Capítulo II

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Había algo que se desgarraba en su pecho, no sabía muy bien qué era, pero reconocía el dolor; ya lo había sentido, era un dolor viejo. Tomó aire con fuerza y quiso enfocarse en algo, el tiempo como sacerdotisa le tenía que servir para ese propósito, pero no había nada de lo que sostenerse, sólo un gran vacío y aquella energía que tiraba de ella, dejando su alma fuera del cuerpo. Así lo sentía.

Cerró los ojos y recordó a InuYasha, debía estar a su lado, estaría sufriendo como ella, eso era seguro, pero no conseguía percibir su energía.

¡Dónde estás! —eran las palabras que se formaban en su cabeza y que no conseguía liberar.

Luego todo fue silencio.

Kagome pensó que así debía sentirse la muerte.

Se mantuvo en un limbo, los pensamientos eran casi inexistentes. Una luz, había una luz que brillaba intensa, como si acumulara la voluntad de todo el cosmos. La observó hacerse cada vez más brillante y pequeña. Esa luz la llamaba, era parte de ella y de pronto ya no era Kagome.

¿Quién soy? —se preguntó. Ya no importaba.

Extendió la mano, quería complementarse con esa energía. Recordó a InuYasha y recordó lo que dejaba tras ella. La luz se movió y le pareció que palpitaba, se quedó hipnotizada por aquel latido y lo comparó con su propio corazón y con los corazones que tenía más cerca del amor. El latido paró y esperó en silencio, en medio de la oscuridad más absoluta. Total oscuridad. Hasta que la luz estalló y se dispersó en miles de millones de rayos y uno se le metió en el pecho.

Nació.

Abrió los ojos un instante y los volvió a cerrar, aún estaba despertando. Hizo el intento otra vez y retuvo la imagen del lugar en que dormía. Fue consciente del futón bajo su cuerpo, del calor que guardaba y del sonido de los pájaros que le cantaban a las mañanas invernales. Se sentó y agradeció que la casa aún conservara algo del calor de la hoguera que apagó antes de dormir. Se frotó los ojos, para despejarse un poco. Sabía que había soñado, muchas mañanas lo sabía, pero no conseguía recordar los sueños; se le quedaban dentro, perdidos en un mar de sensaciones. Algunas veces eran pura ansiedad, en otras venían calibrados de esperanza; y en noches como ésta todo era vacío.

Miró a su alrededor, cada cosa estaba en su sitio. Observó la leña que conservaba en un rincón y con la que alimentaba el fuego para calentarse y cocinar, el baúl con su ropa, junto al otro en el que guardaba su futón y lo demás que usaba para dormir. Junto a ella estaba su carcaj con las flechas sagradas, además de su arco. A su mente vino el Monte Azusa ¿Qué lugar era ese?

—Kagome —escuchó su nombre, junto a dos golpes en el marco de la puerta, eso la sacó de sus cavilaciones.

—Pasa, Sango —se sintió aliviada, por un instante dejó de sentir la soledad.

Tenía claro que su amiga venía para sacarla a dar un paseo y que olvidara por un momento las obligaciones como sacerdotisa. Decidieron caminar hacia el Árbol del Tiempo, de ese modo Kagome podría recuperar las ramas que éste hubiese liberado y hacer más flechas sagradas como las que llevaba en el carcaj.

—¿Dónde está Shippo? —se atrevió a preguntar. Tenía la sensación de llevar siglos sin saber de él. Sango, que caminaba a su lado le sonrió.

—Está entrenando ¿Recuerdas? —Kagome se quedó pensando un momento, sí, ya sabía que Shippo se había ido a entrenar hacia un tiempo.

—Claro —aceptó. Quizás era esta desolación que llevaba dentro la que le hacía extrañar al pequeño kitzune, sin razonar sus preguntas.

—Estás haciendo mucho últimamente, es normal que lo olvides

Miró a su amiga, que le sonreía con su pequeño bebé que dormía atado a la espalda, y le devolvió la sonrisa. Se quedó mirando al pequeño Hisui, que dio un suspiro en medio de su plácido sueño. Tenía las mejillas arreboladas por el frío, siendo su cara lo único que mantenía a la vista.

—Es hermoso —mencionó Kagome, apreciando el descanso del bebé.

—Es un dormilón como todos los niños, o eso dicen las mujeres de la aldea —se animó Sango con la conversación—. En cambio estás dos —se refirió a sus otras dos hijas que corrían por delante de ellas.

—Son adorables —Kagome sonrió con toda la sinceridad que le era posible.

Tenía la impresión de haber anhelado un bebé de InuYasha. Se oprimió la tela del hitoe, ante el estremecimiento que advertía en el pecho, esa dolorosa sensación de despojo.

¿Quién le había arrebatado esa ilusión? —probablemente el propio InuYasha cuando se fue con Kikyo.

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InuYasha comenzó a despertar, notaba su espalda apoyada contra el tronco de un árbol. Al principio, cuando comenzó a regresar de los sueños, tuvo la sensación de estar en un paraje yermo; hasta el aire olía a tumba. Sin embargo, al abrir los ojos, se encontró con el bosque por el que llevaban días transitando. No estaba seguro de por qué Kikyo había decidido volver a este lugar, a veces creía que ella también extrañaba la aldea en la que había crecido.

Kikyo no estaba con él, ella no dormía, sólo se quedaba en una actitud calma durante las horas de la noche. Se preocupaba por ella, pero sabía que no necesitaba que lo hiciera. Todo se había vuelto muy tranquilo desde que Naraku desapareciese. Aunque sentía inquietud, como si se le escaparan detalles de algo que no conseguía definir. Dentro de él se chocaban fuerzas que lo llevaban a la desesperación, sentía que el mundo se cerrara entorno y no podía hacer nada para respirar. Por alguna razón esto le recordó al infierno y pensó en que quizás, si Kikyo cumpliera de una vez su promesa, la desesperanza se acabaría.

Quiso caminar, recorriendo este bosque que le resultaba hermoso y nostálgico. La forma en que las ramas se quejaban por el viento frio del invierno, le hizo pensar en los huesos de los ancianos.

Notó un ruido entre los arbustos y olfateó el aire para definir de qué se trataba, no tuvo que esperar demasiado para confirmar que era un youkai, un demonio completo. Era débil y no tardó ni dos segundos en destrozarlo con sus garras, no sabía qué podía estar pensado la criatura cuando creyó tener alguna posibilidad con él. Quizás hambre, quizás desesperación. Ahora se miraba las manos cubiertas de la apestosa sangre del demonio, que parecía una mala cruza entre un roedor y un ave. A veces se preguntaba qué era lo que creaba criaturas tan horribles, parecían salidas de las peores pesadillas de los aldeanos ¿Alguien realmente las pensaba? ¿Se generaban de la energía negativa de un lugar? Lo cierto es que no tenía respuesta.

Volvió a mirarse las manos, necesitaba limpiarlas o el repugnante olor se le quedaría en la nariz el resto del día. Decidió tomar rumbo al río y se dejó acompañar por el sonido de un bosque en calma. Sus sentidos eran agudos y reconocía con nitidez los movimientos, olores y resonancias a un kilómetro a la redonda. Había aprendido a utilizarlos de niño, cuando el bosque era para él tanto un refugio como el mayor peligro. Por entonces odiaba tener que esconderse, su instinto siempre lo había llevado a enfrentar al miedo, sin embargo, ocultarse había sido su único resguardo cuando aún era demasiado débil. De esa forma se había mantenido con vida.

Podía escuchar el agua al pasar por las rocas al fondo del río, de ese modo concluyó que ya estaría cerca. Llegaría en un instante si lo hacía corriendo, pero prefería caminar, eso le entregaba calma y le recordaba las largas travesías cuando Kagome lo acompañaba. Al principio se había visto obligado a ellas, cuando esa jovencita extraña dividió la perla, pero fue descubriendo el placer de tenerla a su lado, de saberla cerca y de rondarla o sólo escuchar su voz a la distancia.

También recordaba el tacto de su piel en las manos.

Respiró hondamente y su olor familiar y cálido lo llenó. Su primer pensamiento fue el de estar recreando aquel aroma; la ansiaba. Sin embargo, el corazón le dio un brinco en el pecho cuando comprendió que no lo imaginaba, que lo estaba percibiendo realmente. Se quedó paralizado, no sabía si debía seguir. Tenía la sensación de que hacía centenios que no la veía. Agudizó aún más los sentidos y esta vez sus orejas se tensaron, intentando captar también su sonido.

Había pasado tanto tiempo, le pesaba esa sensación en el pecho, y la angustia, y la pérdida. Suspiró, soltando todo el aire que había contenido. El anhelo, el deseo, el amor; se quedaban atrapados tras el velo en que él se encontraba. Camino sigiloso, al menos la observaría desde lejos y esperaba que Kagome no lo notara, sus poderes como sacerdotisa se habían agudizado con el tiempo, él lo sabía. Quiso recordar un momento exacto, pero no fue capaz.

Cuando le pareció que estaba a una distancia apropiada, se ocultó tras un árbol, resignado por no poder acercarse más. La observó, estaba vestida con la túnica blanca de baño, y se dejaba caer en agua por la cabeza. Conocía de la necesidad de una sacerdotisa de hacer esto a diario. La tela empapada se le pegaba al cuerpo y él recreó el tacto de esa tela mojada, de cuando la había tocado en medio del baño. Quizás. Hace demasiado.

Agudizó la vista cuando ella se estrujó el pelo oscuro y lo acomodó todo sobre un hombro, aquello le permitió ver su cuello y cómo se le había entumecido la piel. Tomó aire, de forma lenta y profunda, cuando pudo distinguir la areola del pezón bajo la tela transparentada por el agua. Se saboreó y recordó el toque de su piel en la boca, lo que de inmediato le encendió la sangre; era inevitable para él. Quería reclamarla como suya, volver a sentir la piel de su cuello romperse bajo la presión de sus colmillos. Decidió que lo mejor era alejarse, ella no podía ser suya, él no la merecía.

Se apartó dos pasos del árbol que lo había guarecido, dispuesto a marcharse. Entonces vislumbró una figura que permanecía oculta tras unos arbustos al otro lado del río. Su aguda vista le facilitó el trabajo y pudo definir que se trataba de un hombre que, embelesado, miraba a la sacerdotisa, y aunque lo que acababa de hacer no era muy diferente, pensar en que ese hombre anhelara lo mismo que él lo llenaba de cólera. Extendió la mano que había cerrado en un puño y sus garras afiladas se distinguieron por entre las manchas de sangre que aún llevaba.

Notó un gruñido vibrar en su pecho y comenzó a agazaparse para hacer más efectivo el salto que pensaba dar hacia la otra orilla. Por un instante su mente se obnubiló por la rabia y vio de forma clara el zarpazo que le daría a aquel hombre en el cuello y la sangre que emanaría del tajo abierto.

Luego lo despedazaría.

Pudo ver una luz brillante y de color rosa que cruzó entre los dos, justo antes de arrojarse hacia el otro lado. La flecha se había clavado en la tierra, junto al hombre, y destelló durante unos cuantos segundos. InuYasha vio como ese miserable salía despavorido al saberse descubierto. Cerró los ojos para calmarse, tenía la necesidad de salir en su persecución. Expulsó el aire que había contenido y volvió a abrir los ojos cuando su temperamento pareció controlar a la bestia. La miró y escuchó el suspiro que liberaba Kagome, era un suspiro cansado y él conocía ese cansancio, sabía que nada tenía que ver con el poder espiritual de lanzar una flecha; era por el agotamiento profundo que ocasionaba no poder abandonar el estado de alerta permanente.

Clavó las garras en la tierra, sentía que él le había fallado de todas las maneras posibles. No podía protegerla, no podía siquiera ofrecerlo. Se sintió profundamente triste, habían perdido algo, su corazón roto le recordaba el sentimiento.

Kagome —susurró su nombre, con el dolor quemando en la garganta.

Entonces ella se giró en su dirección y por un momento pensó que lo había percibido. Se quedó esperando, estático, hasta que comprobó que no lo veía. De cierta forma lo agradecía, porque no era capaz de plantarse ante ella, él le había fallado y la compañía de Kikyo era la prueba y la expiación. Dio un salto hacia atrás y se echó a correr, comenzando una carrera frenética entre los árboles. Dejó que el aire frio le golpeara la cara, quizás de ese modo se enfriaran un poco sus pensamientos; el anhelo por Kagome y el deseo furibundo de matar a ese humano.

—Maldición —mascullaba, como única expresión verbal de su frustración.

Apretó los colmillos contra el labio, mientras continuaba la carrera. No había nada para él en este maldito mundo. Lo único que llegó a sentir completamente suyo, después del amor de su madre, fue el amor de Kagome y lo que ella le había obsequiado. Sólo entonces fue totalmente consciente del infinito de un sentimiento. Recordaba el amor, y recordaba el haber deseado hijos. Sacudió la cabeza.

—Maldición —repitió y detuvo la carrera cuando vio a Kikyo entre los árboles. Ella debía llevarlo al infierno, esa había sido su promesa y la razón de estar a su lado.

Comenzó a caminar hacia ella, sin importarle la sangre seca que llevaba en las manos, ni los arbustos que rompió al abrirse paso. Sentía la ira creciendo dentro de él y Kikyo pudo percibirla en el éter que lo circundaba. Ella se giró para comprobar que se trataba de él y dio un paso atrás, no la culpaba, la ira que traía consigo debía resultar intimidante. Definitivamente, jamás habría confianza entre ambos. Cuando llegó a su lado, la tomo por ambos brazos para retenerla, y le habló en un tono gutural y oscuro como el fondo de sus ojos furiosos.

—¿Por qué aún estamos aquí? —le estaba enterrando las garras en los brazos. La pregunta era clara, estaba cargada de dolor y furia, no llegó a alzar la voz, pero las palabras quedaron marcadas en el aire— ¿Por qué no vamos al maldito infierno de una vez?

¿Por qué? —no había respuesta.

Kikyo no contestó e InuYasha la sacudió con más fuerza de la que usaría con ella de forma habitual. Tenía sus motivos para esta rabia, claro que los tenía. En ese momento se dio cuenta que Kikyo comenzó a liberar pequeñas luces resplandecientes desde las heridas que él le estaba provocando en los brazos. Era la energía de las almas que comenzaban a desprenderse de ella. Entonces la soltó, apartándola de él. Le resultó tan frágil como su voluntad. Tenía razón, ella no mostraba sensibilidad alguna en ese cuerpo, todo su padecimiento siempre fue interno.

Por alguna razón quiso abrazarla, reconoció esa fragilidad y sentimiento dentro de él, ella no era responsable del dolor que él cargaba. Retrocedió sobre sus pasos y la dejó atrás. Estaba cansado de vivir.

Volvió a sentir el aire frío, ya no quería pensar. Quizás, si sólo caminaba, llegaría a algún lugar que le permitiera algo de paz. Vio la paradoja cuando consiguió aclarar su mente y se dio cuenta de lo cerca que estaba del Templo de la Perla de Shikon. La noche lo había cubierto todo y el sonido del bosque nocturno arrullaba a quienes dormían cerca de él. Se subió a la rama de un árbol y desde ahí pudo observar la barrera de protección que resguardaba el sueño de la sacerdotisa.

Cerró los ojos y respiró el aire que le traía su olor, recordándole el aroma de la cabaña que habían habitado juntos y de las noches en las que sólo se dedicaba a mirarlas dormir. De pronto, un sentimiento oscuro le atravesó el pecho y lo sacó de sus pensamientos. Sentía una profunda tristeza, capaz de oscurecer el bosque completo.

Recordó que esa era la sensación que lo embargó el día en que todo había cambiado. También recordó la voz que atronó en su mente.

InuYasha, esta batalla no se gana con espadas —la voz de su padre.

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Continuará

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N/A

Lo único que tengo para decir es que estoy muy contenta escribiendo.

Gracias por leer y comentar.

Anyara