SUKUNA Y MEGUMI (III)
—Pero, ¿qué dem…?
Megumi no logró finalizar la pregunta. Su mirada viajó de un lugar a otro, captando una gran cantidad de detalles: pétalos de rosa, velas encendidas, música suave y relajante, sutil aroma a limón.
Sin duda alguna, aquello habría sido material de telenovela barata; sin embargo, estaba en un baño. Uno pulcro y perfectamente aseado, pero un maldito baño a fin de cuentas.
—¿Me crees ahora?
La voz de Sukuna lo sacó de su trance. Dio media vuelta para encararlo.
—Estás enfermo.
—Completamente loco por ti —corrigió mientras se acercaba al otro, cerrando la puerta a sus espaldas.
—¡¿Ni siquiera lo niegas?!
—Mi rey no va a cagar en cualquier retrete sucio y maloliente. Preparé este espacio para ti, Fushiguro Megumi.
No podía darle un palacio. No tenía tanto dinero, aunque por algo debía empezar. En el establecimiento de «El pollo loco», Sukuna adecuó el baño para discapacitados de la mejor manera posible. Él mismo se encargaba de su minucioso aseo, incluso colocó papel higiénico y montó un botiquín de primeros auxilios en la pared. Lo cerraba bajo llave para que nadie más hiciera sus necesidades. Él tenía la única copia.
Megumi centró su atención en el letrero característico de una persona en silla de ruedas. Estaba mal cubierto con pintura en aerosol. Podría apostar que su sexy vándalo de tres pesos se la había robado a un grafitero.
—¿Acaso esto era un baño para discapacitados?
Sukuna se encogió de hombros e hizo un gesto con la mirada que claramente significaba «¿Y eso qué importa?».
—¿A dónde mandan a ese tipo de personas? —preguntó, curioso, pues era el único tema de conversación posible.
—Hay más baños. Que usen esos.
—Son poco espaciosos.
—Mira, ese no es mi problema. Debieron pensar bien las cosas antes de nacer en la miseria (y yo sólo soy el cajero).
Megumi se limitó a poner los ojos en blanco. A oídos ajenos, aquello parecería una broma, aunque sabía que Sukuna hablaba en serio.
El susodicho se acercó a su pareja, quien no dudó en echarse hacia atrás hasta chocar con la pared.
—¿Qué crees que haces?
—¿No lo intuyes? —al momento de pronunciar aquello, tomó las muñecas de Megumi y las apresó sobre su cabeza—. Voy a besuquearte —dijo, comenzando por el cuello ajeno—. Quizá me propase un poco hoy y… —hizo una breve pausa para juntar su cadera con la opuesta—, quién sabe.
Si algo hacía temblar a Megumi, esa era sin duda la voz ronca de Sukuna; lujuriosa, electrizante.
—Estamos en un…
—Un baño —completó—, el cual, te recuerdo, aseo a diario personalmente.
—Pero… —El lugar en sí era un problema. Desde que empezaron a salir, supuso que no recibiría lujos ni detalles costosos; sin embargo, esperaba como mínimo un motel para situaciones como esa.
—Te lo juro. Podría pasar la lengua por el piso y sería más higiénico que comer en la taquería de tu padre.
—Te reto a que lo hagas —soltó, esperando que eso fuese tomado como provocación y que se detuvieran ahí.
—Hm. Creo que prefiero lamer otras cosas.
Pasó la lengua de forma suave, casi erótica, por la oreja de Megumi, quien no sólo se estremeció por el acto en sí, sino por el hecho de sentir el pene endurecido de su pareja restregándose contra su propia entrepierna.
—¡Eres un…! —no alcanzó a finalizar. Se mordió el labio inferior en un intento por controlarse.
Poco a poco, Sukuna lo soltó y redirigió las manos hacia el trasero de su novio, masajeando y apretando con descaro lo que sus palmas y dedos eran capaces de abarcar. Todo, sin detener el vaivén de su cadera.
Megumi escuchaba con claridad la respiración pesada de su galán de barrio. Resoplaba como caballo. Él, por otro lado, también cedió ante los placeres más bajos de su cuerpo y no tardó en tener una erección presa bajo los pantalones. Se maldijo por estar en una etapa hormonal donde controlar sus impulsos no era tan sencillo como esperaba.
Para desquitar toda esa descarga de placer y calor, tomó a Sukuna de los hombros e invirtió posiciones, antes de buscar sus labios con hambre y desesperación.
Sukuna sonrió para sus adentros. Le hizo abrir la boca y metió la lengua como si ese lugar fuera suyo por derecho.
Megumi se estremeció. En general, no se habían dado muchos besos y, de los que recordaba —que podía contar con los dedos de la mano—, ninguno involucraba pasión y saliva. Por mero impulso frotó una de sus piernas contra la opuesta. Sukuna la sostuvo por el muslo y la elevó a la altura de la cadera, permitiendo a su pene tener mejor contacto, aunque con toda la ropa se sentía tan sofocado como en el infierno.
—Maldita sea —susurró. En su vida creyó que contenerse fuera tan exasperante—. Date la vuelta y bájate los pantalones. En verdad, quiero metértela.
—¿Qué? —protestó—. No seas animal. Mínimo llévame a un hotel.
Sukuna rodó los ojos. Tomó la muñeca de su «niño bien» y se dispuso a abrir la puerta para ir al maldito hotel.
—¡Pero ahorita no! —Lo detuvo. No caminaría así de incómodo por la calle y mucho menos para que se lo cogieran sin que le invitaran ni un triste café.
—Megumi —dijo, señalando su propia entrepierna—, hay alguien aquí que está muy necesitado de amor, comprensión y cariño. ¿Qué tan desalmado puedes ser?
Al borde de la irritación, Megumi apretó el pene y los testículos de su amado delincuente con una mano.
Sukuna abrió los ojos de golpe. De haber sido cualquier otra persona, a la mínima señal de cercanía le hubiese partido la cara, pero a su precioso Megumi no podía hacerle eso, en especial porque lo había agarrado de una zona sensible.
Se quedó quieto, cual bestia temerosa de quedar estéril y sin acción por el resto de su calenturienta vida.
—Escucha bien, Sukuna, que sólo lo voy a mencionar una vez —amenazó, con una voz tranquila y pausada.
Sukuna no sabía si se estaba excitando más por eso, pero de momento callaría.
—No sé a qué estés acostumbrado ni con cuánta gente hayas salido antes, pero que te quede claro que no soy una puta barata.
—Ah, ¿no? Pues, ¿cuánto cobras la noche, preciosa? —No pudo desperdiciar la oportunidad, incluso si sabía que eso le costaría una bola… o dos.
Con el aumento de la presión en su entrepierna, le lloraron los ojos.
—Era una broma —palabras ahogadas que a duras penas lograron salir de su garganta.
—Como te decía… Nada de meterme mano en baños, restaurantes o algún otro lugar público.
—O-Ok, ¿puedes alfoj…? —Tomó aire con dificultad y aguantó la respiración, inclinándose hacia adelante en un intento triste por obtener un poco de misericordia.
—Si quieres tener sexo me tienes que llevar a un hotel y no uno de mala muerte. También debes invitarme a cenar y llevarme a casa. —Eso último era una especie de capricho por supervivencia. A veces asaltaban en su barrio y no es que no pudiera defenderse, sólo no estaba dispuesto a sobreesforzarse después de tener relaciones con alguien que a todas luces anunciaba ser un bruto.
—Comida. Hotel. Casa. Lo tengo —habló rápido.
Cuando Megumi lo soltó, cayó de rodillas al suelo. Se sostuvo de las piernas ajenas y miró hacia arriba.
Su chico lucía magnífico con las manos recargadas a cada lado de la cadera y el semblante altivo.
Nunca nadie lo había tratado así.
«Chōsō, este es el indicado» pensó, a la par que hacía planes para la boda.
Sería buena idea presentarle a su hermano mayor; después de todo, ya conocía a Tōji y para estar a mano en cuanto a pasar momentos familiares incómodos, Chōsō era el indicado.
