11. LA GRIETA
TREINTA Y TRES AÑOS ANTES.
Bellamy bailaba cambiando el peso de un pie al otro en la niebla matutina, sintiendo un nuevo poder, una nueva energía en cada paso que daba. Armadura esquirlada. Su propia armadura esquirlada. El mundo ya nunca volvería a ser el mismo. Todos esperaban que algún día Bellamy tuviera su propia hoja o armadura esquirlada, pero él nunca había podido acallar la incertidumbre que le susurraba desde el fondo de su mente. ¿Y si nunca ocurría?
Pero había ocurrido. Padre Tormenta, había ocurrido. La había ganado él mismo, en combate. Sí, el enfrentamiento había pasado por arrojar a un hombre por un acantilado de una patada, pero había derrotado a un portador de esquirlada de todos modos. No podía evitar regocijarse con lo grandioso de la sensación.
—Tranquilo, Bellamy —dijo Sadeas, a su lado en la neblina. Sadeas llevaba su propia armadura esquirlada dorada—. Paciencia.
—No servirá de nada, Sadeas —dijo Gavilar, con su armadura esquirlada azul brillante, desde el otro lado de Bellamy. Los tres tenían los visores alzados por el momento—. Los chicos Griffin somos como perros-hacha encadenados y olemos la sangre. No podemos entrar en batalla respirando para calmarnos, centrados y serenos, como enseñan los fervorosos.
Bellamy se removió, sintiendo la fría niebla matutina en la cara. Quería bailar con los expectaspren que revoloteaban a su alrededor. Detrás de ellos, el ejército esperaba en ordenada formación y sus pasos, sus tintineos, sus toses y su charla susurrada llegaban entre la neblina. A Bellamy casi le parecía que no necesitaba un ejército. Llevaba un martillo inmenso a la espalda, tan pesado que un hombre sin ayuda, incluso el más fuerte de todos, se vería incapaz de levantarlo. Él apenas notaba el peso. ¡Tormentas, cuánto poder!
Tenía un parecido considerable con la Emoción.
—¿Has pensado en lo que te sugerí, Bellamy? —preguntó Sadeas.
—No.
Sadeas suspiró.
—Si Gavilar me lo ordena —añadió Bellamy—, me casaré.
—A mí no me metas en esto —dijo Gavilar. Invocaba y descartaba su hoja esquirlada una y otra vez mientras hablaban.
—Bueno, pues hasta que digas alguna cosa, seguiré soltero —dijo Bellamy. La única mujer a la que había querido pertenecía a Gavilar. Se habían casado y… tormentas, si hasta tenían descendencia ya. Una niña.
Su hermano jamás debería conocer los sentimientos de Bellamy.
—Pero piensa en los beneficios, Bellamy —dijo Sadeas—. Tu matrimonio podría proporcionarnos alianzas, esquirlas. A lo mejor hasta podrías ganarnos un principado, ¡uno que no tendríamos que llevar al borde del tormentoso colapso para que se una a nosotros!
Después de dos años luchando, solo cuatro de los diez principados habían consentido que los dirigiera Gavilar, y dos de ellos, Griffin y Sadeas, habían sido fáciles. El resultado era una Alezkar unida, sí: unida contra los Griffin. Gavilar estaba convencido de que podía enfrentarlos entre ellos, de que su egoísmo natural los llevaría a apuñalarse unos a otros por la espalda. Sadeas, en cambio, animaba a Gavilar a incrementar su brutalidad. Afirmaba que cuanto más feroz fuese su reputación, más ciudades se les unirían por iniciativa propia para evitar el riesgo de saqueos.
—¿Y bien? —dijo Sadeas—. ¿Te plantearías al menos una unión por necesidad política?
—Tormentas, ¿aún estás con eso? —replicó Bellamy—. A mí déjame luchar. Mi hermano y tú podéis preocuparos de la política.
—No puedes huir de esto para siempre, Bellamy. Te das cuenta, ¿verdad? Vamos a tener que preocuparnos de alimentar a los ojos oscuros, de infraestructuras cívicas, de las relaciones con otros reinos. De la política.
—Gavilar y tú —repitió Bellamy.
—Todos nosotros —dijo Sadeas—. Los tres.
—¿No intentabas que me relajara? —espetó Bellamy.
¡Tormentas!
El sol por fin empezó a dispersar la niebla y les reveló su objetivo: una muralla de casi cuatro metros de altura. Al otro lado, nada. Una extensión llana y rocosa, o al menos eso parecía. La ciudad, alzada en un abismo, era difícil de ver desde aquella dirección. Se llamaba Rathalas, pero se la conocía también como la Grieta, ya que era una ciudad entera construida en una hendidura del terreno.
—El brillante señor Tanalan es portador de esquirlada, ¿verdad? —preguntó Bellamy.
Sadeas suspiró y bajó la celada de su armadura.
—Solo hemos hablado de esto cuatro veces, Bellamy.
—Estaba borracho. Tanalan. ¿Portador de esquirlada?
—Solo hoja, hermano —dijo Gavilar.
—Es mío —susurró Bellamy.
Gavilar soltó una carcajada.
—¡Eso será si lo encuentras el primero! Estoy medio pensándome darle esa hoja esquirlada a Sadeas. Por lo menos él atiende en nuestras reuniones.
—Muy bien —dijo Sadeas—, vayamos con cuidado. Recordad el plan. Gavilar, tú…
Gavilar sonrió a Bellamy, se bajó la celada de un manotazo y salió a la carrera, dejando a Sadeas con la palabra en la boca. Bellamy lanzó un vítor y lo siguió, haciendo raspar las botas de su armadura esquirlada contra la piedra. Sadeas renegó a voz en grito y fue tras ellos. El ejército se quedaría atrás por el momento. Empezaron a caer rocas. Las catapultas que había detrás de la muralla arrojaron peñascos individuales o hicieron llover piedras más pequeñas. Los pedruscos cayeron alrededor de Bellamy, sacudiendo el suelo y provocando que los rocabrotes se retrajeran. Justo delante de él cayó una roca y rebotó, haciendo llover lascas. Bellamy pasó resbalando junto a la roca, en un movimiento ayudado por su armadura esquirlada. Alzó el brazo por delante del visor mientras una andanada de flechas oscurecía el cielo.
—¡Cuidado con las balistas! —gritó Gavilar.
Encima del muro había soldados apuntando unas máquinas enormes, parecidas a ballestas, montadas sobre la piedra. Una flecha lisa, del tamaño de una lanza, salió disparada directa hacia Bellamy, y se demostró mucho más certera que los proyectiles de catapulta. Bellamy se arrojó a un lado y su armadura esquirlada raspó contra la piedra mientras se desviaba de la trayectoria de la jabalina. La enorme flecha impactó en el suelo con tanta fuerza que destrozó la madera. Otras flechas llevaban redes y cuerdas, con la esperanza de hacer tropezar a un portador de esquirlada y tirarlo al suelo para rematarlo de un segundo disparo. Bellamy sonrió de oreja a oreja, notando despertar la Emoción en su interior, y se puso de pie. Saltó por encima de un proyectil con redes. Los hombres de Tanalan desataron una tormenta de madera y piedra, pero ni por asomo era suficiente. Bellamy recibió una pedrada en el hombro y se tambaleó, pero tardó poco en recobrar el impulso. Las flechas no servían de nada contra él, los peñascos eran demasiado aleatorios y las balistas demasiado lentas de recargar. Así debía ser. Bellamy, Gavilar y Sadeas. Juntos. Las demás responsabilidades no importaban. La vida era lucha. Una buena batalla por el día y luego, de noche, un hogar encendido, músculos cansados y vino de una buena añada. Bellamy llegó a la muralla baja y se impulsó hacia arriba en un poderoso salto. Ganó la suficiente altura para agarrarse a una almena. Los defensores alzaron martillos para aplastarle los dedos, pero Bellamy se izó sobre el parapeto y cayó en el adarve entre unos soldados que eran presa del pánico. Tiró del cordel que liberaba su martillo, que cayó sobre un enemigo que tenía detrás, y lanzó un puñetazo que hizo caer heridos y chillando a varios hombres.
¡Casi era demasiado fácil! Empuñó su martillo, lo alzó y trazó con él un amplio arco que hizo caer a hombres de la muralla como si fuesen hojas barridas por el viento. A su lado, Sadeas tumbó una balista de un puntapié, destruyendo la máquina como si nada. Gavilar atacó con su hoja esquirlada, derribando cadáveres y más cadáveres con los ojos ardiendo. Allí arriba, la fortificación perjudicaba a los defensores, dejándolos aglomerados en un espacio reducido: perfectos para que los aniquilaran unos portadores de esquirladas. Bellamy se lanzó entre ellos y, casi con toda seguridad, en unos instantes mató a más hombres que en toda su vida. Le provocó un sorprendente pero profundo descontento. Aquello no tenía nada que ver con su habilidad ni con su impulso, ni siquiera con su reputación. Si hubiera ocupado su lugar un abuelo desdentado, el resultado habría sido prácticamente el mismo. Apretó los dientes para reprimir aquella súbita e inútil emoción. Hurgó en lo más profundo de sí mismo y encontró la Emoción esperando. Lo llenó, apartando el descontento. Al momento, estaba rugiendo de placer. Nada de lo que hicieran esos hombres podía tocarlo. Era un destructor, un conquistador, un glorioso huracán de muerte. Un dios. Sadeas estaba diciendo algo. El muy ridículo hacía aspavientos en su armadura esquirlada dorada. Bellamy parpadeó y miró al otro lado de la muralla. Desde allí podía ver la Grieta en sí, un profundo abismo en el terreno que ocultaba una ciudad entera, construida en las faldas de los dos acantilados.
—¡Las catapultas, Bellamy! —gritó Sadeas—. ¡Acaba con esas catapultas!
Cierto. Los ejércitos de Gavilar habían iniciado su carga contra las murallas. Las catapultas a las que se refería Bellamy, situadas casi al borde de la Grieta, seguían arrojando piedras y derribarían a centenares de hombres. Bellamy saltó hacia el borde del muro y asió una escalerilla de cuerda para frenar su caída. Las cuerdas, por supuesto, se partieron al instante y lo precipitaron hacia el suelo. Cayó con un estrépito de armadura contra piedra. No le dolió, pero fue un golpe fuerte en su orgullo. Desde arriba, Sadeas lo miró por encima del parapeto. Bellamy casi pudo oír su voz.
«Siempre tan impulsivo. Párate a pensar un poco de vez en cuando, ¿quieres?»
Había sido un error de novato, sin paliativos. Bellamy gruñó, se puso en pie y buscó su martillo. ¡Tormentas! Le había doblado el mango al caer. ¿Cómo podía haberlo hecho? El arma no estaba hecha del mismo extraño metal que las hojas y la armadura esquirlada, pero seguía siendo buen acero.
Los soldados que protegían las catapultas se abalanzaron contra él entre las sombras de peñascos que volaban por encima. Bellamy tensó la mandíbula, saturado de Emoción, y agarró una robusta puerta de piedra que había cerca, en el muro. La arrancó haciendo saltar las bisagras y tropezó. Había necesitado mucha menos fuerza de la que esperaba. Aquella armadura era más de lo que había imaginado jamás. Quizá no fuera mejor con la armadura esquirlada que un abuelo desdentado, pero eso iba a cambiar. Decidió allí mismo que no volvería a dejarse sorprender. Llevaría su armadura esquirlada día y noche, incluso dormiría con el tormentoso trasto, hasta que estuviese más cómodo con ella puesta que sin ella. Alzó la puerta de madera y la usó a modo de cachiporra, barriendo soldados de delante y abriéndose un camino hacia las catapultas. Luego se lanzó adelante y asió el lateral de una catapulta. Le arrancó la rueda, astillando madera y balanceando la máquina. Se subió a ella, aferró el brazo del arma y lo arrancó. Solo quedaban otras diez. Aún estaba de pie sobre la máquina destrozada cuando oyó una voz lejana llamándolo.
—¡Bellamy!
Miró hacia el muro, donde Sadeas echó mano a su espalda y lanzó su martillo de portador de esquirlada. El arma rodó en el aire antes de empotrarse en la catapulta que Bellamy tenía al lado, quedando encajado en la madera rota. Sadeas levantó la mano en un saludo y Bellamy le devolvió un gesto de agradecimiento antes de coger el martillo. Después de eso, la destrucción cobró mucha velocidad. Bellamy aporreó las máquinas y dejó atrás madera hecha trizas. Los ingenieros, muchos de ellos mujeres, huyeron chillando:
—¡El Espina Negra, el Espina Negra!
Cuando llegó a la última catapulta, Gavilar ya había tomado los portones y los había abierto para sus soldados. Entró una horda de hombres, que se unieron a los que habían escalado la muralla. La última línea de enemigos que había cerca de Bellamy huyó hacia la ciudad, dejándolo solo. Refunfuñando, dio una patada a la última catapulta rota, que la envió rodando hacia atrás sobre la piedra, hacia el borde de la Grieta. La máquina se ladeó y terminó cayendo. Bellamy fue hacia allí y llegó a una especie de puesto de observación, una zona rocosa con una barandilla para impedir que la gente cayera por el borde. Desde ella, pudo echar su primer buen vistazo a la ciudad de abajo.
«La Grieta» era un nombre adecuado. A la derecha de Bellamy, el abismo se estrechaba, pero allí, en el centro, no sabía si podría lanzar una piedra hasta el otro extremo, ni siquiera con armadura esquirlada. Y en su interior había vida. Jardines vibrantes de vidaspren. Edificios construidos casi unos sobre otros, en las caras de acantilado en forma de uve. El lugar era una densa red de pilotes, puentes y pasarelas de madera. Bellamy se volvió para mirar la muralla, que trazaba un círculo amplio en torno a la abertura de la Grieta por todos los lados excepto el occidental, donde el cañón continuaba hasta abrirse por abajo a la orilla del lago. Para sobrevivir en Alezkar, había que refugiarse de las tormentas. Una fisura amplia como aquella era perfecta para albergar una ciudad, pero ¿cómo se podía defender? Cualquier atacante tendría la ventaja del terreno elevado. Muchas ciudades vivían en el peligroso límite entre protegerse de las tormentas y protegerse de los hombres.
Bellamy se echó al hombro el martillo de Sadeas mientras los soldados de Tanalan bajaban en tropel de la muralla, formando para flanquear al ejército de Gavilar por los dos lados. Pero con tres portadores de esquirlada enfrente, estaban en apuros. ¿Dónde estaba el brillante señor Tanalan?
Thakka se acercó por detrás con un pequeño pelotón de su elite y se reunieron con Bellamy en la pétrea plataforma de observación. Thakka apoyó las manos en la barandilla y dio un suave silbido.
—En esta ciudad pasa algo —dijo Bellamy.
—¿Qué?
—No lo sé…
Quizá Bellamy no prestara atención a los grandiosos planes que urdían Gavilar y Sadeas, pero era un soldado. Conocía el campo de batalla como una mujer conocía las recetas de su madre: sería incapaz de enumerar las medidas, pero lo notaba en el sabor cuando algo no estaba bien. La lucha continuó a su espalda, los soldados Griffin contra los defensores de Tanalan. El ejército de Tanalan iba perdiendo. Desmoralizadas por el avance del ejército Griffin, las filas enemigas tardaron poco en romperse y emprender una retirada caótica, atestando las rampas que bajaban a la ciudad. Gavilar y Sadeas no los persiguieron. El terreno elevado era suyo, así que ¿para qué exponerse a una posible emboscada?
Gavilar cruzó la piedra a zancadas, con Sadeas a su lado. Querrían inspeccionar la ciudad y acribillar a flechas a los de abajo, quizá incluso usar las catapultas robadas, si Bellamy había dejado alguna en activo. Asediarían la ciudad hasta conquistarla.
«Tres portadores de esquirlada —pensó Bellamy—. Tanalan tiene que estar planeando alguna forma de ocuparse de nosotros.»
Aquella plataforma era el mejor lugar para observar la ciudad. Y habían situado justo a su lado las catapultas, unas máquinas que sin duda atacarían y anularían los portadores de esquirlada. Bellamy miró a ambos lados y vio grietas en el suelo de piedra de la plataforma.
—¡No! —gritó Bellamy a Gavilar—. ¡Retroceded! ¡Es una…!
El enemigo debía de estar vigilándolos, porque en el mismo instante en que gritó, el suelo se derrumbó bajo sus pies. Bellamy captó un atisbo de Gavilar, retenido por Sadeas y mirando horrorizado cómo Bellamy, Thakka y unos pocos miembros más de su elite caían a la Grieta.
¡Tormentas! La sección entera de piedra sobre la que habían estado, la cornisa que sobresalía sobre la Grieta, se había soltado.
Mientras la enorme roca se precipitaba contra los primeros edificios, Bellamy salió despedido por los aires sobre la ciudad. Todo rodó a su alrededor. Al momento, se estrelló contra un edificio con un crujido espantoso. Algo duro le golpeó el brazo, un impacto tan poderoso que oyó quebrarse esa pieza de su armadura. El edificio no logró detener su caída. Atravesó la madera y continuó hacia abajo, raspando el yelmo contra la piedra al entrar en contacto, no sabía cómo, con la cara de la Grieta. Dio contra otra superficie con un sonoro topetazo y, por suerte, por fin se detuvo allí. Gimió, notando un dolor agudo en la mano izquierda. Sacudió la cabeza y se encontró mirando unos quince metros hacia arriba por una sección destruida de aquella ciudad de madera casi vertical. Al caer, la enorme roca de la plataforma había abierto una zanja en la ciudad a lo largo de su escarpada pendiente, destruyendo hogares y pasarelas. Bellamy había salido despedido justo al norte y había terminado en el tejado de madera de un edificio. No vio ni rastro de sus hombres, de Thakka y los demás de la elite. Pero sin armadura esquirlada… Gruñó, y los furiaspren bulleron a su alrededor como charcos de sangre. Hizo ademán de levantarse, pero el dolor de la mano le provocó una mueca de dolor. La armadura de todo su brazo izquierdo se había hecho añicos, y la caída parecía haberle roto algunos dedos. Su armadura esquirlada perdía un brillante humo blanco por cien fracturas, pero las únicas piezas que había perdido del todo eran las del brazo y la mano izquierdos. Dolorido, separó la espalda del tejado, pero al moverse lo hizo ceder y cayó a través de él al interior de la casa. Acusó el impacto y vio a una familia chillando y apartándose contra la pared. Al parecer,
Tanalan no había explicado a la gente su plan de aplastar todo un sector de su propia ciudad, en un intento desesperado de eliminar a los portadores de esquirlada enemigos. Bellamy se levantó por fin y, haciendo caso omiso a la aterrorizada familia, abrió la puerta de un empujón tan fuerte que la rompió y salió a una pasarela de madera que pasaba frente a las casas de aquella hilera. Al instante cayó sobre él una lluvia de flechas. Volvió el hombro derecho hacia ellas, gruñendo y protegiéndose el visor como mejor pudo mientras buscaba el origen del ataque. Había cincuenta arqueros desplegados en una plataforma ajardinada, en el tormentoso lado opuesto de la Grieta. Maravilloso.
Reconoció al hombre que dirigía a los arqueros. Era alto, tenía el porte imperioso y unas plumas de un blanco puro en el yelmo.
¿Quién se ponía plumas de pollo en la cabeza? Estaba ridículo.
Pero en fin, Tanalan era un tipo bastante decente. Una vez Bellamy le había ganado una partida de peones y Tanalan había saldado la apuesta con cien brillantes trocitos de rubí, cada uno metido en una botella de vino cerrada con corcho. A Bellamy siempre le había parecido gracioso. Deleitándose con la Emoción, que se alzó en él y apartó el dolor, Bellamy se echó a la carga por la pasarela, sin hacer caso a las flechas. Más arriba, Sadeas encabezaba una fuerza de ataque por una de las rampas que no había derribado la roca al caer, pero tardaría en llegar. Para cuando lo hiciera, Bellamy pretendía poseer una hoja esquirlada nueva. Subió corriendo a uno de los puentes que cruzaban la Grieta. Por desgracia, sabía exactamente lo que haría él si estuviera preparando aquella ciudad para un asalto. Y en efecto, un par de soldados bajaron a toda prisa desde el otro lado de la Grieta y la emprendieron a hachazos con los postes que soportaban el puente de Bellamy. Estaba sostenido por cuerdas metálicas creadas mediante el moldeado de almas, pero si lograban derribar aquellos postes y hacían caer las cuerdas, sin duda el propio peso de Bellamy derrumbaría el puente entero. El fondo de la Grieta debía de estar otros treinta metros más abajo. Renegando, Bellamy tomó la única opción que le quedaba. Se arrojó por un lado de la pasarela y cayó una distancia corta a la que había más abajo. Parecía lo bastante sólida. Aun así, un pie atravesó las planchas de madera y a punto estuvo de seguirlo todo su cuerpo. Se levantó y siguió cruzando la Grieta a la carrera. Otros dos soldados llegaron a los postes que sostenían aquel puente y empezaron a dar hachazos frenéticos. La pasarela se sacudió bajo los pies de Bellamy. Padre Tormenta. No le quedaba mucho tiempo, pero no había más pasarelas que pudiera alcanzar de un salto. Bellamy apretó el paso, rugiendo, agrietando tablones con cada zancada. Desde arriba llegó una solitaria flecha negra, cayendo en picado como una anguila aérea. Derribó a uno de los soldados. La siguió otra flecha que alcanzó al segundo soldado mientras miraba boquiabierto a su aliado caído. La pasarela dejó de temblar y Bellamy sonrió y se detuvo. Dio media vuelta y distinguió a un hombre en el exterior, cerca de la sección de roca caída. El hombre alzó un arco negro hacia Bellamy.
—Teleb, eres un tormentoso milagro —dijo Bellamy.
Llegó al otro lado y recogió un hacha de manos de un hombre muerto. Luego cargó por una rampa ascendente hacia el lugar donde había visto al brillante señor Tanalan. Encontró con facilidad el lugar, una amplia plataforma de madera construida sobre puntales que la unían a la pared de abajo y cubierta de enredaderas y rocabrotes en flor. Los vidaspren se dispersaron cuando llegó Bellamy. En el centro del jardín lo esperaba Tanalan, al frente de una unidad de unos cincuenta soldados. Resollando bajo su yelmo, Bellamy se acercó para enfrentarse a ellos. Tanalan iba protegido por una simple armadura de acero, no esquirlada, pero en su mano apareció una hoja esquirlada de aspecto brutal, ancha y curvada en la punta. Tanalan ordenó a sus soldados que retrocedieran y bajaran los arcos. Anduvo hacia Bellamy, sosteniendo la hoja esquirlada con las dos manos. Todo el mundo tenía obsesión por las hojas esquirladas. Las armas concretas llevaban su propia tradición oral asociada, y la gente aprendía qué reyes o brillantes señores habían empuñado cada arma. Por su parte, Bellamy, que había usado tanto la hoja como la armadura esquirlada, elegiría la armadura siempre que le dieran la opción. A él solo le hacía falta propinar un buen golpe a Tanalan para que el combate hubiera terminado. El brillante señor, en cambio, tenía que vérselas con un adversario capaz de resistir sus golpes. La Emoción tamborileó en el interior de Bellamy. Se puso en guardia entre dos árboles bajos, manteniendo apartado del brillante señor su brazo izquierdo, expuesto, mientras empuñaba el hacha con la mano derecha enguantada. Aunque era un hacha de guerra, la notaba liviana como un juguete.
—No tendríais que haber venido, Bellamy —dijo Tanalan. Su voz tenía el claro deje nasal frecuente en aquella región. Los grietanos siempre se habían considerado un pueblo aparte—. No teníamos ningún conflicto contigo ni con los tuyos.
—Os negasteis a someteros al rey —replicó Bellamy entre los tintineos de su armadura, mientras rodeaba al brillante señor intentando no perder de vista a los soldados. No le extrañaría nada que pasaran al ataque cuando lo vieran distraído por el duelo. Era lo que habría hecho él mismo.
—¿Al rey? —casi gritó Tanalan, rodeado de bullentes furiaspren—. No ha habido trono en Alezkar desde hace generaciones. Y aunque tuviéramos que tener un rey de nuevo, ¿quién dice que ese honor corresponda a los Griffin?
—Tal y como yo lo veo —dijo Bellamy—, el pueblo de Alezkar merece tener un rey que sea el más fuerte y el más capaz de comandarlos en batalla. En fin, ojalá existiera alguna forma de comprobar quién es ese hombre. —Sonrió dentro del yelmo.
Tanalan atacó, dando un tajo con su hoja esquirlada e intentando aprovechar su mayor alcance. Bellamy retrocedió con gestos fluidos, esperando su momento. La Emoción era una oleada embriagadora, un anhelo de probarse a sí mismo. Pero tenía que ser cauto. Lo ideal para Bellamy sería prolongar el enfrentamiento, confiando en la fuerza y la resistencia superiores que le proporcionaba la armadura. Por desgracia, esa armadura esquirlada seguía perdiendo luz, y también tendría que ocuparse de todos los guardias. Aun así, intentó comportarse como Tanalan esperaría que lo hiciera, esquivando ataques y fingiendo que pretendía prolongar la lucha. Tanalan rugió y embistió de nuevo. Bellamy bloqueó el golpe con el brazo y dio un hachazo medio desganado que Tanalan evitó con facilidad. Padre Tormenta, qué larga era esa hoja. Casi tan larga como alto era Bellamy. Maniobró, rozando con el follaje del jardín. Bellamy ya no sentía ni el dolor de sus dedos rotos siquiera. La Emoción lo llamaba.
«Espera. Actúa como si quisieras prolongarlo tanto como puedas.»
Tanalan avanzó de nuevo y Bellamy esquivó hacia atrás, más veloz que su adversario gracias a la armadura esquirlada. Y entonces, cuando Tanalan lanzó su siguiente ataque, Bellamy esquivó hacia él. Volvió a desviar la hoja esquirlada con el brazo, pero fue un golpe fuerte que le destrozó el brazal. Aun así, la sorpresiva embestida de Bellamy le permitió bajar el hombro y estrellarlo contra Tanalan. La armadura del brillante señor tañó y se combó bajo la fuerza de la armadura esquirlada, y Tanalan tropezó. Por desgracia, Bellamy estaba justo lo bastante desequilibrado por la embestida para caer junto al brillante señor. La plataforma se sacudió cuando dieron contra el suelo, y la madera crujió y chirrió.
¡Condenación! A Bellamy no le interesaba nada terminar en el suelo estando rodeado de enemigos. Pero aun así, debía permanecer dentro del alcance de la hoja esquirlada. Bellamy dejó caer su guantelete derecho —sin el brazal que lo conectaba al resto de la armadura, era peso muerto— mientras los dos adversarios se retorcían en el suelo. Había perdido el hacha. El brillante señor aporreó a Bellamy con el pomo de su espada, en vano. Pero con una mano rota y la otra desprovista del poder de la armadura esquirlada, Bellamy no podía agarrar bien a su enemigo. Rodó y por fin pudo colocarse encima de Tanalan, donde el peso de su armadura esquirlada impediría moverse a su oponente. Pero justo en ese momento, los otros soldados atacaron. Tal y como había esperado. Los duelos honorables como aquel, al menos en el campo de batalla, duraban solo hasta que parecía que el cabecilla ojos claros llevaba las de perder. Bellamy rodó para separarse. A todas luces, los soldados no estaban preparados para lo rápido que reaccionó. Se levantó, recogió su hacha y la descargó. En el brazo derecho aún tenía la hombrera y el brazal que bajaba hasta el codo, por lo que sus golpes eran poderosos, una extraña mezcla entre la fuerza mejorada por la esquirla y la fragilidad del antebrazo expuesto. Tenía que ir con cuidado de no partirse la muñeca. Derribó a tres hombres con un remolino de hachazos. Los demás retrocedieron, bloqueándolo con armas de asta mientras sus compañeros ayudaban a levantarse a Tanalan.
—Hablas del pueblo —dijo Tanalan con voz ronca, palpándose con una mano enguantada el peto de su armadura, notablemente hundido por el golpe de Bellamy. Parecía que le costaba respirar—. Como si esto tuviera algo que ver con él. Como si fuese por su bien que saqueas, destruyes, asesinas. Eres un bruto incivilizado.
—No se puede civilizar la guerra —repuso Bellamy—. No hay forma de adornarla y que quede bonita.
—Tampoco tienes por qué llevar tras de ti la desgracia como un trineo sobre la piedra, raspando y aplastando a todo el que te cruzas. Eres un monstruo.
—Soy un soldado —dijo Bellamy, y echó un vistazo a los hombres de Tanalan, muchos de los cuales estaban preparando sus arcos.
Tanalan tosió.
—Mi ciudad está perdida. Mi plan ha fallado. Pero puedo hacer un último servicio a Alezkar. Puedo acabar contigo, hijo de la gran puta.
Los arqueros empezaron a disparar.
Bellamy bramó, se lanzó al suelo y golpeó la plataforma con el peso de la armadura esquirlada. La madera se partió a su alrededor, debilitada por el combate previo, y Bellamy la atravesó y destrozó los puntales de debajo. La plataforma entera cayó desmoronada en torno a él hacia el nivel inferior. Bellamy oyó chillidos y se dio tal golpe contra la siguiente pasarela que lo dejó mareado, hasta con armadura esquirlada. Sacudió la cabeza, gimiendo, y descubrió que su yelmo tenía una grieta por toda la celada, que acabó con la visión que le otorgaba la armadura. Se quitó el yelmo con una mano y boqueó, intentando recobrar el aliento. Tormentas, ahora le dolía también el brazo bueno. Lo miró y encontró astillas clavadas en la piel, entre ellas un trozo de madera largo como una daga. Torció el gesto. Por debajo, los pocos soldados restantes a los que habían enviado a derrumbar puentes ascendieron cargando en su dirección.
«Firme, Bellamy. ¡Prepárate!»
Se levantó, mareado y exhausto, pero los dos soldados no fueron a por él. Se agacharon junto al cuerpo de Tanalan, que había caído desde la plataforma superior. Los soldados lo asieron y huyeron con él a rastras. Bellamy rugió y se lanzó en su persecución dando tumbos. Su armadura esquirlada se movía despacio, y trastabilló entre los restos de la plataforma caída, intentando no perder a los soldados. El dolor de los brazos lo hizo enloquecer de rabia. Pero la Emoción… la Emoción lo impulsaba a seguir. No iban a derrotarlo.
¡Nunca se detendría! La hoja esquirlada de Tanalan no había aparecido junto a su cuerpo, lo cual significaba que su adversario seguía con vida. Bellamy aún no había ganado.
Por suerte, la mayoría de los soldados estaban desplegados para combatir en el otro lado de la ciudad. Aquel estaba casi desierto, salvo por los lugareños apiñados que iba entreviendo, escondidos en sus casas. Bellamy renqueó subiendo por una rampa tras otra a lo largo de la cara de la Grieta, siguiendo a los hombres que arrastraban a su brillante señor. Cerca de la cima, los soldados soltaron su carga junto a una parte expuesta de la pared de roca del abismo. Hicieron algo que provocó que parte de esa pared se abriera hacia dentro, revelando una puerta oculta. Llevaron a su brillante señor caído al interior, y otros dos soldados que respondieron a sus frenéticas llamadas se lanzaron contra Bellamy, que llegó momentos más tarde. Sin su yelmo, la visión de Bellamy se volvió roja mientras entablaba combate con ellos. Los soldados iban armados y él no. Estaban descansados y él tenía heridas que casi le incapacitaban los dos brazos. Aun así, la lucha terminó con los dos soldados en el suelo, malheridos y sangrando. Bellamy abrió la puerta oculta de un puntapié, con la suficiente fuerza en las grebas de su armadura esquirlada para arrancarla de sus goznes. Entró a trompicones en un pequeño túnel con esferas de diamante brillando en las paredes. La puerta estaba cubierta de crem en la parte exterior, disimulándola como parte de la pared de fuera. Si no hubiera visto entrar a los soldados, habrían tardado días, quizá semanas, en localizar el lugar. Al final del corto pasillo, encontró a los dos soldados que había seguido. A juzgar por el rastro de sangre, habían dejado a su brillante señor en la habitación cerrada que tenían detrás. Arremetieron contra Bellamy con la fatalista determinación de quienes saben que es probable que mueran. El dolor de los brazos y la cabeza de Bellamy palidecía ante la Emoción. Rara vez se había sentido tan fuerte como en aquel instante de hermosa claridad, de una sensación maravillosa. Se agachó mientras avanzaba a velocidad sobrenatural y usó el hombro para empotrar a un soldado contra la pared. El otro cayó de una patada bien dada y, a continuación, Bellamy destrozó la puerta que defendían. Tanalan estaba tendido en el suelo, rodeado de sangre. Sobre él había una mujer hermosa, sollozando. Solo había una tercera persona en aquella pequeña estancia, un niño pequeño. De seis, quizá siete años. Tenía el rostro surcado de lágrimas y se esforzaba en levantar la hoja esquirlada de su padre con las dos manos.
Bellamy se cernió sobre él desde el umbral.
—No te llevarás a mi papá —dijo el chico, con la voz tomada por el llanto. Por el suelo reptaban dolorspren—. No puedes. No… no… —Su voz se redujo a un susurro—. Papá decía… que luchamos contra monstruos. Y que si tenemos fe, ganaremos.
Unas horas más tarde, Bellamy estaba sentado al borde de la Grieta, meciendo las piernas sobre la ciudad destrozada. Su nueva hoja esquirlada reposaba en su regazo, su armadura deformada y rota en un montón a su lado. Tenía los brazos vendados, pero había ahuyentado a los cirujanos. Miró hacia lo que parecía una llanura desierta, pero su mirada cayó sobre los signos de vida humana que había debajo. Cadáveres amontonados. Edificios despedazados. Astillas de civilización. Al cabo de un tiempo Gavilar se acercó a él, seguido de dos guardaespaldas de la elite de Bellamy, Kadash y Febin aquel día. Gavilar les indicó que se apartaran y gimió al sentarse al lado de Bellamy y quitarse el yelmo. Los agotaspren rodaron sobre su cabeza, aunque, pese al cansancio, Gavilar parecía pensativo. Con aquellos agudos ojos verdes claros, siempre parecía saberlo todo. De niños, Bellamy siempre había dado por hecho que su hermano tendría razón en todo lo que dijera o hiciera. La edad no había modificado mucho su opinión al respecto.
—Enhorabuena —dijo Gavilar, señalando la hoja esquirlada con el mentón—. Sadeas está furioso por no habérsela quedado él.
—Acabará haciéndose con una —dijo Bellamy—. Es demasiado ambicioso para que piense lo contrario.
Gavilar gruñó.
—Este ataque ha estado a punto de costarnos demasiado. Sadeas dice que tenemos que ir con más cuidado y no ponernos en peligro, nosotros y nuestras esquirlas, con asaltos en solitario.
—Sadeas es listo —dijo Bellamy. Extendió despacio la mano derecha, la que tenía menos herida, y se llevó una taza de vino a los labios. Era la única medicina que toleraba contra el dolor, y con un poco de suerte mitigaría también la vergüenza. Las dos sensaciones se habían agudizado mucho al decaer la Emoción y dejarlo desinflado.
—¿Qué hacemos con ellos, Bellamy? —preguntó Gavilar, señalando la multitud de civiles que estaban reuniendo sus soldados—. Son decenas de millares. Nos va a costar amedrentarlos, y no les habrá hecho ninguna gracia que mataras a su brillante señor y, para colmo, también al heredero. Esa gente se resistirá a nosotros durante años, estoy seguro.
Bellamy dio un trago.
—Hazlos soldados —dijo—. Diles que perdonaremos la vida a sus familias si luchan por nosotros. ¿Quieres dejar de empezar las batallas con un asalto de portadores de esquirlada? Pues me parece a mí que necesitaremos tropas prescindibles.
Gavilar asintió con la cabeza, rumiando.
—Sadeas tiene razón sobre otras cosas, ¿sabes? Sobre nosotros. Y sobre en qué tendremos que convertirnos.
—No me hables de eso.
—Bellamy…
—Hoy he perdido a la mitad de mi elite, incluido su capitán. Ya tengo bastantes problemas.
—¿Por qué estamos aquí guerreando? ¿Es por honor? ¿Es por Alezkar? —Bellamy se encogió de hombros. —No podemos seguir comportándonos como unos matones —afirmó Gavilar—. No podemos saquear todas las ciudades por las que pasamos y festejar cada noche. Necesitamos disciplina, necesitamos retener la tierra que hemos tomado. Necesitamos burocracia, orden, leyes, política. —Bellamy cerró los ojos, perturbado por la vergüenza que sentía. ¿Y si Gavilar se enteraba?
—Vamos a tener que crecer —dijo Gavilar en voz baja.
—¿Y ablandarnos? ¿Como esos altos señores que matamos? Por eso empezamos con esto, ¿o no? Porque eran todos perezosos, gordos, corruptos.
—Es que ya no lo sé. Ahora soy padre, Bellamy, y eso hace que me pregunte qué haremos cuando lo tengamos todo. ¿Cómo transformamos este lugar en un reino?
Tormentas. Un reino. Por primera vez en la vida, Bellamy encontró la idea horripilante. Al poco, Gavilar se levantó en respuesta a unos mensajeros que lo llamaban.
—¿Podrías al menos intentar ser un pelín menos imprudente en las próximas batallas?
—Mira quién habla.
—Habla un yo pensativo —dijo Gavilar—. Un yo… agotado. Disfruta de Juramentada. Te la has ganado.
—¿Juramentada?
—Tu espada —dijo Gavilar—. Tormentas, ¿es que anoche no escuchaste nada? Esa es la vieja espada del Hacedor de Soles.
Sadees, el Hacedor de Soles. Había sido el último hombre que unificó Alezkar, siglos antes. Bellamy movió la hoja en su regazo, dejando juguetear la luz en su inmaculado metal.
—Ahora es tuya —dijo Gavilar—. Para cuando hayamos terminado, habré hecho que ya nadie piense siquiera en el Hacedor de Soles. Solo en la casa Griffin y Alezkar.
Se marchó. Bellamy hundió la hoja esquirlada en la piedra y se reclinó, cerró los ojos de nuevo y recordó el sonido de los llantos de un niño valiente.
