Disclaimer: La serie de televisión 'The Umbrella Academy' no es de mi propiedad, así como tampoco lo son las producciones de Marvel, tan solo me adjudico la alteración de la trama vista en películas, series y cómics.


The Witch

Capítulo 1:

Alone


Wanda estrechó la fotografía de Pietro al observar las calles de Novi Grad desde el derruido y abandonado castillo del Barón Strucker, mientras un episodio de Hechizada era reproducido en su televisor construido a base de chatarra y un escuadrón de aviones del Ejército de Estados Unidos se encaminaba hacia la zona controlada por las fuerzas dictatoriales de Kamil Novoty como una bandada de halcones de acero diseñados para ser más poderosos, más avanzados tecnológicamente que cualquier cosa inventada por los científicos de Novoty.

Debajo, en la superficie del país conocido como Sokovia, los habitantes de Novi Grad realizaban sus mundanas tareas sin la menor idea de que estaban a punto de convertirse en el blanco de militares, como Wanda lo había ignorado antes de la muerte de sus padres, durante un bombardeo en su edificio de departamentos mientras todos veían El Show de Dick Van Dyke.

Ella ya no tenía a nadie, ni siquiera a su hermano Pietro. Nadie más en lo absoluto, mientras Sokovia estaba al borde de una implosión, de la destrucción, de un colapso total. Todos habían creído que, al retirarse del país las fuerzas militares extranjeras, todo sería sencillo. Que las personas tendrían paciencia, que entenderían que se necesitaba tiempo para reconstruir lo que se habían llevado. Ciudades, comunicaciones, comercio; todo eso estaba en proceso de restaurarse por completo. Sin embargo, había sido lo intangible lo más difícil de restablecer en la sociedad.

Por ejemplo, la libertad. La libertad de expresarse, de oponerse, de discutir. Wanda suspiró. Quienes lideraron la rebelión subestimaron el deseo profundamente enraizado de una gran parte de la población que simplemente prefería que le dijeran qué hacer. Era mucho más fácil seguir órdenes que pensar por uno mismo. Así que todo mundo argumentó, debatió y discutió, hasta que fue demasiado tarde y la nación cayó en las manos de un dictador como Kamil Novoty.

Al caminar por la recámara alcanzó a verse a sí misma reflejada en un pedazo de metal pulido. Sabía que se veía cansada. A veces deseaba haber sido una persona normal, una ciudadana común, en lugar de haber nacido con extraños poderes, con energía escarlata que brotaba de sus manos desde el día en que Iryna Maximoff le había dado a luz. Esos pensamientos le recordaron inevitablemente a su hermano gemelo asesinado por un escuadrón de temerosos imbéciles, mientras se encontraban en la improvisada casita que habían construido a las afueras de Novi Grad, donde el ruido y las vibraciones no cesaban nunca, las chimeneas arrojaban humaredas negras hacia el cielo y las máquinas traqueteaban día y noche en las salas. Wanda sabía por experiencia que quienes trabajaban ahí acababan convertidos en cantos rodados de color gris: sordos por el estrépito de la maquinaria, ciegos por el polvo y mudos por el vacío que acababa llenando su mente.

Wanda abrazó sus rodillas cuando los pobladores de la capital intentaron defenderse, pues su valentía no era rival para el entrenamiento y el equipo avanzado. Y mientras más de ellos caían, la defensa no tenía más opción que retirarse, rendirse en grupos de dos y tres mientras los animales de los corrales entraban en pánico y escapaban, y un grupo especial de Novoty equipado con lanzallamas comenzaba a incendiarlo todo.

Entonces enfureció, pues no había ninguna razón para hacer eso. Concentrándose, deambuló mentalmente por la ciudad mientras la locura crecía; horripilantes y comunes marcas rojas entretanto el humo y el polvo se levantaban de los edificios a su alrededor, y sus oídos recibían los sonidos de explosiones lejanas. El fuego no se levantaba de las bases americanas, se elevaba desde los hogares, talleres y bodegas, pues quienes estaban detrás del movimiento de Novoty creían que sembrar miedo y terror eran maneras de hacer política en Sokovia.

Wanda flexionó los dedos bruscamente, canalizando en sus palmas dos orbes de energía escarlata, como la simple expresión física de algo infinitamente más poderoso y completamente invisible. Entonces, dominó con facilidad la mente de los soldados, deteniéndoles con la misma eficacia de una barrera, mientras sus ojos verdes adquirían una intensidad sobrenatural en el castillo abandonado de Strucker. Y cuando todo acabó, y los únicos sonidos restantes fueron el crepitar del fuego y las exclamaciones de asombro de los pobladores de Novi Grad, abrazó sus rodillas a causa del frío y enfocó su atención en el reloj de bolsillo de Oleg Maximoff. Esa era su vida: una sucesión de momentos ansiosos, interrumpidos por la novedad de un instante de pánico. Todo era parte de tratar de sobrevivir en un país tan severo y cruel como Sokovia.

Incluso su vestimenta era muy básica, estaba diseñada para proteger al portador de los elementos y conservar el calor corporal. No era cara, se reparaba fácilmente y no tenía mayor encanto. Lo mismo podía decirse de la televisión que había construido con la chatarra de las interminables hileras y montañas de equipo militar dañado u obsoleto, pedazos de maquinaria civil que habían terminado su vida útil e incluso aviones militares que se encontraban a las afueras del castillo de Strucker. En esos tiempos, no había nostalgia por la muerte, mucho menos por la de máquinas en un castillo con fama de ser uno de los más embrujados de Europa.

Wanda sonrió con una mueca. Novi Grad era una cloaca, un lugar donde nadie hacía preguntas y todos se encargaban con tranquilidad de sus propios asuntos. Era lo suficientemente grande y desarrollado para que, si alguien moría a media calle, hubiera cincuenta por ciento de probabilidades de que se encargaran de llevar el cuerpo al cremador, al técnico de entierros o a lo que sea que fuera con la filosofía personal de cada quien, según la identificación y los fondos para pagar por el medio de desecho preferido.

De otra manera, los lobos se encargarían de los restos en su debido momento y sin rendir tributo al fallecido. Mientras pudiera trabajar en la infame mansión de la familia Petrova, Wanda no tenía intenciones de sufrir tal destino. Nadie las tenía.

Ella se acercó a la diminuta cocina, junto a las mantas que había colocado en el suelo a modo de cama, y removió el trocito de carne que se cocinaba lentamente en una sartén improvisada. Una vez dorada, le puso en un plato y sacó una hogaza de pan del horno de barro, y se sentó a comerlos como si fuera lo único que había comido en semanas. Últimamente, muchas comidas le parecían así.

Cuando terminó, se levantó del suelo y comenzó a organizar sus pertenencias, que ornamentaban la desolada alcoba y sus rincones: un osito hecho a mano por Oleg Maximoff como un obsequio de cumpleaños a su hijo Pietro, quien le había llamado Meelo; y en la cama una almohada con cintas de colores que había encontrado en el basurero de la familia Petrova. No era mucho, pero esos detalles de individualidad suavizaban lo monótono de sus alrededores.

Entonces, se acercó a la ventana y observó el cielo a través de ella. No había mucho que ver aquella noche, pensó. El sol ocultándose. Al día siguiente volvería a salir. Sería otro día no muy diferente al que le precedió, ni a los repetitivos e interminables que habían pasado antes.

Intentó pensar en algo más, algo que hubiera cambiado, que pareciera diferente, sólo para evitar que se le atrofiara la mente. Pero no había nada. Nada nuevo. Nada en qué soñar despierta, al menos. En Sokovia las cosas nunca cambiaban.

Wanda estaba completamente sola.


La puerta de hierro antigua con motivos florales estaba abierta e invitaba a entrar. El camino de acceso serpenteaba y terminaba en una plaza adoquinada en cuyo centro había un arriate semicircular de flores. No se veía a nadie, y de cerca la mansión resultaba aún más imponente, sobre todo el porche, que tenía la altura de dos pisos. Las columnas soportaban un balcón con barandilla de piedra, donde el señor Petrova dirigía los discursos a sus obreros en la víspera de Año Nuevo. Ellos le miraban con reverencia, y también a su esposa, que iba siempre envuelta en pieles de la más fina confección, traídas directamente de las pasarelas más exclusivas de Europa.

Mientras caminaba, oyó a sus espaldas el ruido de un automóvil. Una limusina oscura pasó con estrépito. Ella se asustó y dio un salto hacia un lado, mientras vislumbraba el rostro del chófer: aún era joven, y llevaba una gorra con visera y escarapela de color dorado.

Con curiosidad, clavó la mirada en la puerta que había bajo las columnas. Vio a una doncella con vestido oscuro, delantal blanco y cofia blanca prendida en el cabello, que llevaba cuidadosamente recogido. Luego asomaron dos señoras embutidas en abrigos largos con cuello de pieles: el de una era de un tono rojo oscuro y el de la otra, verde claro. Ambas lucían unos sombreros anticuados con flores y tules, y cuando subieron a la limusina vio que calzaban unos delicados botines de piel marrón. Las señoras salieron seguidas de un hombre. Llevaba un abrigo de viaje corto de color marrón y una bolsa de mano que arrojó con un pequeño impulso al techo del vehículo antes de tomar asiento. ¡Qué tonto parecía el chófer al rodear el coche a saltitos para abrir las puertas y ofrecer la mano a las damas! ¡Como si ellas no fueran capaces de acomodarse sin su ayuda en esos asientos tapizados!

En cuanto todos ocuparon su sitio, el chófer arrancó y rodeó despacio el arriate cargado de asteres rojos, dalias rosas y brezo lila. La estela de humo que el automóvil dejó a su paso apestaba tanto a gasolina y a goma quemada que le hizo toser. Rodeó con paso decidido el arriate de flores, se dirigió hacia la entrada lateral izquierda y golpeó la aldaba.

—Buenos días, señorita Natalya.

Wanda bajó tres escalones que conducían a un pasillo estrecho. Era raro. Aunque aquella mansión de ladrillo rojo tenía numerosas ventanas, tanto altas como bajas, en el ala del servicio todo estaba a oscuras y apenas veía dónde ponía los pies. Pero quizá fuese porque aún estaba deslumbrada por la luz del sol de la mañana.

—Seguro que la cocinera te dará una taza de leche caliente y un panecillo. Tienes aspecto de estar hambrienta.

En efecto, aunque siempre había sido delgada, tras la muerte de Pietro se le habían hundido las mejillas y se le marcaban los huesos de los hombros. Por otra parte, sus ojos verdes parecían el doble de grandes que antes y el cabello castaño se le había encrespado. Al menos eso era lo que le había dicho la señorita Karenin, la noche antes de que decidiese escaparse con Pietro. La señorita Karenin era la directora del orfanato de las Siete Mártires y, por su aspecto, se habría podido pensar que ella en persona había pasado por todos y cada uno de los siete martirios. De todos modos, tal cosa no habría servido de nada: la señorita Karenin era malvada, una bruja, y sin duda acabaría consumiéndose en el infierno. Wanda le odiaba.

La cocina era un lugar acogedor. Ella se quedó junto a la puerta contemplando la larga mesa donde la cocinera hacía todo tipo de preparativos. Entonces le llegó el frío de fuera y empezó a temblar. ¡Qué bonito sería sentarse junto al horno, sentir el calor, aspirar el aroma de la buena vida y tomar entretanto una taza de leche caliente a sorbos lentos!

Un grito agudo le sobresaltó. Lo profirió una mujer menuda de aspecto envejecido que acababa de entrar en la cocina desde el otro lado y que, al ver a Wanda, retrocedió asustada.

—¡Virgen santísima! —gimió cruzando las manos sobre el pecho—. ¡Ha vuelto! ¡Señor, guárdanos de todo mal!

La mujer se tuvo que apoyar en la pared, y al hacerlo descolgó una cazuela de cobre que fue a dar en el suelo embaldosado con gran estrépito.

—¿Ha perdido usted el juicio por completo, señorita Karpov? —dijo la señora Belova—. Haga el favor de recoger mi mejor olla de verduras. Y ya puede rezar para que no tenga abolladuras ni esté resquebrajada.

La mujer menuda apenas reparó en la regañina de la cocinera. Con la respiración entrecortada, se separó de la pared y se repasó el peinado, que llevaba adornado con un lazo negro. Vestía también blusa y falda de color negro y lucía un pequeño broche, una gema engarzada en plata con la silueta de un busto femenino.

—No, no es nada—susurró, y se llevó las manos a las sienes como si tuviera dolor de cabeza. Solo la señora podía padecer migraña; una empleada, como mucho, tenía un vulgar dolor de cabeza provocado por la bebida y la desidia.

—Ya está otra vez con sus sueños, ¿eh? —gruñó la cocinera mientras recogía la olla de debajo de la mesa—. Cualquier día, esos sueños suyos le harán famosa y el mismísimo presidente Novoty le invitará para que le lea el futuro.

—¡Oh, vamos! ¡Déjese de bromas estúpidas! —se defendió la señorita Karpov.

—De todos modos, si usted solo sueña con desgracias, de seguro que el presidente Novoty no le querrá.

Wanda se apoyó contra la puerta. El corazón le latía desbocado y, de pronto, se sintió mal. Ninguna de las mujeres reparaba en ella; de hecho, la señorita Karpov comentó que la señorita Petrova había pedido té y pastas.

—Pues la señorita va a tener que esperar. Primero hay que poner el agua a hervir.

—Siempre lo mismo. En la cocina se pierde el tiempo y yo tengo que soportar las quejas de la señorita Petrova.

—¿Perder el tiempo? —oyó decir a la señora Belova—. Tengo que preparar un almuerzo y un pastel, y esta noche, una cena para doce personas. Y todo eso sin ayuda porque Yelena se ha marchado. Si no fuera porque Wanda me ayuda de vez en cuando… ¡Oh!

—¡Virgen santísima! ¡Solo nos faltaba esto!

Wanda vio cómo las baldosas del suelo de la cocina se le acercaban a toda velocidad, hasta que al final todo se quedó a oscuras. Se hizo el silencio y todo se volvió agradablemente liviano. Se sintió flotando en una oscuridad dulce y delicada. Solo le latía el corazón, y las palpitaciones le hacían temblar.

—¡Vaya, lo que nos faltaba! Una epiléptica. Casi prefiero a los amantes de Yelena.

Wanda no se atrevía a abrir los ojos. Debía de haberse desmayado, algo que no le había vuelto a pasar desde la muerte de Pietro. ¿Había vuelto a sangrarle la nariz? En aquella ocasión eso le había asustado mucho. Le había salido mucha sangre de color rojo intenso por las fosas nasales, tanta que luego no había podido tenerse en pie.

—¡Oh, vamos, cierre el pico! —gruñó la señora Belova—. Esta chica está famélica. No me extraña que se desmaye. Aquí, toma la taza. Esto te reanimará. Vamos, bebe un sorbo.

Wanda parpadeó. Muy cerca de ella vio el rostro ancho y rosado de la cocinera; un rostro no muy agraciado y sudoroso, pero que tenía una expresión bondadosa. Detrás vislumbró la figura delgada y negra de la señorita Karpov. El broche de plata brillaba en su blusa y su expresión era de repugnancia.

—¿Por qué cuida de ella? Si está enferma, la señora Petrova le echará. Y eso sería una buena cosa. Muy buena, en realidad. Si se queda, será una fuente de desgracias. Esta muchacha traerá la desdicha a esta casa. Lo sé.

—Haga el favor de echar el agua al té. Está hirviendo.

—¡Ese no es mi trabajo!

Wanda se decidió a tomar unos sorbos de leche.

—Quédate un rato tumbada. En cuanto te sientas mejor, te daré algo de comer.

Ella asintió obediente, aunque la perspectiva de tomar un bollo de mantequilla o incluso un caldo de pollo le revolvía el estómago. Estaba avergonzada por aquel desmayo tan tonto. Le habían tenido que levantar del suelo y tumbarle en el banco donde se sentaba el servicio para comer. Y luego estaban las palabras de la señorita Karpov. Era evidente que esa mujer no estaba bien de la cabeza. Llamarla epiléptica y decir que traería la desdicha a la casa, cuando era al revés: esa casa era una fuente de desdichas para Sokovia.

—¿Qué está usted haciendo? —gritó la señora Belova—. Jamás se llena una tetera hasta el borde. Ahora rebosará y la señorita Petrova me culpará a mí.

—Si usted hiciera su trabajo como es debido, esto no habría ocurrido. A fin de cuentas, no soy la responsable de hacer el té.

—Rezuma usted arrogancia. Arrogancia y estupidez.

—¿Qué ocurre aquí abajo? —era la voz clara de Natalya. Tenía buena disposición, pero su cabeza no daba para mucho y tenía tendencia a hablar demasiado. Era una muchacha honrada y había demostrado lealtad a la familia: era fiel a la mansión y a su cargo, del cual se sentía muy orgullosa—. La señorita Petrova ha pedido tres veces el té y está bastante molesta. Quiere que la señorita Karpov suba de inmediato.

Wanda logró levantar la cabeza. El mareo se le había pasado y observó que el rostro de la doncella, ya de por sí pálido, palidecía un poco más.

—Ya me lo temía—murmuró la señorita Karpov en tono sombrío.

Wanda notó su mirada cuando salió de la cocina a paso ligero con un crujido de faldas. Le miró como si fuera un insecto peligroso.

—Esta noche, los señores le darán la bienvenida a Sir Reginald Hargreeves, de Estados Unidos. El señor Petrova desea concretar una alianza comercial y obtener inversionistas que beneficien, de una manera u otra, al presidente Novoty. Además, el contable Helmut le acompañará en esta importante cena con el señor Hargreeves.

Johann Petrova era una persona muy respetada en Sokovia. Su casa era frecuentada por hombres de negocios, banqueros, artistas y autoridades de la ciudad, y su esposa de noble linaje se encargaba de que todo el mundo se reuniera en un ambiente agradable e informal. Ella misma se dedicaba con abnegación a las damas; mientras, en el llamado salón de los caballeros se bebía vino y coñac francés, el aire de la sala se volvía denso con los cigarros puros y los hombres hablaban de cuestiones comerciales que mezclaban con asuntos de índole personal. Y esa misma noche, estaba prevista una cena con el multimillonario más excéntrico del mundo, Sir Reginald Hargreeves.


Era cosa de brujas. Reinaba un orden aleatorio de cacerolas y fuentes, un caos de lomos de venado de intenso color rojo, pichones desplumados y destripados, pancetas, filetes rosados y pechugas de pollo adobadas. Y entre ellos, toda suerte de verduras: acelgas, cebollas, chalotas, zanahorias, apios, así como manzanas, un manojo de perejil, eneldo y cilantro.

—¡Otra vez en medio! ¡A los fogones! ¿Qué te acabo de decir? ¡Apártate del horno o lo echarás todo a perder!

Wanda iba de un lado a otro. Traía tal o cual cacerola, llevaba platos y cucharas, lavaba fuentes y cuchillos, pero, hiciera lo que hiciera, siempre estaba mal.

—¡No! El recipiente de la nata no, tontina. Quiero el del caldo, ese de ahí. Pero estate atenta. ¡Rápido, que si no la salsa se me pasa!

Tardaba demasiado. Si buscaba algo, se equivocaba varias veces y cuando por fin le entregaba a la cocinera lo que le había pedido, esta ya se las había apañado de otro modo. Esa cocina era como un mar en plena tormenta: la mesa donde estaban dispuestas las cacerolas y las fuentes parecía la cubierta de un barco balanceándose en plena tempestad.

—Ve con cuidado con los pichones. Sé delicada, no vayas a romperles las alas. Y mete las plumas en una bolsa para que no salgan volando por todas partes.

Alguien había abierto una ventana y los pequeños plumones blancos y grises de pichón se elevaron en el aire, dibujando una especie de vals de copos de nieve sobre la larga mesa hasta que se posaban delicadamente sobre las cacerolas y los platos, mientras Wanda saltaba de un lado a otro intentando atrapar al menos las plumas grandes. Luego tuvo que retirarlos del lomo de venado mechado, de la crema de frambuesa, del pescado fileteado y, sobre todo, de la mousse de chocolate sobre la cual se habían acumulado en masa.

—¿Y bien? ¿Cómo le van las cosas a nuestra pequeña Wanda? —La voz maliciosa de la señorita Karpov sonó desde la puerta de la cocina.

—Meta la narizota en sus propios asuntos —bufó la señora Belova—. ¡Y largo de la cocina, que si no la nata se me agría!

Era imposible complacer a la cocinera, sobre todo porque esta era incapaz de decir con exactitud qué era lo que necesitaba. Para ser una buena ayudante de cocina era imprescindible conocer el plan que la cocinera tenía en mente, y se dejó llevar sin que esta fuera consciente de ello. Todo lo que hacía, obedecía a ese plan, y Wanda tenía la impresión de que era perfecto. Cada tarea tenía un único momento adecuado, y al final, de aquel caos de cacerolas y platos, de esa comida a medio cocinar, cruda o ya preparada, surgiría un todo magnífico: la cena de ocho platos que se serviría a las nueve en punto.

Crema de puerros con nata, pescado, pichón con miel, apio en salsa de Madeira, lomo de venado con arándanos rojos, helado, pastel de espuma de frutas y queso. Después de esto, café y té. Pastitas de almendra. Licores.

Había un montacargas que llevaba los platos desde la cocina hasta el pasillo del primer piso, situado justo al lado del comedor. Wanda solo había atisbado a Karl, cuando se asomó a la cocina para preguntar algunas cosas sobre el vino. Las respuestas de la señora Belova fueron entre desabridas y nulas, y al final él se había marchado. Aun así, Wanda había podido ver su librea de rayas negras y azules con los botones dorados y sus impecables guantes blancos.

Uno tras otro, los platos iniciaron su trayecto hacia el comedor. Una campanilla anunció a Karl que abajo todo estaba dispuesto. Entonces tiró de las cuerdas e hizo subir las bandejas y las fuentes cubiertas con tapas plateadas. Entretanto, en la cocina disponían el siguiente plato a toda velocidad. En algunos casos, las pausas entre plato y plato fueron muy breves; en otros, los señores alargaron la charla, para desesperación de la señora Belova, preocupada por la carne, las verduras delicadas y el helado, que ya estaba preparado y empezaba a derretirse. Solo cuando el último plato, una bandeja de quesos con bretzel recién hechos y fruta, inició su ascensión, la cocinera se relajó. La señora Belova se desplomó en un banco, se sacó un pañuelo blanco del bolsillo del delantal y se apartó el sudor de la cara.

—Ahora lava todos los trastes. Ya descansarás más tarde. Vamos, ponte a lavar la vajilla. Y ten cuidado con las bandejas buenas de porcelana.

En la cocina, mientras ella se enfrentaba estoicamente a una montaña de trastes sucios, los demás se reunían en torno a la mesa para cenar. Nadie le ofreció ayuda. En un país como Sokovia, la edad y el género no eran barreras para la indiferencia.

En un extremo de la mesa, presidiéndola, se sentaba la señora Vostokov; a un lado tenía a la señora Belova y, al otro, al lacayo Karl. La señorita Karpov se sentaba al lado de Karl y, frente a ellos, la señorita Melina y la señorita Natalya. También comían con ellos el jardinero Bliefert y su nieto Gustav. El jardinero tenía más de sesenta años; era un hombre enjuto, nervudo, y en sus anchas y callosas manos se reflejaba su trabajo con la tierra. Su nieto, que le sacaba más de una cabeza, era una mole de músculos, un muchacho bondadoso pero un poco tardo.

La señora Vostokov comenzó entonces con las instrucciones del día siguiente. A primera hora de la tarde la señorita Annika iba a recibir a tres amigas y había que preparar té, pasteles y pastas. Y la señora Petrova tenía cita con el peluquero en torno a las dos. Al decirlo, el ama de llaves miró hacia Karl, que asintió con diligencia. La señora quería regresar a la mansión a tiempo para una reunión con las damas de la sociedad de beneficencia. Las damas estaban citadas a las cuatro y era preciso disponer de sillas y de una mesa para el conferenciante en la biblioteca, así como encender la chimenea y colgar cortinas limpias. La señora había invitado a un orador, un colaborador de una orden religiosa que había trabajado en África durante años.

Natalya se lamentaba diciendo que no sabía cómo Wanda iba a encargarse de aquella tarea. En su opinión, era demasiado tonta para batir incluso las yemas de un huevo.

—Eso era de esperarse—corroboró la señorita Karpov, mientras tomaba su café en una taza con borde dorado que guardaba como un tesoro. El día anterior no había accedido a que Wanda limpiara ese objeto tan delicado—. Se ha quedado viendo como una tonta la biblioteca y ha golpeado la puerta con el cubo y ha dejado una marca.

—En realidad, la marcha la ha hecho usted, señorita Natalya.

—¡Esto es el colmo! ¿La habéis oído? Me ha llamado mentirosa.

Todas las cabezas se volvieron hacia Wanda. Incluso Karl, que estaba sentado junto a la señorita Karpov, le dirigió una mirada burlona. La señora Belova, tan campechana durante el día, dijo que ya iba siendo hora de que esa pequeña aprendiera modales. Incluso la señorita Melina, que no acostumbraba a decir nada, exclamó que Wanda había cometido una impertinencia inaudita.

—¡Exijo un castigo para ella! —se quejó la señorita Natalya—. No es más que una simple ayudante de cocina y se ha atrevido a ofenderme.

—Ya te puedes acostumbrar a no replicar—exclamó de inmediato la señora Vostokov, el ama de llaves de la mansión Petrova—. Estás aquí para obedecer y callar. Cualquier otra cosa no sería propia de una ayudante de cocina.

Era como si todos se hubieran conjurado contra ella; lista o tonta, siempre era tenida por lerda y torpe. Ni siquiera le dejaban tocar las bandejas de plata con el desayuno de los señores, que Melina y Natalya se encargaban de llevar arriba. Pero cuando una escoba iba a parar al suelo era porque Wanda no había tenido cuidado; cuando a la cocinera se le caía de las manos una fuente también era por culpa de Wanda, que le había puesto nerviosa. Y cuando la jarrita de la leche se volcó mientras Melina le llevaba arriba, eso también fue culpa de la estúpida ayudante de cocina porque le había llenado demasiado. Así iban las cosas en esa mansión distinguida con tanto servicio. Eran malévolos y mezquinos, se perjudicaban los unos a los otros y los más débiles se llevaban los palos.

—Para que no te aburras, toma esto.

La señorita Karpov había aprovechado la visita del señor Hargreeves de Estados Unidos para echarle un vistazo a su guardarropa. Siempre había algo que remendar: una costura abierta, una blusa que requería un arreglo. O una mancha que había pasado desapercibida hasta entonces. De las piezas grandes, como los manteles o las sábanas, se encargaba una lavandería; para la ropa más fina, dos veces a la semana acudían a la casa dos mujeres que se ocupaban de ello. Sin embargo, siempre había emergencias, prendas que tenían que recomponerse para el día siguiente. Como la delicada blusa de batista de la señora Petrova. Le habían lavado varias veces y había perdido un poco de color; además, en el puño de la manga izquierda había aparecido una fea mancha de color marrón claro. Debía de ser café. O tal vez té; si era ese el caso, tendría que lavarse con limón.

Wanda sabía que la señorita Karpov podía lavar ella misma la blusa, pero estaba sentada junto a los demás lamentándose de la cantidad de trabajo que tenía. Entonces, el ama de llaves apareció en la puerta de la cocina y dio una palmada. Algunas damas ya se habían despedido y los automóviles estaban al llegar.

Natalya salió a toda prisa para entregar los abrigos a los invitados; Karl desplegó en el vestíbulo un paraguas negro que habría podido cobijar a una familia de cuatro personas. Wanda se secó las manos con el delantal y observó a través de la ventana. Desde allí pudo echar un vistazo y ver a las damas achispadas, que en ese momento se metían en sus abrigos calientes y se sujetaban los sombreros con unos alfileres largos.

Sobre las diez, la señora Belova y la señorita Melina fueron a acostarse. La señorita Karpov aún estaba ocupada porque tenía que ayudar a desvestirse a la señora y a las dos hijas de la familia Petrova. La señora Vostokov pasó por la cocina, donde Wanda aún estaba lavando platos.

—No te olvides de colocar la vajilla en los armarios.

Entonces, un intenso olor a amoníaco y limón se apoderó de la cocina. La larga mesa había sido, de un momento a otro, forrada con varias capas de papel de periódico y encima, entre trapos y frascos, se encontraba parte del menaje de plata de los Petrova. Teteras abombadas, jarras de leche, pequeñas cestas de diseño entretejido en las que se servía la fruta o el pan, platos, saleros, azucareros, numerosas bandejas de plata y varios candelabros que habían pertenecido a la noble familia de la señora Petrova. Había que dar lustre a todos esos objetos hermosos, así como a los cubiertos, las cucharas de servir, el cuchillo de trinchar y la tijera para aves, una pieza delicadamente cincelada pero ridícula, que jamás se había utilizado como tal pero que resultaba muy decorativa.

La señorita Natalya había regresado del salón y enfrentaba la tarea con una mueca de repugnancia. Se había sentado junto al hogar, que aún estaba encendido, para tener la espalda caliente. En el fogón había una cafetera esmaltada de color azul claro y un hervidor de agua porque la señora Petrova solía tomar té por la noche.

—¿Dónde estarán los demás? —refunfuñó la señorita Natalya, mientras frotaba con ahínco un azucarero con un paño de lana suave—. Esta peste me pone enferma. Mire esto, señorita Vostokov. Alguien rascó aquí a propósito con el cuchillo. Aquí, y también aquí abajo.

Había invitados que no sabían lo que era el respeto, incluso aquellos de gran renombre. Años atrás, un diplomático ruso había roto una copa de cristal. Al parecer, lo hizo movido por el enojo cuando comprobó que, en vez de aguardiente, la copa contenía agua. Y había una dama de la nobleza sokoviana, cuyo nombre Wanda no conocía, que solía divertirse haciendo tropezar con su bastón al servicio cuando se servía la sopa caliente.

—El señor Petrova aún se encuentra en el salón de los caballeros con el contable Helmut y el señor Hargreeves. Es un hombre extremadamente rico, pero un tanto excéntrico, señorita Natalya.

Wanda observó su trabajo. Solo le faltaba secar dos bandejas, algunas tazas y pulir las cucharas de plata y los cubiertos de servir. Si además no tuviera que lavar la blusa, en media hora podría marcharse al castillo abandonado de Strucker. Se inclinó para sacar un trapo limpio de la estantería, le desdobló y comenzó a limpiar los trastes.

—¿Cómo sostener el abrigo Gucci de la señorita Alexandra con las manos ennegrecidas a causa del amoníaco? Sin duda, no es la tarea de una doncella personal, sino más bien de una ayudante de cocina. No debes pensar en igualar te ni conmigo ni con la señora Vostokov, aunque te permitamos estar en nuestra compañía. Eres menos que una sirvienta porque no posees nada. Debes procurar ser humilde, hacerte útil y agradable. No debes olvidar que tienes que estar muy agradecida con la honorable familia Petrova; ellos te sostienen y te enviarían de vuelta al orfanato de los Siete Mártires de mostrarte apasionada y ruda. Termina de pulir todo esto, pequeña huerfanita. Iré a dormir.

Acostumbrada a las violencias de Natalya Alianovna, nunca se le ocurría contestarle. Tenía el convencimiento de que un momento de rebeldía le haría merecedora de severos castigos. Entonces se le cayó al suelo el trapo de cocina. Wanda se inclinó para recogerlo, y cuando se levantó de nuevo, la señorita Natalya había desaparecido. Clavó la mirada unos instantes en la puerta entornada que llevaba a las escaleras del servicio; luego empezó a pulir mecánicamente las cucharas y los cubiertos de servir con el amoníaco. Entonces, la peste de la sustancia que había ennegrecido sus manos le llevó a caer de rodillas en el suelo de la cocina.

Wanda casi se desmaya del susto al ver cómo un señor elegantemente vestido le observaba desde la entrada de la cocina, con un dispositivo de medición que estalló al enfocar el cuerpecito de Wanda. ¿Ese señor de bigote oscuro y monóculo dorado era Sir Reginald? Aunque nunca le había visto, tenía que ser él. Ciertamente, la cocina era territorio del servicio; los señores Petrova entraban ahí en contadas ocasiones.

Wanda tenía un nudo en la garganta, era incapaz de articular palabra. En su lugar, inclinó la cabeza y hundió los dedos en el trapo de cocina, escuchando con atención los ruidos que le llegaban: el tictac del reloj de pie del despacho, el crepitar de las llamas de la estufa, el crujido del suelo de madera cuando alguien lo pisaba. Qué extraño. De pronto sintió una tremenda tristeza, y se derrumbó .

Ahí estaba: Wanda Maximoff. Diez años. Huérfana. Criada hasta los ocho años por Iryna y Oleg Maximoff y, tras la muerte de estos durante un bombardeo en su edificio de departamentos, acogida en el orfanato de las Siete Mártires junto a su hermano gemelo Pietro. A los nueve años, las fuerzas armadas de Sokovia le habían descubierto utilizando sus poderes en las afueras de Novi Grad y, en el proceso de capturarle, habían acribillado a su hermano Pietro.

Y mientras la señora Vostokov chillaba en su dirección, Wanda se desmayó ante los pies de Sir Reginald.