XIV

RETORNO A LA VIDA

—¡Clarke! —gritó entonces Lexa, entre sueños

—Estoy aquí, Lexa —dijo Clarke suavemente. —A tu lado.

Ella cerró los ojos y sonrió, un poco más relajada.

—Parece que reacciona —comentó Salamandra, esperanzada—. Te ha oído, Clarke.

—Mirad —dijo entonces Lincoln—. Viene alguien.

Todos, excepto Lexa, que seguía ausente, se volvieron hacia el lado que señalaba el chico. Vieron entre las brumas la figura de un enorme lobo acercándose. Monty se irguió, como movido por un resorte.

—No —murmuró—. ¿Qué has hecho?

Lincoln se removió, nervioso; sin embargo, Salamandra mantuvo su mirada clavada en la sombra del lobo, con la esperanza de que las pesadillas de Raven no se hubiesen hecho realidad. Las sombras seguían susurrando a su alrededor; la muchacha estaba aprendiendo a no escucharlas, pero en esta ocasión no logró evitar que sembraran su corazón de inquietud.

—Raven —murmuró—. No, Raven.

Sintió que Lincoln la rodeaba con el brazo. Eso la reconfortó. El lobo se aproximó a ellos, surgiendo de las brumas y del juego de luces y sombras de aquella engañosa prisión. Se detuvo frente a ellos y los miró. Entonces inclinó la cabeza y todos pudieron ver que, montada sobre su lomo, aferrada al pelaje de su cuello y muy asustada, pero sana y salva, estaba Anya, la princesa elfa.

—¡Anya! —exclamó Lincoln; sin embargo, no se atrevió a acercarse al enorme lobo. El animal sonrió, y comenzó su transformación. La vieron adoptar de nuevo su forma de elfa, la vieron desplegar su túnica de color rojo y fijar en ellos la mirada de sus ojos de color miel.

Sostenía entre sus brazos a Anya. Avanzó hacia ellos y, con gesto serio, depositó a la princesa en el suelo. Entonces se giró y miró hacia atrás, y los otros pudieron ver que tras ella estaba Abby, aturdida, en pie entre las sombras. Clarke se volvió también para mirarla, mientras todavía acariciaba el pelo de Lexa, en un desesperado intento de que reaccionara.

—Lo que faltaba —murmuró.

Mientras, en la Torre se libraba una dura batalla. Tina y Bellamy se habían atrincherado en la zona alta, mas allá de las almenas, donde el edificio se estrechaba y por tanto era más sencillo cortar el paso a los lobos. Tina luchaba valientemente, manteniendo a raya a los animales con una tea ardiendo, mientras el joven aprendiz les obstaculizaba el paso lanzando un conjuro tras otro. No le había dicho a Tina, sin embargo, que si hubieran querido podrían haberse marchado tiempo atrás, con el hechizo de teletransportación. No, Bellamy no quería abandonar la Torre, ahora que le pertenecía por completo. Había cientos de objetos mágicos en el estudio de Lexa, cientos de objetos mágicos que ahora estaban a su alcance, y no pensaba dejarlos atrás. Solo tenían que resistir un poco más…

—Clarke, vuelve, vuelve conmigo —musitó Lexa. Clarke se apresuró a reunirse con ella.

—Lexa, ¿me escuchas?

—Clarke, ¿estás aquí? —murmuró ella—. ¿De verdad estás aquí, conmigo?

Clarke tomó el rostro de Lexa entre sus manos.

—Mírame, Lexa. Estoy a tu lado. Mírame, escúchame.

Y ella la miró. Sus ojos verdes se encontraron con los ojos azules de Clarke, como tantas otras veces, cuando ella era niña. Y vio tanta ternura y amor en ellos que su alma no pudo mantenerse mucho tiempo alejada de aquella muchacha que la miraba de aquella forma.

—Estás aquí, Clarke —dijo Lexa, sonriendo—. ¿Dónde te habías metido?

Clarke no pudo decir nada. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Lexa! —pudo decir Raven, radiante de alegría.

—¡Hurra! —exclamó Lincoln—. ¡Hurra, Maestra!

Lexa miró a su alrededor, aturdida.

—¿Dónde… dónde estamos?

—En el Laberinto de las Sombras —dijo Raven, ayudándola a levantarse—. Y vamos a salir de aquí.

—¡Estupendo! —dijo Salamandra—. Teletransportémonos.

—La teletransportación solo funciona dentro de una misma dimensión —cortó Raven—. Para teletransportarnos a la Torre primero hemos de salir de aquí.

—¿Y cómo lo hacemos? —le preguntó Anya.

—Para salir del Laberinto de las Sombras el propio Laberinto debe dejarte salir —intervino Abby, avanzando hacia ellos; se plantó frente a Lexa y la miró a los ojos. —Y no va a dejarnos salir a todos, Señora de la Torre.

Lexa la observó sin comprender; súbitamente, Abby pronunció las palabras de un hechizo de ataque, y un rayo mágico brotó de sus manos en dirección a la hechicera. Lexa ahogó un grito y se echó a un lado; el rayo cayó junto a ella.

—¡Lexa! —gritó Clarke, y corrió a su encuentro.

Abby extendió el brazo hacia ella y pronunció unas palabras mágicas. Y Salamandra vio que, de pronto, estaban todos en el centro de un torbellino de sombras que giraba y giraba a su alrededor…

Tina chilló de nuevo, y Bellamy se apresuró a lanzar un hechizo de hielo que bloqueó el pasillo con un muro gélido de varios metros de grosor.

—Eso los detendrá un rato, pero no mucho más.

La joven se volvió hacia él, con la frente cubierta de sudor.

—Tiene que haber algo más que podamos hacer.

—No, no lo hay —mintió Bellamy.

Lexa se dio cuenta enseguida de lo que había pasado: sus amigos estaban allí, pero no podían moverse. Abby los había atrapado en una jaula mágica de muros invisibles pero infranqueables.

—Ahora solo quedamos tú y yo, Lexa —dijo Abby, y volvió a ejecutar un conjuro de ataque.

En un movimiento reflejo, Lexa juntó las manos para crear un escudo mágico. El rayo de Abby rebotó en el escudo. La Señora de la Torre retrocedió unos pasos, temblando.

—Esto es una pesadilla —murmuró.

Abby rió.

—Es una pesadilla, sí. Pero una pesadilla de la que no vas a despertar.

Raven se había sentado en el suelo, abatida.

—No tendría que haberla salvado —murmuraba—. No tendría que haberla salvado.

Lincoln examinaba los muros invisibles de su prisión. Estaban recluidos en un recinto de unos cinco metros cuadrados. Aparentemente, nada les impedía salir de allí y acudir en ayuda de Lexa, pero, en la práctica, no eran capaces de dar un paso fuera de aquel espacio, ni ejecutar un hechizo de teletransportación que los sacase de allí. Clarke era la única que podía entrar y salir de allí a voluntad, dado que no tenía cuerpo; pero no podía hacer absolutamente nada para ayudar a Lexa, que, apenas unos metros más allá, estaba enfrascada en un terrible duelo de magia contra Abby.

—Por lo menos parece que ha reaccionado —murmuró Monty, admirando la habilidad de su Maestra en los hechizos de ataque y defensa—. ¡Mirad qué bola de fuego! ¿De dónde sacará las energías?

Clarke no dijo nada, pero conocía la respuesta perfectamente. No podía hacer otra cosa que observar el duelo, impotente, y veía que a menudo Lexa la miraba de reojo cuando formulaba un hechizo. «Está tratando de protegerme», pensó la chica, conmovida. «Sabe por experiencia que existen conjuros capaces de dañarme incluso a mí; sabe que Raven defenderá a los chicos, pero yo…».

Se volvió hacia sus compañeros.

—¡Raven, reacciona de una vez! ¿No hay nada que puedas hacer?

La elfa le dirigió una mirada desconsolada.

—No puedo deshacer este hechizo desde dentro. Si estuviese fuera, no habría problemas… de hecho, solo haría falta que Lexa tuviese unos segundos de tranquilidad para liberarnos, y no le costaría ningún esfuerzo.

Pero, por el cariz que tomaba la lucha, parecía que Lexa no iba a poder ayudarlos, por el momento. Salamandra suspiró, asustada. Tampoco a ella le gustaba ver a su Maestra luchando por su vida contra la poderosa Abby. Lexa gritó las palabras de un nuevo hechizo. Los cielos brumosos se abrieron y de ellos descendió un rayo que buscó el cuerpo de Abby. La Archimaga se apresuró a redoblar la fuerza del escudo de protección que había formado en torno a sí, pero, pese a ello, parte de la energía del rayo la alcanzó. Abby gritó, y Lexa retrocedió unos pasos. Sin embargo, la hechicera elfa aún no había dicho su última palabra. De sus labios brotó una nueva retahíla de palabras mágicas. La tierra tembló y el suelo se abrió a los pies de Lexa, quien, sin embargo, reaccionó rápido. Ejecutó el hechizo de levitación y se elevó en el aire para evitar caer en la profunda sima abierta por la magia de Abby. Aterrizó suavemente en el suelo, un poco más allá, y respiró hondo. Ambas se miraron a los ojos. Estaban agotadas, pero sabían lo que implicaba un duelo de magia. Continuarían hasta que una de las dos resultase vencedora. El destino que le aguardaba a la perdedora no era otra que la muerte. Apenas a unos metros de distancia, Raven y los aprendices contemplaban la batalla con un nudo en la garganta.

—¿Por qué no invoca a algún ser poderoso para que le ayude? —gimió Salamandra.

—Porque está demasiado cansada —replicó Raven, frunciendo el ceño—. ¡Maldita sea! Yo podría realizar la invocación por ella… si tan solo…

—Bueno —murmuró Lincoln—. Por suerte, Abby también está cansada. De lo contrario…

—¡Esperad! —exclamó Clarke de pronto; se irguió para observar las sombras atentamente.

—¿Qué pasa?

Pero ella no respondió. Seguía mirando a su alrededor con el ceño fruncido.

—Clarke, ¿qué es lo que pasa? —dijo Salamandra, muy nerviosa.

Los ojos de ella se abrieron de par en par.

—Decidme que esto es una pesadilla —murmuró—. Por favor, decidme que estoy soñando.

—Me temo que no —se oyó una voz profunda y gutural, una voz que los estremeció a todos—. Me temo que no, mi querida amiga.

Una enorme sombra se elevó entre las brumas. Ellos retrocedieron un tanto, temerosos e intimidados.

—¿Qué… es eso? —pregunto Anya.

—Es… —empezó Clarke, pero la voz retumbó de nuevo:

—Tu peor pesadilla, Clarke.

Una enorme cabeza escamosa rasgó la niebla para descender hasta ellos, una cabeza de reptil con cuernos retorcidos y escamas de color azul. Sus ojos oscuros destellaban con un brillo malévolo, y su sonrisa perversa dejaba asomar unos terribles y afilados colmillos. Las dos Archimagas se volvieron rápidamente hacia él, y la lucha se interrumpió por un momento.

—No —murmuró Clarke—. No, tú otra vez no. Estabas muerto.

—¿Pretendías matarme con un cuchillo de cocina, patética granjera humana? —se burló el dragón.

—¡Está muerto! —gritó Lexa—. ¡Yo tengo su esqueleto guardado en el sótano de la Torre!

El dragón adelantó una zarpa que cayó peligrosamente cerca de ella. El suelo retumbó.

—¿Te parezco suficientemente vivo, Lexa? —preguntó el reptil, con una espantosa sonrisa.

Clarke temblaba, incapaz de moverse.

—Es… ¿el dragón que te mató? —preguntó Salamandra en un susurro.

Clarke no respondió.

El dragón se volvió hacia Abby, que retrocedió unos pasos y comenzó a acumular magia para ejecutar un hechizo de ataque.

—Tú me has desobedecido —dijo la criatura.

—¿De qué me estás hablando?

—¡Teníamos un trato! —rugió el dragón—. ¡No quiero que Lexa muera para reunirse con Clarke al Otro Lado, te lo dije claramente! ¡Y tú… estás intentando asesinarla!

—¡El trato no especificaba que yo también terminaría prisionera en el Laberinto de las Sombras! —replicó Abby.

Lexa no perdió el tiempo. Mientras el dragón y la elfa discutían, se acercó a sus amigos y en un momento deshizo el hechizo de la prisión invisible. Raven se apresuró a colocarse a su lado, y entre ambas levantaron una barrera mágica de protección. Los aprendices se refugiaron tras ella, temblando.

—¿Acaso vas a sacarme tú de aquí? —decía Abby—. ¿Cuál era tu plan? ¿Matarnos a todos excepto a Lexa, para que pierda la razón aquí dentro, ella sola? ¡Reconócelo de una vez has perdido!

El dragón rugió de ira y descargó su cola escamosa sobre ella. Abby alzó las manos para levantar un escudo mágico; pero, después de su duelo mágico con Lexa, sus fuerzas ya no estaban al cien por cien, y sus reflejos no eran los mismos, en una fracción de segundo se dio cuenta de que no le daría tiempo a cerrar el conjuro. Quiso gritar…

La cola del reptil la golpeó con fuerza y la lanzó por el aire. Su cuerpo se estrelló contra un muro y cayó al suelo desmadejado, como el de un muñeco sin vida.

—¡Abby! —gritó Raven; iba a correr junto a ella, pero Lincoln se lo impidió.

—¡Quieta, Raven! No puedes hacer nada por ella. ¡Te necesitamos aquí!

Raven se detuvo, aún con los ojos fijos en el cuerpo de Abby. Sobreponiéndose, alzó las manos para reforzar la barrera mágica de Lexa. El dragón se volvió hacia ellos y sonrió.

—Puedo mataros a todos entre horribles tormentos —aseguró—. La única que no va a morir eres tú, Lexa… pero todavía estás encerrada aquí dentro, y me aseguraré de que no vuelvas a salir.

Lexa se volvió para mirar a Clarke; la muchacha tenía aún los ojos fijos en el dragón y estaba paralizada por el terror.

—Clarke, escucha. Necesito que reacciones, porque, desgraciadamente, esto es real. Pero no es él. El dragón azul murió hace mucho tiempo, Clarke.

El dragón inspiró profundamente. Haciendo gala de grandes reflejos, Raven gritó las palabras de un hechizo. Su escudo de hielo se formó frente a ellos justo cuando el aliento de fuego del dragón estaba a punto de abrasarlos. Una nube de vapor de agua los envolvió. El dragón rugió, y trató de golpearlos con su enorme cola escamosa. La barrera resistió. Las dos hechiceras seguían con las manos en alto, generando magia a su alrededor. Los cuatro aprendices se limitaban a ocultarse tras ellos, asustados, sin saber qué hacer. El dragón golpeó de nuevo la barrera mágica. No parecía importarle el hecho de que, cada vez que la tocaba, algo lo fustigaba, como una descarga eléctrica. Siguió atacando a los magos con furia asesina, mientras ellos sentían que su magia no podría aguantar mucho más tiempo.

—Alguien tiene que ejecutar un hechizo de ataque —jadeó Raven.

—¡Pero la barrera no aguantará si uno de nosotros la abandona! —replicó Lexa.

El dragón se estremeció desde la cabeza a la punta de la cola, y una desagradable risa resonó por el Laberinto de las Sombras.

—Reconócelo, aprendiz —se burló—. No puedes nada contra mí, ni siquiera ayudado por una Archimaga.

Raven reaccionó.

—¡Tú! ¿Qué… Cómo…?

—¡El Maestro! —susurró Lexa—. Ha adoptado la forma de las peores pesadillas de Clarke. Pero ¿por qué es tan real?

El reptil rugió y volvió a golpear la barrera. Los magos se estremecieron, y su magia vaciló un breve momento, pero no llegó a resquebrajarse.

—Porque tiene las reglas de la magia de su parte —murmuró Raven.

—¡La maldición! —dijo Lexa, comprendiendo—. Tiene derecho a un último gran conjuro y ha elegido adoptar esta forma para atacarnos.

De pronto se oyeron unas palabras mágicas. Eran unas palabras pronunciadas en voz baja, pero clara y firme. Un conjuro mágico, un conjuro de ataque.

Era la voz de Salamandra.

El suelo tembló y se agrietó bajo los pies del gran dragón, que se tambaleó un momento; sin embargo, pronto recuperó el equilibrio y miró a Salamandra.

—¡Pequeño insecto! —rugió—. ¿Creías que…?

Pero antes de que pudiera acabar, algo salió de la sima abierta del suelo. Parecían miles de serpientes que trepaban por las patas del dragón; sin embargo, las serpientes comenzaron a crecer y a crecer, y enseguida todos pudieron darse cuenta de que se trataba de plantas que se convertían en enormes enredaderas a una velocidad de vértigo. El dragón alzó las alas para levantar el vuelo, pero las plantas lo atraparon antes de que lo consiguiera.

—Uno de mis hechizos favoritos —comentó Lexa, complacida.

Otra voz sonó, pronunciando las palabras en idioma arcano, y las enredaderas comenzaron a endurecerse… hasta transformarse en piedra.

El dragón estaba atrapado.

El hechizo había sido de Lincoln. Salamandra lo miró, orgullosa, mientras el enorme reptil luchaba por liberarse.

—No hemos acabado —dijo la muchacha.

Antes de que nadie pudiese hacer nada, avanzó unos pasos y cerró los ojos para concentrarse. Recordaba con perfecta claridad las palabras de Raven la noche anterior: «Tienes un gran poder, muchacha. Pero ese lado salvaje también forma parte de nosotros mismos; no hay que luchar contra él, solo aprender a controlarlo y canalizarlo de forma adecuada. Entonces aprendemos que no se trata de un error de la naturaleza; es un don, un regalo, si hacemos buen uso de él».

El dragón exhaló una nueva bocanada de fuego hacia ellos, pero la barrera resistió. Salamandra frunció el ceño y se concentró aún más. Se dio cuenta de que comenzaba a acumular energía entre las manos, pero hizo lo posible por no asustarse.

—¡Salamandra! —gritó Lincoln.

Ella no lo escuchaba. Entre sus manos se iba formando lentamente una bola de miles de pequeños rayos que se movían a una velocidad de vértigo. Cuando aquello era ya tan deslumbrante que no se podía mirar directamente, Salamandra abrió las manos y liberó su proyectil mágico, una bola de fuego… que dio de lleno al dragón. El reptil rugió de dolor y se debatió, furioso y herido. Salamandra, agotada pero animada por el éxito de su intento, avanzó un poco más y volvió a iniciar el hechizo. Sin embargo, de improviso, el dragón hizo acopio de fuerzas y destrozó su prisión de piedra.

—¡Cuidado! —gritó Lincoln.

El dragón golpeó a Salamandra, pero ella logró apartarse a tiempo; se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

—Espera —lo detuvo Clarke—. Sabe lo que hace.

El dragón lanzó hacia ella una bocanada de fuego. Salamandra temblaba de miedo, pero no se movió. Cuando las llamas se disiparon, ella no estaba allí. El dragón, sorprendido de no ver por ninguna parte sus restos calcinados, miró a su alrededor. La descubrió de pronto entre el humo, completamente ilesa, mirándolo con gesto serio. Sus ojos parecían echar tantas llamaradas como la boca del dragón azul.

—¡No! —rugió el animal—. ¡No puedes hacer eso! ¡Eres una…!

—… Una aprendiza de primer grado —murmuró ella con una sonrisa.

El dragón exhaló una nueva bocanada de fuego. Salamandra se quedó donde estaba. De nuevo, las llamas no lograron dañarla. El dragón rugió de furia y se lanzó sobre ella, pero la muchacha desapareció de allí casi enseguida. Se materializó unos metros más allá, y se quedó mirando al dragón con expresión burlona. Lexa cruzó una mirada con Raven.

—Tenemos que hacer algo, Raven.

—Haquin-sail —dijo entonces Anya, en élfico.

Raven se irguió, muy atenta.

—Haquin-sail —repitió—. Eso es, Anya. ¿Podrás hacerlo?

—Sola, no —reconoció ella, y miró a sus compañeros—. Voy a necesitar vuestra ayuda.

—Haquin-sail —dijo Raven—. ¡Invoca a su contrario! Es uno de los proverbios más conocidos de los magos elfos. Lexa y yo mantendremos la barrera, Anya; vosotros deberéis hacer el resto. Salamandra no va a lograr distraer al Maestro durante mucho más tiempo.

Anya se volvió hacia Lincoln y Monty.

—Seguidme. Es nuestra única oportunidad.

Comenzó a pronunciar las palabras de un conjuro, y los chicos le ayudaron aportando energía mágica. El dragón se dio cuenta de que sucedía algo raro y se volvió para mirarlos. Al ver lo que estaban haciendo, rugió y se abalanzó sobre ellos. La barrera tembló, pero se mantuvo. Salamandra gritó, consciente de que tenía que hacer algo. Sabía que se jugaba la vida, porque, aunque era capaz de sobrevivir al fuego del dragón, no era invulnerable a sus garras ni a sus dientes. No conocía hechizos que pudiesen ayudarla en aquel trance. Solo podía recurrir a la fuerza ígnea que latía en su interior, y que podía sacar en momentos de crisis. Pero ninguna de sus bolas de fuego lograría matar al dragón, cuyas escamas protegían su cuerpo prácticamente de cualquier ataque. Salamandra recordó una vez más las palabras de Raven, y miró a sus compañeros desde el lugar donde se hallaba semioculta. Vio a Lexa y a la hechicera elfa luchando por mantener activa la barrera mágica que los protegía de los ataques del dragón; vio la angustia en sus rostros, pero también vio un brillo de decisión en sus ojos. Vio a Lincoln, Monty y Anya en círculo, formulando las palabras de un conjuro de invocación. Miró a Lincoln, con el ceño fruncido en señal de concentración. Vio al dragón rugiendo con furia, tratando de superar la barrera mágica.

Y supo que lo lograría.

Cayó de rodillas y cerró los ojos. Buscó en su interior, porque sabía que tenía que haber algo en ella que sirviese para ayudar a sus amigos. Buscó en su interior aquella fuerza que tanto la había asustado al principio, y que Raven consideraba un don de la naturaleza.

Aquella fuerza que podía salvar a sus amigos.

La fuerza del fuego que ardía en su alma.

Mientras, el círculo formado por los aprendices empezó a dar sus frutos. En el centro comenzó a formarse una pequeña espiral…

El dragón volvió a golpear. La barrera se resquebrajó.

—¡No! —gritó Lexa.

Anya pronunciaba las últimas palabras del conjuro. Lincoln y Monty sintieron enseguida cómo su magia era absorbida por la espiral formada en el centro del círculo.

—¡Aguantad! —dijo Anya—. ¡La puerta se está abriendo!

Clarke seguía observando las brumas cambiantes del Laberinto de las Sombras. El dragón golpeo de nuevo. La barrera se resquebrajó, y el animal lanzó un rugido de victoria.

—¡Demasiado tarde!

Anya gritó, y el círculo estuvo a punto de romperse en el último momento. Lexa pronunció rápidamente las palabras de un hechizo de ataque, pero supo que no lograría ejecutarlo a tiempo…

—¡Resistid! —gritó Lincoln, justo antes de que el dragón se lanzara sobre ellos.

Pero, de pronto, un grito salvaje resonó en el Laberinto de las Sombras, y algo enorme y ardiente iluminó sus brumas fantasmales. El dragón se volvió solo un momento para ver lo que estaba pasando, y los aprendices también alzaron la cabeza, sorprendidos.

Lo que vieron los dejó sin habla.

La figura de Salamandra, envuelta en violentas llamaradas, como si alimentase el corazón de un sol.

Aquella imagen duró apenas un instante. Inmediatamente, toda aquella energía en forma de fuego confluyó con una espiral de llamas que brotó de los brazos de Salamandra con una violencia inusitada. La muchacha gritó, asustada, pero se esforzó por mantener el control, y dirigió su rayo contra el dragón. Todo sucedió en centésimas de segundo. El dragón que albergaba el espíritu del Maestro fue alcanzado de lleno por el fuego de Salamandra, justo cuando estaba a punto de lanzarse sobre Lexa, Raven y sus aprendices. La criatura bramó de dolor, se retorció y cayó pesadamente al suelo.

—¡Termina el conjuro, Anya! —gritó Lexa.

La princesa se había olvidado por un momento de la invocación y se apresuró a pronunciar la última palabra mágica. El dragón se levantó, jadeante, y se volvió hacia Salamandra. La muchacha, agotada tras aquel esfuerzo, yacía semiinconsciente sobre el suelo, sin percatarse del peligro que corría.

—¡Salamandra, no! —gritó Lincoln.

De pronto, Clarke alzó la cabeza y escrutó las sombras.

—¿Qué es eso?

Lexa inició rápidamente un hechizo de ataque. El dragón estaba malherido, pero continuaba vivo, y seguía siendo un adversario terrible. Con un rugido de rabia, se lanzó sobre la chica tendida en el suelo.

Pero otro rugido le contestó de pronto desde la niebla.

—¡Eso! —gritó Clarke—. ¿Lo habéis traído vosotros?

Otra enorme cabeza de reptil emergió de la semioscuridad, seguida de un gran cuerpo escamoso y unas alas membranosas. Otro dragón se lanzó sobre el Maestro, dientes y garras por delante. Pero no era un dragón azul; su cuerpo relucía con un brillo dorado, y sus movimientos eran ágiles, seguros y elegantes.

—Un dragón dorado… —murmuró Lexa.

—Haquin-sail —susurró Raven—. Bien hecho, Anya.

El dragón azul respondió a la provocación con un rugido, y pronto la lucha entre los dos se volvió encarnizada. El azul ya no prestaba atención a los magos y sus aprendices, y estos corrieron a ocultarse tras una pared, para recuperar fuerzas.

—Si no vence el dragón dorado, estaremos perdidos —dijo Lexa—. El Maestro nos encontrará donde quiera que vayamos dentro de este laberinto.

Lincoln solo tenía ojos para la figura que yacía en el suelo, a unos metros de los dragones. Lexa se dio cuenta de ello y dirigió a Raven una mirada de circunstancias. La maga elfa asintió, y se alejó de ellos, silenciosa como una sombra. Al cabo de unos minutos había regresado y traía a Salamandra en brazos. Lincoln corrió junto a ella para asegurarse de que estaba bien.

—Está agotada —dijo Raven—, pero se recuperará.

—¡No! —exclamó Anya que, oculta tras la pared, estudiaba atentamente las evoluciones de los dos dragones—. ¡El dragón dorado está herido! ¡Pierde fuerzas!

Clarke se apresuró a asomarse con ella para comprobarlo.

El dragón dorado luchaba con valentía, pero, aunque era más grande, no podía con la fuerza del monstruo azul, a quien la sed de venganza daba energías casi ilimitadas, a pesar de estar malherido. El dragón dorado ya parecía agotado, y combatía con un ala desgarrada y el pecho sangrante. El dragón azul rugió y lanzó un poderoso zarpazo a su oponente. El dorado trató de esquivarlo, pero le dio de lleno en la cabeza. La criatura exhaló su último aliento y cayó al suelo pesadamente.

—¡No! —chilló Anya, aterrada.

Clarke contempló un momento al dragón, pensativo. Después, se volvió hacia Lexa y la miró largamente. Ella sorprendió su mirada y le devolvió una interrogante. Clarke sonrió.

—Volveré, Lexa —murmuró.

—Clarke…

Clarke dio media vuelta y avanzó hacia los dos dragones.

—¡Clarke, no!

Lexa corrió tras ella, pero Raven la retuvo. Clarke se perdió entre las brumas, y Lexa se debatió en brazos de Raven.

—¡No, Clarke! ¡Vuelve! ¡No puedo perderte otra vez!

Mientras, el dragón azul abandonaba el cuerpo de su oponente en el suelo y alzaba la cabeza para olisquear el aire y buscar a los magos. Su enorme cabeza descendió hasta ellos. Pero entonces, de pronto, como surgido de la nada, el dragón dorado se abalanzó sobre el Maestro con un rugido, con renovadas fuerzas. La criatura, sorprendida, gimió y trató de defenderse. Pero el dragón dorado, con una furia inaudita, mordió, desgarró, envolvió al otro en su fuego sobrenatural. Seguía herido, pero no parecía importarle, y peleaba como si acabase de incorporarse a la lucha. El reptil azul no resistió aquella avalancha de rabia y fuerza dorada. Pronto, su cuerpo yació a los pies de su oponente, completamente destrozado. Totalmente cogidos por sorpresa, los magos y sus aprendices no supieron cómo reaccionar. Por encima del cuerpo del dragón caído se formó una pequeña nube de bruma que adoptó por un momento la forma de un rostro viejo y amargado…

Con un alarido, el espíritu del Maestro fue a fundirse con las sombras del laberinto. El cuerpo del dragón azul se desvaneció en el aire.

Reinó el silencio.

Lentamente, el dragón dorado se volvió hacia ellos. Los chicos retrocedieron. La criatura bajó la cabeza y fijó sus ojos, azules como zafiros, en los ojos de Lexa. Ella la miró, sin poder creérselo, con las lágrimas corriéndole por las mejillas.

—Oh, Clarke —suspiró—. ¿Por qué lo has hecho?

El dragón ladeó la cabeza y sonrió.

—¿Y por qué no? —dijo.

Los aprendices no salían de su asombro.

—¿Clarke? —preguntó Lincoln, titubeante.

—¿Cómo es posible? —murmuró Anya.

El dragón desplegó sus alas y estiró el cuello.

—¡Sí! —exclamó—. ¡Soy yo, Clarke, y por fin estoy viva! ¡Viva de nuevo!

Se volvió otra vez hacia Lexa, que la miraba muda de emoción.

—Ahora podré vivir la vida contigo, Lexa —dijo—. No del modo en que me gustaría, pero… por lo menos…

Lexa no respondió. Alzó lentamente la mano para acariciar el cuello escamoso del dragón, que se estremeció de felicidad bajo su caricia.

—Puedo… tocarte —dijo ella mientras levantaba la cabeza para mirarla a los ojos.

—Soy yo, Lexa —dijo ella suavemente—. Y ya nunca volveré a separarme de ti.

Ella no respondió. Se abrazó al cuello del dragón con todas sus fuerzas, llorando de felicidad. Clarke iba a decir algo cuando de pronto se oyó un ruido atronador, y el suelo tembló.

Clarke —el dragón dorado que ahora era Clarke—, se colocó frente a ellos, para protegerlos.

—¡Mirad! —exclamó Lincoln, señalando a lo alto.

Un enorme remolino brillante se formó sobre el Laberinto de las Sombras, ahuyentando la niebla de almas perdidas.

—¡Es la salida! —dijo Lexa—. ¡El Laberinto nos deja salir!

—¡Montad sobre mi lomo! —dijo Clarke—. ¡Lo alcanzaremos!

Ellos titubearon, pero finalmente, uno por uno, treparon por su garra hasta acomodarse entre sus alas membranosas, bien aferrados a su cresta dorada. Raven se quedó la última. Mientras sus compañeros subían al lomo de Clarke, la elfa se inclinó junto al cuerpo inerte de Abby. La Archimaga elfa había muerto. Raven acarició su mejilla con ternura. Vio que de su cuello pendía una fina cadena de oro, y la alzó para verla. De ella colgaba un pequeño colgante en forma de corazón, con las iniciales: AK y AG.

Raven sonrió con tristeza. Hacía mucho tiempo que nadie lo llamaba por su verdadero nombre, su nombre élfico, al cual correspondían aquellas iniciales; porque ella, o la joven elfa que fue una vez, había sido quien le había regalado aquella joya a Abby, casi medio siglo atrás.

—Lo siento —murmuró—. No fue culpa tuya, pero tampoco mía. Quizá fue eso lo que no fuiste capaz de comprender. Pero quiero que sepas que yo…

—¡Raven, date prisa! —Era la voz de Monty.

Raven no llegó a terminar aquella frase. Con un suspiro, se incorporó y se alejó de nuevo hacia donde la esperaban sus compañeros. Trepó al lomo del dragón dorado. Clarke movió las alas un poco y se elevó unos palmos, probando su nuevo cuerpo. Entonces tomó impulso y, con una poderosa batida, se alzó en el aire, hacia el remolino que era su última esperanza de salvación.

—¡Atención, voy a entrar! —anunció.

Los chicos no pudieron evitar cerrar los ojos. Sintieron que un fuerte viento los sacudía y se agarraron con todas sus fuerzas al lomo de Clarke.

De pronto los lobos dejaron de aullar y de arañar el muro de hielo, y reinó un súbito silencio sobre la Torre.

—¡Se marchan! —exclamó Tina, sorprendida; se volvió para ver qué tenía que decir Bellamy al respecto, y descubrió que él ya no estaba allí.

El muchacho se había dado cuenta de que el conflicto había finalizado. Los lobos se retiraban poco antes del amanecer, y eso solo significaba una cosa, o la maldición se había cumplido, o Lexa y sus amigos habían logrado derrotar al espectro vengativo.

En cualquier caso, le quedaba poco tiempo.

Se deslizó hasta el despacho de Lexa, preguntándose si habría alguna cosa allí que pudiese servirle.

Y en un rincón descubrió, apoyado sobre la pared, el bastón de Archimaga de Abby.

Bellamy sonrió. Sabía que tardaría años en aprender a controlarlo, pero también sabía que, en cuanto lo hiciese, igualaría en poder a los propios Archimagos. Antes de tocarlo, sin embargo, titubeó. Aquellos objetos guardaban una gran fidelidad hacia su dueño, y se preguntó si Abby no volvería a buscarlo…

Finalmente, se atrevió a rozarlo con la punta de los dedos y sintió una feroz sacudida eléctrica. Bellamy gimió y retiró la mano. Se mordió el labio inferior, pensativo. Había percibido con total claridad el inmenso poder que encerraba aquel bastón… Si lograse dominarlo…

Apretó los dientes y aferró el bastón con decisión. El objeto reaccionó. Bellamy sintió que algo le abrasaba la mano y gritó de dolor, pero no lo soltó. Trató de imponer su voluntad al bastón mientras luchaba contra el dolor y sentía el olor de su propia carne chamuscada…

Por último, su esfuerzo se vio recompensado y el bastón dejó de hacerle daño. Bellamy contuvo el aliento y lo agarró con la otra mano. Nada sucedió. El bastón ya no lo rechazaba.

Aquello solo podía significar una cosa: Abby había muerto.

Bellamy se apoderó del bastón con una sonrisa de triunfo en los labios.

—Esto es solo el principio —murmuró—. Si sales del Laberinto, Maestra, tendrás noticias mías.

Ejecutó el hechizo de teletransportación para desaparecer de la Torre y no regresar nunca más por allí.

Cuando volvieron a abrir los ojos, solo vieron el cielo nocturno sobre las montañas del Valle de los Lobos. Alboreaba ya en el horizonte, y ellos se miraron unos a otros.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Anya, muy confusa.

—¡Teletransportarnos a la Torre! —decidió Lincoln, que aún sostenía en brazos a Salamandra.

Uno por uno fueron pronunciando el hechizo de teletransportación, ansiosos por volver a casa. Uno por uno fueron abandonando el lomo de Clarke.

En apenas unos instantes, solo quedaban allí Lexa y el dragón dorado.

—¿No regresamos a la Torre? —preguntó Clarke.

La Archimaga no contestó. Clarke seguía suspendida sobre las montañas, mientras Lexa, montada en su lomo, contemplaba el horizonte.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Clarke? —preguntó ella—. ¿No puedes salir de ese cuerpo?

—No. Pero ya no tengo que volver al Otro Lado, no hasta que este cuerpo no muera. ¿Es que no te alegras de que haya vuelto a la vida?

Lo había dicho con un tono de reproche, y Lexa sonrió. Era Clarke, la inconfundible Clarke. Resultaba irónico que se hubiera convertido en dragón, el ser que más odiaba y temía. Pero, desde luego, no había ni punto de comparación entre el monstruo azul que había segado su vida cinco siglos atrás, cuando ella era apenas una muchacha, y aquella criatura dorada que parecía recién bajada del sol. A Clarke, desde luego, no parecía importarle. Batió las alas, cansada y herida, pero ebria de vida y libertad, y se giró hacia Lexa.

—¿Tienes idea de lo grande que es el mundo, y lo maravilloso que sería explorarlo desde aquí arriba?

Lexa la miró, algo preocupada. El dragón sonrió.

—¿Vendrás conmigo, Lexa?

Ella sonrió a su vez.

—Siempre, Clarke.

Con un rugido de triunfo, Clarke se elevó en el aire y voló, con Lexa sobre su lomo, hacia el horizonte, de vuelta al Valle de los Lobos, con sus doradas escamas reluciendo bajo los rayos del sol naciente.