Disclaimer: La serie de televisión 'The Umbrella Academy' no es de mi propiedad, así como tampoco lo son las producciones de Marvel, tan solo me adjudico la alteración de la trama vista en películas, series y cómics.


Wanda entendía los sueños, las visiones, el saber. Sueños de horrores y de lucha, de tierras extrañas y de mundos de locura. En ellos, rostros y voces de seres desconocidos, aunque sumamente familiares, vivían a su lado. Con ellos caminaban la muerte y el sufrimiento, y sin embargo con ellos llegaba la oportunidad de la verdadera alegría, del verdadero conocimiento personal.

Siempre había deseado estabilidad, y creía haberle encontrado en su pequeño escondite del castillo abandonado de Strucker. Podía leer su colección de libros o cultivar su jardín a la sombra de un roble, sin interferencias ni interrupciones. No necesitaba mucho; su trabajo en la mansión Petrova le brindaba ingresos suficientes para cubrir sus necesidades de alimentación.

—¿Quién se esconde de sí misma como lo haces tú, Wanda?

—Sólo quiero tener paz. Quiero tranquilidad.

—¿Cuánto tiempo más vas a seguir negándote a vivir cómo has de hacerlo?

—Tengo miedo.

—Enfréntate a él.

—No quiero saber.

—Acéptalo. No podemos empezar sin ti.

Wanda oía su respiración trabajosa, veía cómo le temblaban los dedos. Por un tiempo que le pareció muy largo, y lo fue porque el dolor y la neblina tormentosa fueron la única realidad, esos temblores constituyeron todo su mundo. Entonces, se percató de cómo una enfermera de bata blanca, sentada en la esquina de la habitación, no apartaba la vista de sus constantes vitales, ajustando la cantidad de fluidos que le administraban.

Wanda nunca había estado en el Hospital del Gran Duque Zhivago. Ni siquiera cuando se fracturó una pierna durante sus prácticas de levitación con Pietro, a pesar de que Novi Grad se encontrase orgullosa del edificio, una construcción imponente de varias plantas con ventanas de arco, concebida por el célebre arquitecto Gropius.

—Debemos ver cómo evoluciona. No posee un registro médico, por lo cual no tenemos ninguna forma de averiguar sus previas intervenciones quirúrgicas—entonces, Wanda enfocó su mirada en la entrada. En el lado de las ventanas, dónde el ambiente era más iluminado, un médico gesticulaba ante un hombre de monóculo dorado que lucía un sombrero de fina confección—. Pero le hemos alimentado a través de la vía intravenosa y le hemos suministrado las vacunas correspondientes a su edad. De hallarse debidamente nutrida, su sistema habría tolerado el amoníaco, señor Hargreeves.

Le resultaba extraño yacer en una habitación especialmente concebida para ella. En sectores marginales de la ciudad, la gente se hacinaba y las familias debían compartir lecho. Pero en ese momento, Wanda disfrutaba de cuidados médicos en una habitación destinada exclusivamente a ella. Nunca había gozado de una habitación propia, incluso cuando Iryna Maximoff vivía. Pietro contaba con una habitación, pero se trataba de su habitación exclusivamente, como adoraba recordarle Iryna Maximoff. Wanda dormía en la habitación de Pietro, sobre un lecho de mantas raídas porque nunca había tenido una cama, y su madre les visitaba todas las noches para cerciorarse de verle durmiendo en el suelo y no en la cama de su hermoso Pietro. Pietro le recibía cuando su madre se marchaba, y si bien Oleg Maximoff estaba al tanto de la situación, ignoraba deliberadamente la actitud de Iryna.

Wanda se sentó en la cama de hospital. Unas sombras enturbiaron sus ojos, de un verde claro y cristalino, mientras se miraba las manos y arrancaba los tubos que atravesaban sus venas, alertando de inmediato a la enfermera y a Sir Reginald.

—Fuera. Ahora.

La enfermera se marchó y, antes de que la puerta se cerrara, Wanda consiguió ver muchos médicos y enfermeras, con atuendos azules y verdes, que se afanaban de un lado a otro. Entonces, inclinó la cabeza y determinó de inmediato que el señor Hargreeves le había rastreado con un artefacto que aislaba la radiación de fondo de microondas, un tipo de radiación que se remontaba al origen del universo, que extraordinariamente se hallaba relacionada con Wanda. Comprendió, entonces, que no se encontraba en Sokovia para concretar una alianza con la familia Petrova, como había enunciado la señora Vostokov en un comienzo, sino que había cruzado el Atlántico con el único fin de convertirle en parte de la Academia Umbrella.

Wanda nunca había escuchado de jóvenes con habilidades extraordinarias, además de ella misma solamente tenía conocimiento de su hermano Pietro, por lo que descubrir una casa repleta de chicos que hablaban con los muertos y convocaban demonios de otras dimensiones le sorprendió en verdad.

—Sé quien eres. Sé lo que eres.

Wanda esbozó una mueca al divisar cómo el semblante del señor Hargreeves no cambiaba ni un poco. Cada vez se convencía más de que sus ojos, que parecían dotados de movimiento, estaban en realidad pintados en el rostro y sólo se movían como los ojos inertes de esos retratos que parecían seguir a quienes les miraban.

—¿Tu padre era biológicamente tu padre?

—Conoce usted la respuesta, señor Hargreeves—entonces, Wanda recordó el rostro, la voz y las manos de Oleg Maximoff acariciándole. Aparecía en la habitación de Pietro, cuando todos dormían y en el momento en que la constelación de Orión brillaba en el cielo con más intensidad. Oleg le enseñó el nombre de los planetas que componían el sistema solar, así como el de las constelaciones y su situación. Tenía predilección por la Luna. Afirmaba que era un satélite artificial y le contaba historias llenas de magia sobre ella—. Nací el 1 de octubre de 1989, como todos los chicos que forman parte de la Academia Umbrella.

Las circunstancias que rodearon el nacimiento de los gemelos Maximoff siempre fueron inusuales. Sus padres celebraron su boda, en contra de todas las expectativas de sus abuelos maternos, por lo cual sus bebés milagrosos fueron mantenidos en secreto. Más tarde, se demostró lo milagroso del nacimiento cuando aparecieron sus habilidades. Nunca pensaron en enviar a Pietro a una institución dónde le examinasen como a un fenómeno, en su lugar se convirtieron en padres mucho más protectores cuando se trataba de Pietro. En cambio, cuando se trataba de Wanda, más de una ocasión Iryna Maximoff consideró abandonarle en un orfanato o venderle a las fuerzas de Novoty.

—Sé que tienes poderes, a pesar de no comprender su exacta naturaleza.

—Lo cual es bastante extraño, viniendo de un ser interdimensional que ha visto devastado su mundo. Después de tanto tiempo en este planeta, cualquiera diría que un extraterrestre actuaría como una persona adecuadamente, pero resulta bastante obvio que no es así.

—¿Cuál es el alcance de tu habilidad?

El señor Hargreeves sacó un diario de cuero rojo con sus iniciales en la portada. Pasó muchas páginas antes de escribir algo en el registro de todos los chicos que había adoptado, deslizando su pluma en la sección que había bautizado como Número Ocho. Estaba, de alguna manera, encantado con su demostración y no le interesaba si Wanda conocía o no su origen extraterrestre.

—No seré tu Número Ocho.

—Si tu intención es quedarte en esta ciudad y continuar sirviendo como criada para una lamentable familia, déjame decirte que eres una chica estúpida.

—¿Cuál es la alternativa, señor Hargreeves? No actuaré como si fuese una heroína de la talla de la Mujer Maravilla.

—Pretendo que sirvas a una causa que trasciende todo límite personal, Wanda Maximoff.

—Salvar las restantes dimensiones del multiverso, cuando la humanidad ni siquiera cree en la existencia del multiverso. Los presentimientos se diagnostican como angustia, las visiones como delirios y la mayoría cree que el tiempo en el que vive, esa realidad ruidosa y ajena, donde los deseos y los sueños se controlan como si estuviesen envasados al vacío, es la única. La única realidad, la única posibilidad, la única salida. Como le sucede a los animales que se crían en una granja. Creen que sus jaulas son la única realidad, pero no saben que hay mucho más tras el cercado que les atrapa.

—¿Cómo sabes sobre el Multiverso?

—He leído manuscritos que hablan sobre brujas, encantamientos y otras realidades, los cuales sobrevivieron al oscurantismo en la biblioteca secreta del Castillo Von Strucker. Por supuesto, la mera existencia de la magia es una tontería, pero no todo en los manuscritos de Strucker lo era. Sé que existen otros planos dimensionales, como la Dimensión Astral, porque le visito de vez en cuando.

—¿Utilizas a menudo la Dimensión Astral?

—Sólo de noche, cuando necesito leer y físicamente me encuentro exhausta, señor Hargreeves—entonces, Wanda observó sus manos. Siempre había agradecido sus dones. Pero también poseía otros dones por los que no se sentía tan agradecida—. Papá era un matemático y dedicaba sus noches a resolver la hipótesis de Riemann. De haber accedido a la Dimensión Astral, tal vez hubiese obtenido la Medalla Fields.

—¿Por qué desperdiciar tus poderes en un país como Sokovia cuando puedes venir a Estados Unidos conmigo?

—La alternativa es convertirme en Número Ocho y vivir en una mansión con un chimpancé llamado Pogo—entonces, a aquella edad tan temprana y frágil, comprendió que ser diferente de los demás era peligroso, pero también que solo las personas diferentes poseían un don, aunque ese don pudiese destrozarles la vida. Y la bruja de ojos verdes que habitaba en su interior se apagó entre aquellas paredes frías y solitarias, como solía decir cariñosamente Oleg Maximoff—. Lo lamento, pero no estoy acostumbrada a que las personas crean en las cosas que me suceden. No suelo hablar de ello. Me han llamado bruja más de una vez y han intentado quemarme viva en la hoguera, señor Hargreeves.

—Un motivo más para abandonar este lamentable país. Tú estarás con los que viven mientras quieras, los pensamientos y los sueños de cada hombre son tuyos. Tienes más poder de lo que se pueda imaginar. Debes utilizarlo bien, no perder la cabeza.

—No todo mejoraría en América.

—¿Crees que servir en la casa de una familia de anarquistas te mantendrá a salvo?

—Lo tenía bajo control.

—No tenías el control. Lo estabas perdiendo, Número Ocho.

—¡Le he dicho que no seré Número Ocho!

—Por supuesto que lo serás.


The Witch

Capítulo 2:

Number Eight


Wanda observó detenidamente la fachada de la Academia Umbrella cuando la limusina del señor Hargreeves se detuvo. Había sobrevivido al incómodo viaje hacia Estados Unidos gracias a su libro sobre los problemas del milenio, una de las posesiones de Oleg Maximoff que había sobrevivido al bombardeo. Pero en ese momento, millones de pensamientos dominaban su cabeza y no sentía la necesidad de enfrascarse en la teoría de Yang-Mills. Todo en su nueva ciudad era demasiado grande, brillante, oloroso y ruidoso;incluso hacía que Novi Grad pareciera diminuta.

—¿Qué haces ahí? Entra y conoce a los demás. He adoptado seis niños extraordinariamente dotados, y les he entrenado para usar sus dones, a pesar de algunas dificultades. Tienen diez años y controlan completamente lo que pueden hacer. Si hubiera podido monitorearte y entrenarte durante la misma cantidad de tiempo, tal vez hubieses desencadenado tu verdadero potencial, Número Ocho.

—Le he dicho que mi nombre es Wanda—el señor Hargreeves se negaba rotundamente a llamarle por su nombre y, en cambio, le había asignado un número como lo había hecho con todos los chicos de la Academia. Si bien no le gustaba ser sólo un número, que no le llamara Wanda era en realidad un alivio. De haberlo hecho, se habría sentido como si Hans Gruber estuviese tratando de tomar el lugar de Oleg Maximoff—. Por supuesto, no le importa.

El interior de la mansión le recordó a la vieja biblioteca que una vez visitó en Novi Grad con sus padres, si bien la biblioteca era mucho más luminosa. La mansión estaba en penumbra, con poca luz iluminando las siluetas de los muebles. También era demasiado silenciosa para tratarse de una mansión con siete niños. En general, la Academia Umbrella parecía muerta.

Los suelos de aquella sala eran de cerámica pulida, los techos se alzaban casi tan altos como en la entrada, y estaba prácticamente vacía. El hogar era tan grande que empequeñecía a Wanda y enormes candelabros de metal pendían de cadenas sujetas al techo. Cada objeto había sido colocado meticulosamente. El candelabro se encontraba directamente sobre el medio del vestíbulo. No faltaba ni un solo libro en las estanterías, ordenadas de acuerdo a la altura y el tema literario. Cada baldosa del piso brillante había sido cementada en un ángulo exacto de noventa grados. Todo funcionaba como los engranajes en una enorme máquina para servir un propósito.

—Bienvenido a casa, señor Hargreeves—dijo una voz con acento a su lado. Wanda inclinó la cabeza cuando el chimpancé bien vestido se acercó a ella—. Encantado de conocerle, señorita Wanda.

—Siempre deseé conocer a un astronauta, señor Pogo.

—¿Dónde están los niños? Debían esperar en el vestíbulo a la nueva incorporación de la Academia.

—Por supuesto, señor Hargreeves. Están esperando en el pasillo de arriba. ¡Niños! Por favor, bajen y conozcan a la señorita Wanda.

Uno a uno, fueron llegando los niños, de la misma edad que ella, en el uniforme de la Academia Umbrella. Todos se alinearon en línea recta, mirando al frente como los soldados de Sokovia. No daban señales de odiarle, simplemente se mostraban indiferentes y fríos ante la chica delgada de cabello castaño que señalaba su carcelero. Distantes, robóticos, sin sentimientos que se asociasen con seres humanos, o al menos con integrantes de una familia feliz.

—Esta será la clase inaugural de la Academia Umbrella. Serás parte de ellos—entonces, el señor Hargreeves comenzó a presentarle a los niños, desde Número Uno hasta Número Siete. ¿Qué clase de padre nombraba a sus hijos como números? Al parecer, un extraterrestre con la obsesión de salvar al mundo de un apocalipsis—. Niños, esta es Wanda. De ahora en adelante, se le llamará Número Ocho.

El señor Hargreeves se marchó de la habitación, mientras una mujer vestida como un ama de casa de los años 50 le sonreía junto a los chicos de la Academia. El escenario resultaba particularmente desalentador. Sin embargo, como ella conocía bien la crueldad, no sentía la necesidad de ahorcarse cuando Hargreeves le miraba con el ceño fruncido.

—¿Ella es tan inútil como Vanya?

Wanda inclinó la cabeza hacia el chico que lucía un cinturón de cuchillos, que había recibido el nombre «Diego» de su madre robot. Durante toda su vida, Wanda debió soportar las constantes humillaciones de Iryna Maximoff. Su madre solamente apreciaba a su hermoso Pietro, de modo que Wanda era un estorbo que sólo toleraba en nombre de su amado Oleg. Se había encariñado con ella, al menos en cierta medida, y si bien hacía oídos sordos de los días sin comer y de la excusa de cama, no contemplaba la idea de deshacerse de Wanda.

—No creo que sea correcto llamar inútil a tu hermana Vanya.

—Mi nombre es Grace. De ahora en adelante, cuidaré de ti, Wanda. ¿Por qué no le enseñas su habitación, Cinco? Junto a ti.

Wanda sostuvo su pequeña bolsa cuando Cinco le envió una seña, con una expresión de indiferencia en el rostro. No poseía mucho, sólo los recuerdos de su infancia, como el reloj de oro sólido de su padre, sus libros sobre matemáticas, la fotografía familiar que había sobrevivido al bombardeo y su dulce Meelo. De hecho, antes de abordar el avión hacia su nueva vida, el señor Hargreeves mandó a quemar cada una de sus prendas remendadas y le vistió en su lugar con un atuendo deportivo. Wanda solía tomar la ropa deshechada de Pietro y le remendaba hasta convertirle en suya. Nunca había utilizado un atuendo de fina confección y mucho menos un atuendo que desde un comienzo fuese suyo.

Wanda intentó seguir el rastro de Número Cinco, atravesando los pasillos interiores del edificio enorme e inusual, mientras analizaba los carteles que ilustraban cómo luchar a los chicos de la Academia. Giró sobre sus talones y siguió andando a toda prisa. Wanda correteaba para no quedar atrás e incluso jadeaba un poco debido al esfuerzo. Cinco avanzaba como una flecha. Giró a la izquierda y señaló con un gesto una puerta, explicándole al mismo tiempo que allí estaba la sala común.

—Es la sala más importante de la Academia—comentó Cinco mientras le guiaba hacia las escaleras. Se trataba de una zona muy acogedora, decorada con sofás de piel, alfombras orientales desperdigadas por el suelo, un piano en un rincón y estanterías repletas de libros, altas hasta el techo. Varias de las mesas tenían tableros de ajedrez pintados en la superficie—. Nos reunimos allí después de clases, siempre que no estemos ocupados con tareas.

Entonces iniciaron el ascenso por una amplia escalinata de madera resguardada por una imponente barandilla de caoba. Los zapatos de Cinco emitían un ligero bufido a cada paso, mientras le recitaba de un tirón datos y cifras relativos al edificio.

A continuación, ascendieron por una escalera más estrecha que desembocaba en un corredor mal iluminado, donde se alineaban varias puertas de madera pintadas de blanco.

—¿Tu poder es la teletransportación? —Cinco sonrió con suficiencia antes de saltar y materializarse enfrente de una puerta blanca. Había telarañas en las paredes, y el papel pintado y el techo en torno a las molduras estaba amarillento, exactamente como había imaginado en un comienzo—. Oh, la verdad es que veía esa sonrisa de suficiencia bastante a menudo en Sokovia.

—¿Sokovia?

—Es una pequeña nación en Europa, se ubica entre las fronteras de la República Checa y Austria. Desde la disolución de la Unión Soviética, se ha convertido en el paraíso de los espías más infames de la KGB.

Su nueva habitación parecía ser un cuarto de invitados que nunca había sido utilizado, el cual se encontraba en un proceso de remodelación inconcluso. Sin embargo, le daba igual si tan sólo tenía una cama con somier, un colchón, un escritorio de madera y una cómoda. No le importaba que la pintura de las paredes estuviera amarillenta y desconchada, ni tan siquiera que su dormitorio aparentase haber sido construido un siglo atrás. Admirar su propia habitación, aunque estuviese en una condición tan deplorable, le hacía sentir más viva, más libre y, sobre todo, menos huérfana.

—Tu vida está a punto de volverse ocupada—declaró Cinco al regresar de su habitación con un horario garabateado en un trozo de papel—. No hables durante las comidas. Sólo tenemos para divertirnos los sábados desde el mediodía hasta las doce y media. Usa tu uniforme correctamente. Siempre escucha a mamá, papá y Pogo. Y por último, no jodas a nadie, Número Ocho.

—Entendido—susurró Wanda al memorizar el horario de Cinco. A pesar de la estricta distribución del tiempo, le resultaba mucho más beneficioso que el horario del servicio en la mansión Petrova. Al menos, en la Academia Umbrella, tendría la oportunidad de continuar con la hipótesis de Riemann—. ¿No deberías estar en las clases del señor Pogo?

—Nos concedieron un día libre, Número Ocho.

—Wanda. Es Wanda—entonces, enfocó su mirada en el corredor, dónde una pareja de chicos curiosos espiaban su conversación—. Sé que están escuchando. Tu mente es muy ruidosa.

—¿Dónde te encontró Ebenezer Scrooge? —preguntó Cuatro al asomarse rápidamente con Número Seis—. ¿Puedes leer la mente? ¿En qué número estoy pensando?

Wanda frunció el ceño antes de echarle un vistazo de incertidumbre a Cinco. Parecía ser el chico más sensato de la Academia Umbrella, aún si le observaba con indiferencia y desdeñaba de manera evidente a su hermano Klaus.

—No estás pensando en un número, planeas cómo robar las galletas de tu hermano Luther.

Klaus le envió una sonrisa al sostenerle la mano y llevarle a través del corredor que conducía hacia las habitaciones de los demás chicos de la Academia, con todos los carteles que ilustraban movimientos de combate, más o menos del estilo de Natasha Romanova. Ella aún recordaba los asombrosos movimientos de la espía retirada de la KGB, convertida en maestra de defensa personal en un mohoso gimnasio de Novi Grad.

—Ven, necesito que descubras el escondite de Luther.


Klaus y Ben se mantuvieron cerca de ella hasta que el señor Hargreeves les ordenó mantenerse alejados de Número Ocho. Grace le acompañaba desde entonces, tarareando una canción mientras llenaba su cómoda de prendas. De no conocer previamente su naturaleza, cualquiera le confundiría con un humano. Es más, cuando se trataba de encontrar fuentes de consuelo en la Mansión Munster, debía recurrirse a ella, un robot de aspecto humano, o en el último de los casos a un chimpancé modificado llamado Pogo. El tipo de consuelo que una vez le había ofrecido Oleg Maximoff estaría tan ausente en la Academia como lo había estado en la mansión Petrova.

Wanda colocó sus libros en la estrecha estantería que se encontraba junto al escritorio. Al abrir los cajones de la cómoda, descubrió que estaban llenos de pantalones cortos, camisetas y suéteres blancos o azul noche, con el pequeño emblema de la Academia Umbrella cosido en el pecho. Abrió el armario con curiosidad, y encontró faldas, camisas y blazers de uniforme. Hurgó en el interior y sus dedos encontraron delicados vestidos de varios colores. Wanda sostuvo un vestido de terciopelo azul oscuro, con falda de vuelo hasta la rodilla y un sofisticado escote bordado, que evidentemente estaba destinado para un baile formal.

Wanda nunca había asistido a un baile. Sus padres no acostumbraban celebrar ese tipo de fiestas, a diferencia de sus abuelos en el Castillo de Adlerberg en las orillas del Hallstätter See, pero asistían constantemente a las galas de la Universidad de Novi Grad con su precioso Pietro mientras Wanda se quedaba en casa de la anciana Novakova jugando con ella una partida interminable de ajedrez. La idea de usar un vestido costoso y asistir a un baile formal le provocó un escalofrío nervioso.

Wanda sostuvo el vestido delicado y observó confusamente a su alrededor. Estaba en una habitación exclusivamente destinada a ella, con un sinnúmero de prendas destinadas a ella. Repentinamente, Wanda sintió una extraordinaria vergüenza. Nunca había poseído nada, todo había pertenecido a Pietro. Wanda sólo utilizaba las sobras de Pietro y vivía a la sombra de la familia Maximoff. Nunca había recibido un obsequio de su familia durante la Navidad, o durante cualquier celebración importante, sólo un tablero de ajedrez diminuto de la señora Novakova, que no había sobrevivido al bombardeo. Recibir tantas cosas en un mismo día le recordó a Pietro recibiendo un sinnúmero de aviones y trenecitos durante la Navidad, mientras Wanda le contemplaba desde un rincón de la habitación.

Grace le enseñó las restantes habitaciones de la Academia, mientras Allison y Luther les observaban desde las sombras. Sentían curiosidad hacia Wanda. Allison no sabía si estar emocionada o celosa a causa de la nueva chica en la casa, después de escuchar los chismes de Klaus sobre los poderes de Wanda. Luther compartía su incertidumbre y evaluaba a la lastimosa chica para determinar si representaba o no una amenaza a su posición como Número Uno. Su cuerpo era tan delgado que daba la impresión de que, si se caía, se rompería en mil pedazos, como una figurita de porcelana.

Grace le enseñó la cocina, donde Diego se encontraba. Era un lugar cálido, luminoso, repleto de aromas exquisitos. Hablaba de carne, pan fresco y tartas; de volovanes y de caldos de pollo y de ternera. Olía a tomillo, romero y salvia, y también a eneldo, cilantro, clavo y nuez moscada.

Wanda contempló la mesa donde Grace preparaba la cena, antes de ofrecerse a ayudarle. De inmediato, Grace intentó detenerle, pero Wanda se mostró inquebrantable en su decisión. Los habitantes de la mansión nadaban en la abundancia, aún si Número Dos no se percatase de ello. Pichones. Salsa de Madeira. Pescado asado de tres clases. Treinta huevos. Nada era demasiado caro. Sólo lo más costoso era bueno.

Su familia sobrevivía en Sokovia gracias al empleo de Oleg Maximoff en la Universidad de Novi Grad. No les había faltado el dinero, pero nunca fueron ricos, a pesar de todos los esfuerzos de su madre en darle lo mejor a Pietro: clases de violín, excursiones al zoológico, lecciones de defensa personal con Natasha, además de toda clase de beneficios que Wanda nunca disfrutó. Sus abuelos maternos, bien conocidos a causa de su vasta fortuna, nunca contactaron a su madre para ofrecerle ayuda en la crianza de sus nietos y, aún después de la muerte de sus padres, no se habían acercado para reclamarles como sus nietos y salvarles del orfanato de las Siete Mártires. Les habían rechazado al nacer, aunque no fuesen hijos del hombre que odiaban.

Todos los recuerdos de su infancia eran vívidos y asombrosamente claros: la sensación táctil de la pana en los codos de su padre, los lirios del valle que perfumaban la colonia de su madre, el tintineo de sus copas de vino las noches que cenaban a la luz de las velas. Su madre se asemejaba a la madre de cualquier otro niño de Novi Grad: ligeramente desaliñada, un poco desorganizada y eternamente acosada por las presiones del hogar y del trabajo. Su cabello castaño estaba siempre elegantemente despeinado, aunque la ropa que usaba permanecía fiel a la moda de 1977: largas y ondulantes faldas, camisas y pantalones que le quedaban grandes y chalecos y chaquetas de hombre que compraba en tiendas de segunda mano a lo largo y a lo ancho de Novi Grad, imitando a Annie Hall. Desde luego, no era una persona a la que alguien mirara dos veces en la calle o en la fila del supermercado.

Su madre odiaba tenerle en casa e intentaba mantenerle alejada de su hermoso Pietro. Odiaba las voces, su costumbre de sostener el teléfono un minuto antes de que sonase, cómo las sillas de la casa se movían cuando su humor empeoraba. Odiaba su intelecto, el cual opacaba a su adorado Pietro, pues estaba convencida de que tenía cualidades de genio cuando en realidad ni siquiera sabía leer correctamente. Su madre le retiró de la escuela cuando los maestros del Instituto de la Gran Duquesa Lorna le ofrecieron una beca para estudiar matemáticas. Iryna Maximoff deseaba quitarse de encima a Wanda y abandonarle en el orfanato más cercano, pero no sin antes arrebatarle las posibilidades de destacarse sobre Pietro.

Wanda era extraordinaria. Tenía una mente brillante y absorbía conocimientos con tanta facilidad, que su talento resultaba claro. Pero su madre estaba tan ensimismada en sus egoístas ideas que no era capaz de apreciarle. De hecho, Iryna Maximoff ni siquiera notó cuando su hija Wanda se rompió una pierna.

Cuando tenía un año y medio hablaba como una adulta, pero su madre, en lugar de alabarle, le reñía severamente. Al cumplir los tres años, Wanda aprendió a leer sola, valiéndose de los periódicos amarillentos y de las revistas de moda que había en su casa. A los cuatro, leía de corrido y comenzó, de forma natural, a desear tener libros. Una vez que hubo leído de cabo a rabo el libro sobre las ecuaciones de Navier-Stokes y memorizó todas las fórmulas matemáticas, decidió comenzar a resolverles.

Wanda, aún con la expresión desdeñosa de su madre en la memoria, le enseñó a Grace una de las preparaciones de la señora Belova. Sin embargo, Grace insistió en continuar cocinando sola y le instó a visitar la biblioteca con Diego.

Wanda recorrió la habitación, observando los títulos al tiempo en que trataba de reprimir exclamaciones de admiración. Como en la mayoría de las bibliotecas antiguas, los libros estaban colocados en estantes ordenados por tamaño. Había gruesos manuscritos encuadernados en cuero, colocados con los lomos hacia adentro y los cierres decorados hacia fuera, y los títulos escritos con tinta sobre los bordes delanteros de la vitela. Había incunables diminutos y libros de tamaño bolsillo en cuidadosas hileras que abarcaban la historia de la imprenta desde la década de 1450 hasta el presente. Se podían ver también varias primeras ediciones modernas poco comunes, incluyendo una serie de historias de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle, y La espada en la piedra, de T. H. White.

Wanda sostuvo un manuscrito, mientras Diego le observaba desde la puerta. Miró en su interior, tratando de no abrirle demasiado para no dañar la encuadernación. Había vestigios de dorado en los bordes del volumen. Pero aquellos descoloridos restos de oro no podían explicar un tembloroso reflejo, ligero e iridiscente, que parecía estar escapando por entre las páginas. Parpadeó.

Una ligera descarga le hizo retirar rápidamente los dedos, pero no con suficiente rapidez. El hormigueo subió por sus brazos, poniéndole la piel de gallina, para luego extenderse por los hombros, haciendo que los músculos de la espalda y el cuello se le pusieran tensos. Dicha impresión desapareció rápidamente, pero le dejó una sensación vacía de deseo no realizado. Conmocionada por su reacción, se alejó de la biblioteca con Diego.

Grace le enseñó su lugar en el comedor. En ese momento, todos se dieron cuenta de cómo la disposición de los asientos había sido alterada. Siete ya no estaba enfrente del señor Hargreeves, sino que había sido guiada al asiento enfrente de Cinco. Tal cambio situó a Cinco y a Siete a ambos lados de Wanda.

El silencio reinó durante la cena, como le había dicho Cinco. Sólo el sonido de una conferencia sobre alpinismo actuaba como telón de fondo del repiqueteo de los cubiertos. La comida estaba deliciosa. Wanda no había probado bocado desde su desayuno con el señor Hargreeves en el avión. Pero se esforzaba por no demostrar su hambre frente a todos los chicos de la Academia, que le observaban indirectamente mientras comía.

Una vez terminó la cena, el señor Hargreeves le detuvo cerca de la chimenea.

—Aprenderás a La Odisea de Homero—entonces, le enseñó un clásico de la literatura de Grecia—. Háblame de un hombre complicado, Musa, cuéntame cómo vagaba y se perdió.

—Cuando destruyó la ciudad santa de Troya, dónde fue y a quién conoció, el dolor que sufrió en las tormentas en el mar y cómo trabajó para salvar su vida y traer a sus hombres de regreso a casa. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. Diosa, hija de Zeus, cuéntanos parte de sus andanzas—continuó Wanda, asombrando de cierto modo al señor Hargreeves—. Prefiero leer un clásico en su idioma ancestral, como el Bhavagad Gita en sánscrito o los escritos de Omar Jayam en farsi.

—¿Memorizaste el Bhavagad Gita? —continuó el señor Hargreeves en latín. Wanda asintió al contemplar el hermoso tablero de ajedrez sobre la mesa. Recordó sus partidas con la señora Novakova, mientras sus gatos orinaban sobre la alfombra—. ¿Cuántos idiomas hablas, Número Ocho?

—Veintinueve. Aprendí cuando era más pequeña, señor Hargreeves. Mamá deseaba que deambulase por nuestra casa y viese la televisión, pero como decidió que debía abandonar la escuela, aprendí durante la noche. ¿De qué otra manera podría leer a Alhazen en su idioma original? Una mente necesita libros, tanto como una espada necesita de una piedra de amolar. Navegar en tiempos pasados con Joseph Conrad. Ir a África con Ernest Hemingway y a la India con Rudyard Kipling. Conocer todo el mundo, sin moverse de una habitación.

El señor Hargreeves asintió con interés, pero no mostró de ninguna forma su entusiasmo. Cualquiera hubiese sentido la tentación de armar un escándalo, pero no el señor Hargreeves. Se ocupaba sólo de los asuntos de la Academia, y fomentaría los talentos de Wanda sólo para ver beneficiada a la Academia.

Wanda solía anhelar que su madre fuese buena y cariñosa, como lo era con su hermano gemelo Pietro, pero a una edad temprana decidió aceptar el hecho de que nunca lo sería. Wanda tenía su intelecto. Pero entre semana se pasaba todos los días sola, al asistir Pietro a la escuela, y cuando le mandaban a callar debía callarse. En la misma situación que Wanda, un niño común se hubiese echado a llorar. Ella nunca lo hizo. Se quedaba en silencio. Sabía que ni llorando, ni enfadándose, conseguiría nada.

—¿Problemas del milenio, Número Ocho?

Wanda apretó su libro antes de enseñarle al señor Hargreeves la resolución de la Conjetura de Poincaré, esbozada precariamente en la hoja de un libro de cocina que había colocado en el libro de Oleg Maximoff.

—Sólo he resuelto la Conjetura de Poincaré. Aún debo trabajar en las ecuaciones de Navier-Stokes, señor Hargreeves.

Wanda hablaba tranquilamente, sin ningún alarde de presunción en su voz, y el señor Hargreeves le observó con los ojos entrecerrados. No le cabía la menor duda de que se encontraba ante un cerebro matemático verdadero y extraordinario. Esa clase de maravillas surgían en el mundo de vez en cuando, aunque sólo una o dos veces en un centenar de años. Al fin y al cabo, Mozart sólo tenía cinco años cuando comenzó a componer.

—¿Sabes cómo jugar al ajedrez, Número Ocho?

—Me enseñó la señora Novakova.

Wanda observó el tablero de madera del señor Hargreeves. Extendió la mano mientras se sentaban en un sillón y tomó uno de los caballos. Era más pesado de los que había utilizado en el departamento de la viuda Novakova y tenía un círculo de fieltro verde en la base.

—Juguemos.