Capítulo VI
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Caminaban juntos y en silencio por el sendero de regreso a la aldea. La nieve comenzaba a acumularse nuevamente y a la distancia se veían las líneas de humo de los hogares de las casas. Kagome pensó en que muchas de esas familias se estaban calentando porque InuYasha había cortado leña esa misma mañana. Por un momento sintió la necesidad de agradecerle, pero el silencio que mantenían ahora mismo los hacía cómplices de un instante en el que se habían reencontrado y eso le calentaba el corazón.
Se permitió recordar caminatas como ésta de vuelta a la cabaña de la anciana Kaede, cuando aún no vivían juntos. Ese había sido un paso especial para ellos, después de tanto tiempo recorriendo el territorio como compañeros de viaje. Volver a ver a InuYasha y compartir su vida con él era algo que ansiaba, sin embargo para ambos no había existido nada parecido al noviazgo y cuando recordaba esos meses, le parecía volver a tener dieciocho años, como si hubiesen pasado siglos, aunque ahora mismo sólo tenía unos cuántos años más.
InuYasha la acompañaba cada día a sus labores, a sus paseos y al aprendizaje sobre plantas con Jinenji, la llevaba allá donde Kagome necesitaba ir y la dejaba en casa de Kaede cada noche, muchas de ellas dormía en un rincón, como hacían cuando viajaban buscando la Perla, en otras se quedaba sobre el tejado o algún árbol cercano. InuYasha necesitaba de libertad, la vida humana era acogedora, pero su lado salvaje le pedía naturaleza y espacios abiertos. Muchas veces, mientras Kagome recolectaba hierbas medicinales, él se iba a correr por el bosque sólo por el deleite de sentir el viento chocar en su cara y agitar su pelo. Kagome suspiró ante aquel recuerdo, lo miró de medio lado y sintió nostalgia ante la idea de separarse nuevamente, ya que estaban cada vez más cerca de la cabaña que habían compartido y que él mismo había construido con ayuda de Miroku.
Recordaba el día en que InuYasha le había dicho que se construiría una cabaña, que estar siempre con Kaede no le parecía buena idea. Kagome creía saber sus intenciones, pero como era su costumbre siempre lo empujaba a ir un poco más allá.
—¿Para qué quieres tú una cabaña? ¿No te gusta vivir entre los árboles? —lo apremió. Mientras el sol comenzaba a esconderse en el horizonte.
—¿No puedo querer una cabaña para mí? —ella notaba ese punto en que InuYasha comenzaba a inquietarse y a confesar entre palabras.
—Sí, claro que puedes —quiso sonar despreocupada, mirando el paisaje. Él mantuvo el silencio un poco más, hasta que tuvo que hablar por pura salud mental.
—Miroku dice que es el mejor momento para construir —intentó hablar con calma, metiendo las manos en las mangas de su haori, eso siempre le daba un toque de serenidad.
—Ah ¿Eso dice? —ella se pasó la mano por el hakama, limpiándolo de una suciedad imaginaria.
—Sí, la madera está seca y se puede usar —le explicó. Kagome no pudo evitar sentir ternura ante la forma en que InuYasha demostraba que se había informado antes de comenzar.
—Si quieres hacerte una casa, hazla —lo animó ella, y esperó.
InuYasha permaneció en silencio, sentados uno junto al otro, sus hombros a pocos centímetros de distancia y sus corazones unidos por la emoción de una decisión.
—¿Te vendrás conmigo? —le preguntó en voz muy baja, mientras miraba al cielo, como si esperara a que una estrella le concediera un deseo.
Ella se giró hacía él e InuYasha la miró con sus profundos ojos dorados.
—Me iré contigo —afirmó, de ese modo conciso que usaba ella cuando la certeza estaba de su lado.
Lo vio sonreír y volver a mirar a las estrellas, quizás, agradeciendo por su bondad.
Después de eso InuYasha le había dejado una pequeña piedra fuera de casa de Kaede, por cada día que le tomó construir la cabaña que compartirían; en total fueron veintiocho piedras. Aún hoy las tenía junto a ella en la cabaña, eran el recuerdo material de una ilusión.
—¿Qué piensas? —le preguntó InuYasha, cuando ya estaban a pasos de la cabaña, trayéndola de vuelta de aquel recuerdo. La nieve no había dejado de caer, aunque no llegaba a ser una tormenta.
—Nada —respondió ella, mirando la casa a pocos metros de ellos. Era perfecta, la había construido con un amplio bordillo a la entrada para que ambos pudiesen salir a mirar la noche cuando quisieran. También había puesto un farol de piedra unos metros más allá, como los que había en el Templo del que venía Kagome en su época; el farol lo encendían en las noches de verano a modo de buen augurio.
—Entra, no te enfríes más —sonó a mandato, pero Kagome sabía que se trataba de una petición.
Quiso preguntarle si entraría con ella, quiso preguntarle si se quedaría; sin embargo, el aire hablaba de despedida. Se sostuvo el hitoe en la parte del pecho, siempre hacía lo mismo cuando le dolía el corazón. Avanzó un paso hacia la cabaña y lo sintió como una vida de distancia de él. De pronto, el frío se había hecho más intenso y nada parecía poder cobijarla, ni la casa que habían compartido, ni el fuego que encendería en el hogar; nada. La nieve comenzó a hacerse más urgente y en cuestión de segundos se había formado una tormenta, no pudo evitar comparar las sensaciones de su corazón con la intensidad con que caía la nieve.
Alzó la mirada, para poder distinguir la casa en medio del manto blanco que había levantado la borrasca y vio una figura con ropajes rojos que parecía esperarla en la puerta. Pensó en InuYasha, pero lo miró junto a ella solo un paso más atrás.
—La has visto —aseguró él, con la mirada fija en la puerta de la casa.
—¿Quién es? —preguntó ella, inquieta. De inmediato la relacionó con la figura que había visto por la noche en el bosque.
—No lo sé —escuchó decir a InuYasha, justo antes que se lanzara hacia la casa de un salto.
Kagome lo siguió, corriendo con toda la rapidez que le permitía la nieve. Al llegar hasta la puerta se lo encontró y estaba solo en el interior.
—Ya no está —se quejó, molesto. Sabía que se trataba de la misma figura que había visto la noche anterior y a la que había perseguido sin éxito.
¿Por qué parecía seguirlo?
Aquella pregunta se quedó en el aire y por un instante perdió su importancia, estaba dentro de la cabaña que había compartido con Kagome. Todo le resultaba familiar en el lugar, incluso olía a cuando ellos vivían juntos aquí. Por un momento se sintió embriagado de las emociones que le traía el estar en este espacio nuevamente. Lo recorrió con la mirada y vio los dos baúles en los que guardaban la ropa de cama y la de vestir, vio el hogar en que ella intentaba emular las comidas que traía de su época, para hacerle feliz a él; y se encontró el rincón vacío en el que antes había una cama de bebé.
¿Habían tenido un bebé? —la pregunta lo angustió por muchas razones. No era posible que no recordara algo así.
—InuYasha —escuchó su nombre tras él. La miró a su lado y quiso hacerle la pregunta, pero por alguna razón no tenía fuerza para formularla.
—No hay nadie —fue todo lo que consiguió contarle.
Kagome se sintió contrariada, estaba segura de que sería la misma figura que vio la noche anterior.
—Creo que la vi anoche —le confesó.
—Y escapó por el bosque —aseveró él.
Ella simplemente asintió y de pronto tembló, como si el frio le estuviese calando hasta la médula del hueso.
—Debes calentarte —InuYasha sonó concluyente.
Caminó hasta la pequeña pila de leña que había a un lado en la cabaña, el lugar en que siempre solían dejar los trozos necesarios para un día o dos. Recordar aquello lo hacía feliz y también le arrebataba esa misma felicidad de cuajo, porque ya no era su vida. Tomó un par de esos leños y decidió comenzar con la labor de encender un fuego. Kagome seguía en la puerta, mirando como él ejecutaba tareas que muchas veces le había visto hacer.
—Deberías dejar una llama, siempre —se quejó, cuando comenzó a golpear las piedras de encendido que tenían sobre una pequeña madeja de paja deshilada y seca.
Kagome no podía dejar de mirarlo y de sentir el corazón a punto de romperse de amor y dolor.
¿Por qué habían perdido esto? ¿Por qué se había ido de su lado? —se sentía incapaz de responder esas preguntas, era como si las respuestas se entremezclaran en su mente y no encontraran un lugar.
Vio saltar una chispa desde las piedras, la que comenzó a encender la madeja de paja, InuYasha se inclinó para soplar sobre ésta con suavidad y con la medida justa de fuerza para que el calor comenzara a formar una llama, sin llegar a ahogar el fuego. No pudo evitar pensar que verlo con la cabeza inclinada, soplando con delicadeza sobre algo tan fino como una madeja de paja, era una visión hermosa. Apenas comenzaba a crear un fuego y el resplandor tenue de éste le iluminaba la cara; fue entonces que InuYasha la miró y detuvo su labor por un segundo. Otra vez estaban conectando y ella sentía esos momentos como hilos que buscaban unir partes de una historia entre ambos y que recordaba a medias.
—Ven, acércate, esto comenzará a calentar en un momento —le dijo, y ella asintió aún encandilada con el dorado de sus ojos.
Se quitó las sandalias y los calcetines que estaban mojados por la nieve. A veces se le olvidaba la comodidad de la vida que había tenido en su época y sólo la recordaba cuando se notaba los pies tan fríos como ahora. Se sentó en el suelo de madera junto al hogar y comenzó a frotarse los pies con las manos. InuYasha la observó, estaba pálida, el único color que tenía en las mejillas era por el contacto de la piel con la nieve fría. Su pelo estaba aún mojado del baño que se había dado y quiso maldecir por lo testaruda que podía ser.
—Debe haber una mejor forma para la purificación —se quejó, mientras comenzaba a buscar con la mirada los recipientes de hierro en los que solían conservar la comida que quedaba del día anterior.
Su olfato lo ayudó a determinar que la preparación llevaba ahí un par de días, seguramente aún se podía comer dado el frío que estaba haciendo, pero no le gustó la idea de que Kagome estuviese alimentándose mal.
—No conozco otra —aceptó ella, refiriéndose a la purificación.
InuYasha tomó el recipiente y lo colgó del hierro que se sostenía de la viga central del techo. Recordaba la importancia que le había dado Miroku a la elección de la madera para esa parte en particular, debía ser fuerte y resistente.
Del mismo modo que los cimientos sostienen y enraízan el hogar, la viga central mantiene el tejado y ampara los sueños dentro —sus palabras habían sido de cierta forma poéticas, como solía expresarse el monje en ocasiones. Él no conseguía tal retórica, desde luego, pero era capaz de entender la profundidad de lo que se le decía.
—¿Le has preguntado a la anciana Kaede? —continuó insistiendo, mientras destapaba la olla y comprobaba que el contenido era comestible, pero viejo. Arrugó la nariz.
—No, pero ya me lo habría dicho —concluyó Kagome, en medio de esta especie de conversación cotidiana que no sabía dónde situar.
InuYasha se giró y se acercó al baúl de la ropa y tomar de ahí una tela a la que Kagome nombraba como toalla. Se acercó a ella y se sentó a su espalda, decidido a secarle el pelo, sin llegar a notar lo íntimo de ese gesto y lo extraño que resultaba entre ellos, hasta que había tomado el pelo de Kagome y comenzó a frotar. Se detuvo, como si lo cruzara un rayo.
—Esto querrás hacerlo tú —su voz denotaba la duda.
Kagome se sentía inmersa en un ambiente extraño, cargado de reminiscencia y amor. Sabía que no era más que una ilusión, un momento en que todo se iba entretejiendo, pero que se acabaría en cualquier instante. InuYasha se iría, como había hecho antes, se marcharía por una razón que ella no alcanzaba a entender o recordar; la buscaba en su mente, pero sólo encontraba miedo, oscuridad, vacío y dolor.
—Sí —respondió, atrayendo su pelo hacia adelante, y recibiendo la toalla que InuYasha le entregaba, para de ese modo continuar ella con el secado de su pelo.
Él se quedó prendado de ligero escote del hitoe que se abría en su cuello, recordaba ese espacio de piel pálida y hermosa. Sintió deseos de besarla y lamerla hasta la inconsciencia así que se puso en pie con rapidez y caminó hacia la puerta, tenía miedo de andar este camino otra vez, presentía que al final de él encontraría esa desolación enorme de la que parecía estar huyendo.
Estando junto a la puerta se giró y observó a Kagome, se mantenía de costado y no lo miró directamente, reconocía ese gesto en ella y supo que experimentaba el mismo dolor.
—Sé que esto es extraño, que yo no debería estar aquí, pero —dudó, tomó aire, como si lo necesitara para continuar— ¿Quieres que me vaya? —preguntó, finalmente.
Kagome sintió una fuerte presión en el pecho. No sabía lo que debía hacer, pero sí lo que anhelaba. Algo llamó su atención a un lado, movió la cabeza para mirar de qué se trataba y se encontró con la imagen de InuYasha inclinado sobre una cama de bebé removiendo por encima de una criatura una pequeña figura de madera que colgaba de una cuerda. No supo si aquello era una premonición, una visión del futuro, o un sueño no cumplido, sin embargo se le llenó el corazón de amor y las lágrimas se le agolparon en los ojos.
Escuchó a InuYasha darse la vuelta, mientras la imagen ante ella se desdibujaba.
—No, no te vayas —le pidió, con un hilo de voz—. Hoy no.
—Bien —aceptó—. Iré por más leña.
InuYasha salió de la cabaña y se encontró con la nieve y el frío, sin embargo, su corazón rebozaba de tibieza, se sentía extrañamente ilusionado y a la vez, temía a ese sentimiento, era como si lo estuviese robando; porque no se lo merecía.
Respiró hondamente el aire frío y esperó a que se calmaran sus sensaciones. Sabía que estos momentos con Kagome eran amados y atesorados, no quería perderlos, pero sentía un profundo temor, como si la alegría le fuese arrebatada indiscutiblemente una vez que la alcanzaba.
Comenzó a caminar despacio y silente por el sendero que lo llevaba hacia el cobertizo en que guardaban la leña los aldeanos. Recordaba haber hecho este camino muchas veces mientras vivían juntos Kagome y él. Ella se enfriaba con facilidad, a pesar del tiempo que habían pasado durmiendo al aire libre durante la búsqueda de los fragmentos de la Perla, y él le procuraba cuidados. Miró hacia lo alto y pudo ver las escaleras que conectaban el pueblo con el Templo, eran los mismos peldaños que había en el tiempo de Kagome y no pudo evitar pensar por cuánto tiempo más seguirían ahí.
¿Cómo sería ella antes de conocerlo a él? —muchas veces se lo preguntaba. Recordaba a la niña que era cuando llegó al Sengoku, envuelta en un halo de inocencia que a él le parecía inconcebible ¿Cómo se podía sobrevivir así?
Luego comprendió que el tiempo de Kagome tenía peligros diferentes a los que ella sabía enfrentar, del mismo modo que había aprendido a enfrentar los que se encontró junto a él.
Llegó hasta el cobertizo de la leña y observó la calma que había en la aldea, aún no era medio día y el frío tendría a los habitantes en sus casas, aun así el silencio llamó su atención. Entonces, como si hubiese sido oído, un grupo de niños comenzó a reír y él pudo ver cómo correteaban entre la nieve y los copos ligeros que caían; de alguna manera aquello ordenó el momento.
Comenzó a tomar los leños y acomodarlos en uno de sus brazos, pero se detuvo cuando sus pensamientos lo llevaron a creer que estos instantes con Kagome podían significar una segunda oportunidad. Ante esa idea el corazón se le comprimió en el pecho, para luego expandirse tanto que le quitó el aire.
¿Se lo merecía? —preguntó su mente— ¿Se lo merecía? —volvió a insistir.
Sintió deseos de llorar, más allá de sus anhelos había una oscuridad que le impedía ser digno y no conseguía definirla. Se esforzó por recordar qué era lo que le hacía sentirse así, cerró los ojos con fuerza, para poder centrarse en el momento en que decidió partir con Kikyo. Las promesas hacía mucho que se habían saldado.
Envuelta en halos de luz —pensó.
La vio acunada entre sus brazos, en un atardecer rojo como la sangre, sabía que su alma se estaba despidiendo y aun así ella sonreía. Rememoró la tristeza, el pesar que experimentó en ese momento por todo lo que Naraku y su odio les había robado. Notó la sensación de las lágrimas en la garganta, y el llanto desconsolado en sus ojos cuando la besó como la muestra más fuerte que podía entregarle del amor que le había profesado. Era la primera mujer a la que había deseado proteger.
¿Sucedió? —la pregunta quedaba perdida como tantas otras que llevaba días haciéndose.
Abrió los ojos nuevamente, estaba agotado se sentirse perdido. Todo resultaba demasiado difuso. Entonces vio en el cielo las shinidamachu, las serpientes recolectoras de almas de Kikyo, ella estaría cerca.
Salió del cobertizo y tomó rumbo a la cabaña en la que estaba Kagome, aún llevaba los leños en los brazos. Se había alejado un tramo de la aldea y olfateó el aire en busca de Kikyo, se giró hacía su izquierda y la divisó entre los árboles, al inicio del bosque. Su mirada era serena, la misma mirada que le daba cuando no quería demostrar lo que sentía.
¿Qué sentía él? —quiso saber.
—Kikyo —la nombró, esperando de ella alguna señal. No estaba seguro de cuál.
—¿Es este el camino que has elegido? —le preguntó. Creyó saber a qué se refería, hablaba de ellos ¿Qué más podía ser?
Se quedó en silencio, midiendo sus palabras; el cuerpo, la mente, el corazón y el alma gritaban por Kagome y todo lo que tenía junto a ella, pero qué pasaría con Kikyo.
—¿Qué pasará contigo? —esa era la duda que no lo dejó avanzar antes. Sin embargo, aquella duda pareció antigua, la sintió como algo que ya se había calmado dentro de él en algún momento.
—Eso no importa —sentenció— ¿Es este el camino que has elegido?
Sí. Sí —se repetía en su mente, pero no era capaz de decirlo ¿A qué le temía?
—¿A qué le temes? —preguntó Kikyo, como si leyera sus pensamientos y por un momento creyó que éstos salían de los seres y formaban frases de energía que personas como ella podían leer.
De pronto le pareció ver tras Kikyo a la misma figura de roja vestimenta que se le venía apareciendo hace días. Dejó caer los leños sobre la nieve y llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—Responde, InuYasha —lo apremió Kikyo— ¿Es este el camino que has elegido?
A pesar de estar en guardia esta vez no notó el impulso de atrapar a aquella figura. Sintió, profundamente, que ésta representaba su mayor temor, pero también su redención. En ese momento todo dejó de importar, no sabía por qué, pero estaba seguro que el camino no sólo lo llevaría con Kagome, también traería consigo la respuesta a todos los vacíos que sentía ahora mismo.
InuYasha, esta batalla no se gana con espadas —la voz de su padre volvió a resonar en su mente y él lo comprendió y relajó la sujeción en la empuñadura de la espada.
—Sí.
Su respuesta fue clara, como la nieve que lo cubría todo.
—Qué así sea —pronunció Kikyo.
Se quedó de pie en el lugar. InuYasha pensó en ir más cerca de ella, pero las serpientes recolectoras de almas la rodearon, conteniendo el halo de luz en que se estaba convirtiendo Kikyo. Era una luz intensa que se hacía cada vez más brillante, hasta que se desperdigo en infinitas luces pequeñas, como luciérnagas blancas, que se alzaron al cielo y se entremezclaron con los copos de nieve.
Kikyo se había marchado.
Él experimento una fuerte sensación de remembranza.
La figura roja se quedó de pie en el lugar un instante más, mirando a InuYasha. Él sintió que ese momento le estaba entregando una fortaleza que sentía perdida en medio de la desolación. Luego la vio girarse y caminar hasta perderse en el bosque.
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Continuará
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N/A
Aquí les traído otro capítulo, por una parte quisiera dar muchas explicaciones sobre la historia, pero me contengo porque me parece bonito ir descubriéndola.
Gracias a quienes leen y comentan, son una compañía y un aliciente.
Anyara
