La ley del talión
Capítulo 20. Luz en la oscuridad


Jubal nunca se había arrepentido tanto de no haber aprendido más español en toda su vida.

Al atenderlos en el hospital los habían separado de inmediato. Le pusieron una vía intravenosa y le volvieron a coser la herida del hombro, allí mismo en urgencias. El goteo debía tener algún sedante, porque después no pudo evitar quedarse dormido.

Se había despertado sin saber dónde estaba unas horas después, cuando ya era de noche. Mientras dormía, lo habían subido a planta y quitado la ropa mojada.

Pero no sabía nada de Isobel ni Darío y ahora llevaba no sabía cuánto tiempo intentando que alguien le dijera cómo estaban, sin alcanzar hacerse entender. Lo único que conseguía era que le repitieran "túmbese, por favor". Al menos, mediante señas, había conseguido que le dieran un pijama, que prefería a la bata de hospital. Poco después le habían traído sus cosas en una caja de plástico.

Quería llamar a Maggie y a sus hijos pero, aunque el móvil que le había dado Roberto estaba en la caja, se encontró que éste no había sobrevivido al chapuzón. Y el suyo estaba en su mochila, en el acribillado coche de alquiler de Darío, a millas de allí. Agradeció que nadie se hubiera quedado su reloj, un modelo bastante caro por su resistencia y precisión. Se lo puso en la muñeca. Eran las 4:17 de la mañana, hora local. Había estado dormido y discutiendo con las enfermeras más tiempo de lo que pensaba...

Su mente no dejaba de darle vueltas a lo mismo. ¿Qué iban a hacer ahora? ¿Creería su palabra Vargas si simplemente le dijeran que Sofía y Carlos estaban vivos? ¿Debían hacerlo acaso? Canjear sus vidas por tal vez convertir las de Sofía y Carlos en un infierno no parecía una opción moralmente muy sólida. Una frenética desesperación le bullía por dentro. Tenía que reunirse con Isobel. No sólo porque temiera que ella cometiera alguna insensatez en aquellas circunstancias; aunque no tuviera ni idea de qué podría hacer, tampoco se le habría ocurrido nunca que Isobel iría hasta México a buscar a los asesinos de la familia de Vargas. No, era también porque sentía que la necesitaba para recuperar su propia serenidad. Además, ¿y si Isobel había tenido alguna complicación? Le estaba costando mucho respirar cuando se separaron. Estaba muy preocupado por Darío también. Al llegar al hospital tenía pulso, pero había sangrado mucho...

No podía quedarse allí sin más. Se levantó y cogió sus zapatos. Iría a buscarlos personalmente. Los encontraría, aunque tuviera que recorrerse todo el hospital en pijama -le habría gustado vestirse, pero su ropa estaba rasgada y manchada de sangre- y con los pies mojados.

Al abrir la puerta se encontró allí a dos guardianacional de uniforme vigilando su puerta. Uno de ellos le hizo un gesto con la mano, impidiéndole el paso. El otro le dijo educadamente en un inglés con acento, pero correcto, que no podía salir de la habitación, que pronto vendrían a hablar con él. No, no estaba bajo arresto. No, no podían decirle nada más. Jubal insistió, pero no los sacó de ahí. Les pidió entonces que por favor le averiguaran algo sobre Isobel y Darío; contestaron vagamente que verían qué podrían hacer y que esperara en la habitación.

Quitándose los zapatos mojados, Jubal se sentó en la cama intentando pensar qué podría hacer mientras tanto. Caminó por la habitación, ansioso. Miro el reloj. 4:26. ¿Cómo era posible que sólo hubieran pasado 9 minutos? El tiempo está sin duda hecho de un tejido elástico.

De acuerdo. No estaba arrestado. Entonces podía ir donde quisiera. Se levantó y se calzó otra vez. Iba a salir cuando uno de los guardianacional abrió la puerta de su habitación, dando paso a dos hombres. Se detuvo en seco.

Uno era más alto que el otro y ambos tenían cierto aire latino. Mientras el alto, que debía ser de la edad de Jubal, era entrado en carnes, de pelo canoso y tez tostada, iba trajeado, el bajo, algo más joven, tenía la piel más pálida pero cabello y ojos negros, y llevaba una ropa más informal, pantalón y camiseta oscuros, una cazadora al brazo.

Jubal supuso que eran compañeros agentes de Darío en la GN. Los miró con cautela.

El más bajo, Ugarte dijo que era su nombre, era oficial de la comisaría de la GN allí en Montemorelos, mientras que el alto se presentó como Rafael Arenas, y resultó que era el Agente Especial Supervisor de la Oficina del FBI del consulado americano en Monterrey. Al parecer, la oficina de Nueva York se había puesto en contacto para que les prestaran asistencia a él y a Isobel.

Jubal aceptó la mano que le ofreció y respiró un poco más tranquilo. Al menos tenían algo de respaldo.

—Agente Valentine, ¿se puede saber qué demonios ha pasado allá arriba más allá de Agua Dulce? —preguntó Ugarte sin más preámbulo.

—Antes de contestarles necesito que me digan si el Agente Montero de la GN y la Agente Especial al Cargo Isobel Castille están bien —dijo Jubal tenso.

—Agente Valentine, si no colabora-

—No. No me entiende. Si no me dan esa información ahora mismo esta conversación se ha terminado —se atrincheró Jubal con expresión terca.

Ugarte pareció muy frustrado.

—Creo que podré ayudar en eso —intercedió Arenas.

·~·~·

Arenas y Ugarte lo acompañaron hasta la habitación donde estaba Isobel, que tenía otro par de guardianacional vigilando su puerta. Jubal tomó aire y dio dos toques con los nudillos.

—¿Isobel? Soy Jubal. ¿Puedo pasar?

Cuando no recibió respuesta, abrió la puerta una rendija.

Isobel estaba tumbada en la cama, sólo ligeramente incorporada, con una vía en el brazo, y el monitor de constantes conectado. Estaba muy quieta, los ojos cerrados, la cara cubierta por una máscara de oxígeno.

La imagen se superpuso sobre la de Rina postrada en la UCI y Jubal se quedó literalmente sin respiración, paralizado de un miedo inmenso y agudo que rayó en la enajenación.

Pero entonces, Isobel parpadeó y, volviendo la cara hacia él, lo miró con aquellos enormes ojos negros suyos. A pesar de la oscuridad que se veía en ellos, empezó a sonreírle. La sensación de alivio le dejó las rodillas a Jubal como de gelatina. Entró algo vacilante en la habitación. Los hombres que lo acompañaban lo siguieron varios pasos por detrás.

Isobel se apartó un poco la máscara.

—Jubal —suspiró, con un poco de falta de aliento.

La forma en que dijo su nombre, ansiosa pero simplemente encantada de verlo, le provocó a él gigantescas mariposas en el estómago, y lo hizo sonreír a su vez. Jubal estuvo a punto de correr a abrazarla y asegurarse de que estaba bien, sin importarle si sería o no inapropiado, pero entonces recordó que no estaban solos. Le enfureció saber que si les pedía unos minutos a solas a Arenas y Ugarte probablemente pensarían que intentaba ponerse de acuerdo con Isobel en su declaración.

Así que se quedó donde estaba, un poco como un pasmarote, con una sensación de frío vacío dentro de él.

—¿Cómo te sientes...? —preguntó con una tonta timidez de la que no se pudo deshacer.

—Cada vez mejor —lo tranquilizó Isobel, pero hizo un gesto que demostraba ser consciente de lo cerca que había estado esta vez. Jubal tuvo que tragar con dificultad—. Tenía un poco de agua en los pulmones, pero el tratamiento está haciendo efecto. Ya casi estoy bien —le aseguró y le sonrió otra vez—. ¿Cómo- cómo estás tú? —preguntó estudiándolo entero.

Mal. Estoy mal. Casi me da algo, pero ahora que veo que estás bien, francamente mejor, pensó Jubal.

—Todo bajo control —afirmó en su lugar, sin querer entrar en detalles habiendo gente delante.

Ella pareció frustrada.

—Jubal- —Entonces miró detrás de él y pareció sorprendida—. ¿Ralph? ¿Qué estás haciendo aquí?

Su tono se volvió un poco más jovial. Era obvio que se alegraba de verlo.

—Ahora soy el SSA de la oficina de Monterrey —respondió Arenas con una amplia sonrisa mientras se aproximaba a la cama.

—Os conocéis, asumo —dijo Jubal, extrañado.

—Sí, fuimos compañeros en la oficina de campo de Laredo durante un tiempo —explicó Isobel quitándose la máscara de oxígeno por completo.

Arenas se interesó por su estado y luego le presentó a Ugarte. Los dos intercambiaron una inclinación de cabeza y unas palabras educadas. Ella se dirigió de nuevo a Arenas.

—De acuerdo, Ralph, ¿pero qué haces aquí específicamente?

Entre Ugarte y Arenas les explicaron que en la Oficina de Nueva York estaban muy preocupados por ese mensaje que había logrado enviar Jubal. Les dieron a la Oficina de Monterrey la localización en Agua Dulce, obviamente proporcionada por Kristen, donde creían que estaban él e Isobel, y ellos se pusieron en contacto con la GN inmediatamente. Al facilitarles la ubicación, en la GN dijeron que justo el agente Montero había llamado pidiendo refuerzos pero que sólo sabían que estaba al sur de Monterrey. Juntos habían atado cabos.

Con razón la GN ha tardado tan poco en aparecer... pensó Jubal.

—¿Sabes algo del agente Montero? —preguntó Isobel a Arenas, abiertamente preocupada y con un leve temblor en la voz que sólo Jubal pudo distinguir; era impresionante la presencia de ánimo que ella estaba demostrando.

—Ah, ¿también él conoce a Darío? —tuvo que preguntar, intrigado.

—Ralph también trabajó en aquel caso en el que nos conocimos —explicó Isobel.

—Una gran familia feliz... —murmuró Jubal para sí.

Ugarte intercambió con él una media sonrisa; parecía sentirse también algo fuera de lugar.

—Lo averiguaré —le aseguró Arenas—. Pero después, aquí Ugarte necesita haceros algunas preguntas, ¿de acuerdo?

Isobel asintió muy seria.

—Por supuesto.

·~·~·

Mientras las enfermeras con las que Arenas había hablado iban a buscar un médico que les pudiera informar del estado de Darío, Jubal e Isobel les contaron todo lo ocurrido, incluida la reciente huida de Adriana, Sofía y Carlos. Dejaron sin embargo fuera del relato la motivación por la que estaban metidos en aquel asunto. Isobel no lo mencionó; Jubal -sabía que podía contar con él- tácitamente y sin necesidad ni siquiera de mirarla, le siguió el juego.

Arenas y Ugarte parecieron estar preguntándoselo, pero no indagaron más. Isobel sospechó que porque Ugarte planeaba apretarle las tuercas a Darío, en calidad de su subordinado, para averiguarlo, mientras que Arenas seguramente prefería poder preguntarles en privado.

Ambos parecieron tan sorprendidos de averiguar que Adriana Fresneda era quién había puesto todo aquello en marcha, como de que la esposa y el hijo de Vargas estuvieran vivos y escondidos desde hacía tanto. Por su parte, ellos les contaron que habían detenido a todos los hombres de El Patrón que quedaban vivos, y que los heridos habían sido enviados a otro hospital, donde estaban bajo arresto y estrecha vigilancia.

En cualquier caso, Ugarte dijo que iba a necesitar una declaración más detallada del asalto, porque habían encontrado varios muertos en la finca de la señorita Fresneda. Isobel no pudo sino agradecer la cortesía profesional que Ugarte les estaba otorgando.

Arenas estaba organizando un modo oficial de tomar esas declaraciones, cuando un médico llegó para hablarles de Darío.

Fue obvio para todos que Isobel dejó cualquier tema a un lado para escuchar.

Para leve alivio suyo y del de Jubal, el doctor empezó por decir que Darío había salido de cirugía y estaba estable. Dentro de lo que era recibir un balazo en el torso, había tenido suerte. Pero, y aunque eran optimistas, Darío había perdido mucha sangre, había requerido de transfusiones, y hasta que no despertara no se podría saber seguro si habría alguna consecuencia neurológica en su cerebro. En cualquier caso, no estaba en coma, sus constantes hacían pensar que sí despertaría.

Les dieron permiso para pasar a verlo. Afortunadamente, Arenas y Ugarte accedieron sin mayor insistencia a dejarlos ir, aunque este último les asignó uno de sus hombres como escolta.

Jubal le consiguió a Isobel una silla de ruedas y la llevó él mismo hasta la UCI, seguidos a una respetuosa distancia por el guardianacional.

—¿Qué pasó allá en la finca de Adriana? —preguntó Isobel mientras esperaban a que los dejaran pasar, en parte para rellenar el vacío del silencio que pendía sobre ellos como una sofocante manta.

Era como si los dos hubieran perdido la capacidad de saber comportarse el uno con el otro estando a solas.

—Aquellos lumbreras le dispararon al tanque de propano. Estalló y te dejó inconsciente. Tuvimos que sacarte de la piscina —tuvo que apartar la cara para contestar.

Todavía se le hacía un prieto nudo en la garganta recordando cuando la vio salir volando por el aire.

—Ah... me preguntaba por qué había terminado en el agua...

¿"Tuvimos"...? "Tuve", más bien pensó Isobel. Recordaba bien que ni Adriana ni Sofía ni Darío estaban mojados cuando habían llegado al hospital, mientras que Jubal estaba obviamente empapado mientras la sujetaba en la parte de atrás de la pickup. El modo en el que el pecho se le tensó por dentro fue casi insoportable. Jubal estaba de pie a su lado. Deseaba cogerle la mano, pero estaba demasiado lejos de la suya como para poder hacer un gesto casual de algo que no había hecho nunca...

Mientras, la indefinición de lo que había entre ellos en ese momento estaba asfixiando a Jubal. Lo cierto era que le daba miedo dar nada por supuesto. En cualquier caso, no era el momento de hablarlo, evidentemente.

Una vez dentro, para Jubal fue descorazonador ver a Darío así, tubos y cables surgiendo de su cuerpo, la palidez de estar saliente de quirófano en su rostro. Y sabía bien lo que debía suponer para Isobel.

Ella quiso quedarse un rato a ver si despertaba; Jubal, por supuesto, se quedó también.

Pero los minutos pasaron y Darío ni siquiera se movió. El pitido del monitor cardíaco rítmico y constante, pero demasiado pausado. Jubal oyó a Isobel hacer un sonido ahogado, y él la miró con preocupación. Sus ojos estaban secos, pero enrojecidos y rodeados de una imposible tensión; miraban a Darío fijamente, sin parpadear. Aquella expresión escondía un sufrimiento aún mayor.

Sin necesidad de tener que preguntárselo, Jubal supo lo que Isobel estaba pensando; se culpaba por lo que le había pasado a Darío, temía haber arrastrado a su amigo a una muerte en vida.

—¿Quieres-? ¿Quieres subir a la azotea? ¿Un rato? —ofreció Jubal en un murmullo.

Parpadeando, Isobel alzó la cara para mirarlo con un sorprendido agradecimiento.

—Sí, por favor —suspiró.

·~·~·

En un control de enfermería, Jubal le consiguió una manta para abrigarse y unas zapatillas desechables. Subieron al último piso en ascensor, y en silencio él empujó la silla hasta el pie de las escaleras que subían a la azotea del hospital; la ayudó a subir. El escolta se quedó abajo, a petición de Jubal.

Fuera, el sol despuntaba dorado por el este, las nubes de las tormentas hacía ya tiempo desaparecidas. El aire era fresco aún, sin embargo.

Con los ojos cerrados, Isobel tomó y exhaló una profunda bocanada de aire. A Jubal le tranquilizó que lograba hacerlo sin toser, ni sin que su respiración hiciera ningún ruido preocupante. Pero sus hombros se encorvaron de nuevo casi de inmediato.

—¿Qué he hecho? Dios mío... ¿Qué he hecho? —murmuró Isobel atormentada.

Todo había sido para nada. Había puesto en peligro su vida, la de Jubal, la de Darío, y era como si estuviera exactamente igual que al empezar. Seguían bajo la misma amenaza de Vargas que al principio. Y, de nuevo, eran otros los que pagaban las consecuencias de sus errores.

Jubal estaba diciendo algo, pero Isobel casi no podía oírlo. Estaba sintiendo hundirse de tal modo en aquel foso lleno de oscura, espesa como brea, desesperación que dejó de oír, incluso de ver lo que tenía ante sus ojos.

Terriblemente angustiado por su sufrimiento, Jubal la llamó por su nombre.

Fue la calidez de su voz, de la mano de Jubal, que se colocó afectuosamente en su espalda, la que le dieron un atisbo de luz en la oscuridad donde Isobel se estaba perdiendo.

Ella se giró y alzó la cara. La consternación en los ojos de él era manifiesta, pero también estaban llenos de comprensión. Por primera vez Isobel dejó que las lágrimas, gruesas como su culpa, escaparan y rodaran por sus mejillas. Se acercó a él sin llegar a tocarlo.

Despacio, sin saber lo mucho que ella anhelaba su contacto -su perdón-, Jubal la rodeó con los brazos y la estrecho suavemente contra él, casi vacilante, temiendo que ella lo rechazaría.

—Sssh... Está bien... Está bien... Darío se pondrá bien —susurró Jubal con el corazón encogido, acariciándole el pelo y besándole la cabeza con cuidado—. Todo va a salir bien...

No eran afirmaciones realistas, para nada, pero aliviaron la angustia de Isobel de un modo inesperado. Se deshizo en su abrazo, sintiéndose más reconfortada de lo que se había sentido desde... Sólo había habido una persona en su vida que le hubiera dado ese absurdo, pero a veces necesario, consuelo. Esa persona llevaba varios años muerta, y antes de morir, no lo había hecho desde que Isobel era una niña. Dejó escapar un suspiro tembloroso.

Entonces Isobel recordó que la tarde anterior Jubal le había dicho exactamente lo mismo a Carlos. Parpadeó. Sintió que se llenaba de una profunda vergüenza por haberse sentido aliviada por aquello. No era ninguna niña. Empezó a apartarse con brusquedad, no enfadada con él sino consigo misma.

—Antes has preguntado que qué has hecho... —estaba diciendo Jubal, con voz queda, aunque inquieto por aquella repentina reacción—. Le has salvado la vida a tres personas, eso has hecho.

Isobel se detuvo y lo miró sin comprender.

—Si no hubieras empezado esta cruzada tuya particular —se explicó él—, no habría habido nadie aquí para protegerlos cuando El Patrón envió a sus matones a por Sofía, Carlos y Adriana. Los tres ya estarían en sus manos y, seguramente...

...muertos, terminó mentalmente la frase Isobel. El resplandor extrañamente lento, pero fue cegador. Tiene razón...

—Tienes razón —repitió Isobel en voz alta para él y para sí, logrando por fin salir de aquel aterrador foso, y mirar a su alrededor. Se encontró que el cielo del amanecer tenía un luminoso color pastel malva azulado. Sus ojos lo recorrieron y terminaron en el rostro de Jubal, que la contemplaba con una expresión ansiosa—. ¿Cómo lo haces? —susurró maravillada.

—¿El qué? —preguntó él desconcertado.

—¿Siempre ver el lado bueno de las cosas?

La fascinación en la mirada de Isobel dejó a Jubal sin aliento. Al principio no contestó. Se trataba de simple supervivencia. Un mecanismo de defensa que adoptó durante la época en la que estaba siempre a un latido de recaer en su adicción. Después, concentrarse en lo bueno que había en su vida -su trabajo, sus hijos- en lugar de en lo que había perdido fue lo que le permitió seguir adelante. Ahora, simplemente se había vuelto automático. No le veía mérito. Se encogió de hombros.

—¿Qué tiene de especial...?

—Todo. —Eres mi luz en la oscuridad... Esta vez fue ella quien lo abrazó—. Y por eso debería tenerte siempre cerca —susurró Isobel con la cara contra su cuello, desbocando completamente el corazón de Jubal, mientras él devolvía el abrazo.

~.~.~.~