Capítulo XVII

Enfrentando la realidad

Candy se encaminó como todas las tardes a su apartamento. Esta vez caminó lentamente, utilizaba todas sus fuerzas para seguir adelante. Cuando aterrizara a su casa, probablemente Albert se habría enterado de todo lo sucedido. Desde el hospital, se le envió un telegrama a la familia Leegan especificándole solamente la noticia de la muerte de Neal. La enfermera sabía que se tendría que enfrentar a Albert, que aunque estaba segura de que no le reclamaría (al contrario, trataría de entenderla), si le reprocharía el no haberle comentado la situación de Neal.

La chica llegó a su apartamento, suspiró una vez más y decidió enfrentar la realidad con la verdad.

-Candy¿supiste lo de Neal?

-Sí, Albert…

-¿Desde cuándo él estaba internado¿Por qué no me dijiste nada?- el reclamo venía acompañado de tristeza. –Los Leegan se comunicaron conmigo a través de un telegrama y están de camino a Chicago.

-Albert…-Candy no encontraba las fuerzas para decirle.

-¿Qué pasa¿Acaso hay algo que no sé? Estás ocultando algo…- la voz de Albert se tornó un poco severa. –Dime¿qué pasó?

Con mucho remordimiento, Candy le contó todo lo que había sucedido. La confesión vino acompañada de lágrimas, con profunda emoción, con un intenso dolor en el pecho, con sentimiento de culpa y con las ganas de morirse. Albert, tal y como ella pensaba, le reprochó su conducta; pero, reconoció que le cumplió la palabra a Neal de no decir nada a nadie. En todo caso, habría que haberle dicho a Albert lo que había ocurrido. Tal vez éste le hubiera dado una solución mejor a la situación del secuestro. Con todo esto, Albert no dudó en abrazar a Candy y reconfortarla luego haber desnudado su alma.

El cortejo fúnebre se llevo a cabo con toda la pompa y solemnidad que se requería. Candy no participó de los mismos, pues su encontraba en un grave estado anímico. La verdad era que, además de no sentirse del todo bien, no podía en cierta manera mirar a los ojos a la familia Leegan. Albert la excusó diciendo que se encontraba enferma.

Pasaron varios días y Candy decidió ir a la tumba de Neal a decirle su último adiós. Albert insistió en acompañarle, sin embargo, ella lo convenció de que lo mejor sería que lo hiciera sola.

La tumba se encontraba en la cima de una pequeña colina. Era un lindo atardecer. El clima había mejorado notablemente y pequeñas violetas inundaban todo el campo. Candy llegó hasta la tumba de Neal. La contempló por largo rato. Candy miró a todos lados, no había nadie, ni tan siquiera se encontraba el cuidador del cementerio.

-Neaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaal- gritó Candy con todas sus fuerzas aprovechando la soledad que le acompañaba…

Se derrumbó encima de la tumba a llorar. Sus lágrimas, infinitas, rociaron el sepulcro. Una pequeña violeta se desprendió con el viento y cayó en su regazo. Candy entendió que éste fue un regalo de Neal, un regalo y un adiós.