Capítulo XLIV

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Aparta la Mirada,

Hermana mía

Sus destinos son sombras

Del infinito

No distraigas tus dones

En esos cortos

Caminos ya vividos

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La madrugada había comenzado hace un par de horas y el sonido en las calles se había apaciguado en comparación al día. Habitualmente el ruido se le hacía ensordecedor y aunque a esta hora solía disminuir, aun así era fácil escuchar a personas que no dormían. El tiempo de Kagome era disfuncional, poco armónico, diría; de todos modos eso a él no le importaba en lo más mínimo, pronto volverían con su hija y era lo único relevante. Para eso necesitaba llegar al Templo Higurashi, tomar el libro aquel y volver con su compañera. Habría preferido no dejarla sola, sin embargo esto también era importante y a su paso sería sólo un día.

Aún le faltaba un tramo para llegar, podía oler la vegetación del pequeño bosque que rodeaba el lugar y apuró un poco más el paso.

Vino a su mente la expresión del brujo cuando Kagome mencionó que aquella mujer le había tocado el hombro. Probablemente algo en el libro le pudiese explicar la razón por la que esa acción parecía importante. Lo cierto es que pocas cosas resultaban coherentes, como por ejemplo la huella de energía que había podido leer su compañera en un lugar en que él estaba seguro había visto piedras funerarias. O su visión ¿Desde cuándo él las tenía?

Decidió que se centraría en lo importante ahora mismo. Debían seguir una ruta, al menos debían crearla, y tenía muy claro que la meta estaba en volver con Moroha, esa había sido desde el principio. Probablemente el único consuelo que tenía al respecto era pensar en la posibilidad de regresar en el momento justo en que se separaron.

Una vez pensó aquello vino a su mente Kirinmaru, ese youkai era un problema y debían pensar en qué hacer con él. Probablemente tendría que sentar a Towa y no permitir que se moviese hasta que le contara sobre la razón por la que estaba sellado aquel ser, si es que era verdad lo que el lobo apestoso de Kouga les había dicho.

Ya casi había llegado, estaba a menos de dos edificios del bosque. Tomó impulso y saltó desde una de las azoteas para correr sobre ella y desde ahí impulsarse hasta la siguiente. En cuánto tuvo oportunidad dio un salto hacia los árboles que rodeaban el Templo, en lo que había sido el hogar de Kagome hasta partir junto a él. Corrió un poco por entre los árboles y a continuación se alzó para colgarse de las ramas y liberó un suspiro al notar el esfuerzo en los músculos de los brazos y los hombros. Se sintió aliviado al equilibrar un poco y distribuir el trabajo dado al cuerpo debido al tiempo que llevaba corriendo.

Al pisar el suelo de piedra que antecedía a la casa de la familia de Kagome, pudo ver que todas las luces estaban apagadas, era lógico debía ser media madrugada, se lo decía su nariz.

Subió hasta la ventana que daba a la habitación de su compañera y usó una garra en un pequeño truco que aprendió de cuando venía a verla hace muchos años atrás. Una vez que consiguió que el seguro cediera, deslizó la ventana y entró en el lugar, impregnándose de inmediato del aroma de Kagome que aún permanecía después de los días que llevaban fuera. Cerró los ojos y se acuclilló sobre el tatami, encontrando un momento de tranquilidad al respirar su olor, los recuerdos de los momentos compartidos en ese espacio llegaron de inmediato a su mente y se permitió un instante para sentir algo de paz. Casi de inmediato notó como se le relajaba el cuerpo luego del extenuante viaje al que lo había sometido. Se recreó en lo agradable que sería echarse sobre ese mismo suelo y dormir en medio del aroma de su compañera, sin embargo sabía que no podía entretenerse. Inhaló profundamente, contuvo el aire retozando en la calma y exhaló para seguir con aquello a lo que había venido.

Se puso en pie y fue directo al armario en que Kagome había dejado el libro antes de partir. Revisó el espacio, incluso comenzó a revolver entre las pocas prendas de ropa que había ahí y comprobó que estaba vacío, resultó evidente que el libro ya no estaba en la habitación. Su pensamiento lo llevó de inmediato al abuelo de Kagome, así que bajó la escalera con dos saltos sigilosos; tenía prisa, sin embargo no quería dar un susto a nadie.

Pasó por delante de la habitación del hombre y olfateó el aire en busca del característico olor a hojas viejas que desprendía el libro, sin embargo no llegaba a capturarlo. Pensó en entrar en el lugar y desistió casi de inmediato, sabía que por mucho que quisiese ser cuidadoso no lo lograría y el hombre no estaba para que le metieran sustos con la edad que tenía. Tomó aire y dio un par de toques con los nudillos en la madera que rodeaba la puerta.

Silencio.

Volvió a dar un par de toques, esta vez con algo más de fuerza.

—Eh, viejo —llamó.

Esperó y bufó al cabo de un momento, esto no estaba resultando.

—Viejo —insistió con más energía en el golpe de los nudillos y en la voz. Escuchó a la madre de Kagome levantarse y miró en la dirección del pasillo que daba a la puerta de su habitación.

—¿InuYasha? —la escuchó decir, podía distinguirla muy bien, a pesar de la penumbra. Sin embargo ella tuvo que encender la luz del pasillo para poder verlo.

—Sí —remarcó lo evidente—. Necesito al anciano.

No tenía tiempo para ir con rodeos.

—Oh, estará dormido, tiene el sueño muy pesado —explicó ella, caminando en dirección a InuYasha, mirando alrededor con curiosidad y luego a la escalera hacia arriba.

—Kagome ¿No ha venido? —era lógico que hiciese esa pregunta. De pronto notó en la mirada de la mujer la preocupación que se apresuró en calmar.

—Ella está bien —mencionó lo que le parecía esencial—, se quedó en un poblado a un día de aquí.

—Bien, bien —comenzó a asentir varias veces como si aquella información la conformara— ¿Quieres comer algo? —preguntó.

—Vine por el libro y me voy —aclaró. La mujer ya iba de camino a la cocina. Tenía la sensación de que la madre de Kagome lo calmaba todo con comida.

—Si ese es tu plan, con mayor razón deberías comer. No harás un camino de regreso con el estómago vacío. No lo permitiré.

Sonó categórica y de alguna manera le recordó a su compañera cuando se empecinaba en algo. Soltó el aire con cierta pesadez cuando la vio perderse por la puerta que conectaba el pasillo con la cocina. Miró a su lado, hacia la puerta del anciano que no despertaba y se encaminó hacia donde se encontraba la madre de Kagome que ya comenzaba a mover algunos utensilios en el lugar.

—No buscaba molestar —explicó al entrar.

—Sé que no querías hacerlo —la mujer sonrió y otra vez vio parte de su compañera en ella. Era lo normal, quizás él también se pareciese en algo a su padre—. Tengo algo de miso que quedó de la cena, te prepararé un ramen, no será del todo completo con lo que tengo pero creo…

—Será perfecto —quiso zanjar el debate interno que parecía mantener la mujer y ésta lo miró con una sonrisa aún más amplia.

La vio continuar con la labor en la cocina y sintió al gato que comenzaba a pasearse por entre sus piernas como si buscase impregnarlo con su olor. Se agachó y lo acarició un poco, recordando lo mucho que le gustaba hacerlo perder la paciencia cuando venía por Kagome durante la búsqueda de los fragmentos y esta casa era su hogar. Sintió una punzada de añoranza en el pecho al pensar en el significado de un hogar y de lo que se construía en él. Extrañaba el que habían creado con su compañera con el calor de las experiencias que iban viviendo en ella. El gato se alejó un poco y comenzó a acariciarse con una de las patas de la mesa, se inclinó para mirarlo y en ese momento pudo observar la mancha que habían dejado Kagome y él en esa misma pata de madera. Su mente se plagó de imágenes, tanto del instante en que había sucedido aquello como de la mañana siguiente y notó la inquietud de haber estado a punto de ser descubiertos.

—Se derramó —declaró la madre de Kagome y sintió una corriente fría que le recorrió la columna a la vez que se le subía un intenso calor a las mejillas—. No debí llenar tanto el recipiente, cómelo con cuidado.

Se sintió absurdo en el momento en que comprendió de qué hablaba. Era capaz de enfrentarse a poderosos youkais y sin embargo temía a la opinión que la pequeña mujer pudiese tener de él.

—Gracias —aceptó el recipiente.

Comenzó a comer con más calma de la habitual y aun así la madre de Kagome le pidió que lo hiciera más despacio. Ella se preparó un té y lo acompañó durante el tiempo que le tomó comer.

—Necesito sacar el libro de la habitación del anciano —mencionó, cuando ya sólo le quedaba la sopa en el recipiente.

—¿Te refieres al libro ese antiguo que leían Kagome y tú? —inquirió.

—Sí, ese —se animó.

—Oh, pues ya no está aquí —aclaró.

—¡¿Cómo?! —se puso en pie de un salto y dio un golpe con ambas palmas sobre la mesa. La madre de Kagome le hizo un gesto de silencio que necesitó acatar por respeto a ella, a pesar de saber que lo haría sólo parcialmente— ¿Dónde está?

—Se lo llevó la anciana Kainuko, era suyo —le explicó.

Otra vez esa mujer.

—¿Dónde la encuentro?

—¿Irás ahora? —la mujer mostró su sorpresa.

—Sí, debo volver con él lo antes posible —dio dos pasos hacia la puerta y esperó la información con los brazos cruzados dentro de las mangas de su haori.

La madre lo miró de forma especulativa, oprimió ligeramente los labios y finalmente soltó el aire como si aceptase el resultado de su deliberación interna.

—Bajando la escalera del templo sigues por tu derecha y llegas al primer cruce de calle —InuYasha pensaba que todo eso se lo podía ahorrar de un salto por entre los árboles—, luego al segundo y una vez ahí continúas, creo que debes pasar cuatro o cinco edificios. Ella vive en una casa que conserva el estilo tradicional, la primera que encontrarás por esa calle, más allá hay otra. Siento no tener más datos.

—Será suficiente —intentó calmarla.

—Si quieres puedo acompañarte —ofreció.

—No, llegaré sin problema —se giró para marcharse lo más rápido posible, sin embargo volvió la mirada atrás, hacia la mujer—. Gracias por la comida —la vio sonreír con un gesto melancólico.

—Por nada —dijo y agregó—. Cuídense mucho, siempre.

InuYasha asintió, sabiendo que esa última frase escondía la comprensión de quizás no volver a estar con ellos. Fue la misma sensación del día en que partieron al Fujisan, sin embargo ahora parecía acrecentada, tal vez por la resonancia de los días.

Salió de la casa y comenzó a seguir las indicaciones. Estaría en el lugar en cuestión de un momento. Durante la carrera se permitió pensar en la anciana y en el inconveniente de no poder encontrar en ella un olor característico. Podía estar relacionado con el tipo de conjuro que puso el brujo ese en la pulsera que le dio a Kagome y que escondió su aroma de él. Gruñó casi de forma involuntaria al recordar ese momento y la furia que sintió. Luego volvió a aclarar los pensamientos y enfocarse en la mujer en específico, quizás tuviese sangre youkai.

Salió del bosque siguiendo más o menos la misma ruta que al llegar y en cuánto se vio a pie de calle volvió a subir a las azoteas de los edificios. La noche lo ayudaba a la hora de pasar inadvertido, ya que incluso las luces artificiales que parecían hechas para mantener la claridad, desenfocaban sus rasgos hanyou para cualquiera que lo viese a cierta distancia.

De ese modo recorrió las dos calles que le había indicado la madre de su compañera y comenzó a olfatear el aire por si captaba algo interesante en relación con la anciana o el libro. Seguir éste último por el olfato no era fácil a no ser que estuviese dentro de la casa o muy cerca del objeto. Se detuvo cuando pisó el tercer tejado de un edificio bajo. Comenzó a dar saltos cortos hasta el cuarto tejado y luego al quinto, deteniéndose en el borde de éste para encontrarse con una casa de estilo tradicional, tal y como le indicara la madre de su compañera. Desde el sitio en que estaba podía ver el jardín interior y no se pensó demasiado el saltar hacia adentro.

Aterrizó sobre una loza de piedra, era parte de un camino que comunicaba con el pasillo exterior que daba paso a las habitaciones. Podía reconocer la estructura y distribución ya que eran muy usada en las residencias de los señores en tiempos del Sengoku. El jardín tenía un árbol alto y algunos arbustos que formaban un núcleo. Se extendía en paralelo a la casa y parecía continuar, girando hacia el final de ésta. Olfateó el aire y nuevamente no encontró nada que le hablara de la presencia de la anciana, aunque lo más probable es que la encontrase durmiendo. Decidió recorrer el pasillo y averiguar si su olfato era capaz de captar el olor del libro y dar con éste de ese modo, tomarlo y marcharse. Probablemente Kagome lo reprendería si sabía que lo había tomado sin permiso, no obstante ahora su prioridad era volver con ella.

Anduvo varios metros con decidida lentitud y casi completó el espacio que componía el largo de la casa, sin embargo se detuvo cuando escuchó pasos tras él y una de las puertas de corredera que se abría.

—¿Necesitas algo? —preguntó la anciana que se asomaba al pasillo.

No se asustó. No se enfadó. Simplemente le preguntó si necesitaba algo, como si no hubiese una situación completamente irregular en encontrarlo de noche dentro de su casa o que su apariencia fuese la de un medio demonio.

—¿Quién eres? —inquirió, metiendo las manos dentro de las mangas de su kosode rojo.

Si esto iba a ir de normalizar las cosas extrañas, también participaría de ello.

La mujer lo miró durante un momento, parecía sopesar la situación.

—Entra, te invito un té —fue la respuesta que recibió. A continuación ella se perdió dentro de la casa.

InuYasha la siguió y percibió un olor similar al del libro que buscaba y que estaba por toda la primera estancia. La habitación permanecía iluminada por la cálida luz de una lámpara que había sobre una mesilla lateral. Reparó en que junto a la luz había una estantería de madera que parecía bastante antigua, en la que se soportaban varios libros con el mismo aspecto en cuanto a la antigüedad. Permanecían recostados uno al lado del otro evitando con eso que las tapas o el lomo se deformaran por el peso, lo que le dio una sensación de cuidado e importancia hacia esos objetos.

—Si quieres, puedes venir a la cocina —la anciana se adelantó a él.

Al pasar por la habitación intermedia entre aquella en que estaban los libros y la cocina, se encontró con una estancia que parecía un anexo a la casa. Alcanzaba a detallar que tenía piso de madera y un hogar. Le tomó un instante reconocer la orientación y hacer un mapa en su cabeza del lugar en que estaba ubicada esta casa y la distancia que la separaba del Goshinboku. Se adentró en aquella habitación sin mediar permiso. El primer sitio al que miró fue hacia la parte alta, reconociendo la fuerza que la viga central tenía para poder sostener el techo y el hierro que bajaba hasta el hogar, tal como se lo había indicado Miroku cuando quiso comenzar la cabaña en la que formaría una familia . Recorrió el espacio con la mirada y se encontró con los baúles en los que guardaban la ropa, así como las hierbas que usaba Kagome. Dio unos cuántos pasos al interior en una dirección concreta, agachándose y tocando la madera del suelo para inspeccionarlo, hasta encontrar las marcas que sus garras dejaron en una de las mañanas en que despertó a su compañera con besos que terminaron desnudándola. Miró hacia atrás con rapidez, justo cuando un nuevo elemento vino a su mente y buscó junto a una de las paredes el byobu que ella había pintado.

Ahí está la flor de cerezo sobre la mano con garras —pensó. Se veía poco, la pintura se había desgastado con el paso de los años, sin embargo aún lo podía reconocer.

La anciana apareció en la puerta y sólo lo contempló. El silencio se volvió protagonista y pudo escuchar los latidos de su propio corazón zumbando en los oídos. Se acercó a ella con pasos lentos, impulsados sólo por su sospecha y el ansia de clarificarla. Buscó la mirada, sus ojos, y ya no encontró la máscara que filtraba lo que ella era. En cuestión de un instante todo había caído. Pudo ver lo mucho que contenía por tantos y tantos años vividos, muchos más de los que él mismo cargaba. Pudo ver en esos ojos castaño miel, velados ligeramente por el uso y la edad, la similitud con la mirada de su compañera.

—Moroha…

Se le rompió la voz.

La anciana sonrió con una dulzura que no le había visto hasta ahora y pudo oler las lágrimas que se comenzaban a asomar por sus ojos. Era su hija, daba igual la edad que tuviese. La rodeó con un brazo y se la acercó al cuerpo para completar el abrazo luego con el otro. Notó el modo en que ella se sostuvo de su kosode al envolverlo, liberando una enorme carga de lágrimas. La dejó desahogarse, mientras le susurraba que estaba bien, que era bueno que llorase. Con Kagome había aprendido a que las lágrimas significaban muchas cosas y que acumularlas dentro hacía daño. Quizás por eso fue que se permitió soltar dos gruesas lágrimas, mientras pensaba en lo que significaba que su hija, ya mayor, llorase entre sus brazos como si no lo hubiese hecho nunca.

—Tranquila —le acarició la cabeza en medio del pelo entrecano que llevaba atado con una coleta roja.

—Lo siento, debería ser más fuerte que esto —comenzó a soltarlo, para secarse la humedad de los ojos con la manga de la camiseta que llevaba.

—Ahora sí que tenemos que hablar —continuó acariciándola. Ella le sonrió con un gesto débil, llevando la cabeza hacia la mano que la tocaba.

La miró un poco más y se permitió un instante para apaciguar el momento y darle a ella algo de la consideración paterna que parecía haberle faltado. Luego le tomó ambos brazos y revisó las muñecas encontrando una pulsera idéntica a la que el onmyouji le había dado a Kagome.

—Por esto es que no te reconocí —maldijo el no poder olerla y registrar su sangre en ella. Metió una garra por entre la piel y la pulsera.

—Espera —pidió, comenzando a quitarse el objeto—, me es útil.

—¿Necesitas esconderte? —se sorprendió ¿Corría peligro?

—A veces —aceptó—. Soy mayor y aunque soy rápida, ya no tengo los mismos reflejos que hace cincuenta años.

Arrugó el ceño, su parte más protectora estaba aflorando. Él podría cuidar de su hija hasta el día que partiese sin que tuviera que ocultar su naturaleza.

—Ven, vamos a tomar un té —concilió ella, como si pudiese leer sus pensamientos sólo en su gesto. Entonces recordó que también tenía la sangre de Kagome y eso la hacía medio bruja.

La siguió sin poner objeción. No era particularmente asiduo al té, sin embargo ella parecía necesitarlo.

—Aquí estaba nuestra cabaña —mencionó, en cuanto estuvieron en la cocina.

—Sí, eso tengo entendido —esa sola frase le dejaba clara su sospecha.

—No llegaste a conocernos —aseveró justo antes de tensar la mandíbula de tal forma que tuvo que respirar hondo para no partir el hueso.

Moroha guardó silencio durante el tiempo que le tomó poner el agua caliente en las dos tazas de té que estaba sirviendo. Luego negó con un gesto de su cabeza.

—Por eso les he dejado algunas pistas —mencionó. Alzó la cabeza y sonrió.

Por un momento sólo se dedicó a observarla. Sentía una ira tan enorme que le causaba dolor físico. Su hija debía crecer con ellos, nada justificaba el que los hubiesen apartado de su lado. Pensó en Kagome y en qué sentiría ella cuando se lo dijese y ante ese mismo pensamiento, comprendió que no podía contarle esto; al menos no hasta que regresaran al Sengoku con Moroha siendo una bebé. Se sacudió en medio de un estremecimiento al recordar la forma en que su compañera había reaccionado cuando se vieron encerrados en la tumba de su padre. Aun le costaba separar la realidad de los eventos que sucedieron en medio del purgatorio que había creado con su dolor.

—Tu madre no puede enterarse —sentenció.

—Estoy de acuerdo.

La aceptación había sido inmediata, como si hubiese estado leyendo sus pensamientos.

—Cuéntame sobre tu vida, sobre lo que ha sido para ti —intentó, sin embargo no emitió palabra y le acercó la taza de té— ¿No quieres? —escrutó. De alguna forma sabía que había un límite, sólo le faltaba conocer cuál era.

La vio sentarse en una de las sillas que rodeaba a una mesa que acompañaba al resto del amoblado de esa cocina.

—Esta mesa la hizo mi compañero, junto con la alacena que tienes detrás —comenzó a decir—. Fui feliz con él en este espacio en el que entiendo ustedes también lo fueron.

—Mucho —acotó él. La vio asentir con la taza sostenida por el borde con dos dedos de cada mano.

—Es lo que conseguí saber.

Fue consciente de la forma en que el calor de la misma ira que no podía dejar de sentir se le estaba subiendo hasta la cabeza.

—Necesito un bosque frondoso para echarme a correr —declaró, sin reparo, sin filtro. Moroha sonrió mostrando, por primera vez, un par de incisivos predominantes sobresaliendo en su boca.

—Te entiendo, yo suelo hacerlo aún —se explicó.

En ese momento la ira cambió a otra emoción que lo llenó de una energía mucho más ligera y fácil de asimilar y trabajar: orgullo.

—¿Te gusta ir por tierra o también subes a los árboles? —preguntó, moviendo las orejas hacia ella en una actitud receptora.

—Tierra y árboles era lo mío. Los años me han obligado a ir más por tierra, pero aún me animo a empezar las mañanas trepando —parecía comenzar a sentir la adrenalina del momento que recordaba. InuYasha incluso llegó a ver cierto brillo en sus ojos.

—¿Quieres que vayamos a dar un par de vueltas alrededor del templo? —le ofreció y el brillo en sus ojos miel aumentó.

—Me encantaría.

—Entonces ¿Qué esperamos? —le sonrió ampliamente, más que por él, lo hacía por ella. Si no había podido darle a su hija la compañía que habría deseado, no le privaría de eso ahora.

—Un momento —pidió y se puso en pie como si se hubiese quitado cien años de encima.

Al paso de un instante estuvo de vuelta con una capa sobre los hombros de color rojo que él reconoció de inmediato como la tela de pelo de rata de fuego con que le habían elaborado su primer traje Kagome y él.

Kuso, no debía llorar.

—Ya está —anunció ella.

Le puso una mano en el hombro y la giró para darle un empujoncillo por la espada, tal como habría hecho con su hija niña o adolescente y así disimular la emotividad que le burbujeaba en el pecho.

De ese modo se animaron a salir de la casa que habitaba Moroha, subiendo a los tejados, de la misma forma en que InuYasha había llegado hasta aquí. Una vez estuvieron dentro del bosque comenzaron a correr por entre los árboles, creando un rodeo en torno al templo. Él midió la velocidad que Moroha alcanzaba y se ajustó a ella para correr en paralelo del mismo modo que había hecho en sueños y visiones. Si le preguntaban por sus sentimientos en este momento, sólo podía decir que eran dulces cómo las manzanas pequeñas de los árboles cercanos a la cabaña que compartía con Kagome y agrios como el zumo fermentado que conseguían con éstas los aldeanos.

Fue consciente del momento en que Moroha comenzó a ralentizar su carrera y supuso que se estaba cansando. Le murmuró un mensaje que ella captó con bastante facilidad, a pesar de los metros de distancia que tenían. Así de dirigieron hacia el Goshinboku, el árbol más alto del bosque. Esperó a que ella diera el primer salto y una vez que lo había hecho, él saltó a una rama por encima y desde ahí le extendió una mano.

—Arriba, hija —la animó.

La emoción que aquella frase produjo en ella fue evidente, por lo que ambos se esforzaron por sobreponerse y por mantener la compostura. Moroha sostuvo su mano y él repitió el movimiento dos veces más, hasta que se sentaron sobre la rama más alta con el tamaño suficiente para sostenerlos. Se mantuvieron un momento en silencio, observando las luces de la ciudad que se comían la luz de las estrellas, las que aun así podían ver gracias a sus capacidades sobrenaturales.

—Y ¿Por qué Kainuko? —intentó saber un poco más de ella, dando rodeos a otras cuestiones que parecía no tendrían respuesta por su parte.

—Hija de Ka e Inu —se encogió de hombros.

Asintió una vez había hecho la asociación.

—Ahora que lo mencionas resulta evidente —aceptó—. Lamento que no te reconociéramos.

—En realidad, esperaba que no lo hicieran y esperaba que se mantuviese así.

InuYasha la miró, ella mantenía sus ojos en el horizonte. El estar teniendo una conversación así con su hija le resultaba extraño y a la vez increíblemente natural. No podía evitar pensar en cuántas vivencias acumularía y cuántas veces los habría necesitado.

—Myoga ya me advirtió de tu decisión, a su manera, claro —recordó haber presionado y amenazado a la anciana pulga. Inspiró profundamente luego de ese recuerdo.

—Me encanta ese youkai —las palabras fuero una pura muestra de afecto—, es un ser leal.

—Sí lo es —aceptó.

La conversación no parecía avanzar. Moroha se mostraba reacia a hablar de detalles sobre su vida. Intentó pensar en algo que liberara el hermetismo en que estaba.

—Nos encontramos con Kouga en el bosque —comenzó.

—No llegamos a conocernos mucho, Yawaragi me habló de él, pertenecía a su tribu —hizo una breve pausa—. También me contó que fue aliado de ustedes en las batallas contra Naraku.

—Se podría decir que sí, aunque ese lobo sólo daba problemas —las palabras venían a hablar más por costumbre que por realidad.

—También tengo entendido que quiso hacer de mamá su compañera —la risilla de fondo que soltó lo hizo mirarla casi ofendido.

—Sabes muchas cosas, por lo que veo —mantuvo el tono de conversación ligera.

Resultaba extraño tener un diálogo casi trivial en medio de las dudas y las responsabilidades que lo asolaban.

—Quinientos años dan para mucho —aceptó.

El tono de diversión iba mermando y ambos se quedaron mirando el horizonte y la luna a medio crecer.

—Y tú ¿Has formado familia? —se atrevió a indagar un poco más. Lo haría hasta que se lo permitiera.

Moroha giró levemente la cabeza y lo miró a los ojos. Se quedó un instante así e InuYasha hizo inmediatamente la comparación con el modo de mirar profundo de Kagome.

—No quiero contar cosas que condicionen la vida de ustedes o la mía, si es que regresan —expresó.

—Cuando regresemos —se aseguró de aclarar. La vio sonreír, dejando que aquel gesto marcara un poco más las arrugas que tenía alrededor de la boca y en los ojos.

—Me habían dicho que eras perseverante —comentó— y a veces imprudente —él bufó y a punto estuvo de preguntar quién le había dicho aquello— y, sobre todo, honesto.

Soltó un sonidillo especulativo mientras desviaba la mirada al horizonte. Esperaba que su hija no pudiese ver que se le teñían ligeramente las mejillas de rojo.

—Tuve un compañero y dos hijos —concedió. InuYasha la miró— y eso es todo lo que contaré.

Se quedó observándola un momento, en tanto su mente procesaba aquella información. En medio del caos de vivir, su hija se las había arreglado para llegar hasta aquí sin ellos. Sintió un enorme peso en el pecho, sabía que era tristeza mezclada con un fuerte orgullo por ella y ambas eran emociones que se contraponían; dolía. Había escuchado que los ancianos se volvían más sensibles, sin embargo de los dos Moroha parecía la menos afectada. Finalmente asintió, aceptando el límite que estaba poniendo.

—Me gustaría preguntar por Kirinmaru. Será un problema cuando volvamos y necesito tener algo de información.

La vio respirar hondo y luego soltar el aire en un suspiro. Supuso que estaba sopesando sus palabras.

—Nos dio mucho trabajo, casi perdimos a Setsuna en la primera pelea que tuvimos con él. Sin embargo creo que esa misma batalla cambio las cosas.

—Explícame más —pidió. Ella continuaba escrutando sus propios pensamientos en los ojos de él.

—No sé cuánto más puedo contarte, papá.

InuYasha se quedó pasmado al escuchar ese apelativo por primera vez. Le costó volver a prestar atención a la conversación.

—Sé que no acabó con nosotras por empatía, podría haberlo hecho. También sé que influyó su respeto por Inu no Taisho. Podríamos llamarlo suerte, en ese momento yo no tenía aún capacidad para sellarlo.

Consiguió seguir el hilo de la narración y el orgullo volvió a aparecer en él.

—Luego lo hiciste —no pudo evitar el deje de orgullo en su voz.

Sentía una necesidad profunda de compartir todo esto con Kagome, sin embargo era consciente del daño que le podía hacer.

—Sí, aunque eso fue mucho tiempo después, me esforcé en aprender cómo, no había muchos maestros para mí en eso y si te soy sincera, para ese entonces, destruirlo no parecía una buena opción. Por eso lo sellamos.

—Y Sesshomaru ¿No participó? —ahora mismo sentía que un solo puñetazo había sido poco.

Moroha volvió a mantener el silencio. Hizo un gesto con la cabeza en negación, aunque él supo que no era una respuesta a su pregunta.

—Entiendo poco de cómo pueden cambiar los eventos al moverse ustedes en el tiempo y la información que te entregue podría afectar la vida de todos —estaba claro que intentaba ser coherente y responsable—. Sé que él no estaba en condiciones de colaborar en ese momento. Sin embargo, ten cuidado con Riku, no sé muy bien qué papel juega en todo esto y quizás sea la intuición que heredé de mamá la que me hace desconfiar de él, sólo sé que ahí hay algo.

Asintió con calma, midiendo lo que le acaba de contar.

Se mantuvieron un momento más en silencio. Quería preguntarle muchas cosas y sin embargo el silencio era igual de importante, se trataba de compartir un instante y aunque él tenía la convicción de que regresaría con su hija cuando aún era pequeña, la Moroha que estaba a su lado había crecido sin su padre. InuYasha tampoco conocía las implicancias de moverse por el tiempo y en las que su sólo regreso, al parecer, era cambiar los hechos. Sabía que sin Kagome no habrían derrotado a Naraku, esa era claramente una implicancia en el tiempo.

Estaba cansado y pensar en todas estas posibilidades lo estaba agotando aún más. Él no necesitaba dormir demasiado, sin embargo llevaba mucho sin cerrar los ojos. Olfateó el aire y pudo notar el olor de la vegetación cuando la madrugada anunciaba su pronto despunte. Le había prometido a Kagome que estaría de regreso al día siguiente, pasado medio día y tenía que apresurarse si quería cumplir.

—Necesito llevarme el libro que nos habías dejado. Debo volver con tu madre —explicó.

—Mi madre —dio un tono de dulzura a la palabra y él interpretó que estaba saboreando el vínculo entre ambas—. Lo tengo en casa.

De ese modo decidieron regresar al lugar en que estuvo la cabaña que compartiera con Kagome. Esperó fuera, en el jardín que daba a la parte de atrás, lugar en el que aún estaba el farol de piedra que hizo para iluminar el camino. Se quedó observando el lugar y a su mente vinieron incontables recuerdos que rondaban el espacio. Escuchó los pasos de Moroha tras de sí y un instante después el farol se encendió con una de esas luces artificiales de este tiempo.

—Me gusta mucho —la escucho decir, una vez estuvo a su lado.

—Tu madre ponía velas dentro —quiso darle un recuerdo, aunque no fuese suyo originalmente.

—Lo imaginé, aún tiene alguna marca de la cera —explicó.

Era extraña la forma en que los silencios estaban hablando entre ellos. Permitían que aquello que sentían los rodeara, creando un espacio que los convertía en familia; en parte de una unidad irrompible. Se recordó llevar esta sensación con él, para reconocerla cuando estuviese nuevamente con su hija y procurar que se mantuviese en el tiempo.

La despedida resultó pulcra. Ambos sabían que era probable no volverse a ver, al menos en este tiempo.

InuYasha subió al tejado con el libro envuelto en una tela que llevaba atada y cruzándole el pecho. Desde ahí la miró una vez más, el alba había comenzado y una suave luz cálida comenzaba a mostrarse sobre todos los elementos. Moroha pareció triste y notó la forma en que se sobreponía a esa tristeza estirando la espalda y adquiriendo cierto hermoso aire de dignidad, para luego desgranar una despedida que sonara a reencuentro.

—Regresen al Sengoku, recuerda que quiero hermanos o hermanas, o ambos.

InuYasha sonrió y luego soltó una suave carcajada que ella emuló. A continuación se echó a correr por los tejados, sin mirar atrás.

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La pasividad es absoluta

Y el tiempo mensajero

Las luces no lo

Iluminan todo

Sin embargo

En el negro de la noche

Aun se lee

Quiénes son los favorecidos

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Continuará…

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N/A

Debo reconocer que este encuentro no estaba planeado hace diez capítulo y quizás hace cinco tampoco, sin embargo me pareció bonito y necesario.

Hoy Ēteru cumple un año de ser publicado en FF y quería festejarlo dejando un nuevo capítulo. Espero que lo hayan disfrutado y que me cuenten en sus comentarios.

Un beso y muchas gracias por acompañarme en la aventura de crear!

Anyara