3. ÍMPETU

TREINTA Y CUATRO AÑOS ANTES

Los rocabrotes se trituraron como cráneos bajo las botas de Bellamy, que se había lanzado a la carga cruzando el campo incendiado. Le seguía los pasos su elite, una unidad de soldados escogidos uno por uno, tanto de ojos claros como oscuros. No eran una guardia de honor, porque Bellamy no necesitaba ninguna guardia. Se trataba, sin más, de los hombres a los que consideraba lo bastante competentes para no avergonzarlo. A su alrededor, los rocabrotes humeaban. El musgo, seco por el calor del verano y los largos días entre tormentas de la época del año, ardía en oleadas y encendía los caparazones de los rocabrotes. Entre ellos danzaban los llamaspren. Y como un spren, Bellamy cargaba a través del humo, confiando en la protección de su armadura acolchada y sus gruesas botas. El enemigo, presionado hacia el norte por sus ejércitos, se había retirado hacia el pueblo que tenían delante. A regañadientes, Bellamy había decidido esperar para poder reforzar el flanco con su elite. No había previsto que el enemigo pudiera incendiar la llanura, quemar a la desesperada sus propias cosechas para bloquear el frente meridional. Pues muy bien, a la Condenación con el fuego. Aunque algunos de sus hombres se habían visto abrumados por el humo o el calor, la mayoría seguían con él. Embestirían al enemigo y lo obligarían a retirarse de vuelta hacia el grueso de las tropas de Bellamy. Yunque y martillo, su táctica favorita, de las que no permitían a sus enemigos huir de él. Bellamy emergió del humo y descubrió unas pocas hileras de lanceros formando a toda prisa en el límite sur del pueblo. A su alrededor se acumularon expectaspren, como gallardetes rojos que crecían del suelo y revoloteaban al viento. La muralla del pueblo, que ya era baja en un principio, se había derrumbado en una batalla pocos años antes, por lo que los soldados enemigos solo estaban fortificados por escombros. Sin embargo, una gran cresta al este actuaba como cortavientos natural contra las tormentas, lo que había permitido que el pueblo se expandiera hasta casi poder considerarse ciudad. Bellamy vociferó desafiando a los soldados enemigos mientras batía su espada —una espada larga normal y corriente— contra el escudo. Llevaba un peto robusto, un yelmo sin celada y botas con refuerzos de hierro. Los lanceros que tenía delante titubearon al oír los rugidos de la elite de Bellamy entre el humo y las llamas, la cacofonía sedienta de sangre. Algunos lanceros soltaron sus armas y huyeron. Bellamy sonrió de oreja a oreja. No necesitaba esquirlas para intimidar. Cayó sobre los lanceros como un peñasco rodando por una arboleda de retoños, haciendo saltar sangre al aire con su espada. Las buenas peleas se basaban en el ímpetu. No pares. No pienses. Sigue adelante y convence a tus enemigos de que ya pueden darse por muertos. De ese modo, se resistirán menos a que los envíes a sus piras. Los lanceros atacaron frenéticos con sus astas, menos para intentar matar que con ánimo de apartar de ellos a aquel demente. Sus filas se deshilacharon cuando los suficientes lanceros desviaron su atención hacia él. Bellamy rio, desvió un par de lanzas con su escudo y destripó a un hombre de un profundo tajo en el vientre. El soldado soltó su lanza, agonizando, y sus compañeros retrocedieron ante la horrible visión. Bellamy llegó a ellos con un rugido y los mató con la espada todavía manchada de la sangre de su amigo. La elite de Bellamy atacó la línea ya quebrada y dio inicio a la auténtica carnicería. Bellamy embistió hacia delante, manteniendo el ímpetu y atravesando las filas enemigas hasta llegar al final, donde se detuvo, respiró hondo y se limpió el ceniciento sudor de la cara. Un joven lancero sollozaba en el suelo cerca de él, llamando a gritos a su madre mientras se arrastraba por la piedra dejando atrás un reguero de sangre. A su alrededor, los miedospren se entremezclaban con los anaranjados y nervudos dolorspren. Bellamy negó con la cabeza y clavó la espada en la espalda del chico al pasar. Los hombres solían llamar a sus padres al morir, sin importar la edad que tuvieran. Bellamy había visto hacerlo a hombres de barba canosa, en la misma medida que a chavales como aquel. «No es mucho más joven que yo —pensó—. Tendrá unos diecisiete años.»

Pero lo cierto era que Bellamy nunca se había sentido joven, a ninguna edad. Su elite partió la línea enemiga en dos. Bellamy bailó, sacudió la sangre de su hoja ensangrentada, sintiéndose alerta, emocionado, pero todavía no vivo. ¿Dónde estaba?

«Venga…»

Un grupo más numeroso de soldados enemigos bajaba al trote por la calle hacia a él, dirigidos por oficiales con uniformes en blanco y rojo. Por la forma en que se detuvieron de repente, Bellamy supuso que se habían alarmado al ver que sus lanceros caían tan deprisa. Bellamy se lanzó a la carga. Su elite sabía que debía observarlo, de modo que al momento se unieron a él cincuenta hombres, mientras el resto se quedaba a acabar con los desafortunados lanceros. Bastaría con cincuenta, dados los abarrotados confines del pueblo. Centró la atención en el único hombre que iba a caballo. El jinete llevaba una coraza que sin duda pretendía parecerse a una armadura esquirlada, aunque era solo de acero normal. Carecía de la belleza y el poder de la auténtica armadura esquirlada. Pero aun así, el hombre parecía la persona más importante de las presentes. Con un poco de suerte, significaría que era el mejor combatiente. La guardia de honor del hombre avanzó para interceptar a los atacantes y Bellamy sintió algo que se agitaba en su interior. Como una sed, una necesidad física.

Desafío. ¡Necesitaba un desafío!

Se enfrentó al primer miembro de la guardia, atacando con veloz brutalidad. Luchar en el campo de batalla no era lo mismo que afrontar un duelo, por lo que Bellamy no se entretuvo en bailar alrededor de su adversario y evaluar su pericia. Allí fuera, esos miramientos solo servían para llevarse una puñalada en la espalda por parte de otro soldado. Bellamy descargó su espada contra el enemigo, que alzó su escudo para bloquear. Bellamy asestó una sucesión de golpes rápidos y poderosos, como un percusionista inmerso en un ritmo furibundo: ¡pam, pam, pam, pam!

El soldado enemigo sostuvo el escudo sobre su cabeza, cediendo todo control a Bellamy, que levantó su propio escudo hacia delante y embistió con él al hombre, obligándolo a retroceder hasta que tropezó y dejó su guardia abierta. Aquel hombre no tuvo ocasión de llamar a su madre. El cuerpo cayó a los pies de Bellamy, que dejó a su elite encargarse de los demás porque tenía vía libre hacia el brillante señor. ¿Quién sería? El alto príncipe combatía al norte. ¿Sería algún otro ojos claros importante? O quizá… A Bellamy le parecía recordar que se decía algo sobre un hijo en las inacabables sesiones de planificación de Gavilar.

En fin, aquel hombre desde luego tenía un aspecto majestuoso sobre su yegua blanca, observando la batalla desde el visor de su yelmo y con la capa ondeando a su alrededor. El enemigo se encaró hacia Bellamy y alzó la espada hasta su yelmo, en señal de que aceptada el desafío.

Menudo idiota.

Bellamy levantó el brazo del escudo y señaló, contando con que al menos uno de sus arqueros seguiría junto a él. Y en efecto, Jenin dio un paso adelante, se soltó el arco corto de la espada y, mientras el brillante señor daba un grito de sorpresa, disparó una flecha a la yegua en el pecho.

—Odio disparar a caballos —rezongó Jenin mientras la yegua se encabritaba de dolor—. Más que tirar mil broams al tormentoso océano, brillante señor.

—Te compraré dos cuando esto termine —dijo Bellamy mientras el brillante señor caía del caballo.

Bellamy esquivó las rápidas coces y, entre los gemidos de dolor, buscó al hombre derribado. Le satisfizo encontrar a su enemigo levantándose. Entablaron combate, lanzándose tajos frenéticos uno al otro. La vida consistía en el ímpetu, en elegir una dirección y no permitir que nada, ni hombre ni tormenta, lo desviaran de ella. Bellamy soltó golpe tras golpe contra el brillante señor, haciéndolo retroceder, feroz e insistente. Tenía la sensación de tener el combate ganado, controlado, hasta el momento en que dio un golpe con el escudo al enemigo y, al impactar, notó que algo cedía. Una de las correas que sujetaban el escudo a su brazo se había partido. El enemigo reaccionó al instante. Empujó contra el escudo, lo retorció en torno al brazo de Bellamy y logró partir la otra correa. El escudo cayó al suelo. Bellamy trastabilló y trazó un arco con la espada, intentando parar un golpe que no llegó. El brillante señor se había internado en su guardia y embistió a Bellamy con su escudo por delante. Bellamy esquivó el espadazo que llegó a continuación, pero el revés le acertó de pleno a un lado de la cabeza e hizo que tropezara. Se le giró el yelmo y el metal doblado se le clavó en el cuero cabelludo y le hizo sangre. Empezó a ver doble, borroso.

«Va a entrar a matar.»

Con un rugido, Bellamy alzó su hoja en una parada instintiva y salvaje que encontró el arma del brillante señor y se la arrancó limpiamente de las manos. El hombre golpeó a Bellamy en la cara con su guantelete. Le partió la nariz. Bellamy cayó de rodillas y se le escurrió la espada de los dedos. Su adversario jadeaba, maldiciendo entre resuellos, sin aliento por el breve y frenético combate. Llevó la mano al cinturón para desenfundar un puñal.

Una emoción se removió en el interior de Bellamy.

Era un fuego que llenaba el hueco de su interior. Lo inundó y lo despertó, proporcionándole claridad. El sonido de su elite combatiendo contra la guardia de honor del brillante señor se atenuó, los tañidos convertidos en tintineos, las voces convertidas en un mero y distante zumbido. Bellamy sonrió, y la sonrisa fue ensanchándose hasta mostrar los dientes. Su visión regresó mientras el brillante señor, puñal en mano, alzaba la mirada, daba un respingo y retrocedía a trompicones. Parecía horrorizado.

Bellamy bramó, escupió sangre y se arrojó contra el enemigo. El tajo que vino hacia él le pareció lamentable y se agachó para esquivarlo antes de empotrar su hombro contra el abdomen del enemigo. Algo tamborileaba dentro de Bellamy, el pulso de la batalla, el ritmo de matar y morir.

La Emoción.

El golpe desequilibró a su enemigo y Bellamy aprovechó para buscar su espada. Pero Dym gritó su nombre y le lanzó una alabarda, con un garfio en un extremo y una hoja de hacha amplia y fina por el otro. Bellamy la atrapó en el aire, rodó, enganchó al brillante señor por el tobillo con la hoja y tiró. El hombre cayó con un estrépito de acero. Antes de que Bellamy pudiera aprovechar la ventaja, dos miembros de su guardia de honor lograron zafarse de los hombres de Bellamy y acudir en ayuda de su brillante señor. Bellamy atacó y enterró la hoja de hacha en el costado de un guardia. La arrancó del hombre y giró de nuevo para descargar un golpe en el yelmo del brillante señor, que estaba levantándose, y hacerlo caer de rodillas. Al volverse de nuevo, apenas logró detener la espada del otro guardia con el asta de su alabarda. Empujó hacia arriba, sosteniendo la alabarda con las dos manos, y envió el arma del guardia por los aires. Bellamy dio un paso adelante y se encaró con el hombre. Alcanzaba a notar su aliento. Escupió la sangre que le salía de la nariz a los ojos del guardia y le dio un puntapié en la barriga. Se volvió hacia el brillante señor, que intentaba huir. Bellamy gruñó, rebosante de Emoción. Descargó la alabarda con una mano, clavó el garfio en el costado del brillante señor y tiró, haciéndolo caer otra vez. Su adversario rodó. Al quedar mirando al cielo, lo recibió la visión de Bellamy soltando un hachazo con las dos manos que atravesó la coraza y se le hundió en el pecho. Bellamy oyó el satisfactorio crujido y sacó la hoja ensangrentada de su enemigo. Como si aquel golpe hubiera sido una señal, la guardia de honor por fin cedió a su elite. Bellamy sonrió al contemplar su avance, mientras a su alrededor brotaban glorispren, brillantes esferas doradas. Sus hombres sacaron los arcos cortos y alcanzaron a más de una docena de enemigos en retirada. Condenación, qué bien sentaba derrotar a una fuerza más numerosa que la propia. El brillante señor caído dio un suave gemido.

—¿Por qué? —preguntó el hombre desde debajo de su yelmo—. ¿Por qué nosotros?

—No lo sé —dijo Bellamy mientras devolvía la alabarda a Dym.

—¿No… no lo sabes? —dijo el moribundo.

—Mi hermano es quien elige —respondió Bellamy—. Yo solo voy donde él me envía.

Señaló al hombre agonizante y Dym le clavó una espada en la axila para terminar el trabajo. El brillante señor había luchado razonablemente bien y no había por qué prolongar su agonía. Otro soldado se acercó y devolvió a Bellamy su espada. Tenía una muesca del tamaño del pulgar en la hoja, y daba la impresión de haberse doblado también.

—Se supone que tienes que clavarla en las partes blanditas, brillante señor —comentó Dym—, no usarla para aporrear las partes duras.

—Lo tendré en cuenta —dijo Bellamy, arrojando la espada a un lado mientras uno de sus hombres elegía un reemplazo entre las armas de los derrotados.

—¿Estás… bien, brillante señor? —preguntó Dym.

—Mejor que nunca —dijo Bellamy, con la voz algo alterada por la obstrucción en su nariz. Dolía como la mismísima condenación, y atrajo una pequeña bandada de dolorspren, manitas de largos dedos que salieron del suelo.

Sus hombres formaron en torno a él y Bellamy los guio calle abajo. Al poco tiempo, divisó al grueso del enemigo luchando más adelante, acosados por su ejército. Detuvo a sus hombres y consideró sus opciones. Thakka, el capitán de su elite, se volvió hacia él.

—¿Órdenes, señor?

—Asaltad esos edificios —dijo Bellamy, señalando una hilera de construcciones—. A ver lo bien que luchan mientras nos ven sacar de casa a sus familias.

—Los hombres querrán saquear —dijo Thakka.

—¿Qué van a saquear en estos cuchitriles? ¿Piel de cerdo húmeda y viejos cuencos de rocabrote? —Se quitó el yelmo para limpiarse la sangre de la cara—. Ya saquearán después. Ahora necesito rehenes. En este tormentoso pueblo hay civiles en alguna parte. Encontradlos.

Thakka asintió con la cabeza y empezó a berrear órdenes. Bellamy bebió un poco de agua. Tendría que reunirse con Sadeas y…

Algo se clavó en el hombro de Bellamy. Solo llegó a atisbar un borrón negro que impactó con la fuerza de una patada giratoria. Cayó al suelo y sintió un dolor agudo en el costado. Parpadeó al verse tendido en el suelo. De su hombro derecho asomaba una tormentosa flecha, con el asta larga y gruesa. Había atravesado limpiamente la cota de malla, justo en el hueco entre el peto de su coraza y las protecciones del brazo.

—¡Brillante señor! —exclamó Thakka, arrodillándose y escudando a Bellamy con su cuerpo—. ¡Kelek! Brillante señor, ¿estás…?

—Por la Condenación, ¿quién ha hecho ese disparo? —preguntó Bellamy con voz imperiosa.

—Desde ahí arriba —respondió uno de sus hombres, señalando la cima de la montaña que se alzaba sobre el pueblo.

—¡Eso tiene que estar a más de trescientos metros! —dijo Bellamy sorprendido, mientras apartaba a Thakka y se levantaba—. Es impos…

Estaba mirando, por lo que pudo esquivar de un salto la siguiente flecha, que cayó a escasos treinta centímetros de él y se partió contra la piedra del suelo. Bellamy la miró un momento y luego empezó a gritar órdenes:

—¡Caballos! ¿Dónde están los tormentosos caballos?

Llegó un grupito de soldados al trote, trayendo los once caballos que habían guiado con cautela por el campo. Bellamy tuvo que esquivar otra flecha mientras asía las riendas de Nochecerrada, su semental negro, y se aupaba a la silla de montar. La flecha del brazo le provocaba un dolor atroz, pero sentía algo más apremiante que lo impulsaba a avanzar, que lo ayudaba a centrarse. Galopó de vuelta por donde habían venido, fuera del campo de visión del arquero, seguido por sus mejores hombres. Tenía que haber alguna forma de superar esa pendiente… ¡Ahí! Una senda rocosa en zigzag, lo bastante lisa como para que no le preocupara dejar correr a Nochecerrada por ella. Bellamy temía que, al llegar a la cima, su presa ya hubiera huido. Sin embargo, cuando por fin coronó la montaña, una flecha se clavó en su pectoral izquierdo, atravesando la coraza cerca del hombro y casi derribándolo de la silla.

¡Condenación! Bellamy mantuvo el equilibrio de algún modo, aferró las riendas con una mano y se agachó, mirando hacia delante mientras el todavía lejano arquero se ponía de pie en un promontorio rocoso y lanzaba otra flecha. Y otra. ¡Tormentas, qué rápido era!

Desvió a Nochecerrada a un lado y luego a otro, sintiendo el tamborileo de la Emoción crecer en él. Espantaba el dolor y le permitía concentrarse. Por delante, el arquero por fin empezó a inquietarse y saltó de la roca para escapar. Bellamy cargó con Nochecerrada por encima de ese promontorio al momento. El arquero resultó ser un hombre entre veinte y treinta años, con ropa desaliñada y unos brazos y hombros que parecían capaces de levantar un chull a pulso. Bellamy habría podido pasarle por encima, pero prefirió pasar junto a él al galope y darle una patada en la espalda, que lo tiró despatarrado al suelo. Al tirar de las riendas para detener a su caballo, notó una punzada de dolor en el brazo. Aunque le asomaron lágrimas a los ojos, contuvo el dolor y se volvió hacia el arquero, que estaba tendido de cualquier manera entre flechas negras caídas de su carcaj. Bellamy desmontó con una flecha asomando de cada hombro y sus hombres llegaron a la cima. Agarró al arquero y lo puso de pie, reparando en el tatuaje azul que llevaba en la mejilla. El arquero dio un respingo y miró boquiabierto a Bellamy. Tenía que ser todo un retrato, cubierto del hollín de los fuegos y con la cara hecha una máscara de sangre de la nariz y los cortes en su cuero cabelludo, por no mencionar que llevaba clavadas no una, sino dos flechas.

—Has esperado a que me quitara el yelmo —afirmó Bellamy—. Eres un asesino. Te han colocado aquí con el único objetivo de matarme a mí.

El hombre hizo una mueca y luego asintió.

—¡Asombroso! —exclamó Bellamy, soltando al hombre—. Enséñame otra vez ese disparo. ¿Qué distancia hay, Thakka? Tenía razón, ¿verdad? ¿Más de trescientos metros?

—Unos trescientos cincuenta —dijo Thakka, acercándose sin desmontar—. Pero con la ventaja de la altura.

—Sigue siendo prodigioso —repuso Bellamy, yendo al borde de la cima. Volvió la mirada hacia el confuso arquero—. ¡Venga, coge el arco!

—¿El… arco? —dijo el arquero.

—¿Es que estás sordo? —le espetó Bellamy—. ¡Venga, ve a cogerlo!

El arquero contempló a los diez miembros montados de la elite, con rostros adustos y emanando peligro, antes de tomar la sabia decisión de obedecer. Recogió del suelo una flecha y luego su arco, que estaba hecho de una madera lisa y oscura que Bellamy no identificó.

—Me ha atravesado la tormentosa armadura —musitó Bellamy, tocando la flecha que lo había alcanzado en el lado izquierdo. Esa no parecía demasiado grave: había perforado el acero, pero perdiendo la mayor parte de su impulso al hacerlo. En cambio, la de la derecha había atravesado la malla y estaba enviando sangre brazo abajo.

Meneó la cabeza y se hizo visera con la mano izquierda para inspeccionar el campo de batalla. A su derecha, los ejércitos se enfrentaban y el grueso de su elite había acudido para presionar en el flanco. La retaguardia había encontrado a algunos civiles y estaba sacándolos a la calle.

—Escoge un cadáver —dijo Bellamy, señalando hacia una plaza vacía donde había tenido lugar una escaramuza—. Clava una flecha a un cuerpo de ahí, si puedes.

El arquero se lamió los labios, aún con apariencia confundida. Luego sacó un catalejo de su cinturón y estudió la zona.

—El de azul, cerca de la carreta volcada.

Bellamy miró con los ojos entornados y asintió. Cerca de él, Thakka había desmontado y desenfundado la espada, que llevaba apoyada al hombro. Una advertencia no demasiado sutil. El arquero tensó el arco y lanzó una flecha de plumas negras. Acertó de pleno en el cadáver elegido.

—¡Padre Tormenta! Thakka, hasta el día de hoy, te habría apostado medio principado a que era imposible hacer un disparo así. —Se volvió hacia el arquero—. ¿Cómo te llamas, asesino?

El hombre alzó el mentón, pero no respondió.

—Bueno, en todo caso, bienvenido a mi elite —dijo Bellamy—. Que alguien traiga un caballo para nuestro amigo.

—¿Qué? —dijo el arquero—. ¡Pero si he intentado matarte!

—Sí, a distancia. Lo que demuestra un notable buen juicio. Puedo sacar provecho de alguien con tus habilidades.

—¡Somos enemigos!

Bellamy señaló con un gesto de la cabeza el pueblo de abajo, donde el acosado ejército enemigo por fin había decidido claudicar.

—Ahora ya no. ¡Parece que ahora todos somos aliados!

El arquero escupió a un lado.

—Esclavos sometidos por tu hermano, el tirano.

Bellamy dejó que uno de sus hombres lo ayudara a montar.

—Si prefieres que te matemos, lo respetaré. O también puedes poner tu precio y unirte a mí.

—La vida de mi brillante señor Yezriar —respondió el hombre—. El heredero.

—¿Ese no es el tipo que…? —dijo Bellamy, mirando a Thakka.

—¿El que has matado ahí abajo? Sí, señor.

—Tiene un agujero en el pecho —dijo Bellamy, mirando de nuevo al asesino—. Pobrecito mío.

—¡Eres… un monstruo! ¿No podrías haberlo capturado?

—Qué va. Los otros principados están poniéndose tozudos. Se niegan a reconocer la corona de mi hermano. Jugar a pillar con los señores de ojos claros solo sirve para animar a que la gente se resista. Si saben que vamos al cuello, se lo pensarán dos veces. —Bellamy se encogió de hombros—. A ver qué te parece esto: únete a mí y no saquearemos el pueblo. O lo que queda de él, al menos.

El arquero bajó la mirada hacia el ejército que se rendía.

—¿Te apuntas o no? —preguntó Bellamy—. Prometo no hacerte disparar a nadie que te caiga bien.

—Esto…

—¡Estupendo! —exclamó Bellamy antes de volver grupas y alejarse al trote.

Al cabo de poco tiempo, cuando la elite de Bellamy lo alcanzó, el taciturno arquero iba montado a caballo detrás de otro hombre. El dolor se acentuó en el brazo derecho de Bellamy a medida que se desinflaba la Emoción, pero era controlable. Tendría que ir a los cirujanos para que echaran un vistazo a la herida de flecha. Cuando volvieron al pueblo, dio órdenes de que cesaran los saqueos. A sus hombres no iba a sentarles nada bien, pero de todos modos aquel pueblo tampoco era gran cosa. Las riquezas llegarían cuando fueran alcanzando el centro de los principados. Permitió que su caballo lo llevara a paso tranquilo por el pueblo, dejando atrás a soldados que se habían sentado a beber agua y descansar del prolongado enfrentamiento. Seguía doliéndole la nariz y tuvo que obligarse a no respirar sangre. Si de verdad la tenía rota, iba a ser un problema. Bellamy siguió adelante, resistiéndose a la apagada sensación de… nada que solía embargarlo después de una batalla. Eran los peores momentos de todos, en los que aún recordaba estar vivo pero tenía que afrontar su regreso a lo mundano. Se había perdido las ejecuciones. Sadeas ya había montado las cabezas del alto príncipe y sus oficiales en picas. A Sadeas siempre le había gustado el espectáculo. Bellamy pasó por delante de la lúgubre hilera negando con la cabeza y oyó una maldición murmurada de labios de su nuevo arquero. Tendría que hablar con el hombre, insistir en que al atacar a Bellamy antes, estaba disparando una flecha a un enemigo, y eso era digno de respeto. Pero si a continuación intentaba algo contra Bellamy o Sadeas, la situación sería muy distinta. Thakka ya debía de estar buscando la familia del hombre.

—¿Bellamy? —llamó una voz.

Refrenó su caballo y lo hizo girar hacia el sonido. Torol Sadeas, resplandeciente en una armadura esquirlada dorada que ya había lavado tras la batalla, se abrió paso entre un grupo de oficiales. El joven rubicundo parecía mucho mayor que solo un año antes. Cuando habían empezado con todo aquello, había sido un jovenzuelo desgarbado, pero ya no.

—Bellamy, ¿eso son flechas? ¡Padre Tormenta, pero si pareces un espino! ¿Qué te ha pasado en la cara?

—Un puño —respondió Bellamy, y luego señaló con la barbilla las cabezas en las picas—. Buen trabajo.

—Se nos ha escapado el príncipe heredero —dijo Sadeas—. Organizará una resistencia.

—Me impresionaría si lo hiciera —repuso Bellamy—, teniendo en cuenta lo que le he hecho yo a él.

Sadeas se relajó a ojos vistas.

—Ay, Bellamy, ¿qué haríamos sin ti?

—Perder. Que alguien me traiga algo de beber y a un par de cirujanos. En ese orden. Ah, y Sadeas, he prometido que no saquearemos la ciudad. Nada de tomar esclavos tampoco.

—¿Has hecho qué? —casi gritó Sadeas—. ¿A quién se lo has prometido?

Bellamy señaló con el pulgar por encima del hombro al arquero.

—¿Otro más? —dijo Sadeas con un gemido.

—Tiene una puntería increíble —dijo Bellamy—. Y es leal.

Miró a un lado, donde los soldados de Sadeas habían reunido un grupo de mujeres sollozantes para que Sadeas eligiera entre ellas.

—Con las ganas que tenía de que llegara esta noche —comentó Sadeas.

—Y las que tenía yo de respirar por la nariz. Sobreviviremos. Que es más de lo que puede decirse de los chiquillos contra los que hemos luchado hoy.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Sadeas, y suspiró—. Supongo que podemos perdonar un pueblo. Como símbolo de que no somos despiadados del todo. —Volvió a mirar a Bellamy—. Tenemos que conseguirte unas esquirladas, amigo mío.

—¿Para protegerme?

—¿Protegerte? Tormentas, Bellamy, a estas alturas no estoy seguro de que pudiera matarte ni una avalancha. No, lo digo porque nos hace quedar mal a los demás que logres las cosas que logras yendo prácticamente desarmado.

Bellamy alzó los hombros. Sin esperar el vino ni a los cirujanos, guio su caballo de vuelta hacia su elite, para congregarla y reforzar la orden de impedir los saqueos en el pueblo. Cuando terminó, desmontó y llevó su caballo por el terreno humeante hasta su campamento. Lo que podía vivir aquel día había terminado. Pasarían semanas, quizá incluso meses, antes de que tuviera otra oportunidad.