Capítulo X

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InuYasha corría por medio del bosque a una velocidad que le estaba desgarrando los músculos. Podía sentir el miedo aprisionándole el pecho y el aire silbando en sus oídos. Kagome estaba lejos y estaba en peligro. Se lo decía el instinto que había podido desarrollar durante los años que llevaba a su lado. Le faltaba el aire y le dolían los pulmones al respirar, pero aun así continuaba exigiéndole a su cuerpo, porque debía llegar con ella y con la criatura que llevaba en su vientre. Se maldecía por no habérselo mencionado todavía, quizás, si ella lo supiera no se pondría en riesgo de ese modo, sin embargo, le había parecido pronto. Kagome era fuerte, pero él había escuchado de mujeres humanas que no llegaban a sostener los embarazos durante las primeras semanas y no quería crearle una ilusión que luego la hiciesen sufrir.

Se llenó los pulmones con una bocanada de aire, haciendo que estos se extendieran más aún en su capacidad. Ya estaba cerca, podía oler su sangre y eso lo estaba llevando al límite de su aguante.

Mataría al que le hubiese hecho daño.

Le había dicho tantas veces que no saliera sola, que él tenía que acompañarla a todos los lugares para que estuviese segura, pero el propio silencio de Kagome lo llevaba a entender que era un ingenuo si pensaba que ella se quedaría esperando en casa.

Volvió a respirar profundamente, como un preámbulo a su aparición en medio de lo que estuviese sucediéndole a Kagome y el olor de su sangre le llenó la nariz, eso lo llevó a un estado de furia cercano a su transformación en youkai. La escena que se encontró fue a la de un torbellino de polvo que se acercaba peligrosamente a Kagome quien mantenía el arco tensado con decisión, era tan alto como un árbol y su color era verde como el de las hojas que se pudren en el barro.

¡Qué hacía que no disparaba! —la pregunta se quedó en el mismo aire que él cruzaba para interponerse entre la extraña figura y su compañera.

Su aguda visión lo llevó a determinar que el brillo que se producía en el interior del remolino diabólico eran hojas de espadas que giraban dentro, e iba directo hacia Kagome.

—¡Kagome! —gritó su nombre, un tanto por desesperación y otro tanto para advertirla de su intervención. Sin embargo, ella no cambió su postura.

InuYasha podía ver la mancha roja en la manga del hitoe y cómo caían las gotas de sangre desde su brazo y mojaban la hierba.

Escuchó la flecha salir despedida, justo un segundo antes de poner un pie en el suelo. La flecha purificadora surcó el aire, dejando una estela brillante tras de sí e impactó de lleno en el torbellino, lo que obligó al demonio a detenerse, acusando la flecha en una de sus cuatro patas; cada una de ellas tenía una cuchilla afilada y dispuesta a cortar.

Kagome se permitió respirar ahora que InuYasha había llegado. Creía que su flecha sería suficiente para exterminar al demonio y confiaba en conseguir dar entre los ojos, aunque la tarea resultaba compleja dada la velocidad con que giraba. No podía evitar la preocupación ante su falta de asertividad, ella tenía la capacidad de saber qué había más allá y, sin embargo, en este caso no había funcionado. Por un momento abandonó la preocupación, fue cuando percibió la energía de su compañero y escuchó la advertencia que le daba; él entraría en batalla y aquello la llevó a sentirse más fuerte.

—¿Estás bien? —le preguntó InuYasha, posicionándose entre ella y el youkai que tenía la apariencia de una comadreja con afiladas cuchillas en sus patas.

—Sí —respondió ella con premura, para tranquilizarlo y permitir que se centrara.

Kagome tenía un corte en el brazo, se lo había hecho mientras huía del demonio para buscar una mejor posición de ataque y en el trayecto éste había arrasado con varios árboles. Se lo había topado mientras recorría un paraje en que podía recolectar un tipo particular de hierba medicinal. Le había escuchado decir al youkai que una mujer en su condición era un excelente bocado. No estaba segura de a qué se refería, pensó que hablaba de su situación de sacerdotisa.

InuYasha mantenía su actitud de alerta, esperando a que el ser atacase y de ese modo leer los movimientos y dar el golpe con Tessaiga justo en el lugar adecuado para terminar con él, no tenía intención de alargar esto. Kagome fue consciente de la concentración de su compañero y del modo enérgico y a la vez sutil en que tensaban los músculos de sus hombros y sus piernas bajo el haori. Había compartido muchas batallas con él y aun así, siempre se sorprendía de la fuerza que emanaba InuYasha. Al principio pensaba que el golpe emocional que sentía era debido a su admiración por él y el poderío que mostraba en la lucha, sin embargo a medida que sus propias cualidades como sacerdotisa se fueron refinando, fue capaz de sentir la energía que él emanaba como algo real y potente, además de sentir como esa fuerza le tocaba piel y amenazaba con empujarla metros más atrás.

La comadreja de cuchillas afiladas decidió volver a crear el torbellino de viento con que atacar a Kagome y a su protector, claro que al estar herida por una fleja purificadora sus movimientos no conseguían la misma fuerza y velocidad. Así fue que InuYasha se agazapó levemente, comprimiendo los músculos al máximo en una inclinación firme, para tomar impulso y alzarse con Tessaiga y devolverle al youkai su propia energía demoniaca a través de un Bakuryuha. Kagome absorbió parte del poder de la onda explosiva y tuvo que retroceder un par de pasos para mantener el equilibrio. Se protegió los ojos con la manga de hitoe, para evitar que el polvo que se dispersaba por el aire entrara en ellos.

Cuando ya le pareció seguro se despejó la vista y pudo apreciar a InuYasha que se mantenía de pie a metros de ella, agitado, ante los residuos de lo que había sido su contrincante. Kagome tenía que aceptar que verlo en batalla era impresionante. Fue consciente del momento en que se giró hacia ella, no sólo por el movimiento, sino por la energía que desprendía. Un halo de poderío lo rodeaba, mientras envainaba a Tessaiga, era lo habitual cuando esgrimía una ofensiva, su energía demoniaca se intensificaba y Kagome la percibía en cada poro de la piel. Su mirada estaba fija en ella y se acercaba plantando cada paso como si aún no terminara de luchar. Ella supo que debía mantenerse firme, a pesar de que él estuviese enfadado, no podía tenerlo de salvaguardia todo el tiempo.

—¡¿Estás loca?! —ahí venía la primera estocada— ¡Te he dicho por activa y por pasiva que no te alejes sin mí! —el reclamo estaba echado.

—No puedo tenerte siempre disponible —se defendió con la mayor entereza posible. Podía comprender la necesidad que tenía InuYasha de protegerla, pero ella también debía medir su propia capacidad y junto a él, a veces, era muy difícil.

—¡¿Por qué no?! —hacía la pregunta con total sinceridad.

Kagome sintió que se le arrebolaban las mejillas por la satisfacción y el enfado; aun le costaba mucho mediar su carácter. InuYasha la miró a la cara y las pupilas se le dilataron cuando vio los diferentes tonos de rosa en sus mejillas. No estaba seguro de la razón, pero aquella reacción en ella siempre le había fascinado, tanto si la provocaban sus palabras o sus besos.

—Por qué necesito valerme por mí misma —quiso explicarse.

—¡No lo necesitas, yo estoy para protegerte! —él insistía, pero aunque aún alzaba la voz, su tono iba calmándose.

Kagome levantó la mano derecha y le enseñó el hilo rojo que llevaba atado al dedo meñique, idéntico al que llevaba él.

—Compañeros e iguales —hizo mención al compromiso que ambos habían hecho. InuYasha marcó una línea recta en sus labios y tomó aire profundamente.

La había conocido testaruda, no podía decir que no estaba advertido. La había conocido, incluso, temeraria, tampoco podía decir que no estaba advertido.

—Sí, compañeros e iguales —ahora él alzó su mano derecha para que ella viera el hilo rojo que él llevaba atado—, pero tú tienes cualidades que yo no tengo y a la inversa —intentó ser claro, no la menospreciaba como guerrera.

¡Por Kami! —¿Es que no lo entendía?

—Tengo que poder ir más lejos cada vez —continuó defendiendo sus decisiones.

InuYasha le tomó el brazo sangrante y lo alzó.

—Estás herida ¿Lo ves? —la increpó, ya al límite de la paciencia.

—No hagas eso, me duele —se quejó. InuYasha bajó el brazo sin soltar el agarre, sintiendo como un fino hilo de la sangre caliente de Kagome le recorría la mano a él también.

Lo siguiente sería decirle que estaba esperando un hijo. Su olor había cambiado hacía dieciocho días, lo había notado dos noches después de la luna nueva y aún no sabía si su estado era producto del encuentro de esa noche o de los anteriores como hanyou. No podía negar que le costaba saber qué prefería ¿Sería posible que naciera un niño completamente humano si lo engendraban en una noche de luna nueva?

—¿No vas a discutir más? —Kagome pareció sorprendida.

—¿Vas a dejar de alejarte, sola? —preguntó él, casi resignado. Ella negó con un gesto suave. Él le soltó la mano— Entonces de qué me vale discutir.

Comenzó a caminar en dirección a la aldea. La única alternativa que le quedaba era ser la sombra de Kagome, le gustara a ella o no.

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InuYasha abrió los ojos en mitad de la noche, el silencio del lugar era sepulcral, lo único que se oía era el crepitar del fuego en la hoguera que había encendido llegada la noche. A poca distancia de él estaba Kagome que permanecía dormida, después de horas. La admiró, se había girado y podía escrutar su espalda con libertad. Tenía el pelo sostenido en una trenza suelta, hecha para poder dormir con comodidad y él se detuvo en la forma en que su cuerpo creaba una suave curva en la cintura y volvía a alzarse en la cadera. Recordó un tiempo en que esa cintura estuvo algo menos estrecha y como ella dormía en una posición similar cuando ya estaba a semanas de dar a luz. Respiró profundamente.

Kagome había llegado a la cabaña y le había confesado que sentía que había algo extraño en todo lo que les rodeaba. InuYasha incluso llegó a sentir que lo miraba diferente.

—Siento que hemos perdido algo —fueron sus palabras, e InuYasha notó cierto alivio en el pecho, a pesar de no tener nada claro aún. Sin embargo, comenzar a buscar ese algo junto a ella ya le daba esperanza.

—¿Tú también lo sientes? —habló con total seriedad.

Kagome asintió y retrocedió el paso que la separaba de la cubierta de madera que daba al hogar, para sentarse ahí. No sabía cómo explicarlo, eran una serie de diminutas sensaciones, lo podía llamar intuición. Sin embargo, luego estaba su propia necesidad de olvidar que tenía dudas y seguir siendo la sacerdotisa que custodia la Perla de Shikon, ex compañera de un hanyou. En realidad, tenía miedo a lo que podría descubrir.

—¿Qué notas diferente? —InuYasha movió ligeramente las orejas cuando escuchó la pregunta. La voz de Kagome sonaba cauta, podría decir que temerosa. Tomó aire profundamente y comenzó con lo que le parecía más simple, a pesar de saber que nada lo era.

—No recuerdo cómo murió Kikyo, más bien, recuerdo que murió, y no es del todo lógico —comenzó a explicarse sin llegar a mirar a Kagome a los ojos.

—Envuelta en halos de luz —sentenció ella. A InuYasha se le tensó la espalda y pudo mirarla fijamente. Ella evocaba el mismo recuerdo que él.

—Sí —aceptó, con prisa.

—Eso fue —Kagome dudó y se tomó un momento para reflexionar sus palabras, era difícil buscar entre la niebla de los hechos—… después del Monte Azusa —extendió la mano y tocó con la punta de los dedos su arco que descansaba a un lado.

InuYasha volvió a bajar la mirada, buscando en su mente el momento, el recuerdo exacto. Era consciente del esfuerzo que le significaba.

Eres la primera mujer a la que he amado —la frase colmó su pensamiento, la recordaba, pudo ver claramente a Kikyo entre sus brazos, pudo sentir la despedida y un beso dedicado al amor que nunca pudieron compartir. Se llevó la mano a los ojos para comprobar si las lágrimas eran un recuerdo o una realidad.

—Entonces ¿Por qué ella seguía aquí? —preguntó, mientras se miraba los dedos secos. No sabía cómo interpretar lo que comenzaba a aparecer en su mente como la verdad. Sin embargo, en su corazón había certeza. Sólo en ese momento empezó a entender el vacío de este tiempo junto a Kikyo; ese tiempo no había existido.

¿Es este el camino que has elegido? —fueron sus palabras, al inicio de este mismo día. Entonces no las comprendió, pero de alguna manera ahora cobraban sentido.

—¿Qué te dice tu corazón? —Kagome aprendió a entender el vínculo que InuYasha había tenido con Kikyo, pero aún hoy le resultaba difícil escrutar lo que él guardaba en su corazón por la sacerdotisa. Además, InuYasha había preferido partir con ella antes de quedarse a su lado ¿No?

La duda era como un aguijón en su pecho. Se llevó la mano hasta el hitoe y lo sostuvo en esa zona. InuYasha respiró hondamente y descanso la cabeza en la pared con el mentón ligeramente alzado, desde ese punto miraba a Kagome. Lo que iba a decir no le iba a gustar, pero este era el camino; él lo sabía.

—Apareció para protegerme —sentenció. Ella cerró la mano entorno al arco, el mismo arco que ahora recordaba haber heredado de Kikyo.

No quería continuar con las preguntas, sentía que cada respuesta le cruzaba el corazón. Después de todo él se había ido con ella, la había preferido antes que quedarse a su lado, no sabía por qué lo había hecho y la duda resultaba irreconciliable con la idea de tenerlo frente a ella. De qué podía protegerlo Kikyo, InuYasha era el hanyou más poderoso que conocía, sólo había visto a Sesshomaru como capaz de contenerlo y eso porque era un youkai. Su mente la llevó a pensar en Rin y en sus niñas.

—¡¿De qué?! —gritó, haciendo una pregunta que iba más dirigida a acallar sus pensamientos que a obtener una respuesta.

InuYasha se mantuvo en silencio un momento, aquellas dos sílabas habían salido de Kagome como un torrente y era consciente de la batalla que ella comenzaba a tener en su interior.

InuYasha, esta batalla no se gana con espadas —habían sido las palabras de su padre. Aún no sabía de dónde habían venido, pero estaba dispuesto a descubrirlo.

—Del dolor. De tu dolor —sentenció, a pesar del sufrimiento que parecía sentir Kagome. No quería dañarla, era lo que menos quería, pero debía confiar en su fortaleza; ella era su compañera y su igual, no podía prodigarle un respeto menor a ese.

Por un momento Kagome tuvo un destello, una imagen en la que besaba el rostro pequeño de una bebé que mantenía en los brazos. Se puso pálida, podía notarlo por el frío que le cubrió las mejillas y que corrió por su espalda, bañando la médula de sus huesos; era un frío yermo en el que no podía crecer nada. Lo siguiente fue comenzar a negar con un gesto de su cabeza, primero con suavidad, hasta que el gesto se hizo mayor y más marcado.

Cerró los ojos.

—No, no —ahora comenzaba a verbalizar su negación.

InuYasha se puso en pie para ir hasta ella, que subió las piernas en la cubierta de madera, quedando arrodillada.

—No ¿Qué? —le apremió él. Sus recuerdos no eran mucho mejores y le lastimaba ver a Kagome así, pero se volvió a recordar que el camino era este.

—Tú te fuiste con ella. Tú te fuiste, ese es el dolor, no hay otro —Kagome continuaba negando, mientras miraba a cualquier punto de la habitación menos a los ojos de InuYasha; sentía que la intensidad de su color dorado la iba a desmadejar, la dejaría sin fuerzas para ocultarse.

—Yo nunca me he ido, Kagome. Creo que en realidad nunca lo he hecho —mientras más se acercaba a ella, ella más retrocedía.

La veía temblar.

—Sí, lo hiciste —lo acusó, continuaba sin mirarlo y ya tenía los ojos anegados por las lágrimas que no quería derramar.

¿Era cierto? —se preguntó InuYasha, no obstante, todo su ser le decía que no. Entonces tuvo una visión de ella en la que parecía recogida sobre sí misma y rodeada por un aura que era fuerte como una barrera. No pudo evitar comparar esa imagen con la forma en que Kagome estaba resguardando su corazón.

—¿Cuánto tiempo estuve lejos? —continuó presionando él. Necesitaba que la mente de Kagome rompiese las barreras, en tanto él sentía los golpes que sus propias visiones le estaban dando. Tenían que dilucidar la verdad entre los dos.

La niña se llamará Moroha —InuYasha sintió la presión en su pecho ante ese pensamiento y a punto estuvo de gruñir. Se contuvo, no podía asustar más a Kagome.

—No lo sé —ella volvía a negar—. Mucho. De lo contrario no me habría quitado esto —alzó la mano derecha indicando su dedo meñique.

Para sorpresa de ambos, el hilo rojo estaba ahí. Kagome se quedó sin habla, eso no era posible, hace unos minutos atrás ese hilo no existía. InuYasha se apresuró a mirar su propia mano derecha para comprobar que su hilo rojo también había vuelto.

—Aquí está, Kagome, la respuesta está aquí —le tomó la mano derecha con su propia mano derecha. Necesitaba que ella recurriera a ese vínculo para que ambos recobraran lo que habían perdido.

Para él todo apareció de golpe en su mente.

En ese momento Kagome lo miró a los ojos. InuYasha pudo ver la comprensión de ella cayendo con la forma de dos lágrimas gruesas que llevaban consigo todo lo que ella pensaba, comprendía y sentía. Tuvo el deseo de contener esas lágrimas y bebérselas, para que todo lo que Kagome era permaneciera dentro de él.

Se pegó la mano de ella al pecho, rodeándola con su otro brazo para atraerla a su cuerpo y que lo sintiera como la fortaleza que quería ser en este momento.

Kagome lloraba, lloraba y negaba. La notó forcejear dentro del abrazo que había creado y sintió que si ella no cedía él se iba a morir de tristeza. No soportaba la idea de saber a Kagome desapegada de la verdad, ella tenía que recordar a la niña que compartían, no podía permitir que siguiera perdida en el éter en que se encontraban.

La besó.

No era un beso romántico, carecía de todas las características para serlo. Era un beso desesperado, producto del ansia de recuperarla y del miedo que sentía a que Kagome nunca más volviese a vivir en el espacio que ellos dos compartían juntos. Por un instante recordó ese primer beso que se dieron en el palacio de Kaguya. La emoción debía de ser muy similar. La sintió ablandarse entre sus brazos, al punto de saber que si no la sostenía Kagome no podría hacerlo por sí misma.

Lo besó, sin buscar entre sus labios, sólo sintiendo la forma en que InuYasha intentaba recordarle que estaba ahí, que era su compañero y que la amaba.

Desde eso ya habían pasado horas. Kagome había llorado y ambos habían hilado recuerdos hasta que estuvieron demasiado cansados parar seguir. Después de eso, ella se durmió.

InuYasha se giró y quedó sobre su espalda, mirando las lanzas de diamantes que estaban incrustadas en lo alto del agujero que Hosenki, el creador de perlas, había dejado en el lado derecho del esqueleto de su padre, el lugar en que él y Kagome se descubrieron luego de aquel beso que pareció despertarlos del letargo.

Aun en el fondo de aquella caverna se encontraba la cabeza de Hosenki.

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Continuará.

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N/A

Aquí estoy nuevamente. Al fin he conseguido llegar hasta aquí, y lo que me falta todavía… jajajjajajajaja…

Espero que sus suposiciones encontraran al fin un lugar

Muchas gracias por leer y comentar, estoy intentando responder los comentarios, espero no saltarme ni repetirme ninguno (*v*)

Besos!

Anyara