—Bueno, familia, con todo el pesar de mi corazón, os anuncio que mañana nos volveremos todos a casa.
Así que, finalmente se iban a ir. Les iba a echar de menos. Durante aquellas semanas, me había acostumbrado a escuchar el laúd de Cristóbal de fondo, a los bailes y el gusto por el chocolate de Ana, a la tranquila y agradable energía de Renaldo y a la enfrentada amistad que me unía a Eugenio. Pero, lo que más iba a doler, iba a ser ver a Luisa perder a Renaldo. No es que hubiese nada entre ellos, pero, por cómo se miraban, jugaban, charlaban y se reían juntos… yo no entendía que no hubiese pasado ya. ¿A qué esperaba Luisa? Ella sí que podía tener lo que quería…
—¿Por qué tan pronto, Renaldo? —preguntó la abuela con cara de pena—. Podéis quedaros tanto como deseéis. Sabéis que no molestáis, ¿verdad?
—Gracias, Alma, pero tengo que volver. No creo que Elisa aguante las constantes preguntas de mi hermano Olayo mucho más. Es un buen chico, ¿sabe? Y a mí me encanta pasar el tiempo con él, pero Elisa no tiene mano con los niños. No quiero abusar de su amabilidad ni hacer que Olayo se preocupe.
—Entiendo, querido. Pero, dime, ¿por qué no le trajiste contigo?
—Oh, bueno, Olayo… tiene una condición física un poco especial, ¿sabe? No lleva bien el calor.
—Oh, qué lástima… Bueno, pues si no queda más remedio, os deseo que tengáis un buen viaje y que disfrutéis mucho de vuestro último día en el Encanto.
—¿Abuela…? —dijo Félix con tono incitador.
—Cuenta con ello, Félix. Preparadlo todo para esta tarde, no quiero que nuestros viajeros se acuesten tarde.
—¡Fiesta! —exclamaron Félix, Camilo, Ana y Eugenio a la vez.
—¿Bailarás conmigo esta vez? —preguntó Renaldo dirigiéndose a Luisa.
—Supongo que por una vez…
—Una primera y última vez.
Aquella tarde, viendo cómo Luisa se dejaba llevar felizmente por la pista de la mano de aquel muchacho, lo entendí todo. Para Luisa, Renaldo significaba dejar el Encanto. Ella, que se encargaba del trabajo pesado, que se sentía tan imprescindible… nunca se iría para siempre. Era una protectora nata y lo seguiría siendo apareciese ante ella quien apareciese.
Mi pobre hermana…
—Bruno…
No sabía qué era lo que había pasado, pero ya hacía algo más de una semana que notaba extraño a Bruno. No me evitaba, pero se mostraba frío y distante conmigo.
—Ah, Mirabel. Dime.
—Renaldo me ha contado que les has regalado unos saquitos de sal.
—Nunca sabes cuándo puedes necesitar un poco de suerte extra.
—Pero tú has dejado de hacerlo. Ya hace unos días que no lanzas sal, ni cruzas los dedos, ni tocas madera… ¿Te molesta si te pregunto por qué?
Bruno me lanzó una mirada lastimera y se giró dándome la espalda.
—Podemos llamar a la suerte, pero no cambiar nuestro destino. ¿Qué sentido tiene cruzar los dedos por algo que nunca pasará o echar sal sobre tierra que ya está muerta?
—¿De qué hablas?
—No importa. La cuestión es que ya no me hace falta.
—Y, ¿a ellos sí?
—¿Y si caen por un barranco o se ven rodeados por una situación peligrosa?
—No entiendo nada. ¿No acabas de decirme que ya no tienes fe en esas cosas?
—Yo… Yo ya no sé en qué tengo fe. Pero quizás les sirva para lanzársela a los ojos a alguien si se sienten amenazados o algo.
—No, se supone que eso da mala suerte.
—Mirabel, ¿querías algo? ¿O sólo querías preguntar por la sal?
—Ah, se me olvidaba. ¿Crees que podrías ver el futuro de Luisa? Creo que esta cometiendo un error y necesita saberlo.
—¿Te lo ha pedido ella?
—No… Ella está ocupada entre los peludos brazos de aquel hombretón.
—No veré su futuro si ella no me lo pide.
—Pero… ¿y si así la ayudamos?
—Déjame decirte algo, Mirabel. Conocer el futuro no siempre te va a ayudar. A veces sólo sirve para amargarte la existencia y matar tus esperanzas.
—Bruno, ¿qué estás…? ¿Estás bien?
Bruno suspiró y echó a andar alejándose de mí.
—Dile a la abuela que hoy tenía sueño y no cenaré, por favor.
—¿Te vas?
—Yo… me voy a acostar.
—Bruno, por favor, me estás preocupando, dime qué te pasa.
Tiré instintivamente de su ruana y él la arrancó de mis manos de un tirón sin mediar palabra. ¿Estaba enfadado? ¡¿Por qué?! ¿Qué le había hecho convertirse de repente en el rey del drama? No sabía lo que había sido, pero, desde aquel tirón, era yo la que estaba enfadada.
—Está bien, ¿quieres darme la espalda? Hazlo. Está claro que pedir que, aunque sea una sóla persona en este mundo, no me rechace en algún momento, es mucho pedir.
Le adelante y me fui derecha a nuestro agujero dudando entre si hincharme a llorar o dedicarme a romper cosas, pero la última opción no sería justa para Casita, así que supuse que optaría por la primera. Pero, entonces, algo inesperado sucedió: Bruno apareció a mis espaldas clamando mi nombre como años atrás yo hice con él; recorriendo aquellos pasillos interminables a tan sólo unos metros de mí y asegurándose de darme mi espacio pero sin perderme de vista. Estaba enfadada, pero adoraba aquel lugar que me lo regaló a él.
—Mirabeeel, para, por favor.
Toqué madera como recuerdo de aquel día y esperando que de verdad me diese algo de suerte. La cosa se estaba poniendo complicada entre nosotros y cualquier ayuda era poca.
Entré finalmente en nuestra salita e intenté cerrar la entrada.
—Mirabel, espera… ¡Mirabel!
—¿Qué? ¿Ahora me vas a gritar?
—¿Qué? No… Sólo quiero que me escuches.
—Te escucho…
—Siento haber reaccionado así antes; no te lo merecías.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Qué te pasa?
—No… Eso no te lo puedo contar.
—¿No confías en mí?
—Yo no he dicho eso.
—Pero tampoco lo desmientes —quizás era yo la que estaba buscando ya el título de reina del drama.
—No es una cuestión de confianza, Mirabel. Hay cosas que no pueden ser, ¿vale? No puedo contártelo, no puedo cambiarlo y, esto que tenemos y no tenemos y no sé qué es… tampoco puede ser.
—¿Me estás diciendo que ya no quieres estar cerca de mí?
—No… Te estoy diciendo que… ya no voy a estar cerca de ti.
Bruno dio media vuelta y salió de allí con paso vacío como el de un espectro.
No le seguí. Aquella vez, a diferencia de cuando nos reencontramos, no tenía el valor para hacerlo.
¿Qué acababa de pasar? ¿Por qué me había dicho aquello? ¿Qué había cambiado entre nosotros? Fuese lo que fuese, Bruno tenía razón: tocar madera, no funcionaba.
