desde un principio te pedí una oportunidad... Me alegra que seas sincero y me expliques que algo anda mal contigo. Porque algo debe andar mal en tu cabeza como para que aún no te hayas enamorado de mí —bromeó, sin saber que no hacía más que herirlo—. No me habría perdonado que esto acabe por esa escena con Francis...
—No seas duro con él —pidió, y se dejó abrazar—. Creo que te quiere tanto que no sabe controlarse.
—Siempre fuimos así. Siempre los dos, frente al mundo, frente a cualquier problema.
—Eso me alegra y reconforta...
—¿Podemos ser amigos, al menos? —dijo luego de un suspiro pesado, denso. Cuando Roderich vio sus ojos supo que, tal como él, estaba fingiendo que nada de lo que ocurría le afectaba.
—Siempre seré tu amigo. A no ser que te acerques a mí con él...
—P-Puedo...¿Puedo darte un beso? Solo el último...
De alguna forma, supo que le pediría algo así. Había preparado su corazón para esa situación.
Asintió. Antonio se acercó muy lentamente, con los ojos abiertos, como si quisiera grabar ese momento en su memoria para siempre. Tomó sus mejillas con sumo cuidado, como si Roderich fuera de cristal; repasó con las yemas de sus dedos su piel, sus cejas, el lunar debajo de sus labios. Roderich por su parte colocó ambas manos en su torso y de a pocos fue ascendiendo hasta alcanzar ese cabello indomable, pero que le sentaba de maravilla. Grabó en su mente el recuerdo de esos ojos verdes y cerró los suyos para entregarse por completo a su último beso.
Se despidieron con un abrazo horrible, porque ambos sabían que, pese a lo que habían dicho, no se volverían a ver más, o al menos por un muy buen tiempo.
Volvió a casa. Tenía la conciencia limpia, sí, pero el corazón inundado.
Se dejó caer en la cama, se prendió de la almohada y olvidó el piano por al menos cinco semanas.
El violín no lo tocó en los próximos tres años.
.
.
.
.
.
Parecía un autómata. Tenía una mano en el volante y con la otra tiraba de su cabello y frotaba sus ojos. Tenía unas ojeras espantosas, terribles, oscuras. Poco importaba. El sueño no era problema frente a la necesidad que tenía de encontrarlo.
Parqueó de forma salvaje frente a la casa. Solo al ver la fachada recordó a cierta persona que por tanto tiempo fue importantísima en su vida.
No merecía ser testigo de eso. No tenía por qué involucrarla. Pero era inevitable.
Extrajo la llave. Tiró la puerta. En dos pasos alcanzó el timbre. Llamó dos veces.
Nada.
—¿Qué haces aquí?
Allí estaba.
Un escalofrío de dolor y nostalgia le azotó la columna.
—Quiero... —Otra mano sobre su rostro. Parecía un adicto— hablar contigo...
—He estado ocupado —dijo a modo de explicación—. Sumamente ocupado, me atrevería a decir. Pero, en vista de que ya estás aquí, te invito a pasar.
Tomó la llave y se abrió paso en la casa. Intentó ofrecerle algo de beber, como correspondía con toda visita, pero él se negó, así que le indicó que tome asiento.
—¿Dónde está... ella?
Arrugó la nariz al oírlo decir eso.
—Se quedó con sus padres. De hecho, vengo de allá. Ellos quisieron que se quede a cenar.
Con la certeza de que no se hallaba presente, se puso de pie de un solo movimiento y empezó a dar vueltas alrededor de la sala.
—¿Te ocurre algo?
—¿De verdad... —A Roderich le sonó como un sollozo—. De verdad estuviste con él?
—No sé de qué hablas...
No lo sabía, pero lo sospechaba. Tragó con fuerza y procuró mantenerse firme.
—¡No me mientas! —exclamó, fuera de sí. Roderich, debido al susto, se hundió un poco en el sofá—. ¡¿Es cierto eso?!
—Gilbert, tienes que calmarte–
—¡¿Estuviste con Antonio?!
Creyó en vano que nunca llegaría ese día. No sabía bien por qué. Quizá porque incluso desde esa época, aunque se decía a sí mismo que se había dado por vencido, aún albergaba cierta esperanza. Esperaba que nunca llegue el momento en que lo descubra porque sabía que jamás se lo perdonaría.
—¡Responde!
—¡No me grites! —contraatacó, poniéndose de pie. Estaba en su casa y Gilbert se estaba comportando como un energúmeno. Jamás se dejó tratar así por nadie—. ¡Vete de aquí, ahora!
Gilbert lo miró a los ojos, indignado e incrédulo. Dejó de dar vueltas alrededor y en una zancada alcanzó a Roderich. Este, por instinto, intentó retroceder, pero lo fue imposible: lo había aprisionado con sus manos.
—Dime la verdad... Dime que no...
—Gilbert, yo–
—¡Solo dime, sí o no! —berreó, sacudiéndolo con tal fuerza que estuvo a punto de tirarle los anteojos—. ¡Dime!
—¡Sí, estuve con él hace años! —dijo al fin, y cerró los ojos, como si temiera recibir en cualquier momento un golpe. Intentó liberarse empujándolo con sus manos, pero Gilbert afianzó aún más su agarre.
—Mentiroso... Mentiroso... ¡Mentiroso!
—¡Tú quisiste la verdad! Ni siquiera sé cómo te enteraste...
—¡Mentiroso! —volvió a clamar, aunque en realidad sonó más como un gemido de dolor—. ¡Tú me mentiste! Me hiciste creer que me querías desde hace mucho tiempo... ¡Mentirosos todos: Francis, Antonio y tú!
Roderich parpadeó dos veces. Boqueó, incapaz por un instante de decir palabra. Sentía la ira bullendo desde el interior de sus entrañas. No podía creer lo que Gilbert le acababa de decir.
—¿Te acostaste con él?
No podía hablar. Aunque quisiera, no podía hacerlo en ese momento. La indignación que sentía era tanta que hizo que su cuerpo temblara.
—¿Tú te habrías acostado con Elizabetha de haber tenido oportunidad?
—¿Qué?
—Te pregunto: ¿lo habrías hecho? —La adrenalina le dio suficiente fuerza para liberarse de las manos de Gilbert—. Vienes aquí, pretendes interrogarme sobre algo tan... personal... Ahora responde, porque yo lo he estado haciendo.
—¡Claro, estar con Antonio fue muy personal! —celebró como un demente. Dio un par de pasos, porque necesitaba alejarse de Roderich antes de terminar por cometer alguna estupidez—. ¡¿Cómo puedes–?!
—Cómo puedes venir aquí, a mi casa, a gritarme y a exigirme que responda a tus berridos de salvaje —alzó la voz, pero ya no gritaba. El miedo había cedido paso a la ira—. ¿Con qué cara me pides explicaciones? Me reclamas que haya mantenido una relación con él, argumentando que te mentí al decirte que siempre estuve enamorado de ti, ¡cuando tú has hecho exactamente lo mismo con Elizabetha!
—¡Yo no te mentí! ¡Siempre te dije que empezaba a... a quererte!
—¡Es lo mismo! ¿Qué esperabas de mí? ¿Que espere toda la vida como un idiota a que me correspondas? ¡¿Es eso?!
—¡¿Y te parece bien tirarte a mi mejor amigo?!
No quería, nunca lo hacía, pero la lágrima que se deslizó por su mejilla al oír aquello fue irreprimible.
—Vete de mi casa...
—¡Yo estaba enamorado de Elizabetha, siempre lo estuve, pero entonces te metiste tú, te casaste con ella! ¡Lo primero que se me ocurrió fue hacer algo para separarlos!
—Vete ahora...
—¿De verdad pensaste que nos encontrábamos por casualidad? ¿De verdad creíste que te invitaba a salir porque quería hacerme tu amigo? ¡Claro que no! ¡Lo hacía porque sabía que debías tener algún secreto, algo oscuro, algún defecto! Entonces yo se lo mostraría a Elizabetha y abriría los ojos: ¡se daría cuenta de que no eres el tipo correcto que ella aún cree que eres!
—Tú ideaste todo entonces, ¿no? —Tomó una enorme bocanada de aire. Intentar reprimir sus sollozos le robaba el aliento.
—¡Por supuesto! ¡Jamás se me habría cruzado por la cabeza salir contigo de no ser porque lo necesitaba! ¡Todo esto es culpa tuya por haberte casado con ella! ¡Si ella no se hubiera casado–!
—Yo vivía muy tranquilo sin la más remota esperanza de que algún día pudieras corresponderme —interrumpió, y escapó un sollozo. Gilbert calló en el acto—. Vivía casi resignado a la idea de que jamás ocurriría nada; tantos años discutiendo, haciéndome creer que en realidad me odias... Me di por vencido antes de siquiera intentar algo. Por eso me casé. Si no podía estar contigo ni podía, aunque quisiera, enamorarme de alguien más, porque eso fue lo que pasó con Antonio, al menos... al menos podía casarme con ella. Ella estaría feliz de estar conmigo y yo viviría en paz; al menos la conozco y siempre nos hemos llevado bien, además de que así podría corresponder en parte a todo el sacrificio que hicieron mis padres por mí al obedecer y cumplir su deseo...
De alguna forma, decir todo aquello se sentía liberador. Sentía que poco a poco iba liberando su corazón. No podía parar.
—Pero no voy a mentirte: tenía la esperanza de que ese día tengas el valor de frenarlo todo y decirle a Elizabetha que no se case. Yo quería que eso ocurra porque de ese modo nos salvarías a todos, pero no lo hiciste, y ahora hemos llegado hasta este punto en el que todo se ha volcado de forma absurda e irreversible. Pudiste salvarnos a los tres. Habría preferido y aún prefiero verte feliz con Elizabetha que odiándome aún más por haberme casado con ella...
Su cuerpo reaccionó por sí solo. Gilbert dio un paso atrás, incapaz de resistir el peso de sus palabras.
—¡¿Con qué cara el reclamo?! ¡Absolutamente todo esto es tu culpa, tú y tu absurdo plan que acabas de describir, en el que solo me utilizabas!
—Te acostaste con mi mejor amigo... —insistió, ya muy débilmente. No sabía si le afectaba más ver a Roderich llorando o todo lo que acababa de comprender a partir de sus palabras.
—Sí, lo hice. Lo hice porque él me gustaba muchísimo. Pero no podía amarlo. De haberlo logrado, ni tú ni yo estaríamos aquí en este momento. No me habría casado con Elizabetha, no habría engañado a mi esposa por ti. Seguramente habría llegado a un punto en que, harto de la opresión que supone vivir mi vida, ¡habría escapado con él! Sé que él habría hecho todo por mí. Él era capaz de intuir cuánta necesidad de libertad tenía...
Gilbert apretó los dientes. Sentía tantos deseos de golpearlo para que se calle, pero era incapaz de hacerlo. Por alguna extraña razón, quería oír todo lo que tenía que decirle.
—Una vez, cuando nos encontramos por "casualidad" —enfatizó sarcástico, sumando un movimiento de sus dedos—, me dijiste que no me reprima, que no está mal permitirme algo de vez en cuando. Eso hice contigo. Tú eres la libertad que me tomé, que decidí tomarme en cuanto extendiste tu mano hacia a mí y me dijiste que me querías. Ahora ya no es nada. No queda nada de eso.
Solo al oír esas últimas palabras cayó en la cuenta de todo lo que acababa de hacer y decir.
—Tú y yo no somos amigos, no somos amantes, no somos nada. Nunca lo fuimos, no lo somos, nunca lo seremos. Y todo es culpa tuya. No me culpes a mí.
Cuando Roderich dejó de hablar, sintió que caía en una especie de cápsula, una dimensión alterna en la que no podía oír más que el latido desbocado de su corazón. Permaneció de pie, incapaz de moverse.
Reaccionó al fin cuando oyó los pasos de Roderich que se alejaban. Entonces, otra vez, la petición. La exigencia:
—Vete de mi casa.
No tenía nada más que decir. Su mente no trabajaba de forma normal en ese momento. Parecía haberse quedado suspendido en el cúmulo de palabras de Roderich, las cuales poco a poco se asentaron en él, haciéndolo sentir pesado, como plomo.
—Vete de mi casa —volvió a exigir, y no le quedó más que obedecer.
Antes de alejarse por completo, se atrevió a volver el rostro.
Lo último que vio antes de que la puerta se cierre con estruendo fue el rostro aún húmedo por las lágrimas de Roderich.
.
.
.
Continuará
.
.
.
N.A: Solo decir que el título se debe a una canción de My Chemical Romance. En sí, fueron dos las canciones que me ayudaron: "Disenchanted" y "I Don't Love You".
No tengo nada que decir. Hasta yo me puse triste por Antonio.
Ojalá les haya gustado.
Nos leemos pronto. Eso espero.
