Capítulo IX
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Tú, que eres diosa en el reino de los anhelos, dime
¿Cómo vive en alma a través de los tiempos?
Todos los tiempos son uno y son infinitos a la vez.
No permitas que la luz, por tanta, no te deje ver.
Debes comprender, hermano mío,
Más allá de la construcción y la destrucción,
El anhelo cuando es puro
Puede cruzar las puertas de lo inexistente
Y hacerlo real.
Siglos llevan bajo nuestros pies
Quienes sobreviven las emociones
Sin conocer su potestad.
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—¿Recuerdas cómo murió Kikyo? —InuYasha formuló una pregunta que parecía absurda, lo sabía, pero algo no encajaba en sus recuerdos y necesitaba que Kagome lo guiara.
—¿Cómo? —preguntó ella, puesto que también se sentía extraviada.
—Eso ¿Recuerdas cómo murió? —insistió y la vio llevarse la mano al pecho y a la ropa, sosteniendo la unión como si sintiera frío.
—¿La primera vez? —su voz sonaba dubitativa y él buscaba certezas en su mente.
—La última vez.
Pudo notar como Kagome se ponía pálida y en el fondo de sus ojos bailaba un recuerdo.
—Kagome ¿Está todo bien? —escuchó la voz de la anciana Kaede sin saber cómo había llegado hasta ahí sin que él la percibiera.
Kagome se giró y le respondió, comenzando a bajar la escalera con ella y dejándolo a él ahí de pie, como si no le hubiese formulado ninguna pregunta.
—Kagome —la nombró, buscando llamar su atención.
Ella lo miró y la vio separar los labios para responder, pero lo único que recibió fue un gesto parecido a una sonrisa cortes, ni siquiera dedicada a él, una sonrisa como le daría a cualquier aldeano. Luego continuó el camino hacia la aldea junto a la anciana Kaede, que por lo demás no pareció sorprendida de verlo después de lo que parecía tanto tiempo. Se quedó ahí un momento más, mirando cómo Kagome bajaba la escalera cubierta de nieve con el cuidado que pedía la acción, ver eso lo tranquilizó y sintió que al menos estaría bien.
Miró tras de él y se encontró con el Templo en que estaba la Perla. Kagome venía de ahí y sentía la necesidad de explorar el lugar. Quizás debería ir por Miroku, él era bueno investigando lo inexplicable. Se resistió, no sabría cómo comenzar a expresar todo lo que le inquietaba.
Caminó hasta el Templo y se encontró con la puerta ligeramente abierta, pero no notó ninguna energía en ésta y eso por si sólo ya era extraño, sabía que Kagome usaba sellos, los ponía incluso en la entrada de casa. Considerando aquello, se adentró en el lugar y pudo ver a unos pocos aldeanos recitando sus canticos a la Perla y le resultó insólito que no parecían emitir olor alguno. Extendió la mano y tocó el hombro de uno de ellos, el hombre se giró para mirarlo y pudo ver el temor en su cara en cuanto se encontró con el hanyou; por un momento parecía que sus oraciones habían cambiado su finalidad. InuYasha lo inspeccionó con suspicacia, concluyendo que todo lo demás en el hombre parecía normal, así que lo liberó y éste se apartó con rapidez.
Luego se encaminó hacia la pequeña habitación que albergaba la Perla y miró los sellos de papel que estaba en ella, además de imaginar los sellos de energía que habría puesto Kagome. Contuvo un estremecimiento cuando pensó en cómo podían afectarle los conjuros a un hanyou como él, seguramente le quemarían hasta la sangre y estaría un día entero lamiéndose las heridas de su imprudencia, conocía bien el poder que tenía Kagome. Se estremeció ante ese pensamiento y frotó el pecho, recordando un dolor lejano. Su instinto, oculto tras capas de dudas, lo empujó a realizar una prueba necesaria para él y de ese modo se aventuró a pasar la uña por la rendija que unía ambas puestas, rasgando los sellos de papel en el proceso. Paradójicamente se sintió enfadado al notar que nada le sucedió; no hubo descarga, no hubo quemadura, ni herida. Escuchó tras de sí las voces de los aldeanos que parecían sorprendidos, aunque enseguida la sorpresa dio paso al entusiasmo por ver la Perla. InuYasha se quedó mirando la joya que permanecía finamente pulida en su forma esférica perfecta, podía distinguir la luz entorno a ella, pero no podía percibir su energía.
Se quedó un momento observando la Perla y pensó en que así, purificada y aislada del mundo, resultaba incluso hermosa. Los aldeanos continuaban murmurando y alguno de ellos, incluso, se había acercado más allá del límite que marcaban las lamparillas de luz a los laterales.
¿Qué pasaba? ¿Por qué no estaba Kagome aquí ya, para saber qué había sucedido con sus sellos? —sus propios pensamientos lo iban enfureciendo.
Cerró las puertas de la pequeña habitación en la que estaba la Perla y se giró hacia los aldeanos.
—¡Fuera de aquí! —les gritó, buscando que dejaran libre el Templo.
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Kagome se encontraba en la cabaña de la anciana Kaede y sostenía un vaso que ésta le había dado, con una infusión hecha de cáscaras de naranja seca y canela que la mujer preparaba en estas fechas, decía que era especial para subir el ánimo en los días fríos de invierno. Kagome estaba de acuerdo, sentía que sólo con oler la infusión se notaba algo más animada.
—¿Cómo se ha sentido de sus dolencias? —le preguntó, mientras la mujer daba vueltas al guiso que tenía sobre el fuego.
—Los huesos envejecen como todo y sólo queda convivir con eso —meditó y luego la miró—. El ungüento que me preparas me ayuda mucho.
Sintió que aquello debía alegrarla, pero le resultaba difícil definir las emociones que experimentaba. Intentó centrarse en el calor que le daba el vaso en las manos, quería mantener una conversación cordial con la anciana, que también era su mentora en todo lo relacionado con su labor de sacerdotisa. Por un momento se permitió recordar la amabilidad con que le había ofrecido un plato de guiso caliente el día que llegó a través del pozo; aunque primero intentó exorcizarla. Sonrió.
—¿Pensamientos gratos? —le preguntó la mujer.
—Sí, de cierta forma —aceptó, antes de beber un sorbo de su infusión.
La anciana no preguntó más, Kagome siempre había agradecido la sabiduría de Kaede. Eso mismo llevó sus pensamientos hacia la inquietud que le había manifestado InuYasha un momento atrás; si alguien podía llevar un recuento de los hechos era la anciana sacerdotisa.
—¿Kaede sama? —el tono de pregunta hizo que la mujer levantara la mirada hasta ella— ¿Cómo murió Kikyo?
La mujer se mantuvo mirándola un instante, para luego volver a observar el guiso.
—Mi hermana e InuYasha fueron engañados por Naraku, él le causó una grave herida y ella murió desangrada debido a ella —sus palabras tenían un aire de solemnidad que era el mismo que empleaba cada vez que se refería a Kikyo.
Kagome sabía que hablar de su hermana era algo triste para la mujer, sin embargo, insistió un poco más.
—Y ¿La última vez? —la anciana la volvió a mirar, parecía cavilar sobre sus palabras.
—Eso es algo que sólo puedes responder tú, Kagome —aquella fue una sentencia que no dejaba espacio a discusión. Kagome miró el líquido caliente de su vaso y las cáscaras de naranja flotando en él.
Envuelta en halos de luz.
Esa era la imagen que se repetía en su mente, e InuYasha sosteniéndola. Sentía dolor cuando lo recordaba, aunque no el mismo dolor que cuando él se marchó. Ambos hechos no cabían en el mismo mundo.
—¿Cómo vas con las flechas? —Kaede interrumpió sus cavilaciones y Kagome la observó como si no comprendiera qué le preguntaba, hasta que pudo poner en orden los pensamientos del pasado y del presente.
—Bien —dijo, finalmente, cuando consiguió ordenar el momento.
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InuYasha bajó por una ladera de la montaña, la naturaleza siempre lo tranquilizaba y respirar el aire en medio de los arboles le servía para centrar su mente. Iba en dirección a la cabaña de Kagome, de antemano sabía que no estaba ahí, pero la esperaría, no podía continuar con esta extraña sensación de estar perdiendo y recuperando momentos.
Mientras caminaba, y buscaba algo perdido en el dedo meñique de su mano derecha, comenzó a repasar hechos puntuales que necesitaba mencionar a Kagome para que ella le ayudara a ordenarlos. Entre los que debía aludir estaba la muerte de Kikyo, cada vez más confusa en sus recuerdos, el modo en que se había marchado con ella. InuYasha tenía consciencia de lo doloroso, y hasta desvergonzado, que era ir con ella para hablar de Kikyo, pero por otro lado sentía que Kagome era la única y la adecuada para crear un mapa de eventos. Tenía los recuerdos de la convivencia con la sacerdotisa, la primera mujer a la que deseo proteger, pero no los sentía y si algo había aprendido de Kagome era a guiarse por el corazón. Quiso recordar la razón de su separación de ella, de su compañera, sin embargo no lo conseguía y llegado a ese punto tuvo que detener su andar y tomar aire. Le dolía el pecho como si cargara con un pesar enorme que no sabía identificar. Intentó volver a centrarse en lo que le contaría a Kagome; por ejemplo, estaba lo sucedido en el Templo y la ausencia total de energía en la Perla, para finalmente llegar la niña. Cuando pensó en ella cayó de rodillas sobre la maleza y la nieve, su mente se convirtió en un remolino de eventos y no conseguía atrapar uno que le diera claridad; era como estar en medio de una maldita niebla que lo cubría todo.
Moroha —su pensamiento se colmó con ese nombre y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No tuvimos hijos —se recordó en voz alta, decretándolo, como si temiera pensar que había sido diferente.
Comenzó a tomar aire por la boca, a cortas respiraciones, para soltarlo luego con fuerza y calmar el dolor. Sentía que el pecho se le iba a desgarrar, no sólo era una agonía física, era como la peor herida que había sufrido.
¡Y este maldito olor a tumba! —pensó.
Se puso en pie con cierta dificultad, si hubiese querido correr no lo habría conseguido. Continuó con el camino y los primeros pasos le resultaron pesados, tuvo que esforzarse de forma absurda, pero poco a poco se fue aligerando, como si al acercarse a la casa estuviese volviendo al centro de sí mismo.
Estaba decidido a esperar a Kagome en la cabaña hasta que ella regresara y pudiesen desentrañarlo todo. Respiró con algo más de calma cuando se encontró a pocos pasos de la puerta que siempre se mantenía cerrada durante el invierno. Se adentró en la casa y se dejó caer en el suelo junto a la puerta para descansar la espalda contra la pared, se sentía agotado. El interior de la cabaña estaba cálido y el hogar que había encendido rato atrás aún mantenía una llama, ésta osciló y creó una suave onda que trajo consigo la reminiscencia de otro tiempo y de otro momento. InuYasha se llenó del aroma de Kagome, cerró los ojos y se permitió perderse en el recuerdo, por lo sublime que era y porque necesitaba algo hermoso en medio del desconcierto que sentía.
Habían tenido un buen día, por la mañana acompañó a Kagome a un poblado vecino en el que una familia tenía a dos de sus hijos enfermos y ella, con sus dones de sacerdotisa y curandera, les había dado las hierbas necesarias para tratar la fuerte gripe que estaban sufriendo, además de sugerir a los padres que secaran la ropa fuera de casa porque esa humedad les estaba encharcando los pulmones a sus hijos. Los padres asintieron sin entender la mitad de lo que ella decía, pero confiaban en la sacerdotisa y eso era suficiente para ellos.
Luego habían pasado por casa de Sango y Miroku, además de sus tres hijos, y ellos les habían invitado a compartir un plato de guiso. A continuación, Miroku le había pedido a InuYasha que le ayudara a reparar el tejado de unos vecinos, que eran muy mayores para ello y no tenían familia que les ayudara, los hijos de aquella pareja habían muerto en una de las tantas guerras existentes entre los señores de estas tierras.
No fue hasta muy tarde que pudo regresar a su hogar, luego de dejar a los ancianos en una casa mucho más acogedora de lo que era cuando habían llegado. InuYasha era consciente de lo útil que podía resultar su resistencia de hanyou para prestar servicio a otros, y se sentía grato con aquello, a pesar que pocas veces alguien se dirigía a él para darle una palabra de gratitud.
Aún estaba a pasos de casa y ya podía sentir el aroma de Kagome en el interior, saberla ahí y que el aire se llenara de ella era como si le aplicaran calor directo en el pecho. Antes de entrar se detuvo un instante a dos pasos de la puerta, cerró los ojos y se colmó de su aroma; había aprendido a disfrutar de ella incluso desde la distancia. Al entrar las sensaciones se intensificaron, no sólo podía olerla, también podía mirarla y oírla, ya con eso tres de sus sentidos comenzaban a dimensionarla. La encontró sentada junto al hogar, estaba vestida con la yukata con que dormía, mientras observaba pensativa el fuego que permitía una luz cálida en la estancia. Se quedó de pie mirando la escena: Kagome cepillando su pelo con calma, como si nada en el mundo tuviese mayor importancia que aquello, mientras escrutaba las llamas. En ese momento lo miró y le sonrió como bienvenida, para volver la mirada al fuego como si estuviese leyendo historias en él. Quiso preguntarle qué era lo que el fuego le contaba, pero no se sentía capaz de interrumpirla, Kagome se había vuelto muy intuitiva y aunque siempre atesoraría el carácter vivaz de ella, los instantes de sosiego como éste le resultaban íntimos de un modo que había aprendido a preservar.
Se acercó despacio, sin querer perturbarla y miró como la llama danzaba y creaba formas iluminando los contornos de la sacerdotisa que tenía en frente. Ella tomó a un lado el pelo que aún le quedaba por cepillar, la yukata ligera caía de forma leve por su espalda, lo que dejó su cuello al descubierto. InuYasha se quedó prendado de la piel que ahí se apreciaba y pensó en lo delicada y hermosa que parecía. Quería acariciarla, aunque sabía que Kagome no se lo había pedido; la caricia más atrevida que habían compartido hasta el momento era la de poner una mano sobre su cadera cuando la besaba y de ese modo acercarla a su cuerpo, mientras ella tocaba su pecho bajo el haori.
¡Kuso! —cómo amaba ese contacto. No era como cuando lo tocaba para curarlo durante las batallas contra Naraku, o cualquier otro demonio que lo hubiese herido. Era puro calor, emanando desde la punta de sus dedos y metiéndose bajo la piel para recorrerlo por completo.
Sin embargo, ahora se sentía hipnotizado por aquel punto en su cuello que lo atraía y como si él no tuviese más voluntad que esgrimir, extendió la mano muy despacio mientras ella continuaba cepillando su pelo y leyendo el fuego, completamente ajena a su intención. Acercó los nudillos con mesura, muy lentamente, siendo consciente de cómo se iba acortando el espacio y conteniendo el aliento ante la idea de ese tacto que anhelaba. Notó un escalofrío cuando pudo sentir el finísimo vello que cubría la zona y que provocó en Kagome una respiración profunda que la llevaba a comprender lo que sucedía. InuYasha se mantuvo atento a su reacción, muy quieto, por si ella se sentía invadida, pero no se movió más que para liberar el aire con suavidad. Él, en cambio, comenzó a respirar más agitado cuando comprendió su aprobación y se atrevió a tocar con sus nudillos la piel. Empezó a deslizar los dedos con delicadeza, notando como el momento se convertía en encanto y tortura entrelazados, creando en su interior una sensación nueva que sólo podía definir como éxtasis. Nunca imagino que un toque así de sutil pudiese estremecerlo de esa forma, apenas podía respirar. A Kagome se le había erizado la piel y él podía ver y sentir ese efecto en ella; ahora ya la olía, escuchaba, veía y tocaba, sólo le faltaba saborearla. Cerró los ojos ante la sensación de su sangre densificada, se sentía poderosamente excitado.
Vio como ella cambiaba las manos de sitio, para sostenerse a un lado del suelo de madera, parecía estar perdiendo la fuerza al igual que él. InuYasha se sentía temblar, un hanyou fuerte como él a punto de caer arrodillado por algo tan etéreo como un roce. Llegó al borde de la tela que le ocultaba de la vista el resto de la piel y sintió deseos de afilar las garras y continuar el recorrido cortando la ropa. No se había dado cuenta de lo cerca que estaba de perder la razón.
—InuYasha —la escuchó murmurar su nombre, sin llegar a mirarlo, y aunque no lo habían hablado y nada los había preparado para ese momento, esa fue la noche en que hicieron el amor por primera vez.
Definitivamente era uno de sus mejores recuerdos. Lo atesoraba, del mismo modo que lo desesperaba. Ansiaba volver a sentir ese pequeño contacto con la piel de Kagome, justo de ese modo, libre de barreras.
Miró hacia el fondo de la cabaña, el sitio en que estaba el byobu con la representación de una rama de flor de cerezo, desde la que caía una de esas flores y era recibida por una mano de garras afiladas cuyo brazo estaba vestido con una manga roja. No había más, pero era suficiente para entender que la flor era ella, en sus manos.
InuYasha sentía como el pecho se le inundaba de todo el amor que no podía dar ¿Qué haces con el amor que no puedes entregar? ¿Te ahogas en él?
La pregunta se generó en su interior y se quedó en el éter que lo rodeaba y que existía dentro de aquella casa que había sido construida con sus propias manos para compartirla con la persona que amaba.
En ese momento entró Kagome, aunque no lo vio de inmediato. Por un instante se permitió pensar que él la había atraído con sus recuerdos y con el amor que le profesaba. Contuvo el aliento para poder observarla en calma un segundo más antes que lo viese, sin embargo, aquello no duró. Ella se giró, lo miró y se mantuvo así, sin apartar la vista. Había tanto en esos ojos castaños, un cosmos en que InuYasha podía perderse y entonces notó como Kagome se tocaba el meñique de la mano derecha con el pulgar.
—Siento que hemos perdido algo —le dijo. Sólo en aquel momento él volvió a respirar.
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Continuará.
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N/A
Hasta aquí con este capítulo. Me gusta mucho como va la historia y las ideas que estoy pudiendo dejar plasmadas en ella. Espero que la disfruten como yo.
Gracias por leer y comentar.
Anyara
