6. Lejanos recuerdosDerufod ascendió pensativo y silencios, algo apesadumbrado, no le parecía tarea fácil hallar el escondite de aquella maldita bestia, y mucho menos enfrentarse nuevamente al licántropo para matarlo. Recordó la situación vivida la noche anterior y una punzada de dolor le recorrió el brazo. Apenas habían pasado unas horas de aquellos siniestros acontecimientos, la muerte de su caballo y la mirada rabiosa y terrible del monstruo, eso jamás se le olvidaría y sabía que en innumerables pesadillas volvería a revivir aquel espeluznante encuentro.
El
hombre pensaba y todo le resultaba un rompecabezas, ¡la
bruja parecía tan convencida, pero aunque encontrase la
guarida ayudado por el chico, no estaba muy seguro que el fuego
destruyese a la bestia, quizás la dañase,
pero eso podría volverlo más furioso y empeorar la
situación.
Vio al muchacho de ropas raídas y sucias,
que le esperaba en el camino, se apoyaba en un viejo y
carcomido tronco y se levantó al verle acercarse.
Verle
allí, sólo y con aspecto de mendigo, delgado y
despeinado le hizo recordar un memento importante de su vida,
cuando era adolescente y estaba determinado a entrar en la Ciudad de
los Senescales con más aspecto de hambriento pordiosero que de
noble y gentil caballero.
En aquellos días, debía
parecerse mucho a Arod y así debieron verlo Boromir y
Faramir.
Una
sonrisa se dibujo en su serio rostro, por un momento los
lejanos recuerdos inundaron su mente, alejando unos instantes el
verdadero problema actual.
Sabia que sus ropas estaban raídas
y sucias, que se había vuelto más salvaje y que le
hambre lo apremiaba a todas horas, el frío era un
terrible compañero que no le abandonaba ni de día ni de
noche y en más de una ocasión se sorprendió
hablando solo en voz alta, como deseando compartir su
conversación con los árboles, insectos y el
propio viento.
Había pasado mucho tiempo desde la
separación de sus amigos de aventuras, posiblemente un
año, no lo sabía y tampoco sabía donde se
encontraba, si al norte, al sur, al oeste o el este de algún
lugar civilizado.
Aquella mañana, luminosa y algo
cálida intentaba pescar en el río, con las manos
desnudas creía que podría dar caza a los escurridizos
peces. Pero era una locura, jamás conseguiría
nada. Estaba cansado y hambriento, pensó que si
hacía una de aquellas trampas que su padre realizaba para
atrapar peces, tendía más éxito,
pero su mente se negaba a pensar en condiciones y su cuerpo flojo por
el ayuno, no le ayudaba en nada.
Veía como los
pececillos pasaban entre sus piernas, parecía fácil
atraparlos, pero cuando lanzaba sus manos para agarrarlos,
se le escapaban. Entonces, una piedra cayó cerca
de él, se asustó dando un traspiés y miró
a su alrededor, pero no vio a nadie. Todo parecía
normal, sintió un cosquilleo en el pie, un pez se acercó
demasiado, y Derufod se lanzó hacia él, lo
atrapó. Pero algo lo golpeó en la cabeza
haciéndole caer al río, soltó a su
escamosa presa sin querer y escucho unas risas cerca de la orilla.
Allí
había un chico rubio, señalaba hacia él y se
reía, decía algo, pero no podía
entendérsele entre las carcajadas.
Derufod se sintió
furioso, notó como un fuego interno iba creciendo en
él. Se lanzó en una furtiva carrera hacía
el chico que se reía, chapoteando con fuerza,
saltó y cayó encima sujetándole los brazos que
el otro comenzó a agitar, parecía más
fuerte que el muchacho burlón, no sabía de dónde
provenía aquella reserva de energía, pero estaba
dispuesto a golpearle por mofarse de él.
El otro estaba
gritando e intentaba deshacerse del delgaducho y harapiento mendigo,
comenzó a llamar a alguien:
-¡Boromir, Boromir!
A
Derufod no le importaba quién fuera ese Boromir, estaba
a punto de golpearle la cara y lo haría con fuerza, nadie se
reía de él, por muy desdichado que se sintiera.
Su
puño se levantó para bajar con fuerza, aunque el
otro no paraba de moverse, y cuando estaba a punto de conseguir
descargar el golpe, alguien lo empujó con violencia hacia un
lado y cayó rodando nuevamente a la cenagosa orilla del
río.
El defensor era otro muchacho, algo mayor que
Derufod, más fuerte y de sorprendente destreza, corrió
hacía el derribado Derufod, lo levantó tirando de las
raídas ropas y lo empujó hacia la nudosa corteza de un
gran árbol:
-¿Cómo te atreves a golpear a mi
hermano? -Gritó lleno de furia- ¿quién te crees
que eres? -sacó una daga y la acercó al cuello de
Derufod, se quedó quieto, contemplando la mirada furiosa
del joven. El otro muchacho se puso a su lado y con suavidad
hizo que su hermano retirara la mortífera daba del lastimero
Derufod:
-La culpa es mía hermano -dijo a modo de disculpa,
sabía que Boromir era capaz de defenderlo a toda costa - , le
tiré piedras y me burlé de él -después
miró de arriba a bajo a Derufod observándolo - Me llamo
Faramir y este es mi hermano mayor Boromir, vivimos en la
ciudad de Minas Tirith…
Al escuchar esas palabras, la expresión
asustada de Derufod cambió, ¡aquellos jóvenes
vivían en la ciudad de los Senescales, entonces, debía
estar cerca, muy cerca de su meta.
Sus pensamientos de jovencito
fantasioso, volaron por unos instantes, hasta que la profunda voz de
Boromir lo hizo volver a la realidad:
-Mi hermano te ha perdonado,
pero aún no nos has dicho tu nombre.
-Derufod… -titubeó-
me llamo Derufod y estoy dispuesto a servir a los grandes senescales
de la ciudad -a Derufod sus palabras le sonaron solemnes, pero para
los otros dos, debió parecer ridículas, se echaron a
reír y Boromir lo miró divertido:
-Mi padre no te
aceptaría nunca a su lado -dijo orgulloso- pero con un buen
baño y algo del cocido de nuestra cocinera, es posible que yo
si.
Arod
se acercaba a él, tenía una expresión seria y
extraña, quizás debido a aquella fea cicatriz:
-La
viste, ¿verdad? -le dijo, Derufod tardó en responderle,
no supo de quién le hablaba, el muchacho hizo un gesto y
dirigió la vista hacia el lugar de dónde él
provenía.
-¿Conocer a la Bruja Mineltar? -preguntó
Derufod si dejar de caminar.
-A veces la veo vagar por el bosque y
me enseñó un brebaje de hierbas para aliviar los
dolores de mi madre…
-Dice que tú sabes dónde está
la madriguera de la bestia.
Arod quedó en silencio y
adelantó el paso.
No hubo más conversaciones
hasta más tarde, pero algo sucedió en el bosque.
Cuando
Derufod y Arod se encontraban algo alejados de aquel matadero de
orcos; Mineltar descendió hasta el centro de aquel claro
cubierto de restos desagradables.
A pesar de que la matanza no
había sucedido hacía mucho tiempo, la bruja se dio
cuenta que las ramas de los árboles habían intentado
volverse hacía el interior del bosque y que la hierba de los
alrededores se había secado.
Ningún animal visitaría
jamás aquel lugar mientras los restos de aquellas malignas
criaturas siguieran allí.
Se concentró cerrando los
ojos y su rostro, de mujer ya madura, quedó relajado y con una
solemne belleza atemporal.
Mineltar
sacó su varita mágica del bolsillo oculto de su túnica
y está pareció resplandecer como si el rayo de una
estrella errante hubiera sido atrapada por sus delgados
dedos.
Comenzó a canturrear una invocación, una
oración que se repetía y de la varita surgió una
especie de resplandor azulado que fue cubriendo los cuerpos en
descomposición, momentos después comenzaron a arder con
unas llamas azules que no desprendían humo y nada que no fuera
los cuerpos muertos, se quemaba.
