Capítulo VII
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El interior de la casa se mantenía caliente gracias al fuego que había encendido InuYasha, ella misma había calentado sus pies y secado su pelo casi del todo mientras esperaba a que él volviera. Por un momento Kagome se sintió como cuando compartían la cabaña e InuYasha salía con Miroku para efectuar algún trabajo de exorcismo o exterminación.
Recordó los primeros días y las ganas que tenía de cumplir con lo que se suponía que debía hacer la mujer: mantener el espacio en orden y limpio, además de un plato de comida caliente para cuando llegara él. Por entonces no sabía si llamarse a sí misma su esposa, aunque si era sincera, el nombre no tenía nada de romántico cuando consideraba que era un símil de algo parecido a un grillete que no te podías quitar. Además, ellos no habían tenido una boda como tal, después de todo un hanyou no era considerado humano y menos el seguidor de alguna fe.
Durante algún tiempo pensó en aquello como algo inconcluso, después de todo a las muchachas les llenaban la cabeza de estereotipos que las hacían desear ser óptimas para algo, que cuando lo analizaba fríamente no era más que un modo de control que se perpetuaba como una tradición. Agradecía el haberse dado cuenta, no quería sentir un vacío en su relación por algo que no era relevante en realidad; lo único importante de esto era el compromiso en sus almas.
Terminó de cepillarse el pelo, aun un poco húmedo, y fijó la mirada en la olla de hierro que había a un lado del hogar. No pudo evitar recordar el día en que intentó preparar algo parecido al ramen que traía para InuYasha desde su época y el modo en que todo había quedado hecho un desastre, estaba segura que tenía restos de harina hasta en el pelo. Nada parecía salirle bien ese día, luego Kaede le había hecho ver que no podía intentar cosas nuevas con luna menguante, que todo era mucho más complicado en ese momento.
Cuando InuYasha llegó a casa, se la encontró ensimismada y molesta, con un engrudo en lugar de masa en un recipiente, en tanto echaba maldiciones a todas las deidades que conocía.
—Kagome —fue todo lo que alcanzó a articular cuando notó la densidad de la energía que había en casa. Esto tenía que airearlo de alguna manera.
—¡Ya estás aquí! —parecía sonreír, pero el tono de su voz sólo hablaba de desesperación.
—Sí —afirmó lo evidente, dando un par de pasos dentro del espacio de la casa que ocupaban juntos.
Aún mantenía las manos dentro de las mangas de su haori cuando se inclinó a inspeccionar lo que Kagome estaba haciendo.
—Pensé que tardarías un poco más —en su voz se notaba el esfuerzo que le tomaba el intentar mezclar con una cuchara de madera lo que tenía en el recipiente.
—¿Te ayudo? —no sabía qué más decir.
Ella se quedó en silencio un momento y se pasó el dorso de la mano sucia de harina por la frente, dejando ahí una línea blanquecina y gruesa. InuYasha notó como comenzaba a cambiar su gesto y le pareció que se iba a echar a llorar.
—¿Qué he hecho? —preguntó, inquieto, sin saber si esas lágrimas eran por su culpa. Hizo un pequeño repaso en su mente de lo que podría haber dicho que estuviese mal, pero no conseguía saberlo.
—No, no, nada —comenzaba a entrecortársele la voz.
—Kagome —volvió a repetir su nombre, esta vez con pesar. No le gustaba verla llorar.
Ella soltó la cuchara de madera y se volvió a pasar el dorso de la mano, esta vez por los ojos, para enjugarse las lágrimas.
—Te estás quedando perdida —le dijo InuYasha y le limpió la cara con su manga y luego la sacudió.
Kagome pareció resignarse y relajó los hombros.
—Quería preparar algo especial, hoy llevamos veintiocho días viviendo en esta casa —le aclaró. Entonces él relacionó ese tiempo con el que había tardado en construir la cabaña.
—Era eso —se sintió aliviado, al menos él no había hecho nada—. No te preocupes por tonterías.
—¿Tonterías? —otra vez parecía que iba a llorar.
—Kagome —InuYasha volvió a repetir su nombre, muy despacio. De alguna manera el tono y la intención parecían centrarla. Ella resopló como si intentara dejar de lado la frustración.
Llevaban largo tiempo conociéndose y aunque estos veintiocho días estaban siendo una prueba en muchos aspectos, se estaban afianzando bastante bien.
—Anda, límpiate la cara y nos vamos al bosque, hay buena tarde —InuYasha intentó animarla.
Ella lo miró a los ojos y comprendió que lo importante de celebrar estos días juntos, era justamente eso, estar juntos. Así que asintió.
Salieron de la cabaña cuando al sol aún le quedaban una hora o dos sobre el horizonte. InuYasha la subió a su espalda y se fue con ella a un lugar en lo alto, junto al río. Al estar ahí él sacó del agua un par de peces de un zarpazo y los pusieron a asar en un fuego, como tantas veces hacían mientras estaban buscando los fragmentos de la Perla. Aquella situación le dio a Kagome la calma que necesitaba. Su relación se había fundado sobre toda clase de escenarios y éste era de los que más amaba.
Disfrutaron de la comida y se quedaron junto a la fogata un poco más, sentados uno al lado del otro en una cercanía conocida. El aire era fresco, sin ser frío, aunque pronto comenzarían a hacerse más cortos los días y las hojas de los árboles, que ahora iban cambiando sus tonos, caerían del todo.
—Kagome —la nombró él, con calma, mientras miraba la puesta de sol con sus matices amarillos y violetas sobre el degradado azul.
Ella respondió con un sonido igual de tranquilo, a modo de pregunta
—Para ti es importante recordar momentos ¿No? —continuó él.
Ante esa pregunta ella lo miró, aunque InuYasha continuó observando el horizonte.
—Bueno, sí, supongo —aceptó. En su cultura se celebraban muchas cosas, aunque Kagome había descubierto que varias de sus tradiciones no eran consideradas en esta época entre las personas de la aldea.
—¿Te parece éste un buen momento para recordar? —él continuó con las preguntas. Ella lo pensó un instante mientras lo contemplaba mirando al cielo con el semblante relajado y lejos de los muchos peligros que habían compartido; claro que era un hermoso momento para recordar.
—Sí, de los mejores —aceptó.
Entonces InuYasha la miró fijamente y pudo interpretar la determinación de sus pensamientos. Él era así, en ocasiones le parecía el ser más tímido sobre la tierra, en cambio, había otras en las que dictaminaba con la convicción del guerrero que también era.
—Yo no soy convencional —comenzó a decir—, ya ves que incluso entre los que son como yo, soy diferente —único, pensó ella—. Por eso, no voy a ofrecerte una unión como las que llevan los demás, no pasaremos por un templo para jurarle a nadie, pero te prometo que siempre te consideraré mi compañera, mi igual.
Se quedó muda. Cuando hablaron de vivir juntos no concretaron nunca términos, ambos sabían que eran una pareja aunque aún existía parte de la intimidad de una pareja que ellos no habían compartido. InuYasha no se mostraba impaciente, quizás porque ella todavía no se sentía del todo lista para ese paso. Se acompañaban, se tomaban de la mano, cuidaban uno del otro y se besaban con cierto aire de castidad que ninguno parecía listo para romper.
—¿Aceptas? —le preguntó y ella sólo pudo asentir varias veces, suspendida en sus propias emociones.
InuYasha alzo su brazo izquierdo y con la uña pequeña de su mano derecha enganchó una hebra de hilo de su haori rojo, hecho con la resistente tela de pelo de las ratas de fuego. Kagome lo observaba atenta, viendo como tiraba de ese hilo rojo hasta que consideró que era suficiente, afiló sus garras y lo cortó.
—Dame tu mano —le pidió, tomando su mano derecha.
—InuYasha —dijo su nombre. Sintió el calor de la mano de él sosteniendo la suya y ese calor le recorrió el brazo y le baño el cuerpo, hasta llegar a su corazón que vibraba de emoción.
—Nunca he tenido nada mío más que estas ropas, la Tessaiga y un recuerdo de mi madre que ya no está conmigo —comenzó a decir, mientras le daba vueltas al hilo en el dedo meñique de Kagome—. Me gustaría pensar que este hilo, de esta tela que es fuerte, representa el lazo que estamos creando.
Al decir aquello ató un nudo en esa especie de anillo que le estaba poniendo en el dedo. Luego se acercó la mano hasta la boca para cortar el excedente con sus colmillos. Kagome no pudo evitar el cosquilleo que sintió ante ese gesto que le resultó hermoso y erótico a partes iguales. Respiró hondamente, liberando el aire y el ansia, con lentitud. Entonces InuYasha la miró.
—Ahora yo —pidió ella, intentando estar a la altura del significativo gesto.
Tomó la mano derecha de él y el hilo rojo que aún quedaba, comenzando a crear el mismo lazo de unión.
—No tengo palabras tan maravillosas como las tuyas —comenzó a decirle, mientras ejecutaba su labor—, pero te prometo que siempre te consideraré mi compañero y mi igual.
Cuando terminó de dar las vueltas en el dedo meñique de InuYasha y ató los extremos, quiso cortar el hilo con los dientes, como había hecho él, pero le resultó imposible. Notó como el hanyou se estremecía ante el toque de sus labios sobre la piel.
—Ya lo hago yo —pidió. Un poco por ayudarla y un poco por frenar las sensaciones que le producía.
Kagome lo vio cortar el excedente con sus colmillos, luego le tomó la mano, la que ahora llevaba un hilo rojo, acarició el lazo y eso la hizo recordar algo que le pareció apropiado contar. Lo miró a los ojos e InuYasha repitió su gesto.
—En mi tiempo hay una creencia sobre el hilo rojo del destino —comenzó a explicar—. Según esa creencia, las deidades atan un hilo rojo en el meñique de las personas que están destinadas, para que siempre puedan encontrarse. No importa lo que suceda; el hilo podrá tensarse, enredarse y hasta deteriorarse, pero nunca se romperá.
—No lo sabía —la voz de InuYasha sonaba profundamente emocionada. Comprendió que sin saberlo, había creado un lazo que Kagome entendía perfectamente y eso le demostró la certeza de su unión.
Ella sonrió y se encogió de hombros, pero ya no alcanzó a decir nada, él la estaba besando. Sintió la calidez y la presión de un beso cargado de sentimientos, de aquellos que no dejan más alternativa que la entrega. Suspiró y sintió las mejillas encendidas, permitiendo que su mente se liberara de juicios. Lo besó con toda la intensidad que conocía hasta ese momento y se dejó arrastrar por la hierba, hasta el nido que InuYasha creaba para ella entre sus brazos.
Los recuerdos son aguijones dolorosos en el pecho cuando has pintado de heridas una ilusión.
Kagome sentía el corazón inflamado de amor y pesar ante el recuerdo cándido de lo que habían sido. Se tocó instintivamente el meñique de la mano derecha con el pulgar, como tantas veces había hecho durante aquel tiempo, sin embargo el hilo rojo ya no estaba.
¿Cómo se habían perdido? —quiso saber.
Suspiró. Lo mejor sería seguir con las tareas del día y dejar de distraer su mente en cuestiones que ya no importaban; si algo tenía claro es que no puedes cambiar lo sucedido.
Debía subir al Templo de la Perla de Shikon y comenzar sus oraciones para purificarla.
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InuYasha comenzó a tomar los leños que había dejado caer un momento antes. Los fue apilando sobre su brazo, aun intentando comprender lo que acababa de suceder. Kikyo, envuelta en halos de luz. Le costaba entender por qué esa imagen y esa sensación estaban dentro de él con tal intensidad. Aquello había sido una despedida, pero no había dolor en su corazón por ello; sin embargo, reconocía el dolor viejo de haber experimentado una escena similar.
Comenzó a caminar en dirección a la cabaña de Kagome, llevaba la mirada baja, centrado en reestructurar algo en su interior que aún no conseguía ver del todo. Se sentía molesto, inútil ¿Por qué le resultaba tan difícil dilucidar sus propios anhelos?
Instintivamente comenzó a buscar algo, tocando el meñique de su mano derecha con el pulgar.
Un hilo rojo —pensó.
Se miró la mano y no encontró nada, aun así persistió, como si adivinara que ahí debía haber atado un hilo rojo.
Todo eran dudas, preguntas e incertezas. Tenía deseos de cerrar los ojos y no volver a abrirlos hasta que algo tuviese sentido. Pensó en que lo mejor sería dejar la leña en casa de Kagome e irse.
Llegó hasta la puerta y entró sin previo aviso, casi chocándose con ella que al parecer iba de salida.
—Lo siento —la escuchó decir, mientras bajaba la mirada, y sintió que esa disculpa era un absurdo, ella no tenía la culpa de nada. No había sido su culpa.
—¡No es tu culpa! —expresó, con inusitada fuerza. Kagome dio un paso atrás, como si le temiera.
¿Le temía? —pensó y experimentó la total desolación una vez más. Del mismo modo que cuando su sangre demoniaca tomó el control de su cuerpo y él sabía que podía matarla, pero su mente le advertía, como una pequeña luz tintineando al final de la oscuridad.
Dejó los leños junto a la puerta y salió de la cabaña, no podía con todo lo que sentía y se maldecía por pensar que él sólo era un medio humano.
¡Cómo podían los humanos lidiar con tantas emociones dentro! —por primera vez sintió que su parte demoniaca era la más débil.
Escuchó su nombre de boca de Kagome, pero no iba a regresar, al menos no aún, necesitaba el aire y correr y quitarse de encima el cansancio de todo lo que no alcanzaba a comprender.
De ese modo se abrió paso por mitad del bosque, corrió con energía por entre la maleza y la nieve. Quiso sentir la libertad que le daba el bosque y su olor, lo atesoraba desde que era un niño, estaba en su naturaleza salvaje. Sin embargo, mientras más se alejaba del Templo y de Kagome, más sentía como si su centro de gravedad estuviese ahí y mientras más distancia se creaba, más consciente era de cuánto necesitaba volver. Lo sentía en la piel, en el musculo, en el hueso, pero sobre todo en aquello que había aprendido a reconocer como un alma.
Saltó a la rama de un árbol y ésta se sacudió cuando se soportó en ella, dejando caer la nieve que se había acumulado. Se alzó alto por encima de las copas de los árboles, cerrando los ojos para respirar el aire frío que había dejado la nevada. Al principio se sintió libre, pero se sorprendió cuando percibió el olor agreste de una tumba. Abrió los ojos con rapidez y le pareció vislumbrar los huesos de su padre a lo lejos, más allá del bosque inmenso en que estaba. El impulso que se había dado ya no lo sostenía en el aire y su propio peso lo obligó a descender. Quería volver a elevarse y así lo hizo en cuánto encontró un soporte, pero al mirar a la distancia ya no encontró lo que le pareció ver y en su lugar encontró una enorme montaña.
—Mierda —exclamó. Su cabeza no estaba funcionando bien.
Y para reafirmarlo, al llegar nuevamente a tierra, pudo ver que a varios pasos a su lado corría la figura de una niña que vestía con ropas rojas hechas con tela de las ratas de fuego. Comenzó a vislumbrarla entre los árboles, corriendo en paralelo con él a un ritmo que le pareció increíble. Intentó precisar sus rasgos, porque no podía percibir su olor y cuando consiguió verla de perfil le pareció que era Kagome, un poco más joven que cuando la conoció, con su pelo oscuro recogido en una coleta alta; no obstante, lo que le golpeó el pecho en seco fue ver que le dedicaba una sonrisa desafiante y de su boca asomaban blancos colmillos como los suyos.
Frenó de forma brusca y la niña lo hizo también, a unos treinta pasos de él, podía llegar hasta ella en un salto, pero comprendió que la distancia que los separaba era otra, y no se podía medir con nada que tuviese cerca. Dio un paso en la dirección en que ella estaba y la vio saltar, girando sobre sí misma para darse impulso y perderse entre las copas de los árboles.
A su mente vino una idea que significaba algo: Dos fuerzas
Tenía que volver con Kagome, ella era la sabia; ella tenía que saber algo.
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Continuará
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N/A
Todo lo que va sucediendo aquí es un camino de semillas que iremos recolectando más adelante. La idea del hilo rojo tomado del haori de InuYasha me enamoró, cosas que salen de escribir
Espero que el capítulo les haya gustado
Gracias por leer y comentar
Anyara
