Capítulo XXXIV

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Qué somos, Hermana mía

En medio de la orfandad

De nuestros dones

Qué somos

Si nadie conoce

El camino del relámpago o el sol

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Kagome caminaba entre los árboles y notaba cierto estado de calma en el ambiente, ese tipo de calma cargada de energía que queda luego de una batalla, reconocía esa atmósfera de las tantas y tantas veces en que había estado con InuYasha en mitad de una pelea. Él, invariablemente, cargaba el lugar con su fuerza y su aura. Esa misma sensación la acompañaba ahora, aunque no parecía venida de una batalla reciente. Se detuvo y se giró sobre el lugar para observar el entorno y percibir quién había generado esta energía. Al principio le resultó difuso ver más allá de los árboles más cercanos, pero no tardó demasiado en distinguir parte de las ropas rojas de InuYasha y caminó hacia él.

—Espera —pensó en llamar, pero la palabra salió sin fuerza, casi como si la estuviese escuchando en su cabeza.

Se centró en la figura roja que iba por delante de ella y sintió cómo el corazón le latía desbocando en el pecho. No, no era su compañero. Sintió que finalmente estaba en casa, no sabía cómo era posible, pero tampoco le importaba.

Caminó más rápido y notó la forma en que la alegría, el amor y el ansia se trenzaban en su interior. Moroha estaba ahí, a pocos pasos de ella, caminando con tranquilidad en tanto silbaba una canción. La emoción la inundó aún más cuando se dio cuenta que la canción era la misma que ella le cantaba cuando era una bebé.

Mi bebé —musitó un pensamiento.

—Moroha —le habló y esperó para ver sus ojos al mirarla.

Sin embargo, la niña no detuvo su andar, ni el sonido que emitía. Kagome quiso nombrarla otra vez, pero entendió que tampoco ahora la oiría.

No hemos vuelto —pensó. Y la comprensión de aquello fue tan rotunda que sintió que se le ablandaban las piernas, aunque eso tampoco sería posible ¿Verdad?

Se limitó a caminar tras su hija, extendiendo la mano cuando le pareció que estaba lo suficientemente cerca para probar tocarla. Dejó de intentar luego de unos instantes de andar, al parecer siempre mantenían la misma distancia así que se limitó a acompañarla durante el tiempo que le fuese posible. Apresuró el paso, se puso paralela a ella y pudo verle la cara; era una niña hermosa y se parecía mucho a su padre. Igualmente intentó tocarla desde ese punto, y del mismo modo ella parecía inalcanzable. Hizo el esfuerzo de recordarse que estaba en una visión y que esto iba más allá de sus deseos.

Al cabo de un momento llegaron junto a una roca que sobresalía de forma notoria a un costado de la montaña. Moroha hizo una línea profunda con la uña de su pulgar sobre la roca, junto a otras cinco líneas que Kagome supuso también habría hecho ella. Su hija se agachó y pudo ver que la propia piedra, por su ángulo y forma, creaba el espacio para una madriguera. La niña sacó un puñado de hierbas frescas de una bolsa de tela que tenía colgada a la cintura del pantalón corto que llevaba y lo ofreció a la entrada de la guarida. Al cabo de muy poco tiempo asomó la cabeza una coneja, olfateó el aire y se fue acercando a su hija que dio unos pasos hacia atrás y el animal la siguió, saliendo completamente. Kagome vio que cojeaba de una pata y comprendió que estaba herida. Pudo ver como el animal comenzó a comer de las diferentes hierbas que contenía el manojo: romero, salvia, hierbabuena. Tuvo la sensación de que Moroha sabía exactamente para qué le servirían aquellas hierbas.

Las conoces —pensó y sintió el pecho cargado de satisfacción, alegría y alivio; algo a lo que algunos llamarían orgullo, sin embargo ella sabía que era amor.

Moroha acarició el pelaje del animal y luego de un par de caricias largas, acercó la mano a la pata herida, apenas tocándola, y de la palma de su mano brotó energía que Kagome inmediatamente reconoció como sanadora.

Se quedó mirando la escena, siendo testigo de aquel hermoso acto de bondad, en tanto las lágrimas le mojaban las mejillas.

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InuYasha observaba a su compañera que llevaba un largo rato en uno de sus estados meditativos. Parecía serena, tranquila, su expresión mostraba que todo su cuerpo se había entregado a ese momento que había decidido tener ahí, en medio de un descanso en el bosque, porque la energía se lo pedía, como ella misma lo había expresado. Él aceptó, a pesar del recuerdo de la última vez; no había podido negarse, como muchas otras veces hacía cuando Kagome lo miraba con los ojos muy abiertos y con ese gesto le decía que había algo profundo en su convicción. Ellos podían tener muchas diferencias durante el día, aunque también existían días en los que no había desavenencias; sin embargo, compartían algo que era recóndito, casi insondable para ellos mismos, y les hablaba de las certezas del corazón, un punto en que ambos coincidía siempre y les bastaba una mirada o una sola palabra para que se complementaran: como ahora.

Él llevaba resguardándola todo el tiempo que estaba pasando en esa especie de trance. La miraba, a ratos con curiosidad y a ratos con profundo amor. En más de una oportunidad le había preguntado por lo que experimentaba en esos momentos y aunque Kagome, incluso, lo había guiado en alguna de esas meditaciones, seguía pensando que lo que su compañera hacía era un secreto para él.

Mientras la observaba pudo ver que su gesto cambiaba ligeramente a la tristeza y luego de sus ojos cerrados caían lágrimas gruesas que le mojaban las pestañas. Se acercó un poco a ella, evitando tocarla, aunque no estaba seguro de si debía interrumpir su meditación. No era la primera vez que lloraba en medio de ella, pero no recordaba haberla visto con una expresión de tristeza tan desoladora como ésta.

Esperó y esperó, sintiendo como su propia respiración se agitaba por la angustia, hasta que ella dejó de llorar y la tristeza pareció dar paso a la resignación. Más allá del gesto de su rostro y de las lágrimas, Kagome no había cambiado su postura. Hasta que finalmente comenzó a abrir los ojos y lo miró.

¿Cómo puedo definir lo que trae en su mirada? —la pregunta se quedó en su mente y en ese momento InuYasha comprendió que cuando su compañera se paseaba por ese mundo etérico, ella daba y recibía.

—¿Estás bien? —fue lo único que pudo preguntar. Kagome extendió la mano, pidiendo cercanía y contacto, algo que él le cedió de inmediato.

Asintió.

—Creo que la he visto —le mencionó e InuYasha enseguida comprendió que hablaba de Moroha.

¡Kuso! ¡Cómo debía sentirse! —una parte de él se parecía querer explotar de felicidad, en tanto otra sólo quería gritar y desgarrar y correr por mitad del bosque en busca de una forma de regresar con su hija y que no sabía cómo conseguir.

Oprimió un poco la mano de su compañera, intentando un acto de consuelo para ambos.

Kagome se quedó mirando el enlace en busca de calma, no obstante, casi de inmediato alzó la mirada al recordar que debía buscar algo.

—Ella estuvo aquí —declaró con total convicción.

InuYasha la vio ponerse en pie y siguió su gesto de forma refleja. Su compañera comenzó a caminar, primero de forma insegura, para luego avanzar con más rapidez y decisión. Recorrieron unos cincuenta metros, no más, hasta llegar junto a una roca en la ladera de la montaña y que permanecía cubierta de musgo y maleza. Kagome se acercó, casi con sigilo, como si temiera a lo que podía encontrar. InuYasha permaneció alerta, a la espera de hacer frente a cualquier peligro que pudiese provenir de ese lugar.

Pudo ver como su compañera miraba dentro de una madriguera vacía, lo sabía porque no había rastro del olor de ningún animal que pudiese estar viviendo ahí. Pudo ver como ella buscaba en la piedra, tanteando con la punta de los dedos.

—Aquí está —la voz de Kagome sonó contenida.

InuYasha vio como pasó la mano sobre unas marcas hechas en la roca, primero fue un toque de reconocimiento, que luego se convirtió prácticamente en una caricia y la escuchó susurrar: ocho.

—¿Ocho? —preguntó de forma refleja. Su compañera asintió.

—Sí, ocho días en los que Moroha cuido aquí de una coneja —las palabras eran claras y carecían de dudas.

Comprendió que Kagome hablaba de algo que había visto en ese espacio de realidades que visitaba estando en meditación.

Se quedó en silencio, contemplándola mientras ella repasaba las imágenes de su mente, sin dejar de mirar las hendiduras que había sobre la piedra. Él se acercó y comprobó las ocho marcas de las que hablaba su compañera y supuso que habrían sido hechas con las garras. Un extraño sentimiento de consuelo lo invadió; al menos tenía garras para defenderse.

El sol se comenzaba a esconder y no era mucho más lo que podrían recorrer con esta luz.

—Acamparemos aquí —sentenció, InuYasha, esgrimiendo una decisión.

El lugar era propicio y aunque no les faltaba mucho para llegar hasta el lago, lo mejor era descansar desde ya y partir con la primera luz de la mañana.

Al llegar la medianoche Kagome se había dormido, no sin antes compartir con InuYasha los detalles sobre lo que había visto de Moroha, la coneja y la forma en que la hija de ambos había ayudado con su energía al animal. Su compañera parecía aliviada de cierta forma, quizás el saber que la niña tenía poderes espirituales le hacía sentir que podía estar más segura.

Ahora mismo la contemplaba dormir y no podía evitar la remembranza de tantas y tantas noches en medio del bosque, cuando custodiaba su sueño del mismo modo que estaba haciendo en este momento. Los pensamientos de aquel tiempo retornaron a él, como si fuesen un presente. Recordó la vez que en medio de su sueño le acarició la mejilla con cuidado y le acomodó un mechón de pelo que le cubría parte de la cara. Por entonces comenzaba a descubrirla, a ver la fortaleza de la que estaba hecha y a admirarla antes de amarla.

Por un instante quiso volver a esos momentos, porque más allá de la incertidumbre que los rodeaba por entonces, ese descubrimiento lo había hecho feliz. Sin embargo, no podían regresar a esos días.

InuYasha movió las orejas y se puso en alerta, había escuchado el murmullo de las hojas entre la maleza al ser aplastada. No era algo grande, podía tratarse de un niño o una mujer, olía a humano, pero también a youkai ¿Hanyou?

Volvió a mover las orejas cuando percibió un nuevo sonido, esta vez identificando exactamente el lugar de procedencia. Se agazapó, esperó un instante y dio un salto para atravesar las ramas de los árboles y la maleza, plantándose justo delante de aquella criatura.

—¿Quién eres? —exigió. Mantuvo la actitud de alerta en todo momento por si la pequeña medio demonio no estaba sola.

La criatura lo miró con los ojos muy abiertos y mucho más sorprendida de lo que InuYasha esperaba.

—Nyoko —respondió, con el tono agudo habitual de los niños.

—¿Qué haces aquí? —sabía que no estaba siendo particularmente amable, aunque mucho más de lo que habría sido un siglo atrás.

La niña frunció los labios en actitud de malestar, era evidente que no quería responder. InuYasha la olfateó un poco mejor y no estaba seguro de cuánta sangre youkai corría por su cuerpo. Al parecer ya no era tan evidente la mezcla.

—Responde —necesitaba que hablara pronto, no quería dejar a Kagome dormida y sola por tanto tiempo.

—¡Me perdí! —le gritó con voz aguda y a punto de soltar las lágrimas.

¿Qué edad podía tener?

En realidad era difícil de saber, pero lo cierto es que no aparentabas más edad que la que tendría Shippo cuando lo conocieron.

Kuso —si esto hubiese pasado cien años atrás él se habría marchado y la niña parte youkai se habría quedado ahí, en mitad del bosque, pero había pasado ahora y él ya no era igual y podía dejarla o Kagome lo mataría; o lo intentaría.

La miró atentamente durante un instante.

—Sígueme —comenzó a caminar de vuelta al campamento.

Los pasos de la youkai se apresuraban para alcanzarlo, pero volvía a quedar rápidamente atrás. InuYasha la miraba de reojo, parecía acostumbrada al bosque.

—¿Cuánto llevas perdida? —quiso saber, si había una niña en parte youkai por aquí perdida, era muy posible que hubiesen unos padres en parte youkai buscándola.

—Dos días —respondió con un tono bajo y casi avergonzado.

—Y ¿Qué hacías? ¿Cómo te perdiste? —continuó, ya estaban a pocos pasos del campamento.

La niña chasqueó la lengua antes de responder. InuYasha no pudo evitar la sorpresa ante ese claro gesto de enfado.

—Quería demostrar que podía salir de la barrera y volver a entrar sola —se quejó, ya que obviamente no había podido.

InuYasha pudo escuchar la respiración algo inquieta de Kagome y como lo llamaba.

—Apresúrate —le dijo a la criatura, tomándola por la ropa y saltando con ella hacia el centro del campamento.

Escuchó la expresión de sorpresa de su compañera, acompañada de una exclamación de protesta por parte de la niña, así que la dejó en el suelo.

—Y tú ¿Quién eres? —preguntó Kagome, paseando la mirada de la pequeña, hasta InuYasha y nuevamente a la pequeña.

—Nyoko —dijo, olfateándolo el aire ligeramente—. Eres humana.

—Lo soy —aceptó Kagome, con un deje maternal que no pudo reprimir.

InuYasha sintió que se le oprimía el pecho, no quería que su compañera se encariñara con la niña.

—Está perdida —él se sintió en la necesidad de interrumpir—. Salió hace dos días de dónde sea que vive, quería probar que podía hacer cosas ella sola y está visto que fracasó.

Kagome observó durante un instante a su compañero y no le costó demasiado dilucidar la razón de su irritación.

—Entiendo —le respondió e InuYasha arrugó un poco más el ceño. Luego se dirigió nuevamente a la niña— ¿Tienes hambre?

La pequeña abrió un poco más grande sus ojos rojizos como dos rubíes. Era evidente que sí.

Kagome abrió su mochila y sacó un bocadillo de aquellos que había preparado en casa para el viaje, seguramente eso satisfaría el estómago de la niña. No estaba equivocada, en cuánto recibió el alimento comenzó a comer con más prisa de la recomendable.

—No tan rápido, te hará daño —le advirtió.

La niña se había sentado en el suelo, para ella fue evidente que no era humana, tanto por las orejas semi puntiagudas que tenía y que asomaban bajo el rizado pelo rojizo, casi granate, y con tendencia a platinarse de forma dispar de medios a puntas, además de las garras en sus manos que eran de un intenso tono gris.

—Y tú ¿Eres? —quería saber qué impresión tenía la niña sobre sí misma, sobretodo sabiendo la falta de amor propio que tenía InuYasha cuando lo conoció.

Mashi —respondió, con la boca llena.

—¿Mashi? —Kagome tomó una botella con agua y le ofreció. La niña bebió antes de responder.

—Sí, más, más youkai que humana —le dio otro mordisco al bocadillo y mientras comía ese trozo se permitió suspirar. Al parecer estaba aliviando su hambre.

InuYasha se quedó pensando en esa explicación. No era habitual que los youkais tomaran humanos como parejas, pero más extraño aún era que un youkai aceptara a hanyou, que de por sí traía el estigma de lo indebido ¿Cómo se estaban relacionando las especies en este tiempo?

Y, además ¿Dónde?

—Oye, antes hablaste de una barrera —se dirigió a la niña.

—Se llama Nyoko, InuYasha —lo apremió Kagome y él casi rodó los ojos antes de respirar hondamente.

—Nyoko —arrastró las sílabas del nombre— ¿Qué es esa barrera?

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El resto de la noche la pequeña mashi durmió en el saco que había traído Kagome y ella se quedó junto a InuYasha, desde ahí contemplaba a la niña con una cierta adoración que su compañero no se atrevió a cuestionar.

—No podemos dejarla sola —declaró ella.

—Eso ya lo sé —la abrazó.

Kagome le tocó la mano que él había puesto sobre su hombro. Su compañero no era de expresiones suaves, la mayor parte del tiempo se expresaba con frases cortas y concisas e incluso la forma en que se acercaba a ella era basta, pero tenía un corazón blando como la nieve recién caída.

InuYasha suspiró, no es que pensara dejar a una niña perdida y a su suerte en mitad del bosque, bien sabía él que no era lugar para un niño y menos si era medio youkai. No podía negar que le resultaba extraño no haberse encontrado a nadie tras ella, después de todo sus padres tendrían capacidades como para encontrarla.

Cuando Kagome se durmió junto a él, InuYasha la acunó para abrigarla con su propio calor, del modo en que había hecho muchas veces durante los últimos años. Se entretuvo largo tiempo, pasando los dedos por las puntas de su pelo e intentando recuperar de su memoria los momentos felices que habían compartido. Se dio cuenta de que era muchos y se preguntó porque a veces las parejas de aldeanos parecían tan cansados unos de otros cuando el estar junto a alguien que amas podía ser mágico a cada momento; como ahora que la contemplaba. Supuso que aquello pasaba porque no se escogía con el corazón.

Cuando el amaneces estaba despuntando el fuego que habían encendido se consumió. Así que antes de dejar el lugar que les había servido de campamento, echó tierra sobre las cenizas y olfateó el aire para asegurarse de que nada quedaba encendido, del mismo modo que hacían cuando acampaban en el Sengoku.

Al amanecer salieron los tres juntos y comenzaron a recorrer el camino hacia la cascada de la que había hablado Myoga. Nyoko, la niña, les había dicho que su hogar estaba hacia el oeste, pero le costaba aún saber cuál era esa dirección.

Una parte del trayecto la hicieron al paso que podía seguir la niña, quizás como una forma de respetar su independencia. Luego, Kagome la tomó en brazos y la pequeña se abrazó a ella como seguramente haría a su madre y aquello, inevitablemente, le tocó el corazón. Al final, ambas terminaron sobre la espalda de InuYasha y éste las llevaba a una velocidad que ellas no podrían alcanzar.

—Un día correré como tú —le declaró la mashi..

—Seguro que lo harás —la que respondió fue Kagome, sabiendo que su compañero se ahorraría el comentario.

—¿Sabes si está unido a alguien? Me gusta —declaró la niña.

Ambos se quedaron en un silencio férreo que duró sólo hasta que InuYasha se echó a reír e instó a su compañera a responder.

—Sí, Kagome ¿Estoy unido a alguien? —ella no perdió la oportunidad de enterrarle el tobillo en una costilla.

—Sí, él es mi compañero —le explicó.

La pequeña asintió como si evaluara sus posibilidades, lo que a Kagome le causó verdadera curiosidad, casi podía ver sus ideas jugueteando en el brillo de sus ojos.

—Tú, eres humana, los humanos viven unos noventa años, cien ¿No? —desde luego no se esperaba la conclusión que estaba sacando de ella.

InuYasha casi se atragantó con el aire cuando la escuchó y se detuvo en seco.

—Será mejor que caminemos todos y gastemos energía —sentenció.

Kagome seguía perpleja, pero estuvo de acuerdo.

De ese modo los tres volvieron a caminar casi a la par. La niña iba unos pasos por delante, se detenía para olfatear el aire y luego continuaba.

—No tan rápido. Evita a los humanos —advirtió InuYasha, alzando muy levemente la voz, tenía la sensación que la mashi tenía casi tanta capacidad auditiva como él.

—Creo que te salió una admiradora —murmuró Kagome, muy cerca. Él sonrió.

—Bueno, como le pasaba a Shippo contigo —sentenció.

—Shippo me veía como una madre —quiso defenderse, pero la voz se le apagó. Ella sabía que algo de razón tenía su compañero, aunque sólo fuese durante las primeras semanas.

—Si tú lo dices —el tono era indulgente—, no seré yo quién te saque de tu error.

Le dio un codazo e InuYasha se quejó, a pesar de no sentir dolor.

Ouch.

—Si no te duele —ella se mofó y pudo ver la suave sonrisa en los labios de su compañero. Se quedó mirando con detención y de inmediato vino a su mente lo absurdo de todo.

—¿Qué pasa? —preguntó InuYasha, que vio como bailaba una duda en las pupilas de su compañera.

Kagome cerró los ojos y respiró, llenando por completo sus pulmones hasta que estos hicieron presión sobre su estómago. Luego soltó el aire casi de golpe.

—¿Qué pasa? —insistió, ya sin la sonrisa de un momento atrás. Prácticamente habían detenido el paso. Ella abrió los ojos.

—Qué se nos está cayendo el mundo encima y yo me quedo prendada de una sonrisa tuya —le confesó, mirando la maleza en el suelo—. Esto no puede ser normal.

InuYasha razonó su declaración y no consiguió responder a aquello, no conocía una palabra que encerrara el significado de las emociones que estaba experimentando. Le rozó el estómago con el dorso de la mano y las garras, en un movimiento dócil que buscaba tomar su cintura desde el lado contrario y girarla hacia él. Kagome siguió con la mirada el movimiento de la mano que la tocaba y luego lo miró a los ojos. Había visto tantas veces ese gesto en el dorado de sus ojos que le parecía inverosímil que siempre, indiscutiblemente, le acelerara el corazón. Sintió la forma precisa en que los dedos de él le sostenían la cintura y la giraban unos pocos grados sin que opusiese mayor resistencia. Entrecerró los ojos de forma instintiva cuando lo vio inclinarse y respiró, conteniendo el aliento, cuando sus labios se tocaron en un beso suave que la llevó a rememorar los primeros toques que compartían, esos que mantenían el anhelo contenido a la espera del reconocimiento. Kagome percibió cada una de las partes de su cuerpo que se amoldaban a las formas de su compañero y se abrazó a él. Sí, era extraño sentirse así en medio de la situación incierta; sí, resultaba incluso superficial y poco consistente, pero el amor que sentía por InuYasha le daba poder para soportar la aflicción. Suspiró y aunque el beso continuaba siendo un casto toque en apariencia, la estaba consumiendo por la fuerza de la emotividad que ambos compartían y que ahora mismo parecía entrelazarse entre uno y otro.

—Ah, pues ¡Sí que están unidos! —expresó Nyoko, que había retrocedido lo andado cuando se dio cuenta que ellos se habían quedado atrás.

Se separaron, sin embargo el beso se les quedó palpitando en los labios.

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InuYasha ya había olfateado el agua del lago, llegarían dentro de poco. Kagome caminaba delante de él y Nyoko lo hacía junto a ella. Ambas iban hablando y la niña le contaba detalles del lugar en que vivía. Él se limitaba a escuchar, aceptando que en esto de la comunicación su compañera era la que sabia.

—Sí, bueno, no es que existan muchos palacios en la zona en la que vivo —se quedó meditando un instante—. Yo no he visto ningún otro.

—Y ¿Cómo se llama el territorio en que vives? —continuó interrogando Kagome.

Kokyō Tsuyoi, madre dice que es el mejor nombre que le podemos dar —amplió la respuesta.

Hogar fuerte —se repitió Kagome, sin poder evitar preguntarse qué clase de persona seria la madre de esta pequeña. Parecía desenvuelta y muy clara en su visión de las cosas.

—¿Hay más como tú en ese sitio? —la pregunta de InuYasha llegó acompañada de su habitual poca sutileza. Nyoko lo miró de medio lado, en tanto continuaba caminando.

—Sí. Y como tú —Kagome sonrió ante la sorna de la criatura. Había que reconocerle la viveza—. Aunque la mayoría no vive en el Kokyō, viven en el bosque.

—Dentro de la barrera —sentenció InuYasha. Se preguntó si necesitaría usar el akai yaiba, la Tessaiga roja, para entrar en aquel lugar. Quizás fuese ahí a donde lo estaba enviando Myoga, pero ¿Por qué?

—Sí, madre dice que así todos vivimos más tranquilos —continuó.

—¿Todos? —Kagome quiso aclarar a qué se refería.

—Sí. Youkais, mashis, hanyous —InuYasha no pudo evitar pensar en que no había mencionado a personas como su hija.

—¿No hay humanos? O ¿Seres similares? —insistió. Kagome se giró para mirarlo, pero él no se sintió capaz de sostener la inquietud que se había abierto en los ojos de su compañera.

—No lo sé, yo no he conocido a ninguno. Ahora te conozco a ti —le sonrió a Kagome.

No podían esperar mucha más información por parte de la niña. Lo comprendieron y ambos se mantuvieron en silencio, avanzando así un poco más. InuYasha percibió la presencia de humanos en una zona del lago y pensó en dar un rodeo mayor para evitarlos, la extensión que tenía era bastante y concluyó que al paso que iban les llevaría al menos hasta el atardecer rodearlo evitando a los humanos y en medio de la maleza. Así que para evitar aquello decidió volver a cargar con sus dos acompañantes y comenzar el recorrido por entre las copas de los árboles.

No debían retrasarse más.

Cuando la tarde avanzó los tres tenían suficiente hambre como para detenerse y pensar en algo para comer.

—Acampamos aquí —decidió Kagome. La pequeña mashi estaba cansada, se notaba en la velocidad de sus reflejos, los niños resultaban evidentes y ella tenía experiencia al compartir los cuidados de los niños de Sango.

Se acomodaron en un claro, encendieron una fogata lo suficientemente grande para calentar algo de agua y preparar las dos raciones de ramen que tenían. Kagome compartió la suya con Nyoko e InuYasha parte de la suya con su compañera. Era probable que encontraran algún otro poblado a lo largo del siguiente día, en él conseguirían suministros y podrían evitar la caza y todo lo que conllevaba.

—Descansa —le dijo InuYasha cuando ya llevaban un largo tiempo en silencio y ella aún no dormía.

—No puedo dormir —confesó y se incorporó en la cama de hojas que se había improvisado, quedando sentada junto a su compañero.

La noche estaba fresca, sin embargo el fuego que habían encendido mantenía un agradable calor. En el cielo se alcanzaba a percibir el cometa Aciago, ninguno de los dos lo llegó a mencionar, no obstante era evidente que ambos lo estaban observando.

Kagome no había podido dejar de pensar en Moroha y en su destino y aunque no le había mencionado nada a InuYasha, dudaba que hubiesen vuelto al Sengoku, el libro no señalaba nada de ellos más allá de nacimiento de su hija. Se acurrucó un poco más hacia su compañero, como si buscara consuelo en su calor.

—¿Crees que lo lograremos? —le preguntó, casi en un susurro. InuYasha no pudo evitar una ligera risa irónica.

—¿A cuál de todas las cosas que debemos lograr te refieres? —parecía que cada vez tenían más situaciones pendientes qué solucionar.

Kagome también hizo el amago de reír, apegándose un poco más a su compañero.

—Volver con ella —aclaró.

InuYasha tomó aire profundamente y aquella única acción hablaba de la incertidumbre que compartían.

Él la rodeó con un brazo y la sostuvo con la mano por el otro para poder atraerla más, hasta dejarla entre sus piernas y pegársela al pecho, quería darle abrigo y calor a través de ese contacto; ambos lo necesitaban.

—Lo intentaremos, eso te lo aseguro.

Kagome pegó la mejilla al pecho de su compañero, cerró los ojos y respiró su aroma; a ella también le gustaba como olía InuYasha y aunque no tenía la capacidad de percibir ese aroma a mucha distancia, para ella era inigualable y lo conservaba en la memoria. En cualquier lugar podría reconocerlo. Abrió con los dedos las uniones de la ropa sobre el pecho de su compañero y puso un beso sobre la piel. Pudo sentir como él la estrechaba un poco más en el abrazo. Kagome decidió que el dolor no podría con ella.

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El pequeño youkai pulga suspiraba echado sobre el tatami, acababa de beber la sangre suficiente como para quedar saciado una semana entera.

—Gracias por aceptar mis condiciones, Myoga —la voz de su acompañante mostraba claramente el tenor de sus palabras.

El anciano youkai se sentó, resistiendo el efecto de estar lleno.

—Entiendo sus razones, señora, no podría negarme a ellas —la pulga quiso sonreír—. Aunque el señor InuYasha estaba muy molesto —aclaró.

La acompañante se limitó a tomar aire profundamente y mirar hacia el jardín de su casa, encontrando un farol de piedra que debía tener al menos unos quinientos años.

—Supongo que lo entenderá; con el tiempo —liberó un suspiro que llevaba consigo una esperanza.

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N/A

Aquí estoy nuevamente con un capítulo lleno de cosas!

Debo decir que la historia se complica cada vez más y creo que necesitaré un poco de margen con las actualizaciones para hilar todo bien, mi cabeza hierve de ideas.

Muchas gracias por los comentarios, me acompañan mucho. Gracias a quienes dejan comentario y no puedo responder porque no están logueados

Espero que disfrutaran de la lectura.

Besos

Anyara