Capítulo XI

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¿Recuerdas cuando Susanoo dio vida a Raijin?

Toda la energía del cielo se centró en un punto de luz

¡Qué maravillosa creación!

Hermosa, sí,

Un trueno que cimbró las montañas

Tan apabullante como la tormenta que lo acompañó

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Kagome comenzaba a despertar, notaba la bruma que precede a la claridad del primer pensamiento. Por ese pequeño instante sintió el alivio de despertar de una pesadilla, pero de inmediato comprendió que no había sido un sueño. Sintió nuevamente la misma presión que tenía en el pecho antes de dormirse debido al cansancio. Ahora comprendía que todo era cierto, aquella conversación con InuYasha había existido, también el beso y todos los recuerdos que llegaron con él, además del lugar en que se encontraban. Se recogió sobre sí misma, sintiendo la dura superficie en la que estaba recostada.

¿Qué pasaría ahora? —pensó, pero no tenía fuerza para decidir.

Escuchó a la distancia el graznar desgastado de una criatura parecida a un pájaro, no tuvo que mirar para saber de qué se trataba, el esqueleto de un ave que aún mantenía plumas en las alas. Recordaba haber estado aquí dos veces antes y ambas habían desgastado su energía, pero ninguna como en esta ocasión.

Durante la conversación con InuYasha no conseguía calmar la desesperación por el dolor que comenzaba a aflorar en su pecho. Sabía que ese sufrimiento iba a estallar y por eso se negaba con todas sus fuerzas; no quería recordar la desolación. No fue hasta que él la besó, producto de una desesperación similar, que se entregó a lo que pudiese venir. En ese momento, mientras sentía la forma en que InuYasha la aprisionaba y luego la sostenía, comenzó a pasar por su cuerpo, mente y emoción, todo lo que no quería recordar. Se vio en la cabaña que compartían, vio a aquel que le había advertido sin poder traer su nombre a la memoria aún, fue consciente del nacimiento de las hijas de Sesshomaru y la forma desoladora en que se las había llevado cuando apenas tenían unas horas de nacidas. Recordó a Moroha, sonrosada y berreando cuando llegó a este mundo, y luego la recordó entre lágrimas cuando se la entregó a Hachi para que la pusiese a salvo. Entonces ya no pudo contenerse más y abrió los ojos, sólo para encontrarse en el paisaje árido al que los había enviado Sesshomaru y ahora que estaba en silencio y resignada, recordó la furia oscura que la había embargado cuando se vio en este lugar. No hubo espacio para la Kagome resolutiva y hasta optimista que solía ser; sólo sentía odio, el que únicamente era comparable con el odio que sintió en el alma de Kikyo cuando revivió. Era tal su estado que en el momento en que InuYasha quiso acercarse a ella y calmarla, Kagome puso una mano contra el pecho del hanyou y lo impulsó con una potente energía purificadora que lo dejó inconsciente en tierra. Un destello de razón la hizo comprender lo cerca que estaba de acabar con todo y se recogió sobre sí misma, creando una esfera de energía entorno, para dormirse y evitar un daño mayor. Por un instante se permitió pensar que así debía de sentirse InuYasha cuando su sangre demoniaca lo poseía.

Todos llevamos un demonio dentro —pensó, sólo que no sabemos cómo es, ni qué lo hará manifestarse.

En su caso había sido el dolor.

Ahora mismo se encontraba agotada por ese mismo sufrimiento y por los sentimientos que volvían todos de golpe. No tenía fuerza para pensar, así que intentó volver a dormir.

InuYasha la observaba, aún estaba recostada de espalda a él. Sabía que había despertado, el ritmo de su respiración la delataba; sin embargo, no se había levantado. Pensó en ir hasta ella y hablarle, para que juntos comenzaran a pensar en lo que debían hacer, pero cada vez que creía que era una buena idea, recordaba la forma amarga en que lloraba por la noche, y lo inútil que él se sentía.

¿Cuántos días llevaban aquí? —se preguntó.

Le resultaba difícil medir el tiempo. En medio de la ilusión en la que se encontraban el tiempo parecía muy extenso, años quizás, pero lo cierto es que ellos aún estaban vivos, no habían muerto de hambre o de sed y estaba seguro que no habían muerto devorados gracias al aura purificadora de Kagome que los había envuelto.

Se puso en pie y acercó unas cuántas ramas secas al fuego, para que éste no se apagara. Luego se giró y miró a la distancia, resolviendo que no sería mala idea explorar un poco, aunque no podía dejar sola a Kagome. Decidió que le daría un momento más de descanso y luego saldrían. Su estómago le pedía comida y no sabía bien cómo podría conseguirla. Pensó en las aves esqueléticas que volaban alrededor ¿Tendrían algo de carne que comer?

Se acercó al borde del agujero que había en el cuerpo de su padre. Respiró hondo y miró al cielo, sentía que podía sacarle los ojos a Sesshomaru por encerrarlos aquí. Estaba furioso con la vida por enviarles una nueva jugarreta y consigo mismo por la debilidad que había mostrado al caer en la desesperación y permitir que su mente lo aislara de la realidad.

¿Cómo estaría Moroha? —no podía dejar de pensar en ella. Sabía que no le serviría de nada volver a sucumbir a la desesperanza, aunque tenía ganas de romper el cielo con su espada y cruzar el inframundo si tenía que hacerlo para llegar hasta ella. Suspiró, sabía que usar el Meido Zangetsuha no era seguro, lo que pasó en la batalla con Naraku había sido único, ese poder no estaba pensado para abrir portales y no quería perder también a Kagome en ese proceso.

Tenía que pensar algo y hacerlo con su compañera sería lo mejor, sin embargo, era consciente de la debilidad espiritual que estaba experimentando ella. Se tocó el hilo rojo del meñique con el pulgar; era bueno saber que estaba ahí otra vez. Aquello le llevó a recordar que su hija le sostenía de ese dedo con su pequeña mano.

Respiró hondamente. Moroha era una niña fuerte, más que una niña humana corriente, al menos sabía que su salud sería una fortaleza, pero había demasiados peligros. Kagome decidió enviarla con Kouga, e InuYasha había aceptado a regañadientes, sin embargo, comprendía que no podían dejarla en la aldea con ninguno de sus amigos.

¡Qué difícil era decidir el destino de una hija! —pensó e inmediatamente comprendió que sólo le tocaba procurar que viviera.

InuYasha se perdió en un recuerdo, aliviado, de poder reconocer aquello en su corazón como una certeza.

Kagome llevaba tres noches casi sin poder dormir y por los suspiros que le oía cada poco tiempo, suponía que esta sería la cuarta noche. Estaba en las últimas semanas de embarazo, ella había hecho cuentas con los antecedentes que le había dado InuYasha de la luna en que comenzó a oler diferente, de eso hacía ya ocho lunas nuevas y esta noche era luna llena. Se mantenía atento, sentado con la espalda contra una de las paredes de la cabaña, mientras Kagome daba vueltas de un lado al otro del futón en busca de conciliar el sueño. De pronto la vio incorporarse de lado sobre uno de sus codos, lo miró desde ahí y suspiró nuevamente.

—¿Necesitas algo? —le preguntó, no quería que ella se levantara sin necesidad, le costaba moverse y llevaba todo el día con los pies inflamados.

—Agua —Kagome respondió, soltando el aire, mientras intentaba sentarse.

—Espera —le pidió, InuYasha, arrodillándose sobre ella para abrazarla y de ese modo permitir que Kagome se sentara.

Tomó un cazo del recipiente en que conservaban el agua para beber y se la acercó. Ella lo recibió con una mano y le sonrió antes de llevárselo a la boca y tomar a sorbos pequeños. InuYasha no pasó por alto el que la sonrisa no le iluminó los ojos, se le notaba cansada y no pudo evitar pensar que estar embarazada resultaba hermoso de muchas formas: la emoción de la noticia, los planes, los primeros movimientos del bebé, escuchar los rápidos latidos de su corazón. Sin embargo, también acercaba las miserias de la condición humana: dolores en el cuerpo, dificultad para dormir y la piel estirándose de una forma increíble, también estaba el miedo. Ciertamente había que ser valiente para estar embarazada.

Levantó la manta que la cubría para dormir y le miró los pies, aún estaban hinchados, tal y como suponía. Se acercó al baúl en que Kagome conservaba las medicinas y respiró profundamente antes de abrirlo y darse un golpe de olores en la nariz. Tomó de ahí el ungüento que ella usaba para la inflamación y sólo cuando cerró el baúl comenzó a soltar el aire para poder respirar nuevamente. No es que todos los olores fuesen desagradables, pero eran muchos y eso lo mareaba, demasiada información olfativa que no necesitaba manejar.

Se sentó delante de Kagome y ella supo de inmediato lo que iba a hacer.

—Gracias —le dijo y la sonrisa casi le iluminó la mirada. Él se sintió satisfecho sólo con eso.

Comenzó a frotar uno de los tobillos de su compañera, que ahora mismo estaba haciendo que su cuerpo trabajara infatigablemente para traer al mundo una muestra tangible del amor que compartían. Lo menos que él podía hacer era mantenerla lo más cómoda posible. La tensión que la situación estaba creando en ambos, todo lo que había dicho aquel hombre que se le apareció a Kagome durante el eclipse en que nacieron las hijas de Sesshomaru, era algo que no les había permitido estar tranquilos. InuYasha no se resignaba a sentir amenazada la vida de su hija sólo por no ser del todo humana. Kagome tampoco quería preocuparlo con su propia angustia, así que los diálogos entre ellos se habían vuelto extraños, casi podría decir que inexistentes. Hablaban de cosas cotidianas sin problema: la comida, la ropa, la casa, las medicinas que preparaba Kagome, los trabajos que hacía con Miroku en las aldeas cercanas. Sin embargo, cuando llegaban a momentos de intimidad como este todo era silencioso, apenas había palabras, todo fluía en base a gestos e incluso en el momento de hacer el amor la entrega era silenciosa e intensa, como si el mundo se los quisiera tragar y ellos se aferraran a la vida a través de la carne.

InuYasha le masajeaba los tobillos y luego los dedos uno a uno, procurando ejercer una mínima fuerza para no dañarla. Con el tiempo había aprendido a ser sutil con ella, para no tener que repudiarse por dejar un morado en su brazo sólo por sostenerla cuando cruzaban un río. Había aprendido a amar sus noches como humano, en ese momento podía estrecharla con toda el ansia que sentía, sin que su fuerza resultase peligrosa. Incluso, esperaba aquellas noches para poder recorrerla, besando y mordiendo su cuerpo sin temer a dañar la piel con sus colmillos.

Notó un olor particular y eso lo hizo alzar la mirada. No olía a sangre, tampoco olía a agua, aunque parecía una mezcla de ambas cosas y algunas más. La miró a los ojos, Kagome expresaba alegría y temor a la vez. En ese momento él comenzó a comprender lo que estaba pasando.

—InuYasha —lo nombró.

—Te has mojado —él hizo hincapié en lo evidente. Se le comenzaba a humedecer una parte de la yukata y el futón bajo el cuerpo. InuYasha sintió como el corazón le daba un salto en el pecho. Su niña ya venía—. Voy por Kaede.

Se puso en pie para salir, pero antes de hacerlo se arrodilló delante de Kagome y le dio un beso que intentaba traspasarle todo su amor y fuerza, sabía que después no tendría momento de hacerlo. Ella le respondió con emoción mientras ponía su mano en la mejilla de su compañero.

Durante las horas posteriores InuYasha se mantuvo sentado en un rincón de la cabaña, en silencio, apretando las manos en puños dentro de las mangas de su haori y contando el tiempo que pasaba entre un quejido de dolor y el otro de Kagome. Ella se lamentaba, sudaba y se paseaba por la habitación, acompañada por Sango que comenzaba a tener los dedos de una mano amoratados por la presión que Kagome ponía en ellos. Él se puso en pie y le indicó a su amiga que descansara, comprendió que la labor de parto sería larga y si quería que Sango la asistiera junto a Kaede, necesitaba que estuviese descansada.

La mujer acató sin queja, no sin antes dedicarle un toque en el brazo al hanyou. Años atrás no lo habría imaginado capaz de tal delicadeza, sin embargo, el tiempo parecía haberlo serenado.

Los dos iban caminando por el interior de la casa y junto al hogar que se mantenía encendido. InuYasha sostenía a Kagome por ambos brazos, creando una sujeción, mientras ella daba pasos cada vez más cortos. En algún momento el paseo se detenía, ella se quejaba y se contraía al punto de tirar de él hacia el suelo, como si buscase sentarse, hasta que el dolor parecía ceder y darle un respiro, luego de eso InuYasha contaba el tiempo.

Esta era una situación completamente nueva para él, a pesar de haber estado sobre el tejado de dos mujeres parturientas durante los últimos meses, intentando recolectar información sobre el momento. Incluso había asistido como espectador al parto de una cerda, para observar cómo era que nacía una criatura.

—Quiero que todo salga bien —le confesó Kagome, en uno de los respiros que le daba el dolor. Su cara estaba sudorosa y congestionada.

—Va a salir bien —le aseguró InuYasha con la misma certeza con que blandía la espada en batalla. Luego le secó el sudor de la frente con una de las toallas de Kagome que él llevaba al hombro.

—Tengo miedo por ella —le pareció que se iba a poner a llorar. Entonces la abrazó completamente, rodeándola.

—Haremos lo que tengamos que hacer para protegerla —le aseguró, mientras ella se sostenía de la espalda de su haori, hacía semanas que no podía rodearlo con sus brazos—. Somos fuertes, Kagome, juntos destruimos la oscuridad de Naraku, podremos con esto.

La escuchó suspirar en el abrazo, para luego sostenerla en una nueva contracción de parto. Supo, por su cuenta del tiempo, que Moroha estaba lista.

Cuando la anciana Kaede y Sango vinieron para asistir a Kagome, él volvió al rincón en que había pasado las primeras horas y esperó en silencio, sin hacer ruido y sin perder detalle de lo que sucedía, ni del olor a sangre que lo llenaba todo. En algún momento Kaede le sugirió esperar fuera, pero InuYasha soltó un bufido por la nariz que dejaba claro que de ahí no se movería. Cada vez que Kagome notaba una contracción se quejaba y su cuerpo se retraía hacia el suelo, Kaede le pedía que empujara, mientras Sango la sostenía por los brazos desde la espalda. InuYasha pensaba que era él quien debía estar sosteniendo a su compañera, quería ayudarle de algún modo; sin embargo se contuvo ante el trabajo de las dos mujeres.

Esperó y esperó, sintiendo la angustia del esfuerzo de Kagome ¡Qué difícil era dejar que ella sufriera!

Ya está —dijo en un momento Kaede.

Entonces InuYasha sintió que el mundo se detenía y dio un paso inseguro hacia ellas, pudo ver cómo la anciana sostenía a la bebé y la escuchó llorar cuando Kaede la puso boca abajo y le frotó la espalda. Sintió como si el corazón se le agrandara en el pecho, era como estar enamorado, notaba la ansiedad por ver a ese ser que se había formado de Kagome y él. Miró a su compañera con esperanza y ella parecía igualmente ansiosa por ver a la niña que acababa de nacer.

—InuYasha, acércate —le pidió, extendiendo una mano en busca de la suya. Fue todo lo que necesitó para estar a su lado.

La anciana Kaede puso en los brazos de Kagome a la bebé que se veía congestionada y enrojecida aún por el esfuerzo y por la sangre que había que limpiar. La madre la sostuvo y la acunó, mirando a InuYasha que parecía que iba a estallar de emoción. Lo conocía muy bien, sus expresiones para ella eran indudables.

—No puedo creer que ya estés aquí, Moroha —dijo el hanyou, acercando el nudillo de un dedo a la cara de la niña. Kagome lo besó en la mejilla y en ese momento InuYasha sintió la pequeña mano asirse a su dedo meñique.

Pudo sentir las lágrimas que subían a sus ojos ante la emoción de ese recuerdo. Tenían que volver con Moroha, ella debía crecer con sus padres.

Se giró, con la clara idea de despertar a Kagome y comenzar a sobrevivir para cumplir con la promesa que se habían hecho de protegerla. Se la encontró sentada en el lugar en que había dormido, estaba ojerosa y triste, pero lo miraba de ese modo que él le conocía y que traía consigo la entereza cuando se estaba gestando. Se acercó y se sentó delante de ella, sin atreverse a tocarla. Kagome le miró las manos y se detuvo en el hilo rojo que los unía de todas las formas que conocían. Sintió como las lágrimas se le agolpaban en los ojos, se sentía débil e inútil, le dolía hasta el aire que entraba por sus pulmones. Comenzó a respirar cada vez más agitada, intentando contener el llanto, pero fracaso miserablemente y sólo entonces se atrevió a mirar a InuYasha a los ojos, a pesar de que las lágrimas no le permitían ver ese dorado vibrante que él poseía.

—Lo siento tanto —soltó de pronto, arrojándose hacia su compañero que la recibió con sorpresa. Se repuso de inmediato, no era la primera vez que las emociones la sobrepasaban y él había aprendido a contenerla—. Lamento haber tomado la decisión de dejar a Moroha —su voz se entrecortaba mientras intentaba hablar—. Debería estar con nosotros, debería estar…

—¿Aquí? —la interrumpió InuYasha.

Entonces ella rompió a llorar con más fuerza, comprendiendo, y él la abrazó con más convicción aún.

—Kagome, tú siempre has sido la que mira los colores de las cosas, no te puedo culpar por intentar lo que creías mejor, no podíamos prever esto —quiso calmarla—. Sin embargo, yo no fui capaz de protegerlas —dejó salir su propio sufrimiento.

La sintió acunarse entre sus brazos, sollozando cada vez más pausadamente.

—Por eso caíste en mi dolor, por tu propio dolor —murmuró ella y se aferró más en el abrazo. Se encontró, de pronto, escondida en el pecho de InuYasha.

—Eso ya no importa —le dijo, necesitaba darle seguridad.

—Te he hecho daño —le acarició la quemadura que el hanyou tenía en el pecho.

—Nada que no se cure en un día o dos —soltó con un cierto tono presuntuoso. Necesitaba calmarla, la necesitaba devuelta; Kagome era su fortaleza.

La escuchó soltar un cortó sonido parecido a una sonrisa y eso casi lo hizo llorar de emoción. La besó en la coronilla, mientras ella acariciaba la piel rugosa de la quemadura que le había hecho como si intentara borrarla.

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Continuará.

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N/A

Siempre he pensado que las historias cobran vida. Cuando comienzas con ellas tienes ciertas ideas claves a las que quieres llegar, pero en el camino ellas, con sus personajes, se pasean y van formando sus propias estructuras. Desde la visión de una escritora me resulta maravilloso, porque me entrego a los personajes y dejo que vivan.

Muchas gracias por estar aquí, leer y comentar

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Anyara