Capítulo XIII
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InuYasha observaba a Kagome dormida y acurrucada entre sus brazos. Él había decidido mantenerse despierto todo lo posible, sentado contra una roca mientras la mantenía a ella descansando sobre el pecho. No era la primera vez que la miraba durante horas de la noche, lo había hecho muchas veces cuando buscaban los fragmentos de la Perla de Shikon y otras tantas cuando ya vivían juntos. Le gustaba escuchar el sonido de su respiración cuando los sueños eran tranquilos, la cadencia con que el aire entraba en ella y llenaba sus pulmones, para luego ser liberado con calma; aquello era algo que lo serenaba. En ocasiones llegó a pensar que acompasaba los propios latidos de su corazón con los de ella a fin de sentirla más cerca. Él era consciente de que Kagome sabía que la amaba, pero también tenía claro que su compañera no alcanzaba a dimensionar la magnitud de la adoración que sentía por ella.
La había visto como una chiquilla perdida en un mundo que no esperaba conocer y se había adaptado con rapidez, eso hablaba de su capacidad. Había visto como se hacía fuerte y el modo en que se esforzaba por aprender de un tiempo que no era el suyo. La había visto decidida en batalla, a pesar de saber que no podía vencer, y aun así lo hizo. InuYasha había aprendido a ver, con ella, que la fuerza no radica sólo en lo evidente.
Le dio un beso en la frente, muy despacio para no despertarla, y recordó el modo en que la besaba cuando se dormía en sus brazos junto a Moroha.
Ese pensamiento lo llevó de la mano de un momento en particular. Kagome intentaba hacer dormir a la niña para luego recostarla en la pequeña cama de madera que él mismo había hecho. Cada vez que Kagome intentaba que Moroha durmiese en su cama, la bebé despertaba y comenzaba a gimotear hasta que uno de los dos la volvía a tomar en sus brazos. Con los días ambos compañeros descubrieron que la mejor forma de conseguir que durmiese era manteniéndola pegada al cuerpo, lo que obligaba a InuYasha o a Kagome a tenerla en el regazo, sólo entonces la niña podía dormir profundamente así se desatara una tormenta sobre sus cabezas. En este caso en particular su compañera estaba sentada y comenzaba a quedarse dormida con la bebé en los brazos. InuYasha era consciente del cansancio que experimentaba Kagome en los últimos días, su cuerpo había sufrido la fatiga de traer una vida al mundo, lo que para una youkai habría sido una recuperación de días, para su compañera significaba semanas. Sumado a eso, su cuerpo trabajaba para alimentarla, además de mantenerla sana y con vida. Era algo natural, los humanos los venían haciendo desde hace mucho, pero aun así, ser testigo de ello hacía que fuese real y él no podía más que valorarlo.
Así que se acomodó tras ella y la rodeó con piernas y brazos para que Kagome descansara sobre su cuerpo. Se encargó de que Moroha siguiese bien sostenida por su compañera, quién extrañamente podía dormir y no soltar el agarre en que mantenía a su hija. Suponía que eso era puro instinto de protección, como hacía él cuando se dormía con Kagome en la rama de algún árbol y no había demonio capaz de hacer que la soltara.
En la cabaña el fuego ardía crepitando de vez en cuando, lo que le daba una íntima calidez a la habitación. Kagome había puesto cerca del calor un recipiente con agua y unas hojas secas que iban llenando el aire de un agradable aroma que invitaba a la calma. Fuera, la noche estaba igualmente tranquila y los arrullaba el sonido de un búho a lo lejos.
En ese momento InuYasha se dedicó a mirarlas a ambas, para él eran la mayor obra de arte que podía darle la naturaleza. Madre e hija compartían el mismo pelo oscuro y algo rebelde, además de conseguir un ritmo pausado a la hora de dormir, sin embargo, las pequeñas manos comenzaban a mostrar algo parecido a garras, con lo que en eso habría salido a él. Le tocó suavemente un de los dedos con un nudillo, procuraba tocarla de ese modo para no hacerle daño, y notó la fragilidad que aún tenían las diminutas uñas. Moroha pareció reaccionar al toque y comenzó a mover su boca como si succionara, a pesar de estar dormida, en un acto reflejo que a InuYasha le parecía adorable.
Respiró profundamente, un enorme sentimiento de amor lo llenaba mientras las tenía a ambas entre sus brazos. Podía regodearse en todo aquello que el destino le había quitado, no obstante, sería injusto despreciar todo lo hermoso que tenía delante de él. Se sintió suspendido por la emoción de ese pensamiento y besó a Kagome en la frente. Moroha se removió ligeramente y él se mantuvo atento, acariciando su mejilla para calmarla. La bebé hizo un pequeño sonido que casi se asemejaba a un gruñido digno de su tamaño y comenzó a mover la boca contra el pecho de su madre. InuYasha ya la había visto hacer ese gesto y sabía justamente lo que buscaba. Pensó en despertar a Kagome, ya que él no podía darle a la niña lo que exigía, sin embargo, su compañera descansaba con una tranquilidad que llevaba días sin verle.
Se animó a hacer algo que años atrás habría sido impensado, pero el tiempo, las batallas y la propia vida había cambiado su forma de ver lo que era necesario. Alentado por esa convicción, deslizó una mano por entre la unión del yukata que vestía Kagome y rozó con la mayor delicadeza posible la piel del pecho y el pezón, era un contacto que conocía y se le antojaba suave y cálido. Esa parte de su cuerpo había cambiado su proporción y ahora estaba más abultada y llena, hasta el punto de permitir que la piel transparentara suaves venas azuladas bajo ella. Liberó el pecho y en cuanto estuvo descubierto Moroha comenzó a buscar con un gesto desesperado de su boca, anclándose al pezón para comenzar a mamar de él. InuYasha sintió aquella escena como parte de la más hermosa intimidad que podía compartir con aquellas dos criaturas que eran su vida entera.
La niña se alimentaba con ansia, lo percibía por la forma en que tragaba y respiraba, sin soltar en ningún momento la fuente de su alimento.
Te entiendo —pensó, en medio de un desvarío de su mente. Él tampoco se soltaba fácilmente de aquella parte de Kagome que le resultaba fascinante.
—¿Qué has hecho? —la escuchó hablar, adormilada aún, y por un momento se sintió descubierto en sus pensamientos, aunque de inmediato se situó.
—Lo que había que hacer —respondió con total naturalidad.
Kagome lo miró un instante, aún con los ojos entrecerrados, y luego desvió la mirada a su hija y le acarició la cabeza para despejar el pelo de su frente y observarla mamar.
Aquel era uno de los momentos que InuYasha atesoraba. Debían regresar, para poder devolverle a Moroha la madre que necesitaba.
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Comenzaron el camino en cuanto empezó a despuntar el sol de la mañana. InuYasha había dormido muy poco, para mantenerse alerta por si surgía algún peligro, no obstante, había sido una noche tranquila. Pudo escuchar el deambular de criaturas nocturnas, graznidos de pájaros diferentes a los que deambulaban de día, el roer de algún animal entre los arbustos e incluso el eco de alguna criatura en el interior del cuerpo de su padre. Percibió vibración dentro del gran montículo de roca en que estaban, le pareció que existían túneles que eran recorridos por seres menores; eso lo mantuvo atento por si alguno quería atacar.
Al salir del campamento en que habían pasado la noche, decidieron hacer el camino lo más cerca posible del riachuelo que había descubierto InuYasha, él intentaba orientarse sin perder el sonido del agua, aunque en algún punto le resultaría inevitable. De ese modo recorrieron varios kilómetros, por lo que parecieron horas. Kagome no se explicaba cómo era posible que viese el resplandor desde el esqueleto de Toga y que todavía no llegaran al lugar.
—¿Aún lo ves? —le preguntó InuYasha, que sonaba agitado.
—Sí —quiso afirmar, indicando con su dedo.
Tenía la extraña sensación de que el resplandor giraba en una especie de eje que no alcanzaban por más que InuYasha corriese. Podía sentir la tensión en la musculatura de su espalda y hombros, su respirar agitado, además del sudor en sus manos que la sostenían y que comenzaba a traspasar la tela de su hakama.
—Deberíamos parar —le dijo y su compañero gruñó ante la petición—. Estás cansado.
—¿Quién dice eso? —preguntó y Kagome percibió el agotamiento también en su voz.
—Para —insistió. InuYasha volvió a proferir un sonido cercano a un gruñido—. Para o me bajo en andas —amenazó, ejerciendo fuerza con sus manos sobre la espalda de él. Sabía que no podía competir con el poderío de InuYasha por muy cansado que estuviese, pero su voluntad siempre conseguía equiparar las discusiones y las decisiones.
—¡Qué testaruda eres! —la acusó, frenando la carrera, lo que hizo que Kagome se quedara con la cara pegada a su cuello.
Ella se quejó, bufó y se bajó de la espalda de InuYasha. Quiso quejarse, decirle algo, pero lo vio sentarse en el suelo y Kagome sintió que aquello reafirmaba su apreciación sobre el cansancio, así que decidió que no diría nada. Luego se quedó mirando en la dirección en la que estaba el resplandor.
—¿Qué tan lejos crees que esté? —preguntó InuYasha y ella escuchó como hacía sonar el cuello, lo miró en el momento en que comenzaba a girar el hombro para aliviar la tensión.
Tan lejos como al comienzo —pensó y se sintió abatida. No creía que el problema fuese la orientación de InuYasha. Aun así se lo planteó.
—¿Te has orientado bien? —quiso sonar suave, sin embargo, poner en duda las capacidades de InuYasha era como invitarlo a crear una discusión. A pesar de ello él no pareció molesto.
—Hemos seguido rumbo al norte, como has dicho. Tal y como cae el sol creo que hemos tomado la ruta correcta —su explicación pareció ser razonada a medida que la iba emitiendo.
—Pues ahora parece más cerca de la tumba de tu padre que de nosotros —advirtió Kagome y se sintió frustrada.
—¡¿Qué?! —InuYasha se puso de pie, mirando en dirección al enorme esqueleto de Inu no Taisho, que ahora se veía pequeño por la distancia que habían recorrido; seguía sin ver el resplandor del que hablaba Kagome.
La escuchó respirar profundamente, como si buscara calmar su propio carácter para no estallar. Él se llevó la mano al pecho de forma instintiva, ahora ya recordaba cómo lo había quemado y las palabras y pasos previos, y eso no le gustaba.
—Debemos seguir —quiso sonar decidido.
Kagome conocía demasiado a InuYasha como para saber que él no se daba por vencido. También sabía que era capaz de dar su sangre por ella. Lo miró y pudo ver el cansancio en sus ojos, esos ojos que le contaban tantas cosas.
—Necesito descansar —se sentó en el suelo de piedra y arenisca— y comer —le sonrió.
InuYasha conocía demasiado a Kagome como para saber que ella prefería simular debilidad y necesidad, para darle a él un respiro. También sabía la fuerza que debía tener para ceder de esa manera.
Asintió.
—Traeré algo para encender un fuego —explicó él.
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InuYasha había aprendido a tener paciencia, no es que fuese una de las disciplinas en las que mejor se desempeñaba, pero estaba seguro que sus avances eran considerables. Ya no gritaba por cualquier cosa, se daba tiempo a pensar antes de decidir un ataque nada más sentir que se le calentaba la sangre, esperaba con calma cada vez que Kagome se desesperaba porque no encontraba algo o porque se sentía frustrada cuando no podía aprender algún sello mágico. Sí, definitivamente había aprendido a tener paciencia, pero estar aquí, atrapado en la tumba de su padre y esperando sin saber qué, era algo que ponía a prueba esa paciencia que tanto se había trabajado.
Habían parado, tal como Kagome insistió en hacer. Encendieron un fuego y también asaron y comieron una serpiente como la noche anterior, no es que le gustara el plato, pero se había alimentado de peores cosas cuando era niño y vivía solo en el bosque. Una vez hecho todo aquello pensó que volverían a intentar el camino, pero Kagome había dicho que no, que buscaría otra forma, y desde entonces estaba sentada en posición de loto, con los ojos cerrados y con las manos unidas en un mudra. No podía saber el tiempo que había pasado así, pero estaba seguro que era mucho, pues el sol había recorrido una cuarta parte del cielo desde entonces.
Se mantenía sentado a unos pasos tras de ella, de alguna manera aquello le daba la sensación de estar haciendo algo, aunque sólo fuese cuidar su espalda.
Cada poco tiempo Kagome respiraba profundamente, InuYasha lo notaba por la forma en que se elevaban sus hombros, mantenía el aire y luego lo soltaba con calma. No era la primera vez que la veía entrar en un estado de meditación, pero en la mayoría de esas ocasiones él ocupaba su tiempo en otra cosa: se iba a correr por el bosque, recolectaba algo para la comida o simplemente tomaba el sol en el tejado de casa. Sentía curiosidad por lo que ella experimentaba en esos estados, pero nunca la interrogaba, ella era una sacerdotisa y era lógico que buscara en su interior.
Kagome observó la forma extraña en que se estaban desplazando por el paisaje y como el resplandor que perseguían les rehuía. Si algo había aprendido en estos años practicando sellos, meditaciones, medicina natural y otro tipo fortalezas para el espíritu, era que nada pasaba porque sí y debía hacer las preguntas correctas, aunque muchas veces no sabía cuáles eran. Lo mejor sería meditar, literalmente meditar, no sólo parar un minuto y seguir, si no conectar con esa parte de sí misma que a su vez conectaba con el éter, el lugar en que se almacenaba Todo. No era fácil, la mayoría de los seres que habitaban el planeta no eran capaces de conectar con toda la sabiduría que llevaban dentro, pero cuando conocían esa posibilidad y abrían el corazón, era más fácil obtener respuestas. Aunque debía reconocer que dado el estado de sus emociones no se había puesto una tarea cómoda.
Respiró profundamente, contuvo el aire para que su pensamiento creara una imagen, la que fuese, y luego soltó para poder pensar en lo que había visto. Ese ejercicio debía servir de algo, pero llevaba largo tiempo intentándolo y ninguna de las imágenes parecía destinadas a darle la respuesta que buscaba. Sabía que su mente estaba inquieta y que intentar este ejercicio era complejo, por eso mismo protegió su energía con sellos que la ayudasen. Incluso así, en medio de sus pensamientos comenzaron a cruzarse ideas oscuras: muerte, soledad, depresión, Naraku, los sentimientos de desolación que había vivido cuando InuYasha aún estaba anclado a Kikyo. Se vio a si misma morir a los pies de la tumba de Toga, agotada de intentar salir de este lugar. Se vio abandonando la vida y a InuYasha que permanecía solo, por siglos, visitando una tumba en el monte en que se encontraba el templo. Sabía que el éter le mostraba muchas cosas, todas ellas posibilidades que conseguían gestarse según fuesen las decisiones que se tomaban. Volvió a respirar profundamente y se vio de la mano de un niño de unos dos años, con su pelo completamente blanco como el de su padre. No podía detenerse en esa ilusión, debía ser fuerte y no dejar que su mente fuese arrastrada, debía centrar los pensamientos y estar lo más cerca posible de la energía de su corazón, para que sus propios latidos le dictaran el camino adecuado.
Llenó todo su cuerpo de aire y con ello volvió a alimentar la mente, lo contuvo durante unos segundos y pudo conectar con la imagen de la Moroha que se le había aparecido en medio de la ensoñación que ella e InuYasha habían creado. En cuanto la recordó, comenzó a buscar detalles en ella y fue capaz de verla con más claridad, descubriendo que vestía con tela tejida con pelo de las ratas de fuego, de inmediato supo que era la tela que InuYasha se había empeñado en traer para su hija, cuando supo del embarazo. Comprendió al verla, en medio de su meditación, que ya no era una niña y se había convertido en una adolescente fuerte y decidida, quizás demasiado. Estuvo a punto de perder la concentración a causa de sus emociones, del amor profundo que sentía por Moroha y la tristeza ante la idea de perderse su infancia; sin embargo, se obligó a ser una sacerdotisa y a no volver a ceder ante el dolor. Respiró hondamente y su mente comenzó a despejarse, dando paso a la visión de lo que suponía era la parte baja de este lugar, sentía el olor de la niebla y la pesadez para respirar en ella. Cuando pudo centrar su pensamiento en el lugar en que estaba, vio un destello delante de ella que comenzó a moverse, dejando una estela de luz que recorría los pasadizos que creaban los montículos de piedra, como si se tratara de un laberinto que debía recorrer.
En ese momento supo lo que debía hacer.
InuYasha sintió que se abría el cielo cuando vio a Kagome mover la cabeza de un lado a otro, relajando el cuello, ese gesto le hablaba de que su meditación había terminado. Cambió el sitio en el que estaba, a espaldas de su compañera, para agacharse justo delante de ella y mirarla con atención y cierta expectativa. Esperó silente, hasta que ella abrió los ojos y le mostro una suave sonrisa que lo alentó.
—Ya sé el camino —aseguró, con total calma.
—¿Lo has visto? —la pregunta era justa, él no podía saber lo que pasaba en la cabeza de ella.
—Sí —asintió, acercando la mano a uno de los mechones plateados del pelo de su compañero. Cuando volvía de un estado meditativo todo le parecía radiante.
—¿Cómo puedes estar segura? —InuYasha continuaba cuestionando y Kagome lo aceptaba, aunque explicar lo que se experimenta en un espacio como el éter, le resultaba muy difícil.
—Digamos que está en mi zona de certezas —quiso darle algo que él pudiese manejar. Lo vio inclinar una de sus orejas y volverla de inmediato al sitio, era un gesto que solía hacer cuando buscaba comprender algo.
—Bueno, no lo entiendo, pero confío en ti —le respondió. InuYasha no necesitaba más, con que Kagome afirmara un hecho, él lo aceptaba. Su relación siempre se había basado en la confianza, a pesar de las discusiones por minucias que solían tener, en las cosas importantes siempre estaban en sintonía.
Kagome se acercó hacia él y dejó en sus labios un beso, un contacto suave que se repitió una segunda y una tercera vez. Lo amaba, por todas esas cosas de él que ella entendía.
InuYasha quiso profundizar el beso y convertirlo en caricia, la ansiaba con locura, quizás porque el cuerpo solo puede tolerar una cantidad limitada de emociones y cada vez que la tenía entre sus brazos y la amaba hasta el agotamiento, sentía que le entregaba todo eso que él no podía contener. Aun así, con ese conocimiento de lo que anhelaba, decidió recibir sólo esos tres besos como lo que eran: amor.
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Continuará
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N/A
Me gusta como va quedando el InuYasha de esta historia, al menos a mí me parece que tiene rasgos de su personalidad en el manga y anime, pero con los matices que da la madurez y el conocimiento de sí mismo, después de todo Inu fue evolucionando a lo largo de la historia que vimos de él.
Espero que estén disfrutando con la historia y así como decía hace mucho tiempo, no olviden que sus comentarios son mi sueldo (-.^)
Anyara
