Capítulo XXV

.

Kagome permanecía dormida y abrazada a InuYasha, se había extendido de lado y al costado de él, cruzándole el pecho con un brazo cuya mano descansaba sobre el hombro de su compañero. Una de sus piernas se mantenía posesivamente sobre la cadera de él y a lo largo de la pierna, para caer y casi enredar el pie en la pantorrilla. InuYasha la rodeaba con el brazo, por la espalda, hasta descansar la mano sobre la cintura, la mañana había despuntado hacía muy poco y él volvía a ser un hanyou. Mantenía los ojos abiertos, no había dormido en toda la noche, pero había disfrutado de la cercanía y la desnudez de Kagome, mientras ella descansaba.

Recogió una pierna, reposando de la postura y puso su brazo libre tras la cabeza; la manta que los cubría del frio se removió un poco y dejó la pierna descubierta. Se quedó mirando el techo blanco de la habitación, mientras repasaba en su mente los hechos de los últimos días. Cuando lo pensaba, con cierto prisma, se daba cuenta que sólo habían pasado unos pocos días desde que habían salido del lugar que ocupaba la tumba de su padre. Su mente comenzó a transitar los momentos, casi de forma cronológica, como si buscara detalles que podía no haber considerado. Recordó la llegada, las emociones, la madre de Kagome recibiéndolos. También puso su atención en los mensajes de Goshinboku, recordó la imagen mental que les dio sobre Moroha. En ese momento atrajo un poco más a Kagome hacia él y ella se acurrucó, respirando sobre su cuello. Cerró los ojos y soltó el aire ante la respuesta de su piel. Volvió a centrarse en los recuerdos y analizó la energía del youkai que se habían encontrado en la ciudad; era débil, aunque no debería serlo, después de todo tenía una apariencia humana. Tuvo la sensación de que la energía de un ser como ese, en este tiempo, había decaído. Entonces pensó en el libro que Kagome y él estaban leyendo y analizando, había mucho ahí que deseaba seguir explorando. Finalmente llegó hasta la emboscada que sufrieron en el bosque y la herida de su compañera; en ese momento le tocó el borde del vendaje con un dedo. Recordó el símbolo en la empuñadura y comenzó a rebuscar en su memoria, sabía que había visto ese símbolo.

¿Dónde? —se preguntó.

En cuestión de un instante lo recordó de forma nítida. Había visto ese emblema en un medallón que permanecía medio enterrado entre los restos de lo que había sido un castillo. El sello del redondel de metal tenía un rayo salido del fuego; por tanto no era exactamente igual, pero sí muy parecido. Su remembranza lo llevó un poco más allá, por entonces tendría unos ciento veinte años. Recordaba el entorno de un castillo del que sólo permanecían parte de las paredes exteriores y algo de lo que debió ser la construcción principal. Ese había sido el lugar en que él nació.

—¿Has dormido algo? —escuchó a Kagome. Le hablaba con la voz tomada por el sueño, mientras lo acariciaba con cada parte de su cuerpo en que había contacto.

—Ya has despertado —le dio un beso en la frente.

—No has dormido nada ¿Verdad? —continuó ella, algo más despejada. InuYasha soltó una risa suave.

—Aún no despiertas, mujer, y ya me estás riñendo —se quejó, con cierto aire divertido.

Kagome liberó un suspiro, matizado con una risa que no llegó a completarse y se giró un poco más sobre él, hasta esconder la cara en el hueco entre el hombro y el cuello de InuYasha, para liberar ahí otro suspiro y volver a dormirse.

.

InuYasha alzaba una mesa por encima de su cabeza y la llevaba a uno de los templos que había cerca de la casa de los Higurashi. La madre de Kagome le había solicitado ayuda para llevar aquellos objetos hasta ese lugar y poder preparar la celebración que se llevaría a cabo esa tarde en el recinto. Según lo que su compañera le había explicado, las personas de este tiempo celebraban muchas más cosas que en el Sengoku, aunque esta celebración en particular era común en ambas épocas. Él, que nunca se había sentido parte real de la vida de los humanos, salvo junto a Kagome, reconocía los momentos y algunos de los nombres que se les daba a las festividades. No obstante, su interés se acababa llegado a ese punto.

Kagome lo miró, cuando lo escuchó entrar con la mesa; aún faltaban dos de las cinco que pondrían. Ella estaba subida en una escalerilla pequeña, mientras colgaba guirnaldas de papel que su madre guardaba año tras año. Quiso recordar en qué momento su madre se había vuelto tan tradicional, pero no fue capaz de rememorarlo, así que sólo pudo concluir que aquello había sucedido cuando ella estaba en el Sengoku.

—No deberíamos estar en esto —dijo, sin alzar demasiado la voz, sabiendo que InuYasha sería capaz de escucharla sin problema.

Él dejó la mesa en el sitio que le había indicado la madre y se acercó a Kagome, que desenredaba una parte de aquellas coronas de papel que simulaban flores y pudo comprobar que las estaba aplastando por la poca delicadeza con que las manejaba. No es que él fuese precisamente diestro en tareas como esa, pero estaba seguro que ahora mismo tendría más habilidad que su compañera.

—Dame —le extendió la mano, para que ella le pasara la guirnalda de color rosa y verde. La escuchó suspirar cuando accedió. Luego la vio girar en aquella escalerilla y sentarse en la parte más alta, quedando a su altura.

—Deberíamos estar buscando una forma de volver —se quejó, jugando con el dobladillo de la falda que llevaba. Hoy usaba una de color azul cielo, de una tela de algodón que ella había llamado vaquera.

InuYasha centró la mirada en el hilo que se había enredado y definió los tres movimientos que debía hacer para liberar aquello.

—A tu familia le ilusiona —mencionó, escuchando a Kagome bufar como muestra de molestia. Alzó ligeramente la mirada para observarla por un segundo y no se echó a reír por aquella costumbre que se le había pegado de él, cuando estaba enfadada, por no hacerla enojar más.

—Ya lo sé —parecía aceptar su destino de hoy, sin embargo, InuYasha sabía que con ella nada era así de fácil. Intentó buscar algo que le gustara de la celebración de este día, de ese modo quizás podía distraerla un poco.

Él también ansiaba volver con Moroha, pero sus cavilaciones de esta mañana le habían ayudado a poner en contexto todo lo sucedido hasta ahora y, además, entender que llevaban aquí muy pocos días en realidad. No sabía cómo lo iba a conseguir, pero se había propuesto volver al Sengoku en el mismo instante en que se habían marchado, ni un segundo después.

—¿Cómo se llama esta celebración? —quiso mostrar interés.

—Es el Setsubun —respondió a lo que InuYasha dio una mirada a la decoración—. Sí, ya sé que no lo parece —la escuchó volver a bufar y esta vez oprimió los labios para no reír.

Efectuó el último movimiento para soltar el nudo de la guirnalda y se la extendió a Kagome.

—¿Quieres que la cuelgue? —buscaba ser amable. Había un aura especial entre los dos este día, una que destilaba armonía y calidez; solía pasarles cuando hacían el amor en luna nueva.

—No, ya lo hago, para eso estoy subida en esta absurda escalerilla —se puso en pie y se giró en el peldaño, para subir uno más—, poniendo estas absurdas guirnaldas, para una absurda celebración —en su mente aparecían los recuerdos del ritual de Setsubun que efectuaban en la aldea, algo muy lejano a lo que la rodeaba.

En ese momento escucharon la voz de Mei, que retumbó por todo el templo, y un sonido parecido una pequeña explosión, que provenía de un cañón de cartón que expulsaba judías.

¡Grrr…! —la escucharon emular un gruñido. Traía puesta una máscara que intentaba simular a un oni, un ogro.

InuYasha y Kagome se quedaron mudos durante un momento, hasta que ella soltó una carcajada a su espalda y le puso una mano en el hombro.

—Creo que te ha salido competencia —sentenció. En ese instante él comprendió su risa. Al menos Kagome estaba un poco feliz.

.

El lugar se había llenado de personas en pocas horas. Kagome se habría sentido muy inquieta de no ser por la barrera espiritual que había instalado el día anterior. La celebración de Setsubun solía congregar a muchas personas que se ocultaban tras máscaras e incluso disfraces de oni y youkai, los que representaban los malos augurios y aquello a lo que se debía espantar en este nuevo tiempo que comenzaba. Ella había conocido el ritual en su tiempo, era el año nuevo oriental, y durante los casi diecinueve años que había vivido aquí, nunca le pareció absurdo o ridículo como le resultaba ahora. El Setsubun en el Sengoku era un momento de recogimiento familiar, en que la aldea completa se consideraba una familia, más aún cuando se estaban compartiendo las últimas reservas del invierno y en lugar de arrojar las judías, que ahora estaban desperdigadas por el suelo, se cocinaban y se compartían.

—Esto es lo que hicieron una vez en tu instituto ¿No es así? —le preguntó InuYasha, que se mantenía de pie junto a ella, luciendo la coleta alta que su madre le había enseñado a hacer para ocultar sus orejas. Ambos parecían estar dentro de la celebración, aunque apartados de ella.

—Sí, exactamente lo mismo —no pudo evitar la sonrisa que se fue convirtiendo en una risa más abierta, hasta que soltó una carcajada que le salió de la base del estómago.

—¿Qué te pasa? —InuYasha no entendía de dónde salía esa alegría explosiva.

Kagome intentó hablar, mirándolo a los ojos, y volvió a soltar otra carcajada mientras se le saltaban las lágrimas.

—¿Qué tienes, mujer? —parecía que en tanto él más preguntaba y ella intentaba explicarse, más sucumbía a la risa.

Finalmente pudo tomar el aire suficiente como para dar una escueta respuesta, antes de volver a reír.

—Nada, Pekopon —InuYasha se tardó medio segundo en comprender y estuvo a punto de mostrar su indignación, cuando olió que alguien se les acercaba.

—¡Higurashi!

Kagome miró y se dio una vuelta en el lugar, intentando que toda aquella situación la dejara respirar o moriría de la risa. Sintió que este ataque jocoso no era más que una respuesta de su mente y su cuerpo a toda la tensión que acumulaba.

Miró a Hojo acercarse e intentó sonreír con la alegría real que le daba el verlo a él y a su acompañante.

—¡Ayumi! —expresó y caminó hasta la mujer que la abrazó sin pensárselo mucho.

InuYasha observaba la situación, en su habitual postura de brazos sostenidos, aunque no contaba con las mangas del haori, dado que la madre de Kagome se había empeñado en que usara un traje tradicional que consistía en un pantalón negro y un hitoe sin mangas de color rojo. Todo lo que su compañera había dicho al respecto fue un a la familia le ilusiona, seguido de una sonrisa.

Ante la escena de las dos mujeres que se abrazaban, InuYasha y Hojo se quedaron en silencio, observándolas. Luego el hombre se giró hacia él, extendiéndole la mano a modo de saludo.

—¿Qué tal? Eres el novio que tenía Higurashi —mencionó, reconociéndolo.

—Su compañero —aclaró el término, aceptando ese saludo humano característico.

—Me lo imaginaba —el hombre parecía realmente satisfecho con la situación.

El reencuentro dio paso a las felicitaciones, por parte de ambas parejas, por haber formado algo a través de los años. Hojo y Ayumi les indicaron cuáles de los niños que correteaban con máscaras de oni eran los suyos y les preguntaron a Kagome e InuYasha si tenían hijos propios. Ambos se mantuvieron en silencio un instante.

—Nuestra hija está en otro lugar —explicó InuYasha, no queriendo que aquella conversación se extendiera más e hiciera sufrir a Kagome innecesariamente.

La madre de Kagome vino por ambos, pidiéndole a InuYasha que fuese con los hombres que estaban junto a los taikos, el nombre que recibían esos enormes tambores de guerra que no sabía qué hacían aquí. En realidad lo asumía, era otra de las cosas que el tiempo de Kagome había resignificado. Miró a su compañera y ella le sonrió, haciendo un leve gesto con la cabeza y en su mente sonó la frase: a la familia le ilusiona.

Bruja —musito, en tono cariñoso, sabía que con todo el bullicio Kagome no podría escucharlo, pero sí leer la palabra en sus labios. Y lo hizo.

Se alejó en dirección a los taikos, en tanto su compañera se iba en otra dirección con su madre, para ayudar a servir las mesas en el templo en dónde se había organizado la celebración para las personas que asistían de forma regular a las practicas que se daban en éste. Entre ellas pudo ver a la anciana del libro, que hablaba amistosamente con el abuelo de Kagome; ciertamente ahí había algo.

No tenía muy claro que podían querer de él las personas que estaban junto a aquellos tambores que pesaban lo que cuatro o cinco tawaras. Quizás era eso, querían que les ayudara a mover alguno de esos instrumentos, de inmediato comprendió que no podía usar su fuerza sobrehumana a vista de todos. Finalmente resultó que les faltaba un hombre para tocar los tambores y al ver que él parecía tener la fuerza suficiente para ejecutar una labor así, le enseñaron el ritmo que debía llevar.

—¿Te ves capaz? —preguntó uno de ellos, extendiendo las baquetas de madera recubiertas con tela. InuYasha asintió, tomando lo que se ofrecía.

El ritmo no era complicado, le explicaron que al no ser él un integrante tendría como tarea el más básico. Lo captó en el primer compás de golpes, así que tomó posición, tal y como había hecho el hombre que le estaba indicando y dio la primera retahíla de prueba, la que retumbó en todo el templo. No era difícil hacerlo, la secuencia no era exacta, pero se parecía mucho al repiqueteo del corazón de Kagome cuando corría o hacían el amor.

—Con un poco menos de fuerza —le pidió el hombre, sonriendo—, queremos que el taiko nos dure un poco más.

InuYasha asintió, comprendiendo que no podía machacar el instrumento durante toda la serie que debían hacer. A lo lejos vio a Kagome, que se había acercado con su familia. Estaban Souta, su mujer, la niña, todo el mundo, incluso la anciana amiga del abuelo. No pudo evitar un leve sonrojo que lo hizo mirar hacia otro lado, para luego volver a encontrarse con la mirada atenta y entusiasta de su Kagome.

En pocos minutos estuvo usando su concentración para hacer todo tal y como le habían indicado, además de obedecer al grito de silencio que daría uno de los integrantes. Se escucharon los taikos pequeños, uno mediano y similar al que estaba usando él, además de una flauta, el sonido le recordó de inmediato a la princesa Sara y los problemas que les había causado, pero tocaba muy bien la flauta.

Kagome se dedicó a deleitarse con la imagen de InuYasha y su fuerza magnífica en medio de una labor artística. Su pelo, atado en aquella coleta que había comenzado a hacerse para aparecer ante quienes no conocían su condición de hanyou, se mecía al compás de la fuerza de sus golpes. Era extraño, pero encajaba perfectamente. Muchas veces se había preguntado qué cosas le interesarían si hubiese tenido la oportunidad de explorarlas ¿Le gustaría el arte? ¿La poesía?

Se llevó una mano al pecho, no pudo evitar el pellizco enorme que sintió en el corazón cuando pensó en que le habría gustado que Moroha viera a su padre haciendo algo como esto.

—Lo hace muy bien —escuchó junto a ella y cuando miró se encontró con Kainuko que miraba en la misma dirección que ella.

—Sí, es como si lo supiera de siempre —concluyó Kagome.

Cuando la presentación terminó, todos los asistentes aplaudieron e InuYasha suspiró cuando su mirada se encontró con la de ella. Parecía alegre, no tanto como en sus mejores momentos, pero sí un poco más de lo habitual en los últimos días. Kagome lo comprendía, él tenía demasiada energía y necesitaba sacarla. Le sonrió de vuelta, no quería opacar este pequeño momento de satisfacción.

Se acercó a ella y le dio un beso en los labios casi sin pensarlo. Sentía que las emociones de su cuerpo estaban a punto de desbordarse y se notaba alegre, algo extraño bajo toda la presión que tenían.

—Veo que estás con la adrenalina a tope —Kagome parecía igualmente alegre.

—La ¿Qué? —preguntó— Da igual —sonrió. Sería una de esas cosas que sabía ella, se la preguntaría luego— ¿Ha salido bien?

—Más qué bien —aceptó su compañera.

La familia de Kagome los rodeó en un momento, alabando el buen trabajo que había hecho. Durante los primeros dos instantes aceptó los cumplidos, pero luego comenzó sentirse incómodo en medio del alboroto.

Se inclinó hacía su compañera, muy cerca de su oído.

—Voy a dar una vuelta para vigilar la barrera —ella asintió. Estaba agradecido de la barrera que había puesto Kagome, porque entre los disfraces, las máscaras, el ruido y los niños correteando, habría sido un desastre tener que perseguir a demonios reales.

—En un momento te alcanzo —acotó ella y enseguida recordó que comenzaba a anochecer—. InuYasha —él la miró nuevamente—, luego habrá fuegos artificiales —su compañero arrugó el ceño y ella supo que no comprendía—. Luces en el cielo.

—¿De las que pitan en los oídos? —preguntó. Ella sonrió con cierto pesar.

—Sí, de las que pitan —aceptó, sabiendo lo poco que toleraba InuYasha aquellos ruidos estridentes y gratuitos.

Kagome se tardó un poco más de lo que esperaba y cuando terminó de ayudar a su madre, le dio un beso en la mejilla y ella lo interpretó de inmediato como un hasta aquí me quedo en esto. Se alejó del templo, y todo lo posible del bullicio central, revisando los lugares en los que había enterrado la sal de roca y extendió la mano para sentir en la palma la energía de la barrera. Agradeció el que aún estuviese ahí y fuerte, ya que sabía que le estaba costando pagar la ofrenda que había hecho. Cerró los ojos y se llenó los pulmones de aire, para poder liberar pensamientos oscuros junto con el aire al soltarlo. Cuando abrió los ojos nuevamente, se encontró con la mirada de InuYasha que permanecía a varios metros de ella. Estaba junto al tronco de un árbol, del lado en que no le daba la luz del templo y las farolas de papel que ahora lo decoraban todo. La adrenalina parecía haber desaparecido de él. Por un momento ella tuvo la sensación de que al fin tenían un instante de intimidad en el día, a pesar de la distancia y de sólo estar observándose.

Kagome decidió que haría lo mismo que él y se ocultaría tras el tronco del árbol más cercano, para contemplarlo desde ahí. Notó como InuYasha se movía para seguirla, sin embargo se detuvo, obedeciendo al gesto que ella le hizo con la mano. Al encontrar su árbol, descansó la cabeza en la corteza y desde ahí miró los ojos de su compañero, los que apenas podía distinguir en su dorado, dada la sombra; no obstante, no le importó, ella los podía recrear en su mente como si los estuviese viendo.

Se quedaron así durante un tiempo, algunos minutos, en que la luz en el horizonte comenzó a mostrar los tonos anaranjados de una primavera cercana. Para Kagome fue un espectáculo ver la forma en que la luz se filtraba por entre los troncos de los árboles y jugaba con el pelo blanquecido de InuYasha, pasando por los rosáceos, anaranjados, violetas y finalmente el azul que lo convirtió casi en una sombra. Sólo en ese momento él se acercó hasta ella. Ambos parecían agradecer el silencio.

InuYasha descansó el hombro en la corteza del árbol y desde ahí contempló el rostro de Kagome. Su compañera era hermosa para él, de muchas formas que no podía ni comenzar a detallar. Cuando la miraba y ella le devolvía ese gesto, pensaba en lo maravillosa que era la expresión de sus ojos, sólo con observarla podía saber si ella estaba triste, feliz, si tenía alguna idea perdida en el mar de todas las que contenía, o si deseaba que él hiciera algo para calmar su espíritu.

Ella era hermosa y lo sería hasta el día en que la luz de la vida abandonara ese cuerpo.

Soltó el aire por la nariz y desvió la mirada por entre el bosque, no quería detenerse a pensar en ese momento que para él parecía inevitable, doloroso e inabordable.

—¿Pasa algo? —resultó evidente para Kagome que algún pensamiento había interferido en la calma de su compañero. Él la miró nuevamente y le acarició la mejilla con el pulgar.

—Nada —quiso sonar seguro—. Mañana iré al bosque, buscando alguna guarida youkai.

Le estaba avisando y ella sabía que esta vez no podría oponerse. El día anterior InuYasha había cedido; sin embargo, Kagome tenía claro que no podía esperar dos victorias seguidas sobre el mismo tema.

—Mañana iremos los dos —aceptó la decisión de su compañero, pero que no pensara que iría solo. Deslizó los brazos por la cintura de él y pegó la mejilla a su pecho.

—Eres terrible, mujer —se quejó, aceptó el abrazo y lo afianzó un poco más.

—Ka-go-me —dijo ella, remarcando cada sílaba.

InuYasha soltó una risa que a ella le pareció de lo más hermoso que podía oír. Muchos años atrás tuvo la ilusión de escucharlo reír, estar a su lado y proporcionarle momentos en los que fuese feliz, y aunque la vida se les complicara de la manera que lo hacía, seguía apreciando cada momento en que su sonrisa brotaba.

Se sintieron nuevamente en medio de un cómodo silencio, aunque a lo lejos se escuchara la algarabía, ellos estaban en calma.

Aquel estado sólo duró hasta que sonó la primera tronadura de los fuegos artificiales que provenían de corta distancia, los estaban lanzando a menos de un kilómetro del templo, así que se encontraban muy cerca. La luz se filtró por entre las copas de los árboles, creando un destello e InuYasha tensó los hombros cuando la segunda tronadura llegó.

—Vamos a casa, quizás desde ahí se escuchen menos —le ofreció, Kagome, alzando la voz cuando los silbidos de las ráfagas de fuegos se dejaron escuchar.

—No, mejor entre los árboles —sentenció él. Ella comprendió que éstos ayudarían a amortiguar el ruido mejor que las paredes de una casa.

Avanzaron un poco más por medio del bosque, llegando al límite de la barrera espiritual que había creado Kagome, pero sin salir de ella. El sonido de las explosiones se hacía cada vez más estridentes y algo de la luz de colores se filtraba por entre el follaje de los árboles. Hubo un instante en que InuYasha suspiró y alzó la mirada para intentar vislumbrar las luces, si después de todo iba a sufrir el ruido al menos sería bueno ver el espectáculo, aunque en medio de los árboles era difícil.

—Vamos —dijo, tomando a Kagome, para alzarla y subir a alguna rama alta que los soportara a ambos. En cuanto encontró una se sentaron.

Los colores eran brillantes y las luces se desperdigaban en el cielo como margaritas en el campo. Los silbidos le causaban dolor en los oídos y en la cabeza, como si aquella estridencia le retumbara. Kagome sonrió levemente y él la observó hacerlo, mientras las luces se le reflejaban en la piel: rojas, azules, verdes, amarillas, en diferentes colores pasaban por su semblante y su pelo. InuYasha comprendía que esto era lo que ella había conocido durante gran parte de su vida y que era normal que le gustara, aunque a él le parecía una tontería. Volvió a enfocarse en el cielo y las luces se detuvieron un momento.

—Falta la serie final —le contó ella, pegándose un poco más a su costado. Él la mantenía firmemente asida por la cintura.

Durante unos cuántos segundos el cielo se mantuvo libre de las luces y ligeramente cubierto por una nube de humo residual. InuYasha agudizó la vista cuando le pareció distinguir algo particular en el cielo, pero antes de conseguir mirar mejor, la última serie de luces de la que había hablado Kagome llenó su espacio visual. Su compañera continuaba observando la explosión de colores, en tanto él buscaba cualquier espacio entre éstas para diferenciar lo que había llamado su atención.

Kuso —pensó, cuando pudo ver entre las luces.

—Kuso —repitió en voz alta, cuando las explosiones terminaron y fue capaz de visualizar el cielo despejado.

—¿Qué pasa? —Kagome se tensó en el abrazo y comenzó a mirar en la dirección que lo hacía InuYasha.

—Mira, fijamente —extendió el brazo para indicar con un dedo.

Kagome se mantuvo atenta, buscando diferenciar lo que su compañero esperaba que viera, hasta que sintió como se le helaba la sangre.

—Aciago —susurró.

InuYasha respiró profundamente y luego soltó el aire como si buscara calmarse. Kagome pensó en todo lo que les estaba pasando y sintió que se le diluía entre los dedos cualquier momento de alegría o simple calma que pudo experimentar durante la tarde.

—¿No se acabarán nunca los problemas? —su compañera dejó en el aire una pregunta que resultaba dolorosa, tanto por su veracidad, como por el hilo de voz con que era expresada. Aquello los dejó a ambos en el silencio más sepulcral que recordaban.

.

Continuará…

.

N/A

¡AL FIN!

Cómo me costó llegar hasta aquí!

Ufff…

Pero bueno, ya estamos y desde aquí nos volvemos a complicar la vida xD

¿Cómo si hubiese estado fácil antes?

Espero que el capítulo les haya gustado, yo he disfrutado escribiéndolo y se me ha salido una carcajada de gusto con lo de Pekopon y ese momento. Esta historia no puede tener mucho de comicidad, pero me gusta que tenga algo.

Para quienes no saben, y recordarlo para quienes sí, he impulsado una dinámica correspondiente al Solsticio Verano/Invierno. Todo está en mi página de Facebook (anyarataisho)

Un beso y espero que me cuenten cuando lean, agradezco enormemente a quienes dejas sus comentarios, eso hace que "existan" para mí, e invito a quienes no lo hacen a que se "manifiesten"

Anyara