Capítulo XXIII

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InuYasha observaba a Kagome que dormía sobre el futón, la noche ya había avanzado y ella descansaba desde hacía unas horas. Llegar con ella hasta el templo había sido cuestión de minutos, lo hizo tan rápido como pudo, a medida que se acercaban ella iba ralentizando su respiración y eso en lugar de alentarlo lo desesperaba aún más, sentía verdadero pánico a que dejara de respirar. Hubo un momento en que se detuvo con ella en la parte alta de un edificio, cuando aún estaban a mitad de camino y acercó mucho el oído a su boca para escucharla respirar, en ese instante Kagome suspiró y le acarició levemente el mentón con los dedos, los tenía fríos.

—Estoy bien, en serio —quiso convencerlo, ella no era capaz de oír los latidos de su corazón como podía hacerlo él, pero podía afirmar con seguridad que InuYasha estaba angustiado y que su corazón lo contaba.

—Bien —aceptó él. Recordaba lo que Myoga les dijo alguna vez sobre no mover demasiado a alguien que había sido expuesto al veneno, no obstante, ella lo había purificado y él sólo la quería llevar hasta casa y arroparla, para que se mantuviese caliente y descansara.

La incertidumbre era algo con lo que malamente sabía lidiar.

De eso hacía al menos tres horas. Kagome apenas había hablado cuando llegaron, su madre se preocupó mucho y él le había explicado lo sucedido lo mejor posible y con la menor cantidad de detalle. No quiso hablar de tripas, ni de demonios disueltos por veneno. Aunque la mujer lo había obligado a quitarse el haori nuevamente y se había puesto a la labor de limpiar la prenda. De alguna manera eso le había dado una ocupación mientras él custodiaba a Kagome.

Se mantuvo sentado junto a ella, muy cerca, tocándola de forma constante para controlar que su temperatura fuese normal, al menos ya había recobrado algo de calor. La herida en su brazo la había desinfectado con lo que la madre le había pasado y, desde entonces, simplemente la observaba.

En el suelo, junto a él, conservaba la daga que había herido a Kagome y que ella había traído consigo. Era pequeña y con el peso apropiado para tiros con precisión, lo que de inmediato le hizo pensar que la herida de su compañera no era una casualidad. Respiró hondamente, todo esto lo inquietaba más de lo que conseguía demostrar. La empuñadura tenía un labrado, se trataba de un rayo salido del fuego y éste coronado por una media luna, tuvo la sensación de haber visto algo parecido; además pudo percibir el olor del veneno que contenía y eso lo tenía aún más inquieto. Apretó los dientes hasta que el dolor en la mandíbula le exigió que relajara el gesto ¿Qué estaba pasando?

Lo que más le molestaba era no haber sido consciente de la presencia de quien lanzó aquellas dagas. Eso era una clara desventaja.

Kagome se giró sobre el futón y soltó un quejido suave, se tocó el codo del brazo herido, como su quisiera sostenerlo e InuYasha, que la observó en todo momento, puso una almohada junto a ella, de ese lado, para que el peso del brazo no le doliese. Maldijo el no poder ayudarla a curarse con la facilidad que lo hacía él.

—¿Qué hora es? —preguntó ella, con la voz pastosa.

—De madrugada aun, descansa —le acarició la frente, despejándola del pelo.

—Tengo sed —comenzó a incorporarse.

—Espera, te traigo agua —le pidió, ella asintió y se quedó recostada mientras él iba por agua al piso de abajo.

Bajó la escalera en el mayor silencio posible, la familia de Kagome dormía y no quería perturbas su sueño. Puso agua en una vasija de cristal desde la jarra que la madre de Kagome siempre mantenía en la cocina y miró por la ventana un momento. Este tiempo antes le llegó a parecer seguro para su compañera, pero ahora, al saber de la existencia de youkais, esa percepción había cambiado. Cerró los ojos e intentó serenarse, no quería inquietarla con el caos de sus pensamientos ahora que ella debía descansar, así que decidió llevar el agua y luego vigilar desde la ventana de la habitación.

Cuando salía de la cocina, la madre de Kagome apareció por el pasillo.

—¿Cómo está? —preguntó la mujer, él no pudo evitar pensar que la preocupación de una madre jamás cambiaba su intensidad.

—Está bien, tiene sed y seguirá descansando —quiso calmarla. La mujer asintió y le sonrió suavemente, era una sonrisa contenida.

—Gracias —dijo e hizo una ligera inclinación antes de entrar nuevamente en su habitación.

InuYasha no pudo evitar sentirse extraño ante las consideraciones de la mujer, ella creía que debía agradecerle algo y él se fustigaba por no haber podido proteger a Kagome como era debido.

Las percepciones de las personas, sobre una misma cosa, eran muy diversas.

Cuando entró en la habitación se encontró con Kagome nuevamente en la posición inicial, recostada sobre el lado del brazo sano. Tenía los ojos cerrados y él pensó, por un momento, que se había vuelto a dormir, hasta que la vio abrir los ojos. Le sonrió, aunque no sabía si ella podía verlo con la escasa luz que entraba en la habitación. Le acercó la vasija de cristal con agua y ella se incorporó con un poco más de energía que hace unas horas, lo que InuYasha agradeció.

—Gracias —mencionó y su voz le resultó muy similar a la de su madre, un par de tonos más delicada, quizás.

Le acarició el pelo, mientras ella bebía y se sintió aliviado de ver que comenzaba a tener un poco más de color en la piel.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó con el tono más suave de voz que podía sacar. Kagome lo miró a los ojos, esos hermosos ojos dorados que parecían iluminar cualquier mal momento.

—Mejor, conseguí purificar el veneno a tiempo y ahora sólo debe sanar la herida —su voz sonaba cansada, hasta ella podía notarlo.

—Bien, eso es bueno —él intentaba sonar templado. Fue consciente de la tensión que había acumulado desde que la vio herida hasta ahora y ésta comenzaba a ceder espacio al cansancio.

Kagome dejó el vaso a un lado y se removió en el futón para dejar sitio a InuYasha.

—Ven, descansa conmigo —le pidió.

Él sentía que debía estar en guardia.

—InuYasha —insistió.

—Luego, ahora descansa —le tomó la mano y se inclinó para dejar un beso en ella.

Se mantuvieron en silencio un instante largo, en el que sólo se miraban a los ojos. Kagome pensaba en que al final de todas las situaciones de su vida, incluso en medio de lo compleja que esta se había vuelto, InuYasha era una constante que la centraba. Deseaba abrazarlo y escuchar el ritmo de su corazón cuando estaba en calma. Sabía que era un pensamiento egoísta, en medio de lo que estaban pasando, tanto lo que conocían como lo que no, pero necesitaba de ese momento de aislamiento.

—¿Quieres que te ruegue? —le preguntó.

—No, mujer, quiero que descanses —volvió a intentar.

Las miradas continuaron el silencio, hasta que InuYasha bufó derrotado, Kagome siempre conseguía que él cediera.

—Pero no voy a dormir —le advirtió, mientras se recostaba al lado de ella y le ofrecía su brazo como almohada.

—Lo sé —respondió, mientras se incorporaba despacio, para quedar con la cabeza sobre el pecho de su compañero, justo bajo el hombro, encajando de forma perfecta, mientras él la rodeaba con el brazo.

El silencio volvió a llenar la habitación, ambos se mantenían despiertos y con sus pensamientos en una misma dirección.

—¿Recuerdas el primer baño que le dimos? —preguntó, Kagome. Sentía que necesitaba hablar de Moroha, no sólo desde la inquietud que tenía, necesitaba recordarla en sus momentos juntos, para que aquellos sentimientos pasaran otra vez por el corazón y le dieran fuerza.

—Claro que lo recuerdo —ante la pregunta de su compañera InuYasha tuvo de inmediato un cúmulo de imágenes en su mente—. No conseguíamos ponernos de acuerdo en la temperatura del agua.

—Estaba muy fría —apuntó Kagome.

—Para una humana —él tenía un punto. Ella suspiró.

—Finalmente lo conseguimos —Kagome recordaba que había acordado tibia hacia fría para ella y tibia hacía caliente para él, de ese modo llegaron a un término medio y cuando metieron a la niña en el agua, ella lo aceptó con gusto.

Otra vez se hizo el silencio. Otra vez sentían que tenían una piedra sobre el pecho.

—Ella lo disfrutó y los que siguieron —InuYasha quiso mantener el buen recuerdo.

—Y ya comenzaba a mirarnos como si nos viese —Kagome suspiró luego de decir aquello.

InuYasha la besó en la cabeza y se permitió cerrar los ojos un momento, el que se convirtió en el resto de las horas de la noche.

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El abuelo de Kagome estaba fuera con las personas que asistían a las prácticas de Tai Chi, todos ellos personas sobre los sesenta años. Los ejercicios resultaban armónicos y delicados, aquella era una destreza que les permitía conectarse con su energía espiritual, la que les rodeaba conformando su aura. Los pájaros deberían estar cantando a esa hora temprana de la mañana, con el bosque que rodeaba el santuario como el mejor lugar para ello. Sin embargo, las aves parecían haber huido y la calma se mantenía a duras penas entre los asistentes a la práctica de hoy.

La madre de Kagome intentaba leer un par de páginas del libro que ya casi estaba terminando y se encogía de hombros cada vez que un nuevo grito de InuYasha retumbaba por la casa. Suspiró y apartó el libro.

—Una palabra dicha con bondad puede suponer el calor de tres meses de invierno —musitó.

Decidió que sería bueno preparar algo de té.

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—¡No, no, no y no! ¡No dejaré que vayas solo a investigar nada! —insistía Kagome, llevaban en esta discusión sin salida desde que habían despertado.

—¡Sabes que puedo ir perfectamente sin ti, mujer! —InuYasha no comprendía el repentino ataque de sobreprotección de ella.

—¡Sí, claro que lo sé! ¡También sé que podrías salir por esa ventana ahora mismo si quisieras! —Kagome indicó la ventana y él se echó atrás con una actitud de incomprensión, ella también lo entendía ¿Dónde estaba el problema?

—¡Y ¿Por qué lo estamos discutiendo?! —extendió los brazos para dar énfasis a su desacuerdo.

—¡Porque quiero que entiendas mi punto, razonablemente! —la voz de Kagome le retumbaba en las orejas, las aplastó hacia la cabeza y ella notó el gesto— ¡Oh, no te atrevas!

—¡Entonces, deja de gritar! —se defendió.

Kagome respiró hondo, pero no conseguía sentirse más calmada. A veces se preguntaba si el purificar youki tenía relación con sus ataques de ira.

—Lo haré —bajó el tono, aunque su voz seguía escuchándose alterada—, a cambio de que dejes de insistir en ir solo a ese bosque.

InuYasha bufó y se dio una vuelta en el sitio.

—Tú no puedes ir. Yo quiero investigar sobre esos youkais, así que iré —sabía que de un salto podía estar fuera, pero no le gustaba la idea de irse enfadado con Kagome, había algo cruel en ello, sobre todo desde que la vida se había vuelto tan incierta que los había separado de su hija.

—InuYasha —ella volvió a respirar hondo—. Puedo conjurar hasta que te canses —le avisó.

—No te atreverías —abrió mucho los ojos, esa era una barrera que hacía mucho que no pasaban.

—Pruébame.

Ambos se quedaron en silencio, mirándose como dos contrincantes en medio de una batalla de pensamientos que ninguno se permitía dejar salir.

La madre de Kagome se asomó por la puerta abierta y entró con una bandeja.

—He preparado té.

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Kagome miraba por la ventana de una de las habitaciones de la planta baja, en tanto su madre le curaba la herida que tenía en el brazo. InuYasha estaba ayudando a su abuelo a mover sacos de tierra fertilizada que usaría para el huerto que estaba creando en el invernadero. Suspiró, no le gustaba pelearse con su compañero, hacía mucho que no se gritaban de la forma que lo habían hecho esta mañana y hasta ella se daba cuenta que la discusión, aunque fuese sobre algo que consideraba importante, había terminado convirtiéndose en una niñería.

—Está curando bien —dijo su madre, una vez que le pudo quitar el parche que InuYasha le había puesto la noche anterior—. No parece que haya infección.

—No la hay —acotó Kagome, con seguridad. Su capacidad espiritual podía decírselo, le contaba detalles de sí misma.

—Voy a limpiar y te pondré un nuevo parche —sonrió la mujer.

—Sí, gracias —su hija no dejaba de mirar por la ventana.

La madre humedeció un disco de algodón en desinfectante y miró en la dirección de su hija, viendo a InuYasha ayudar al abuelo. Volvió a su tarea de curar.

—Deberías darle algo de espacio —le sugirió, después de todo le fue inevitable oír la discusión—, tiene mucha energía y necesita utilizarla.

—Lo sé, pero no hoy —Kagome sonó categórica. Su madre la miró de forma fugaz. Era una mujer, sin embargo continuaba teniendo rasgos de la personalidad que le había conocido por dieciocho años. En ese momento reparó en que lo que para ella habían sido cerca de veinte años, para su hija eran mucho menos.

—No sé la causa de esto —se refirió a la herida—, ni tampoco comprendo la discusión, pero deberían estar unidos.

Kagome respiró hondo, contuvo el aire y lo liberó poco a poco, tomándose con ellos el tiempo que necesitaba hasta sentirse un poco más relajada.

—La herida me la hizo alguien a quien aún no podemos identificar, en medio del ataque de unos youkais —soltó todo de una vez, con voz neutra. Su madre detuvo la cura por un momento.

—¿Youkais? ¿En esta época? —preguntó e intentó volver a la labor, sólo que con un poco más de lentitud.

—Sí, no debería parecer tan extraño, después de todo viven mucho tiempo —acotó.

—Ya veo —su madre mantuvo un silencio inquieto, su mente estaba procesando las palabras de Kagome— ¿Te asusta que él vaya solo?

Kagome sopesó la respuesta.

—Sé que es fuerte —comenzó—, sé que puede con cien demonios a la vez, aunque no sé cómo cubriríamos el uso de su espada en este tiempo —se encogió ligeramente de hombros—, pero esta noche InuYasha cambia, en luna nueva se vuelve humano y su fuerza sobrenatural lo abandona.

—Oh, entiendo —había muchas cosas que su hija nunca le había contado de lo que sucedía en sus viajes al pasado—. Ya está.

Se inclinó y le dio un beso en la frente a la que siempre sería su niña.

—De todas maneras deberían hacer algo especial para ambos esta noche, no parece que los youkais los hayan seguido hasta aquí ¿No? —acotó su madre.

Kagome pensó en que sería buena idea levantar una barrera espiritual, aunque necesitaría algunas cosas.

—¿Al abuelo seguirá teniendo sal de roca en el almacén? —preguntó. Su cabeza había comenzado a funcionar.

—Es probable.

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InuYasha continuaba con la labor de preparar el invernadero con el abuelo y ya había trasladado todos los sacos de tierra, tal y como el hombre le indicó y se disponía a beber un poco de agua cuando vio que Kagome caminaba hacia el arco sintoísta que daba inicio a las escaleras que la llevaría fuera del templo.

¿Qué pensaba esta mujer?

Se sacudió un poco la tierra de la ropa y comenzó a caminar tras ella, en calma, siguiéndola. Kagome se dio cuenta de su presencia cuando había descendido media escalera y lo miró hacia atrás.

—¿Vienes? —quiso sonar conciliadora, pero InuYasha no estaba con ánimo de colaborar. Lo escuchó soltar un bufido y continuó caminando sin muestra de querer alcanzarla, con ir tras ella le bastaba.

De ese modo hicieron un recorrido de varias calles, InuYasha dos pasos por detrás de ella.

—¿No me vas a hablar? —le preguntó, girándose para mirar los ojos dorados. Él se detuvo, pero no dijo nada. Kagome suspiró y retomó el camino.

No era la primera vez que se enfadaban desde que estaban juntos, muchas desde que se conocían; sin embargo, a ella le gustaba considerar que los enfados de cuando buscaban la perla no contaban del mismo modo. De pronto vino a su memoria la primera vez que se enojaron estando ella de vuelta en el Sengoku: no se hablaron en tres días. Esperaba que esta vez fuese diferente.

Decidió que dejaría que todo avanzara sin mayor aspaviento, ella iría por la sal de roca que necesitaba para el ritual e InuYasha la acompañaría en silencio, como parecía ser su preferencia.

De ese modo ella llegó a la tienda que recordaba, InuYasha entró tras ella y cuando, según le pareció, comprobó que el lugar era seguro, salió y la espero. El camino de regreso lo hicieron en el mismo silencio sepulcral, roto sólo por los sonidos de la calle y una que otra palabra de Kagome que InuYasha no se dignó a responder.

A pesar de todo eso, él le llevó la bolsa para que no cargara peso.

Cuando estuvieron de regreso en el templo, su compañero se separó de ella y volvió a su labor en el invernadero.

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InuYasha terminó de trasladar los sacos de tierra que el abuelo de Kagome le había indicado, los había apilado en medio del espacio que el hombre llamaba invernadero y esperó a que le diera una siguiente indicación.

—Tenemos que esparcir la tierra en esos cajones.

InuYasha asintió y puso uno de los sacos dentro de un cajón de madera y lo abrió con una garra, quitando el material que envolvía a la tierra. Hizo lo mismo con un segundo saco y rellenó de ese modo la primera casilla de madera, para pasar a la segunda. En ese momento escuchó que alguien se acercaba y al mirar pudo ver a la anciana, amiga del abuelo de Kagome. Fingió que no le interesaba su presencia.

—Buenas tardes, Hisao. Joven —se dirigió a InuYasha, que le respondió casi con un gruñido.

—Buenos tardes, Kainuko —contestó el hombre—. Te esperaba en la práctica de esta mañana.

—Sí, bueno, ya sabes, a veces los huesos no acompañan —sonrió la mujer. Hubo un pequeño momento de silencio e InuYasha movió las orejas bajo el pañuelo que se había puesto para ayudar al anciano— ¿Esa espada es tuya?

InuYasha la miró y asintió, a pesar de no poder evitar la sensación de desconfianza, no estaba seguro si hacía la mujer en particular o sólo era producto del hecho de que fuese una extraña. Había dejado su espada descansando en el borde de uno de los cajones de madera, mientras efectuaba el trabajo.

—¿Puedo verla? —se acercó la mujer y él tomó la espada, alejándola de ella.

—¿Para qué? —la miró directamente desde su altura. La anciana era más pequeña que Kagome.

—Oh, bueno, me gusta la historia antigua y sé algo de armas. Si no fuese prácticamente imposible, diría que esa es Tessaiga, una espada legendaria —explicó. InuYasha la miró aún con más desconfianza.

—Legendaria ¿Cómo? —de dónde sacaba información esta mujer. Olfateó el aire disimuladamente para luego arrugar la nariz; seguía sin oler, aunque claro, este no era el mejor día para su olfato.

—Sí, aparece en el libro que te dejé, Hisao —se dirigió al abuelo.

—El libro lo tengo yo —InuYasha mantenía a Tessaiga en su mano. Oprimió los labios en un gesto tenso mientras meditaba la posibilidad de escape que tenía la anciana si le pasaba la espada—. Toma —decidió confiar, quizás ella podía contarle cosas del libro.

—Oh, gracias —la mujer recibió la espada como si le estuviesen confiando algo realmente valioso. Miró la saya, la estudió en su extensión y luego el cordón rojo que la coronaba con sólo tres vueltas— ¿Puedo? —preguntó, de forma casi reverencial, haciendo el gesto de desenvainar.

InuYasha asintió y pudo ver cómo la mujer extendía la espada, sacándola de su vaina con un gesto que mostraba que conocía el movimiento.

—¿Sabes luchar? —él sintió la necesidad de preguntar aquello. La mujer lo miró y le sonrió.

—¿Me ves capaz de luchar?

Eso no respondía a su pregunta.

—La hoja está mellada —apuntó ella—, una espada vieja capaz de transformarse —parecía encantada—. Tal y como dice el libro —aclaró. Volvió a envainar la parte que había sacado de la espada y se la devolvió a InuYasha.

Él la recibió y de inmediato pensó en que tendría que mirar qué más decía el libro sobre su tiempo.

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Kagome había puesto sal de roca en los cuatro puntos cardinales, creando un espacio que separaba el templo de lo que hubiese alrededor, permitiendo el ingreso sólo a humanos y a aquellos que estuviesen dentro al momento de formar la barrera, siendo sus energías reconocidas. Luego de haber puesto la sal y pedir a los elementales que la ayudaran con la protección levantada, tenía que entregar algo a cambio, de lo contrario la barrera no soportaría más de unas horas. En los rituales nada era a cambio de nada, ella tenía que soltar algo que hubiese en su interior a modo de ofrenda.

Se arrodilló frente al Goshinboku, como punto central de la barrera, y en ese lugar se dispuso a dar aquello que la estaba atando. Sus pensamientos resultaban dolorosos a la vez que liberadores. Necesitaba desbloquear la energía de sus anhelos y armonizarse con el fluir de la vida.

—Entrego mi necesidad de controlar el camino de la energía y acepto lo que ésta traiga en pro del equilibrio del universo —las lágrimas corrían por sus mejillas al pronunciar aquello, porque sabía que estaba dejando el destino de su vida y la posibilidad de volver a ver a su Moroha, en el fluir de la energía.

Se recordó, como un mantra, que debía abrir la puerta de los anhelos, para que aquello que debía ser se manifestara. Se recordó también que debía tener fe y ésta consistía en creer antes de ver.

La barrera se alzó fuerte en torno al templo, al menos podía estar tranquila de que aquí no entraría nada que no fuese invitado.

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Continuará.

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N/A

Otro capítulo mix

Quién iba a decir que InuYasha se podía enfadar tanto con Kagome ¿Qué habrá sido? ¿Su negativa a dejarlo ir solo? ¿Su oferta de un osuwari eterno? xDD

Hay muchos elementos que están quedando en estos capítulos y que ya iremos esclareciendo más adelante. De momento, tenemos una luna nueva por delante.

Muchos besos y gracias por leer y comentar!

Anyara