Capítulo IV

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Hermano mío, dime ¿Cuándo comenzaron a morir los que debían ser eternos? Este mundo que hemos creado se ha vuelto en nuestra contra. Dime ¿Cómo es posible que quedemos tan pocos? Si no hay gusano sobre la tierra que no nos pertenezca.

Lo sabes bien. Tu retorica no hará que cambie la verdad, absoluta es como la luz de Amaterasu. Sucedió cuando el Kojiki dejo de ser considerado para dibujar las páginas del tiempo.

No deberíamos permitirlo, no deberíamos. Llévame hasta ella, Hermano, hasta la gloria que nos vio nacer.

Mi dulce pequeña, para eso se debe acabar con todo lo existente.

Una nueva creación ¿Dices?

Nueva, sí.

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Esta noche nevaría, InuYasha lo notaba en el aroma del aire y en la punta fría de su nariz. La primera nevada le traía sensaciones confusas, se entremezclaba la felicidad con una profunda desolación. Así que optaba por no pensar demasiado en ello, su mente estaba trabajando de forma extraña este último tiempo, lo llevaba a pensar en la locura en más de una oportunidad y no pudo evitar la sonrisa sarcástica: un perro loco.

Tenía que aplacar su mente, así que se centró en lo primario, buscar un lugar bajo techo para pasar la noche, en su condición de hanyou era capaz de tolerar la nevada, pero aun así decidió que esa labor lo ocuparía y podría dejar de pensar. Comenzó a caminar por un sendero junto al bosque, recordaba haber visto alguna cabaña maltrecha y vacía que le serviría por esta noche. Tenía la sensación de querer arrinconarse en algún sitio hasta que la primera nevada pasara. Volvió a pensar en Kikyo, la había esperado en el sitio al que solía acudir, pero hoy tampoco apareció. Quizás debería preocuparse, ya llevaba varias noches y días sin verla, pero por alguna razón no le resultaba significativo, ella siempre había sido independiente a él, incluso en el tiempo que estuvieron más unidos.

Por un momento se permitió recordar la sensación de observarla bajo la lluvia, de paseo por los caminos junto a la aldea o jugar de la mano de niños cuando estos formaban rondas en torno a ella. Niños; alguna vez pareció posible. Alguna vez pareció cierto.

¿Qué serían si provenían de él? —recordó el miedo de traer a este mundo terrible a una criatura que no podría cuidar de sí misma. Hasta que conoció a Kagome, ella lo llenaba de esperanza y posibilidades.

Alzó la mirada y vio la cabaña a unos pasos por delante de él, estaba ligeramente guarecida entre los árboles que daban comienzo al bosque. Se detuvo y se permitió mirar al cielo, la noche había abandonado su oscuridad habitual de los días anteriores y pasaba a ser una noche encapotada, pero ligeramente radiante debido a las gotas cristalizadas que componían las nubes y que creaban espejos que se iluminaban gracias a la luna y las estrellas ocultas tras su densidad.

Pudo vislumbrar el primer copo caer, cuando a éste aún le faltaban varios segundos hasta tocar el suelo. Se consintió observarlo y definir la forma perfecta y hermosa que lo formaba: seis puntas como pétalos que se extendían a modo de alas y le permitían volar entre las diminutas ráfagas de aire. Por un momento pensó en que si el aire movía y sostenía a un copo de nieve ¿Qué era lo que sostenía todo lo demás?

Extendió la mano, cuando el copo estuvo cercano y lo miró con admiración. Era hermoso y puro, como la risa de una niña.

A su mente vino una imagen que tenía textura, color, emoción y sonido: la risa clara de una niña que era tocada por un copo de nieve en la mejilla. El corazón se le inflamó de un amor que conocía, pero no recordaba. Tras él escuchó la misma risa, o quizás similar, y miró con toda la rapidez que le permitió su ensimismamiento, pudiendo vislumbrar una figura vestida de rojo que le sonreía oculta en el inicio del bosque, un instante después se echó a correr.

Y él corrió tras ella.

Era rápida, la veía avanzar a saltos aunque no eran los mismos saltos que daba él, eran apariciones y desapariciones de un lado a otro que lo confundía y no le permitían seguirla, siempre en dirección al interior del bosque. Hasta que dejó de verla. Entonces el aire se volvió salino, húmedo de un modo diferente a la caída de la nieve, y reconoció el aroma. Se detuvo y olfateo para centrar el lugar desde el que venía esa esencia ¿Por qué lloraba en medio del bosque?

Comenzó a cruzar entre los árboles con la idea clara de llegar hasta Kagome. El corazón le latía con fuerza y ante él había imágenes que no reconocía de este momento: luz, un paso entre mundos y la misma profunda tristeza que llevaba acarreando desde un tiempo que ya no sabía calcular. No muy lejos, a menos de un kilómetro, la encontró a ella. Estaba en mitad del bosque, en una zona que resultaba incluso más oscura y cerrada que el resto de éste ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué estaba sola?

No se detuvo a responder sus propias preguntas, sintió que todo su ser lo llevaba a sacarla de aquel lugar y a resguardarla de la noche, el frío y el dolor. Con el brazo la asió por la cintura y la sostuvo con la mano abierta sobre el costado para tener seguridad a la hora de recorrer el bosque con ella. Kagome se sobresaltó, lo notó en la tensión de su cuerpo y en la exhalación que liberó justo sobre su cara. Dio dos saltos entre las ramas de un árbol, eso les permitió elevarse un poco por encima de las copas y sus figuras se apreciaron como sombras recortadas entre el blanco de la nieve.

—Kagome ¿Por qué lloras en mitad del bosque?

Le preguntó.

Ella no respondió de inmediato así que se dedicó a sentirla, moviendo los dedos suavemente por entre las hendiduras de sus costillas. Era inevitable para él embriagarse de ella después de tanto espacio lejos. Se sentía como si hubiese pasado una eternidad sin respirarla y contuvo el aliento todo lo posible para que su aroma se quedara con él.

—¿A dónde me llevas? —la escucho murmurar con la voz empañada por la lágrimas.

—No lo sé —aceptó. Intentaba aclarar su mente, las emociones estaban predominando y le costaba pensar con claridad. La miró de reojo y se sintió desesperado por besarla. Los copos de nieve chocaban contra su ropa.

Ella no volvió a preguntar, estaba igual de alterada que él e InuYasha podía escuchar el ritmo acelerado de su corazón; sus sentidos siempre le habían permitido jugar con ventaja. Quiso sonreír, pero lo evitó.

Se dirigió al sendero que había tomado un momento atrás. Registraba en su mente cada movimiento de su cuerpo y el de Kagome, la sentía como una parte que le había sido arrebatada y la que al fin reencontraba. Notó el modo en que ella se sostenía de su haori y cómo se le inflamaba el pecho con cada respiración. La sostuvo con un poco más de ímpetu, pegándola a él y Kagome exhaló con algo más de fuerza. Entonces se atrevió a mirarla otra vez, por un instante, sus ojos seguían plagados de lágrimas.

En cuanto ambos pusieron los pies en el camino de tierra y estuvieron seguros Kagome se apartó, guardando una distancia de dos pasos. InuYasha se quedó observando fijamente su cara y las lágrimas en sus ojos, las que se iban entremezclando con la nieve que le tocaba la piel. Ella no lo miraba directamente y él necesitaba recuperarla.

—Aún no me has respondido —dijo de pronto— ¿Por qué lloras?

Se acercó hasta ella los mismos pasos que Kagome había retrocedido y la vio echar otro paso más atrás, como si le temiera o, quizás, temiera a los recuerdos que venían con él. InuYasha decidió omitir ese pensamiento, llevaba demasiado tiempo ansiándola como para apartarse tan rápido. Sin embargo, espero todo el tiempo que ella parecía necesitar hasta poder mirarlo.

—¡¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido por mí?!

Le exigió saber, cuando finalmente se decidió a darle la cara. InuYasha no sabía qué responder.

Estabas llorando —era lo único que había en su mente, la única razón que podía dar para un acto tan impulsivo como el suyo.

Suponía que estás no eran las únicas lagrimas que Kagome había liberado desde que se habían separado. Sin embargo, esta vez él estaba cerca y no podía ser indiferente a la tristeza de ella, porque era la suya, porque sentía que los unía el mismo sufrimiento.

Sus ojos castaños no dejaban de mirarlo, conteniendo en el borde de sus cuencas las lágrimas que no quería derramar. InuYasha se permitió pensar cómo era posible que dos personas que se miran con tal intensidad no sean capaces de decir nada.

Entonces, finalmente, Kagome desvío la mirada y las lágrimas se derramaron desde sus ojos. InuYasha se sintió conmovido y atraído por aquellas gotas cristalinas, que él mismo pocas veces había derramado. Alzo una mano hasta su mejilla y con el pulgar recogió una lágrima, la miró en su dedo y se la llevó hasta la lengua. Cerró los ojos mientras saboreaba la diminuta gota y concluyó que ese era el sabor de Kagome: agridulce y familiar.

Ella lo observó mantener los ojos cerrados luego de probar su llanto. Ese gesto englobaba a InuYasha; él era un ser salvaje, poco sutil, pero profundamente emotivo. Sus formas nunca fueron las aceptables en la sociedad en que ella había crecido y sin embargo, eran auténticas y era esa sinceridad lo que ella amaba. No pudo evitar, aunque hubiese querido, el amor puro que sintió por él en ese momento. Deseo abrazarlo, como habría hecho cuando era una adolescente, pero mucho de ellos se había perdido en el camino y sentía que la distancia y la soledad conseguían abrir una brecha que no sabía cruzar.

InuYasha abrió los ojos, regresando de las sensaciones que le había dejado la lágrima que acababa de probar. Se permitió mirar nuevamente a Kagome que tenía las mejillas enrojecidas por el frío, mientras la nieve mojaba los hombros de su ropa.

—Debes refugiarte —sentenció. A él no le importaba quedarse toda la noche a expensas del frío, pero los humanos eran frágiles y ella podía enfermar.

—Debo volver —señaló Kagome. Y comenzó a buscar alrededor una referencia que le indicara dónde estaba.

—Hay una cabaña vacía a unos pasos de aquí —ofreció InuYasha, indicando algún sitio tras él. No la quería lejos, sentía una honda melancolía y necesitaba respirar el mismo aire que Kagome aunque sólo fuese unas horas.

—InuYasha —mencionó su nombre, con ese tono que ella usaba, matizado de tantos sentimientos que le era imposible definirlos todos: dulzura, comprensión, emotividad, amor.

Se sintió cercano a un antes; a algún momento en que todo era difícil, pero mucho más simple que ahora.

—¿Recuerdas cuándo los kitzune mono me dejaron pegado a una roca? —buscó un resquicio en su mente que lo acercara a ella. Quiso sonreír, ante sus propias palabras, pero cambió la sonrisa por una mueca sarcástica— Esa noche no quisiste dejarme solo fuera de la cabaña y te quedaste conmigo; enfermaste, no era invierno, ni nevaba como hoy.

Kagome se sintió tocada por ese momento, y tantos cómo ese, en los que ellos habían compartido aventuras que fueron abriendo el camino para todo lo que vivirían después. Sintió una punzada en el pecho, como si algo que llevara clavado se le hubiese removido y la lastimase sólo ante la idea de recordar.

—Debo volver —el tono de su voz no dejaba espacio para la duda en esta ocasión; había tomado una decisión.

Lo miró una última vez, quería llevarse el recuerdo de esos ojos dorados y velados por la extraña luz de una noche nevada y nostálgica. Se giró, decidida a tomar ese mismo sendero y volver a la aldea; sabía que le significaría tiempo, pero era lo que debía hacer. Una ráfaga de aire la empujó desde la espalda cuando acababa de dar el primer paso y tuvo que buscar su propio equilibrio antes de enfocarse en InuYasha de pie frente a ella. El hanyou tenía las manos metidas en las mangas de su haori, clavándola a ella en el lugar con una de esas miradas que lo detenían todo.

—Si esa es tu decisión, seré yo quién te lleve —manifestó él, con determinación. Kagome sabía que cuando InuYasha tomaba una senda no había fuerza capaz de cambiarla. Así que asintió con un solo gesto de su cabeza, y eso bastó para que él relajara ligeramente la tensión en sus hombros.

Lo vio girarse ante ella y poner una rodilla en el suelo, ofreciéndole en su espalda un transporte. Volvió a sentir un cúmulo de emociones que se arremolinaban en su pecho y la cabeza comenzó a darle vueltas, al punto que temió caer sin que sus piernas la pudiesen sostener. Tenía la sensación de que todo su mondo se sacudía, como si se abriesen brechas en él. Aceptó la propuesta del hanyou y se sostuvo de su hombro.

InuYasha sintió la mano de Kagome sobre el hombro y fue como si le azotaran con un látigo la espalda; lo resintió en cada filamento que formaba el músculo de aquella zona. Para su cuerpo todo era información: la manera en que ella se pegaba a él y ponía ambas piernas en torno a su cintura, creando una sujeción y confiando en que él la sostendría, el modo en que su respiración parecía más agitada.

Kagome notó la fuerza en la espalda de él cuando se levantó con ella sostenida contra su cuerpo. No le era desconocido ni el gesto, ni la forma en que InuYasha la retenía, pero no pudo evitar sentir aquello con la sorpresa de la primera vez.

¿Cuándo había sido?

Casi se echó a reír al recordar aquel momento. Seguían a un demonio cuervo, un demonio inferior, según lo que el propio InuYasha le había dicho en aquel momento, pero que cobraba importancia al llevarse la Perla de Shikon con él. Nada había sido como ahora, por entonces InuYasha era mucho más salvaje, incluso podría llegar a decir que un inadaptado total. La había tomado por un brazo y se la había echado a la espalda como si ella fuese un saco de arroz. Kagome recordaba el estupor de estar montada sobre un ser sobrenatural, algo que no había concebido hasta esos días, antes de cruzar el pozo, pero ya había comprendido que nada aquí se medía con las mismas reglas que conocía. Así que se sostuvo de él, por pura fuerza de voluntad.

¿Cuánto nos puede cambiar el tiempo la percepción de la vida?

Kagome sentía que mucho, montada sobre la espalda de InuYasha, mientras la nieve le azotaba la cara y el pelo plateado de él la protegía de un dolor mayor. Sus piernas eran sostenidas por sus manos que procuraban alejar las garras de la tela que las cubrían y, por tanto, de la piel que había más abajo.

De pronto cruzó su mente una visión, o un recuerdo; InuYasha acariciaba la mejilla de una niña, tan pequeña que sólo debía tener meses, lo hacía con tal cuidado que la tocaba con los nudillos para no arriesgar el dañarla con las garras. Kagome se sostuvo a la espalda de él con más fuerza, no se sentía capaz de contener, ella sola, la emoción que le producía esa visión. InuYasha, en tanto, respondió a la inquietud de ella, sosteniéndola de las piernas un poco más. Respiró profundamente y se permitió descansar la mejilla en el hombro de él. Cuando estaban por llegar a la aldea, Kagome se sintió vulnerable al pensar en abandonar esa suerte de abrazo que ahora mismo la contenía.

InuYasha abandonó la carrera con la que habían cruzado el bosque y comenzó a caminar, estaban muy cerca de la aldea, los tejados se vislumbraban desde la colina en la que se encontraban.

—¿Sigues viviendo en la misma cabaña? —quiso saber.

—¿No lo sabes? —lo apremió ella, con voz suave.

InuYasha bufó por lo bajo, sabiendo que no podía esconderle nada a Kagome; nunca había podido. Se encaminó, aún con ella sobre su espalda, hasta la cabaña que recordaba que habían compartido juntos. No estaba muy lejos de la aldea, pero sí algo apartada. Se detuvo, era consciente que había llegado el momento de dejar de sentir su calor, reconocido y amado, y volvió a hundir la rodilla en el suelo para que Kagome bajara de su espalda. Cerró los ojos, temiendo el momento en que dejaría de sentir su corazón latir contra su cuerpo y por ende, resonando con su propio corazón. No obstante, tuvo la sensación de que ella tampoco quería apartarse. Sus manos seguían asidas de su haori y su cara se mantuvo, por un segundo más de lo necesario, sobre su pelo y su nuca.

—Gracias, InuYasha —la escuchó decir, cuando abandonó el lugar que había creado para ella, junto a él.

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Continuará

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N/A

Esta pareja tiene algo mágico, no tengo duda de ello. Me he estado repitiendo el animé, después de años, y lo cierto es que la vida le da a una visiones nuevas de las mismas cosas. Si tuviese una biografía algún día, InuYasha aparecería entre las cosas que me conforman.

Gracias por estar, leer y comentar

Anyara