PARTE DE TU MUNDO
Capítulo 1: Latidos del corazón
Izuku tenía apenas seis años cuando conoció al amor de su vida. Aunque no fue esa la sensación que tuvo la primera vez que lo vio. A primera vista, Katsuki le había parecido un bruto, un patán y un engreído. En realidad, no tenía muy claro lo que significaban las últimas dos palabras, pero su madre siempre las decía cuando hacía referencia a cómo era su padre, Hisashi Midoriya, de joven, y la descripción que hacía de él parecía encajar bastante bien con el niño rubio de ojos rojos con el que Izuku se había topado la primera vez que había bajado a la Tierra.
El pequeño Izuku pertenecía a una raza inmortal dotada de habilidades sobrenaturales que habitaba un mundo diferente al de los humanos. Estos siempre los habían representado en sus mitologías y religiones y les habían dado el nombre de dioses. Por ello, esta raza había acabado adoptando aquel nombre que los colocaba en un estatus superior y creaba un abismo entre ellos y la raza humana.
El día que se desarrollaron los poderes de Izuku Midoriya, todos se llevaron una gran sorpresa: el pequeño no tenía un solo poder, como el resto de los dioses. La providencia había querido dotarlo con siete dones diferentes que iba descubriendo a medida que avanzaban los días. Todos a su alrededor hablaban y comentaban el milagro.
El pequeño Izuku no entendía por qué habían empezado a tratarlo de forma diferente, por qué de repente todos eran tan amables con él y se inclinaban al verlo pasar. Su madre siempre fruncía el ceño, lo agarraba de la mano y tiraba de él para alejarlo de las multitudes. Cuando el niño le preguntaba por qué se había enfadado, ella sonreía, lo besaba en la frente y le decía con palabras dulces:
—No estoy enfadada, pero no me gusta que esa gente te haga sentir diferente, Izuku.
Pero el pequeño no terminaba de entenderlo. No imaginaba lo inaudito que resultaba en su mundo tener varios dones a pesar de pertenecer a una raza de dioses.
A Inko le preocupaba que su hijo, al que ya le costaba hacer amigos, se viera desplazado por ser diferente a los demás, aunque esa diferencia fuera algo prodigioso.
Izuku tenía una afición un tanto peculiar que los otros niños no conseguían entender. Con cuatro años había descubierto el lago mágico que se encontraba justo detrás de su casa. Era una pequeña laguna que conectaba directamente con el mundo de los humanos y mostraba, como si de una ventana se tratara, el mundo que se hallaba justo debajo del de los dioses. A Izuku le había parecido maravilloso contemplar el mundo del que su madre le había hablado en varias ocasiones. Desde entonces, pasaba largos ratos sentado junto al agua, observando a los humanos. Ni siquiera cuando se desarrollaron sus poderes fue capaz de apartar su atención de aquel mundo que lo fascinaba.
Un día, se acercó con tanto ímpetu al lago, que tropezó con una piedra y cayó al agua. Una vez dentro del lago, vio cómo las imágenes del mundo humano se aclaraban y se acercaban a él. Una fuerza lo arrastró hacia el fondo del lago y, de repente, se vio cayendo en picado por un cielo lleno de nubes. Al principio, se asustó de lo que podría pasar, pero recordó sus nuevas habilidades y utilizó su don para flotar para hacer que su cuerpo bajara poco a poco hasta tocar tierra.
Algo confundido y asustado, comprobó que se encontraba en el mundo de los humanos. Se preguntó qué ocurriría si algún humano lo viera, o peor: si su madre o su padre llegaban a enterarse de que había bajado él solo al mundo de los humanos. Sin embargo, su curiosidad pudo más que su miedo, y pronto se vio explorando ese mundo que había estado contemplando durante dos años. Se dio cuenta, para su alivio, de que los humanos no podían verlo ni sentirlo, pero también descubrió con decepción que no podía tocar nada de lo que había allí. Tenía que limitarse a ser un espectador de todas aquellas maravillas del mundo humano.
Se encontraba a las afueras de un pequeño pueblo rodeado de pinares por el que pasaba un caudaloso río. Escuchó voces cerca de allí y caminó como atraído por ellas. Se trataba de un grupo de niños de su edad que jugaban con una pelota cerca de la orilla del río. Entre ellos, destacaba un chico rubio que daba órdenes a unos y a otros como si fuera el líder. Si alguno no obedecía o no hacía las cosas como él quería, le daba un empujón o se encaraba con él. A Izuku no le gustó su actitud.
—¿Eres idiota? ¡Dale a la maldita pelota! —gritaba el chico—. ¡Vamos, corre, inútil!
Izuku frunció el ceño. No solo era un malhablado, también era agresivo. Durante el juego vio cómo, en varias ocasiones, el niño tiraba a los otros chicos al suelo con tal de hacerse con la pelota. Izuku no podía entender cómo seguían siendo sus amigos mientras que él, que trataba bien a todo el mundo, no tenía un solo amigo y siempre estaba solo. Su madre creía que no tenía amigos porque se pasaba el día mirando el lago, pero la verdadera razón por la que miraba el lago era para no sentirse tan solo.
Fue a sentarse junto al río mientras los veía jugar. Le gustaba el sonido del agua corriendo y chocando contra las rocas. Deseaba tocarla y sentir su temperatura, pero cuando metía la mano en ella, el agua pasaba a través de su cuerpo como si fuera un fantasma. Vio su imagen reflejada en el río, pero en ese momento no le pareció extraño ser rechazado por todo aquel mundo y sin embargo, ser reflejado en el agua como si fuera parte de él.
—¡Bien hecho, Kacchan! —escuchó que decía uno de los niños.
—¡Cállate si no quieres que te pegue, idiota!
Escuchó pasos que se acercaban. La pelota había caído en el agua, cerca de él. El niño rubio se quitó los zapatos y se metió en el río. Por su reacción, Izuku supuso que el agua debía estar muy fría. Se agachó para coger la pelota, pero algo en el agua hizo que se pusiera tenso. Levantó la vista en su dirección e Izuku palideció. El chico volvió a mirar al agua, pero cuando levantaba la mirada, no parecía percibirlo. Izuku se apartó rápidamente del río con el corazón desbocado. El chico se frotó los ojos, desconcertado.
—¡Eh, Kacchan! ¿Por qué tardas tanto?
—¡Tardaré lo que me dé la gana! —contestó el chico, saliendo del agua y volviendo a ponerse los zapatos.
Izuku temblaba. Se había acurrucado a la sombra de un árbol mientras intentaba calmarse. Estaba seguro de que los humanos no podían verlo, pero ¿qué había sido eso? ¿Acaso ese tal Kacchan lo había visto reflejado en el agua?
Tragó saliva y se dijo a sí mismo que no pasaba nada. Aunque los humanos supiesen de su existencia, no podrían tocarlo. Y aunque pudieran, tenía sus quirks para defenderse. No tenía por qué temer, y aun así, seguía temblando como un animalillo indefenso.
—Será mejor que vuelva a casa —se dijo.
Usó su don para flotar y ascendió por el cielo hasta regresar al punto exacto por donde había caído. Al llegar a casa, se dio cuenta de que nadie había notado su ausencia, y eso le entristeció en parte.
Esa noche, cuando su madre lo arropó y le dio su beso de buenas noches, el niño dio vueltas en la cama pensando en todo lo que había pasado. Tenía una sensación agridulce en el pecho. Todavía le embargaba la emoción de haber podido conocer el mundo de los humanos, pero los sucesos con los que había terminado el día habían conseguido entristecerlo.
Por su mente pasaba una y otra vez la imagen de ese chico tan agresivo que, a pesar de todo, estaba rodeado de amigos, y se preguntó cuál sería su secreto. Sentía envidia de él, y no podía evitar fruncir el ceño cada vez que su imagen se colaba en su cabeza.
—¡Te odio! —masculló contra su almohada—. ¡Te odio, Kacchan!
¿Por qué? ¿Por qué un niño tan malvado y cruel tenía tantos amigos y él no podía tener ninguno? No podía entenderlo.
Necesitaba una respuesta a su pregunta.
Al día siguiente, Izuku volvió a bajar a la Tierra y buscó a ese niño. Esta vez no lo encontró jugando con sus amigos en el pinar, sino en el interior de un lugar en el que permaneció varias horas sentado junto con otros niños escuchando a varios adultos que hablaban sin parar y les hacían escribir en una libreta.
Izuku observaba con curiosidad sin entender demasiado lo que estaba ocurriendo. Aquellos adultos hablaban a los niños de historia, les enseñaban a hablar y a escribir correctamente y a realizar sencillos cálculos matemáticos, algo parecido a lo que hacía su madre con él. ¿Acaso esos señores eran los padres de todos esos niños?
Con algo de miedo, se acercó a Kacchan sigilosamente. El chico no parecía percibirlo, pero debía ser precavido. Miró por encima de su hombro y vio la inmaculada caligrafía del chico. Se preguntó cómo alguien tan conflictivo podía cambiar radicalmente su comportamiento con apenas cambiar de ambiente. Durante las horas en las que estuvo sentado en ese lugar, Kacchan no dio signos de violencia ni habló en un tono alto o provocador. Se centraba en escribir en su libreta y en contestar adecuadamente a aquellos adultos cuando le hacían alguna pregunta.
Se preguntó si tal vez se habría precipitado al juzgarlo, pero todas sus dudas se disiparon tan pronto como el chico salió de aquel lugar y lo primero que hizo fue pegarle un puñetazo a un chico por haber hecho un comentario despectivo sobre él y su buen comportamiento "en colegio".
—Lo sabía —se dijo Izuku, enfurruñado—. Es malo.
Una vez más, regresó a su casa con una sensación amarga en el pecho.
—Mamá, ¿qué es el colegio? —preguntó Izuku mientras cenaban.
—¿El colegio? —repitió Inko, extrañada.
—Lo he visto en el lago…
Inko se sentó a su lado y miró hacia la puerta de entrada. Esperaba que Hisashi no apareciera en ese momento. No le gustaba que su hijo pasara tanto tiempo mirando el mundo de los humanos y se tensaba cuando escuchaba hablar del tema.
—Es un lugar al que van los niños para aprender. Allí, unas personas llamadas "profesores" les enseñan muchas cosas.
—¿Y por qué yo no voy al colegio?
—Aún eres muy pequeño, Izuku. Irás al colegio a partir del año que viene.
Izuku permaneció pensativo durante unos instantes. Se preguntaba si Kacchan tendría la misma edad que él.
—¿Los humanos también van al colegio con siete años?
Inko no era especialmente docta en el tema de los humanos. Conocía su mundo, pero nunca había indagado lo suficiente como para poder responder preguntas demasiado específicas sobre ellos.
—No lo sé, cariño.
—Pero, mamá, tú me has enseñado a leer y a escribir. Entonces, ¿para qué necesito ir al colegio?
—¿No quieres ir al colegio?
Izuku negó con la cabeza. Su madre no le estaba entendiendo.
—Sí quiero ir, pero no entiendo por qué tengo que ir.
—La primera parte de la educación empieza en casa, Izuku, pero hay personas que pueden enseñarte mucho más que yo. Ellos seguirán el proceso que yo he comenzado contigo y te prepararán.
—¿Prepararme para qué?
—Para ser inteligente, sociable y educado.
—Mamá, ¿qué significa "sociable"?
Inko suspiró. Su hijo era un niño extremadamente curioso y a veces disparaba una pregunta tras otra y la comida terminaba por enfriarse.
—Significa que eres capaz de relacionarte con otras personas, hablar con ellas, entenderlas…
Izuku bajó la cabeza y, por primera vez, agarró la cuchara y removió la comida de su plato.
—Y… ¿es importante ser sociable? —preguntó apenado.
—Sí, hijo. Es inevitable relacionarnos con otras personas. Pero hay algo más importante aún, y que es necesario para ser sociable.
—¿Qué es?
—Ser buena persona. Y tú eres muy bueno, mi niño —le dijo, besándole en la frente—. Anda, come antes de que se enfríe.
—¿Y papá?
—Seguramente llegará tarde. Empecemos sin él.
Ser sociable. Su madre le había dicho que era importante ser sociable, y de verdad quería aprender cómo serlo. Kacchan era sociable. Más que sociable: era muy popular. Sin embargo, su madre le había dicho que también debía ser buena persona, y Kacchan no era una buena persona.
—No entiendo nada —concluía Izuku después de darle muchas vueltas al asunto.
Así pues, decidió seguir acudiendo a la tierra cada pocos días para observar a aquel humano cuyo comportamiento escapaba a su comprensión. Estaba dispuesto a descubrir qué era lo que lo hacía especial. Necesitaba saber por qué una persona tan mala estaba rodeada de tantos amigos. Sin embargo, cada vez que acudía a la Tierra, regresaba a su casa más frustrado y decepcionado, y sin una respuesta clara.
Llegó el día que se hartó tanto de no hallar la respuesta que buscaba que decidió no regresar a la Tierra. Ya empezaba a ascender hacia el cielo cuando escuchó unos escandalosos maullidos que provenían de un gato aterrorizado. Bajó a tierra y corrió en la dirección de los lamentos. Un gatito había quedado atrapado en las ramas de un pino mientras huía de un perro que ladraba sin parar desde la base del árbol. El can gruñía y sacaba los dientes ferozmente, y el gato estaba cada vez más asustado.
Izuku se sintió profundamente angustiado. No podía hacer nada por más que quisiera. En el mundo humano todo estaba fuera de su alcance. Hubiera querido pedir ayuda, pero nadie lo escucharía. Allí él no existía. No era más que un espectro inútil.
—¡Por favor, por favor, que alguien lo oiga! —dijo, cada vez más nervioso.
Y como si sus ruegos hubiesen sido escuchados, una voz conocida le espetó al perro que se alejara de allí.
—¡Vamos, lárgate! —gritó Kacchan mientras corría hacia el perro a toda velocidad—. ¡Fuera, vete, chucho pulgoso! ¡Fuera!
El perro gruñó a Kacchan y enseñó los dientes. El niño cogió un palo largo y lo blandió hacia el animal. Golpeó con él el suelo, y el perro retrocedió agachando las orejas. Finalmente, caminó en dirección contrario y salió huyendo.
Kacchan suspiró y tiró al palo al suelo. Después miró hacia el árbol, donde el gatito seguía maullando desesperadamente.
Se acercó al tronco con decisión y empezó a escalar hasta llegar hasta la rama donde se encontraba el gato. El animal sacó las uñas y lo amenazó con arañarlo. Tal era su miedo. Kacchan se quitó la sudadera y se las ingenió para envolverlo en ella. Comenzó a bajar por el tronco con dificultad. El gato se movía sin parar y no le permitía una buena sujeción.
—¡Estate quieto! —exclamó Kacchan.
Todo sucedió en un segundo. Colocó un pie mal y empezó a caer.
—¡Cuidado! —gritó Izuku.
El niño se golpeó contra una de las ramas del árbol y después cayó al suelo con un buen golpe. El gato consiguió deshacerse de la sudadera y le lanzó un zarpazo a la cara antes de escapar a toda prisa.
Kacchan se llevó una mano a la cara, dolorido.
—¡Sí, eso es! ¡Vete, maldito desagradecido! ¡A ver si ese estúpido perro te devora de una vez! —gritó con rabia mientras los ojos se le humedecían.
Intentó ponerse en pie, pero volvió a caer al suelo. Reprimió un gemido de dolor y se quitó el zapato izquierdo. Izuku, que se había arrodillado a su lado, vio su tobillo totalmente inflamado. La cara de Kacchan se contraía de dolor y enojo. Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas mientras intentaba en vano limpiarlas con sus manos. A Izuku se le rompió el corazón al ver que también tenía las palmas ensangrentadas tras haber salvado al gato.
—Kacchan…
El niño sollozó durante un par de minutos. Después, respiró hondo y se apoyó en el árbol para poder levantarse. Intentó apoyar el pie, pero el dolor le recorrió todo el cuerpo.
—No, espera, te vas a hacer daño —quiso decirle Izuku, pero Kacchan no le oía.
En ese momento deseó tanto poder ayudarlo; poder pasar su brazo por sus hombros y ayudarlo a caminar…
El niño cogió el palo que había usado antes para ahuyentar al perro y se apoyó sobre él para poder caminar. Izuku sabía que estaba bastante lejos de su casa, y por allí no había nadie que pudiera ayudarle. Así que decidió que se quedaría con él y lo acompañaría hasta que llegara a casa sano y salvo aunque no pudiera hacer nada por él.
—Vamos, Kacchan, tú puedes —le animaba con cada paso que daba el pequeño rubio con gesto de dolor—. Vamos, ya queda menos.
Kacchan paraba cada pocos metros y se sentaba para coger aire e intentar aliviar su dolor y su cansancio. A su lado, Izuku reprimía las lágrimas.
—Lo siento —decía—. Siento haber dicho que eras malo. Siento haber dicho que te odiaba.
Kacchan tardó dos largas horas en llegar a su casa. Su madre ya le esperaba en la puerta con gesto de preocupación. Al verlo llegar, corrió hacia él y lo agarró por los hombros.
—¡Katsuki! ¿Dónde te habías metido? ¿Qué te ha pasado? ¡Dios mío, tienes el tobillo muy hinchado! ¿Has vuelto a pelearte? ¿Y qué es ese arañazo?
A Izuku le sorprendió que Kacchan no le dijera la verdadera razón de su estado. El niño simplemente se encogió de hombros, enfurruñado, y entró en la casa tras rechazar la ayuda de su madre.
Regresó al día siguiente para comprobar cómo se encontraba Kacchan. Afortunadamente, ese día no había colegio en el mundo humano, y encontró al niño sentado a la sombra de un árbol de su jardín leyendo un libro. Le habían vendado el pie y curado la herida de la cara. Parecía sentirse mucho mejor.
Un maullido hizo que levantara la mirada de su libro. El gato que había salvado el día anterior se acercaba lentamente hacia él con la cola agachada. Kacchan dejó el libro en su regazo.
—¿Qué? ¿Vienes a por más? ¿No fue suficiente con el arañazo que me hiciste ayer? —le dijo.
El gato terminó de acercarse y se restregó contra su brazo, dándole un cabezazo cariñoso en la mano. Izuku vio cómo se formaba una sonrisa en la boca de Kacchan.
—Está bien. Ya no estoy enfadado —le dijo, acariciándole la cabeza—. Estabas asustado, ¿verdad? Yo también…, pero no se lo digas a nadie, ¿vale?
Izuku escuchaba embelesado el tono dulce y calmado con el que Kacchan le hablaba al gato. Era la primera vez que veía esa faceta del niño rubio. Se dio cuenta de que nunca antes había visto una sonrisa tan pura y sincera como la que ese chico le dedicaba en esos momentos a aquel animal.
Antes de regresar a casa, volvió a mirar a Kacchan y una gran sonrisa surgió en su rostro. Suspiró y comenzó a flotar de vuelta hacia el mundo de los dioses. Esa fue la primera vez que su corazón latió por Katsuki Bakugo.
Continuará…
