5. PIEDRALAR

Puedo señalar con exactitud el momento en que decidí sin la menor duda que esta crónica debía escribirse. Pendía entre reinos, contemplando Shadesmar, el reino de los spren, y más allá.

De Juramentada, prólogo

Raven cruzó con paso trabajoso un campo de silenciosos rocabrotes, muy consciente de que llegaba demasiado tarde para impedir un desastre. Su fracaso la hundía con una sensación casi física, como el peso de un puente que estaba obligada a llevar en solitario. Después de pasar tanto tiempo en la parte oriental de las tierras de tormentas, casi había olvidado la visión de un terreno fértil. Allí los rocabrotes crecían hasta casi el tamaño de toneles, con enredaderas gruesas como su muñeca que se extendían y lamían el agua acumulada en los huecos de la piedra. Campos enteros de vibrante hierba verde, de un metro largo de altura estando erguida, se replegaban en sus grietas ante ella. El prado estaba salpicado de brillantes vidaspren, como motas de polvo verde. La hierba en las inmediaciones de las Llanuras Quebradas apenas le había llegado al tobillo, y, sobre todo, crecía en acumulaciones amarillentas a sotavento de las colinas. Raven se sorprendió desconfiando de aquella hierba más alta, más exuberante. Si alguien pretendía tenderle una emboscada, solo tenía que agacharse y esperar a que la hierba volviera a alzarse.

¿Cómo podía ser que nunca lo hubiera pensado? Había corrido por campos como aquel jugando a pillar con su hermano, compitiendo para ver quién era lo bastante rápido para agarrar manojos de hierba antes de que se ocultara.

Raven se sentía drenada. Consumida. Cuatro días antes, había viajado por la Puerta Jurada hasta las Llanuras Quebradas y había echado a volar a gran velocidad hacia el noroeste. Llena hasta reventar de luz tormentosa y cargando con mucha más en gemas, había pretendido llegar a su tierra natal, Piedralar, antes de que regresara la tormenta eterna. Después de solo medio día, se le había terminado la luz tormentosa en algún lugar del principado de Roan. Desde entonces, caminaba. Quizá hubiera logrado llegar volando hasta Piedralar si dominara mejor sus poderes. Tal y como estaban las cosas, había recorrido bastante más de mil quinientos kilómetros en solo medio día, pero el último tramo (de unos ciento cincuenta kilómetros) le había costado tres jornadas agotadoras. No había ganado la carrera a la tormenta eterna, que había caído un poco antes, alrededor del mediodía. Raven reparó en unos desechos que asomaban de la hierba y fue hacia ellos con esfuerzo. El obediente follaje se retrajo ante ella, revelando una mantequera de madera rota, de las que se usaban para convertir la leche de cerda en mantequilla. Raven se acuclilló, posó los dedos en la madera astillada y otro pedazo de madera que sobresalía de la hierba atrajo sus ojos. Syl descendió revoloteando junto a su cabeza en forma de lazo de luz y se puso a dar vueltas alrededor del tablón.

—Es el borde de un tejado —dijo Raven—, el saliente que cae a sotavento de los edificios. —Seguramente sería de un cobertizo, a juzgar por los demás restos.

Alezkar no estaba situada en las tierras de tormentas más duras, pero tampoco era ningún vergel occidental. Allí los edificios se construían bajos y robustos, con las fachadas más resistentes hacia el este, hacia el Origen, como el hombro de un hombre dispuesto a absorber la fuerza de un impacto. Las ventanas solo podían estar en la cara de sotavento, la occidental. Al igual que la hierba y los árboles, la humanidad había aprendido a capear las tormentas. Pero eso dependía de que las tormentas soplaran siempre en la misma dirección. Raven había hecho todo lo posible para preparar los pueblos por donde pasaba para la tormenta eterna que se avecinaba, que llegaría en sentido opuesto y transformaría a los parshmenios en destructivos Portadores del Vacío. Pero en aquellos pueblos nadie tenía vinculacañas que funcionaran, de modo que no había podido establecer contacto con su hogar. No había sido lo bastante rápida. Unas horas antes, se había refugiado de la tormenta eterna en un sepulcro que había vaciado de roca usando su hoja esquirlada, la propia Syl, que podía manifestarse como cualquier arma que Raven deseara. En realidad, la tormenta no había sido ni por asomo tan espantosa como la anterior, durante la que había combatido a la Asesina de Blanco. Pero los escombros que acababa de hallar demostraban que sí había sido bastante violenta. El mero recuerdo de aquella tormenta roja fuera de su refugio le provocó una oleada de pánico. La tormenta eterna era ajena, antinatural, como un bebé nacido sin rostro. Algunas cosas no deberían existir, y punto. Se levantó y siguió su camino. Se había cambiado de uniforme antes de marcharse, porque el anterior estaba ensangrentado y hecho jirones. Llevaba puesto un uniforme Griffin genérico. No le gustaba no llevar el símbolo del Puente Cuatro. Coronó una colina y divisó un río a su derecha. Habían brotado retoños a lo largo de sus orillas, sedientos de más agua. Debía de ser el arroyo del Cojo, así que si miraba directamente al oeste…

Haciéndose visera con la mano alcanzó a ver unas colinas que alguien había despojado de hierba y rocabrotes. Pronto se untarían con semillacrem y empezarían a crecer pólipos de lavis, pero aún no se había hecho. En teoría era la época del Llanto y debería estar cayendo una lluvia suave y constante. Syl ascendió delante de ella como una cinta de luz.

—Vuelves a tener los ojos marrones —comentó.

Hacían falta unas pocas horas sin invocar su hoja esquirlada. Cuando lo hiciera, sus ojos perderían tono hasta quedar de un cristalino azul claro, casi brillante. Syl encontraba fascinante la variación, pero Raven aún no se había formado una opinión al respecto.

—Estamos cerca —dijo Raven, señalando—. Esos campos pertenecen a Sabecojo. Deben de faltarnos unas dos horas para Piedralar.

—¡Y habrás vuelto a casa! —exclamó Syl mientras su luz trazaba una espiral y adoptaba la forma de una joven con una havah de falda suelta, abotonada y prieta por encima de la cintura y con la mano segura cubierta.

Raven hizo un sonido gutural y bajó la cuesta, anhelando aunque fuese un poco de luz tormentosa. Estar sin ella después de haber tenido tanta era como tener un vacío cavernoso en su interior.

¿Se sentiría igual cada vez que se le terminara?

La tormenta eterna no había imbuido sus esferas, por supuesto. Ni de luz tormentosa ni de ninguna otra energía, como había temido que ocurriera.

—¿Te gusta el vestido nuevo? —preguntó Syl, moviendo la mano segura cubierta mientras flotaba en el aire.

—Te queda raro.

—Pues que sepas que le he estado dando mil vueltas. He dedicado horas, ¡horas enteras!, pensando en la forma de… ¡Anda! ¿Qué es eso?

Se transformó en una pequeña nube de tormenta que salió disparada hacia un lurg que había en una piedra. Inspeccionó al anfibio del tamaño de un puño desde un lado y luego desde el otro, antes de dar un gritito gozoso y convertirse en una imitación perfecta del animal, solo que de color azul blanquecino. La criatura se asustó al verla y Syl dio una risita mientras regresaba rauda hacia Raven en forma de cinta de luz.

—¿Qué estábamos diciendo? —preguntó, volviendo a adoptar la apariencia de una joven y posándose en su hombro.

—Nada importante.

—Estoy segurísima de que reñía por algo. ¡Ah, sí, que vuelves a casa! ¡Yuju! ¿No estás emocionada?

Syl no lo veía, no se daba cuenta. A veces, por muy curiosa que fuese, no se enteraba de nada.

—Pero… es tu hogar… —dijo Syl. Se acurrucó—. ¿Qué ocurre?

—La tormenta eterna, Syl —respondió Raven—. Teníamos que llegar antes que ella. Necesitábamos llegar antes que ella.

Tenía que haber algún superviviente, ¿verdad? ¿De la furia de la tormenta y la furia más peligrosa de después? ¿De la violencia asesina de sirvientes convertidos en monstruos?

Oh, Padre Tormenta, ¿por qué no había llegado antes?

Se obligó a redoblar el paso de nuevo, con el jubón al hombro. El peso seguía siendo enorme, abrumador, pero Raven descubrió que tenía que saberlo. Tenía que verlo. Alguien tenía que ser testigo de lo que le había ocurrido a su hogar. La lluvia regresó cuando estaban más o menos a una hora de distancia de Piedralar, por lo que al menos el clima no estaba desbaratado del todo. Por desgracia, también significaba que tendría que recorrer el resto del camino empapado. Pisó charcos en los que crecían lluviaspren, velas azules con ojos en la misma punta.

—Estará todo bien, Raven —le aseguró Syl desde su hombro. Había creado un pequeño paraguas para sí misma y seguía llevando puesto el vestido tradicional vorin en vez de su habitual falda juvenil—. Ya lo verás.

El cielo se había oscurecido cuando por fin remontó la última colina de lavis y pudo contemplar Piedralar. Se había mentalizado para la destrucción que encontraría, pero aun así la dejó anonadada. Algunos edificios que recordaba… ya no existían, sin más. Otros se mantenían en pie pero sin tejados. Desde la cima y con la penumbra del Llanto no llegaba a ver el pueblo entero, pero muchas de las estructuras que discernía estaban huecas y en ruinas. Se quedó allí de pie mucho rato mientras caía la noche. No captó ni un solo destello de luz en el pueblo. Estaba vacío. Muerto.

Una parte de Raven se estrujó en su interior, se acurrucó en un rincón, cansada de que la apalearan tan a menudo. Había aceptado de buen grado su poder y había emprendido la senda de un Radiante. ¿Por qué no bastaba?

Sus ojos buscaron su propia casa en las afueras del pueblo. Pero no. Aunque hubiera podido ver en la tiniebla lluviosa del ocaso, no quería ir allí. Aún no. No podría afrontar la muerte que quizá hallara. En vez de eso, rodeó Piedralar por el lado noroccidental, donde la falda de una colina ascendía hasta la mansión del consistor. Los pueblos grandes como aquel hacían las veces de núcleo comercial para las pequeñas comunidades granjeras de los alrededores y, en consecuencia, tenían que sufrir la presencia de un dirigente ojos claros de cierto estatus. En el caso de Piedralar, se trataba del brillante señor Roshone, un hombre cuya avaricia había arruinado no pocas vidas. Raven pensó en Miller mientras subía cansada la cuesta hacia la mansión, tiritando en el frío y la oscuridad. En algún momento, tendría que hacer frente a la traición de su amigo y al intento de asesinato de Finn, fallido por los pelos. De momento, tenía heridas más acuciantes que atender. La mansión era donde habían estado alojados los parshmenios del pueblo, de modo que la destrucción habría comenzado allí. Raven estaba bastante segura de que, si topaba con el cadáver destrozado de Roshone, tampoco iba a lamentarlo demasiado.

—¡Hala! —exclamó Syl—. ¡Un melancospren!

Raven alzó la mirada y vio un spren muy poco habitual revoloteando, largo y gris, como un banderín de tela deshilachada al viento. Rodó a su alrededor, ondeando. Raven solo había visto a sus congéneres un par de veces.

—¿Por qué son tan raros de ver? —preguntó—. La gente está melancólica a todas horas.

—¿Quién sabe? —dijo Syl—. Algunos spren son muy comunes, otros menos. —Dio un golpecito a Raven en el hombro—. Estoy bastante segura de que a una tía mía le gustaba ir en su caza.

—¿En su caza? ¿Los buscaba para observarlos?

—No, no, igual que vosotros cazáis conchagrandes. No me acuerdo de cómo se llamaba. —Syl ladeó la cabeza, sin darse cuenta de que la lluvia estaba atravesando su forma—. En realidad no era tía mía. Era solo una honorspren a la que llamaba así. Qué recuerdo tan raro.

—Parece que cada vez te vuelven más cosas a la memoria.

—Cuanto más tiempo pase contigo, más sucederá. Suponiendo que no intentes matarme otra vez. —La miró de soslayo y, aunque estaba oscuro, Syl brillaba lo suficiente para que Raven le distinguiera la expresión.

—¿Cuántas veces vas a hacer que me disculpe por eso?

—¿Cuántas veces lo he hecho hasta ahora?

—Cincuenta como mínimo.

—Embustera —dijo Syl—. No pueden haber sido más de veinte.

—Lo siento.

Un momento. ¿Era luz lo que se veía por delante?

Raven se detuvo en el camino. En efecto, era luz, procedente de la mansión. Titilaba de forma irregular. ¿Fuego? ¿Estaba ardiendo la mansión? No, más bien parecían ser velas o lámparas en su interior. Al parecer, alguien había sobrevivido. ¿Serían humanos o Portadores del Vacío?

Tenía que ir con cuidado, pero al irse acercando descubrió que no le daba la gana. Quería ser imprudente, iracunda, destructiva. Si encontraba a las criaturas que le habían arrebatado su hogar…

—Prepárate —musitó a Syl.

Salió del camino, que estaba limpio de rocabrotes y otras plantas, y siguió ascendiendo despacio y con cautela hacia la mansión. La luz brillaba entre los tablones que habían clavado para tapar las ventanas del edificio, reemplazando el cristal que sin duda había roto la tormenta eterna. La sorprendió que la mansión estuviera tan entera como estaba. El porche estaba arrancado de cuajo, pero el tejado seguía en su sitio. La lluvia amortiguaba los demás sonidos y le dificultaba ver mucho más, pero dentro había alguien… o algo. Se movían sombras delante de las luces. Con el corazón aporreándole el pecho, Raven dio un rodeo hacia la cara norte del edificio. Allí estaría la entrada para sirvientes, además del alojamiento de los parshmenios. Del interior de la mansión surgía un estruendo inusual. Golpeteos. Movimiento. Como una madriguera llena de ratas. Tuvo que orientarse al tacto por los jardines. Los parshmenios habían estado alojados en una estructura pequeña construida a la sombra de la mansión, con una sola cámara abierta y bancos para dormir. Raven llegó a ella palpando y encontró un gran agujero abierto a un lado.

Oyó un sonido rasposo a su espalda.

Raven dio media vuelta mientras se abría la puerta trasera de la mansión, combada, rascando contra la piedra. Se arrojó al suelo para esconderse detrás de una pila de cortezapizarra, pero la luz la envolvió, hendiendo la lluvia. Una lámpara. Raven extendió el brazo a un lado, preparado para invocar a Syl, pero de la mansión no había salido un Portador del Vacío, sino un guardia humano con un viejo casco picado de herrumbre. El hombre sostuvo en alto su lámpara.

—¡Muéstrate! —gritó a Raven, buscando a tientas la maza que llevaba al cinto—. ¡Muéstrate! ¡La de ahí! —Logró soltar el arma y la empuñó con una mano temblorosa—. ¿Qué eres, una desertora? Sal a la luz y deja que te vea.

Raven se levantó, cauta. No reconocía al soldado, pero o bien había sobrevivido al ataque de los Portadores del Vacío, o bien formaba parte de una expedición enviada a investigar su resultado. En cualquier caso, era el primer signo de esperanza que había visto Raven desde su llegada. Levantó las manos —iba desarmada, si no se contaba a Syl— y permitió que el guardia la metiera de malos modos en el edificio.