13. CARABINA
Solo pido que leáis o escuchéis estas palabras.
De Juramentada, prólogo
Lexa exhaló luz tormentosa y cruzó el vaho, sintiendo cómo la envolvía, cómo la transformaba. La habían trasladado, a petición de Sebarial, al sector del alto príncipe en Urithiru, en parte porque le había prometido una habitación con terraza. Aire fresco y vistas a las cumbres montañosas. Si no podía librarse del todo de las profundidades sombrías de aquella torre, por lo menos podía establecer su hogar en el borde. Se atusó el cabello, satisfecha de ver que se había vuelto negro. Estaba transformada en Velo, un disfraz en el que llevaba un tiempo trabajando. Lexa levantó unas manos curtidas por el trabajo, incluso la mano segura. No era que Velo fuese poco femenina. Tenía las uñas limadas y le gustaba vestir bien y llevar el pelo cepillado. Era solo que no tenía tiempo para frivolidades. Un buen chaquetón grueso y unos pantalones eran mejor vestimenta para Velo que una ondulante havah. Y para lo que sí que no tenía tiempo era para una manga extendida que le cubriera la mano segura. Se pondría un guante y gracias. De momento, iba en camisón. Después se cambiaría, cuando estuviera preparada para escabullirse a los pasillos de Urithiru. Antes necesitaba un poco de práctica. Se sentía culpable por estar usando luz tormentosa cuando todos los demás andaban escasos, pero Bellamy le había dicho que entrenara con sus poderes. Cruzó la habitación a zancadas, adoptando el paso de Velo, confiado y sólido, nada remilgado. No se podría mantener equilibrado un libro en la cabeza de Velo mientras caminaba, pero ella estaría encantada de equilibrar uno en la cara de cualquiera después de dejarlo inconsciente de un golpe. Rodeó la habitación varias veces, cruzando el charco de luz vespertina que entraba por la ventana. Su dormitorio estaba adornado con brillantes patrones circulares de estratos en las paredes. La piedra era suave al tacto y no podía rascarse con un cuchillo. No había muchos muebles, aunque Lexa confiaba en que las últimas expediciones enviadas por Sebarial a los campamentos de guerra regresaran con algo de lo que pudiera apropiarse. De momento, se las apañaba con unas mantas, una silla y, por suerte, un espejo de mano. Lo tenía atado a la pared, a un saliente de piedra que suponía que era para colgar cuadros. Se miró la cara en el espejo. Quería llegar al punto en que pudiera transformarse en Velo sin previo aviso, sin tener que repasar sus bocetos. Se palpó los rasgos pero, por supuesto, como la nariz más angulosa y la frente más pronunciada eran el resultado de su tejido de luz, no podía sentirlos. Cuando arrugó la frente, la cara de Velo imitó el movimiento a la perfección.
—Algo de beber, por favor —dijo. No, mejor más seca—. Bebida. Ya. —¿Demasiado?
—Mmm —dijo Patrón—. La voz se convierte en una buena mentira.
—Gracias. He estado trabajando en los sonidos. —La voz de Velo era más profunda que la de Lexa, más dura. Había empezado a preguntarse hasta dónde podía llegar cambiando la forma en que sonaban las cosas.
De momento, no estaba segura de haber acertado del todo los labios en la ilusión. Fue hacia su material de dibujo y abrió su cuaderno de bocetos para buscar los retratos de Velo que había dibujado en vez de ir a cenar con Sebarial y Palona. La primera página del cuaderno era un bosquejo del pasillo con los estratos en espiral por donde había pasado el otro día: líneas de locura que se curvaban hacia la oscuridad. Pasó al siguiente, un dibujo de los incipientes mercados de la torre. En Urithiru se estaban estableciendo miles de mercaderes, lavanderas, prostitutas, posaderos y artesanos de todas las índoles. Lexa sabía bien cuántos eran, porque había sido quien los había traído a todos por la Puerta Jurada. En su boceto, la oscura parte superior de la enorme caverna del mercado se cernía sobre diminutas figuras que correteaban entre tiendas, con tenues luces en las manos. El siguiente era de otro túnel que se perdía en la tiniebla. Y el siguiente. Luego, una sala cuyos estratos se enroscaban entre sí de forma hipnótica. No era consciente de haber hecho tantos. Pasó veinte páginas antes de llegar a sus bosquejos de Velo. Sí, los labios estaban bien. Pero la figura no. Velo tenía una fuerza esbelta que no se notaba bajo el camisón. La figura que había debajo era demasiado parecida a la de Lexa. Alguien llamó a la lámina de madera que había colgada fuera de su habitación. El hueco de la puerta estaba cubierto solo por una tela. Muchas puertas de la torre se habían combado con los años, y la suya había habido que arrancarla. Todavía esperaba un repuesto. Debía de estar llamando Palona, que de nuevo habría reparado en que Lexa se había saltado la cena. Lexa inspiró, destruyendo la imagen de Velo, y recuperó parte de la luz tormentosa que había empleado en la ilusión.
—Adelante —dijo. ¿De verdad Palona no se daba cuenta de que Lexa era una tormentosa Caballera Radiante? Seguía haciéndole de madre sin…
Clarke entró en la habitación, con una gran bandeja de comida en una mano y unos libros bajo el otro brazo. La vio, tropezó y estuvo a punto de tirarlo todo al suelo. Lexa se quedó paralizada, dio un gañido y se escondió la desnuda mano segura tras la espalda. Clarke ni siquiera tuvo la decencia de sonrojarse al encontrarla casi desnuda. Equilibró la bandeja en la mano, se recuperó del tropezón y puso una amplia sonrisa.
—¡Fuera! —gritó Lexa, gesticulando con la mano libre—. ¡Fuera, fuera, fuera!
Clarke retrocedió con paso inseguro a través de la tela colgada en el marco de la puerta. ¡Padre Tormenta! El rubor de Lexa era tan brillante que podría haberse usado como señal para enviar un ejército a la guerra. Se puso un guante y luego envolvió la mano en una bolsa segura, se puso el vestido azul que había dejado en el respaldo de la silla y aseguró la manga. No se hizo el ánimo de ponerse antes el corpiño, aunque la verdad era que tampoco le hacía mucha falta. Lo metió bajo una manta de una patada.
—Que conste —dijo Clarke desde fuera— que me has invitado a pasar.
—¡Creía que eras Palona! —exclamó Lexa, abotonándose el lado del vestido, tarea complicada con tres capas cubriéndole la mano segura.
—¿Sabes que es posible averiguar quién está en la puerta?
—No me culpes a mí de esto —dijo Lexa—. La que se cuela en los dormitorios de jóvenes damas casi sin avisar eres tú.
—¡Pero si he llamado!
—Ha sido una llamada femenina.
—¿Ha sido…? ¡Lexa!
—¿Has llamado con una mano o con dos?
—Traigo una tormentosa bandeja cargada de comida… para ti, por cierto. Pues claro que he llamado con una sola mano. Y de todas formas, ¿en serio hay alguien que lo haga con las dos?
—Ha sido una llamada bastante femenina, entonces. Creía que no te rebajarías a hacerte pasar por mujer para vislumbrar a una joven dama en ropa interior, Clarke Griffin.
—¡Venga, por la Condenación, Lexa! ¿Puedo pasar ya? Y para que quede claro, soy una mujer, puedo ser femenina y soy tu prometida, me llamo Clarke Griffin, nací bajo el signo de los nueve, tengo una marca de nacimiento detrás del muslo izquierdo y he desayunado curry de cangrejo. ¿Necesitas saber alguna cosa más?
Lexa asomó la cabeza y se enrolló la tela ajustada al cuello.
—Conque detrás del muslo izquierdo, ¿eh? ¿Qué tiene que hacer una chica para vislumbrar eso?
—Llamar a la puerta como un hombre, por lo visto.
Lexa le sonrió.
—Déjame un segundo. Este vestido está siendo un incordio.
Volvió a meter la cabeza.
—Claro, claro, tómate el tiempo que necesites. No es que esté aquí fuera sosteniendo una bandeja pesada llena de comida y oliéndola, después de haberme saltado la cena para poder comer algo contigo.
—Te hará bien —dijo Lexa—. Seguro que sirve para hacer músculo o algo. ¿No son las cosas que hacéis? Estrangular rocas, andar cabeza abajo, lanzar pedruscos por ahí…
—Sí, tengo un buen montón de rocas asesinadas escondidas bajo la cama.
Lexa mordió el cuello del vestido para tensarlo, con la esperanza de que le facilitaría el abrochado. Con suerte.
—¿Qué os pasa con la ropa interior, por cierto? —preguntó Clarke entre los tintineos de platos entrechocando en la bandeja—. Lo digo porque ese camisón tapaba a grandes rasgos lo mismo que un vestido formal.
—Es por decencia —dijo Lexa con la boca llena de tela—. Además, hay cosas que tienden a salirse de los camisones.
—Me sigue pareciendo arbitrario.
—Ah, ¿y los soldados no sois arbitrarios con la ropa? Una casaca de uniforme viene a ser lo mismo que cualquier otra, ¿no? Además, ¿no eres tú la que se pasa las tardes mirando portafolios de moda?
Clarke soltó una risita y empezó a responder, pero Lexa por fin se había vestido y apartó la tela de la entrada. Clarke separó la espalda de la pared del pasillo y la contempló: pelo desaliñado, vestido al que le faltaban dos botones por cerrar, mejillas sonrojadas. Puso una sonrisa embobada.
Ojos de Ceniza, de verdad pensaba que era hermosa. A aquella mujer maravillosa y principesca de verdad le gustaba estar con ella. Lexa había viajado a la antigua ciudad perdida de los Caballeros Radiantes, pero comparadas con el afecto de Clarke, todas las vistas de Urithiru eran esferas opacas. Le gustaba Lexa. Y estaba llevándole comida.
«No te las ingenies para cagarla en esto», se dijo Lexa mientras cogía los libros de debajo del brazo de Clarke. Se apartó para dejar que entrara y dejara la bandeja en el suelo.
—Palona dice que no has comido nada —dijo—, y luego ha sabido que yo tampoco había cenado, así que…
—Así que te ha enviado aquí con un banquete —terminó la frase Lexa, inspeccionando la bandeja llena de platos, pan ácimo y cascarones.
—Sí —dijo Clarke, levantándose y rascándose la cabeza—. Creo que es una manía herdaziana.
Lexa no se había dado cuenta del hambre que tenía. Planeaba comer algo en una taberna más de noche, cuando saliera llevando el rostro de Velo. Las tabernas se habían establecido en el mercado principal, pese a los intentos de Echo de situarlas en otro sitio, y los mercaderes de Sebarial tenían muchas existencias que vender. Pero teniendo todo aquello delante… bueno, se olvidó bastante del decoro mientras se sentaba en el suelo y empezaba a dar cucharadas a un curry de verduras fino y aguado. Clarke se quedó de pie. La verdad era que estaba elegante con aquel uniforme azul, aunque también era cierto que Lexa nunca la había visto con otra ropa. «Marca de nacimiento en el muslo, ¿eh?»
—Tendrás que sentarte en el suelo —le dijo—. Aún no tengo sillas.
—Acabo de caer en que esto es tu dormitorio —dijo Clarke.
—Y mi estudio de dibujo, y mi sala de estar, y mi comedor, y mi sala de que Clarke diga obviedades. Es de lo más versátil, esta habitación, singular, que tengo. ¿Por qué lo dices?
—Me estaba preguntando si es apropiado —dijo ella, y se ruborizó visiblemente, lo cual era adorable—. Que estemos aquí dentro solas, digo.
—¿Ahora te preocupa si algo es apropiado o no?
—Bueno, es que me han regañado hace poco al respecto.
—No era una regañina —dijo Lexa, y dio un mordisco a la comida. Los sabores suculentos abrumaron su boca, llevándole ese delicioso dolor agudo y la mezcla de sabores que solo se obtenían al dar el primer bocado a algo dulce. Cerró los ojos y sonrió, saboreándolo.
—Ah, ¿no era una regañina? —preguntó Clarke—. ¿Esa ocurrencia tenía algún otro objetivo?
—Lo siento —dijo ella, abriendo los ojos—. No te reñía, era solo un uso creativo de mi lengua para tenerte distraída.
Mirando los labios de Clarke, se le ocurrieron otros usos creativos que darle a su lengua…
Suficiente. Lexa respiró hondo.
—Sería inapropiado —continuó— si estuviéramos solas. Por suerte, no es así.
—Tu ego no cuenta como individuo aparte, Lexa.
—¡Ja! Un momento, ¿crees que tengo ego?
—Me parecía gracioso. No quería decir… no es que… ¿Por qué sonríes?
—Perdona —dijo Lexa, cerrando los dos puños por delante y temblando de puro gozo. Con el tiempo que había pasado sintiéndose tímida, era muy satisfactorio que alguien hablara de su confianza. ¡Estaba funcionando! Las enseñanzas de Anya sobre moverse y comportarse como si estuviera al mando funcionaban.
Bueno, salvo la parte de tener que reconocerse a sí misma que había matado a su madre. En el momento en que lo pensó, por instinto intentó apartar el recuerdo de su mente, pero se negaba a marcharse. Se lo había confesado a Patrón como una verdad, que eran los extraños Ideales de los Tejedores de Luz. Lo tenía atascado en la mente, y cada vez que pensaba en ello, la herida abierta volvía a arder dolorida. Lexa había matado a su madre. Su padre la había encubierto y había fingido que la había asesinado él, y hacerlo le había destrozado la vida, lo había llevado a la ira y la destrucción.
Hasta que, más tarde, Lexa lo había matado a él también.
—¿Lexa? —dijo Clarke—. ¿Te encuentras bien?
«No.»
—Sí, sí, estoy bien. Te decía que no estamos solos. Patrón, ven aquí, por favor. —Extendió la mano con la palma hacia arriba.
Patrón bajó a regañadientes de la pared desde la que había estado observando. Como siempre, creaba una ondulación en todo lo que cruzaba, ya fuese tela o piedra, como si hubiera algo bajo la superficie. Su compleja y fluctuante estructura de líneas no dejaba de cambiar, de fundirse, conservando más o menos la forma circular, pero con unas tangentes inesperadas. Patrón cruzó por su vestido hasta su mano, se separó de debajo de la piel de Lexa y se alzó en el aire mientras se expandía del todo en tres dimensiones. Se quedó allí flotando como una hipnótica red negra de líneas cambiantes, algunos patrones encogiéndose y otros expandiéndose mientras fluían ondulantes por su superficie, como un campo de hierba móvil. Lexa estaba decidida a no odiarlo. Podía odiar la espada con la que había matado a su madre, pero no al spren. Logró apartar el dolor por el momento, sin olvidarlo pero confiando en no permitir que le arruinara la velada con Clarke.
—Princesa Clarke —dijo Lexa—, creo que ya habías oído la voz de mi spren. Permíteme que os presente formalmente. Este es Patrón.
Clarke se puso de rodillas con reverencia y su mirada se perdió en las cautivadoras geometrías. Lexa no pudo reprochárselo: ella misma se había extraviado más de una vez en aquella red de líneas y formas que casi parecían repetirse pero nunca lo hacían del todo.
—Tu spren —dijo Clarke—. Un Lexaspren.
Patrón bufó, molesto por el comentario.
—Es lo que se llama un críptico —explicó ella—. Cada orden de los Radiantes vincula una variedad distinta de spren, y ese vínculo es lo que me permite hacer lo que hago.
—Crear ilusiones —dijo Clarke en voz baja—, como aquella del mapa el otro día.
Lexa sonrió y, al darse cuenta de que le quedaba una pizca de luz tormentosa de su ilusión anterior, no pudo resistir la tentación de lucirse. Alzó la mano segura enmangada y sopló, enviando una titilante porción de luz tormentosa sobre la tela azul. La luz compuso una pequeña imagen de Clarke, sacada de los bocetos de ella en su armadura esquirlada que había dibujado. La imagen se quedó quieta, con la espada esquirlada al hombro y la celada levantada, como una muñequita.
—Es un talento increíble, Lexa —dijo Clarke, tocando con el dedo la pequeña versión de sí misma, que tembló pero no ofreció resistencia. Clarke se quedó un momento pensando e hizo lo mismo con Patrón, que se apartó—. ¿Por qué te empeñas en ocultarlo y fingir que perteneces a una orden distinta?
—Bueno —dijo ella mientras pensaba deprisa y cerraba la mano para retirar la imagen de Clarke—. Es que creo que podría darnos alguna ventaja. A veces los secretos son importantes.
Clarke asintió despacio.
—Sí, sí que lo son.
—A lo que iba —dijo Lexa—. Patrón, esta noche tienes que ser nuestra carabina.
—¿Qué es una carabina? —preguntó Patrón con un zumbido.
—Es alguien que vigila a dos personas jóvenes cuando están juntas, para asegurarse de que no hacen nada inadecuado.
—¿Inadecuado? —repitió Patrón—. ¿Como… dividir por cero, por ejemplo?
—¿Qué? —dijo Lexa, mirando a Clarke, que se encogió de hombros—. Mira, tú no nos quites los ojos de encima y todo irá bien.
Patrón zumbó, se fundió en su forma bidimensional y se alojó en la cara exterior de un cuenco. Allí parecía feliz, como un cremlino acurrucado en su grieta. Incapaz de esperar más, Lexa atacó su comida. Clarke se sentó enfrente de ella y empezó a devorar la suya. Durante un tiempo, Lexa pudo olvidarse del dolor y disfrutar del momento, de la buena comida, la buena compañía, el sol poniente que bañaba de rubí y topacio las montañas y la habitación. Le entraron ganas de dibujar la escena, pero sabía que era el tipo de momento que no podría capturar en papel. Lo importante en él no era el contenido ni la composición, sino el placer de vivir. La clave de la felicidad no estaba en congelar todo placer momentáneo y aferrarse a ellos, sino en asegurarse de que la vida produjera muchos momentos futuros que esperar con ganas. Clarke, después de terminarse un plato entero de haspers de stranna al vapor en su concha, sacó unos trocitos de cerdo de un curry rojo cremoso, los puso en un plato y se lo tendió.
—¿Quieres probar un bocado?
Lexa fingió una arcada.
—Venga —insistió Clarke, inclinando un poco el plato a un lado y a otro—. Está buenísimo.
—Me quemaría los labios, Clarke Griffin —dijo Lexa—. No creas que no te he visto elegir el plato más picante de todos los que ha enviado Palona. ¿Cómo puedes saborear nada, con tantas especias?
—Así no se queda sosa —dijo Clarke. Pinchó un trozo y se lo metió en la boca—. Aquí estamos solo nosotras. Puedes probarlo.
Patrón zumbó.
—¿Esto es la cosa inadecuada que en teoría debo impedir que hagas?
—No —respondió ella, y Patrón volvió a acomodarse.
«A lo mejor —pensó Lexa—, una carabina que básicamente se cree todo lo que le digo no va a ser muy efectiva.»
Aun así, con un suspiro, cogió un poco de cerdo con un trozo de pan ácimo. Al fin y al cabo, había salido de Jah Keved en busca de nuevas experiencias. Probó un bocado pequeño y de inmediato halló un motivo para lamentar sus decisiones vitales. Con los ojos rebosantes de lágrimas, echó mano al vaso de agua que Clarke, en un gesto insufrible, había levantado de la bandeja para ofrecérselo. Se lo bebió entero, pero no pareció servir de nada. Pasó a frotarse la lengua con una servilleta… pero del modo más femenino posible, por supuesto.
—Te odio —dijo, y se bebió también el vaso de agua de Clarke, que rio entre dientes.
—¡Ah! —exclamó de repente Patrón, saltando del cuenco para flotar en el aire—. ¡Hablabas de aparearos! ¡Tengo que asegurarme de que no os apareéis por accidente, ya que el apareamiento está
prohibido por la sociedad humana hasta que hayáis cumplido con los rituales adecuados! Sí, sí. Mmm. La costumbre dicta que sigáis ciertas pautas antes de copular. ¡Esto lo he estudiado!
—Ay, Padre Tormenta —dijo Lexa, tapándose los ojos con la mano libre. Hasta asomaron unos pocos vergüenzaspren a mirar un momentito antes de desaparecer. Ya iban dos veces en una semana.
—Muy bien, a ver, vosotros dos —vociferó Patrón—. Nada de aparearos. ¡Nada de aparearos! —Zumbó para sí mismo, como satisfecho, y se hundió en un plato.
—Bueno, eso ha sido humillante —dijo Lexa—. ¿Te parece bien que hablemos de esos libros que has traído? ¿O de teología vorin antigua, o de estrategias para contar granitos de arena? ¿De cualquier cosa que no sea lo que acaba de pasar, por favor?
Clarke soltó otra risita antes de alcanzar el fino cuaderno que coronaba la pila de libros.
—May Roan ha enviado equipos a interrogar a la familia y amigos de Vedekar Perel. Han averiguado dónde estuvo antes de morir y quiénes fueron los últimos en verlo, y han apuntado todo lo que les ha parecido sospechoso. He pensado que podíamos leer el informe.
—¿Y los demás libros?
—Parecías perdida cuando mi padre te hizo una pregunta sobre política makabaki —dijo Clarke, sirviendo un poco de vino, solo un amarillo suave—. Así que he preguntado por ahí y resulta que algunos fervorosos se trajeron aquí sus bibliotecas enteras. He enviado a una sirviente a buscarte unos cuantos libros sobre los makabaki que me gustaron.
—¿Libros? —se sorprendió Lexa—. ¿Tú?
—No me paso todo el día atizando a gente con espadas, Lexa —dijo Clarke—. Anya y mi tía Echo se ocuparon de llenar mi juventud con ratos inacabables escuchando a fervorosos aleccionarme sobre política y economía. Parte de ello se me pegó al cerebro, en contra de mis inclinaciones naturales. Estos libros son los mejores de los que recuerdo que me leyeron, aunque el último es una versión actualizada. He pensado que podrías encontrarles utilidad.
—Muy considerado por tu parte —dijo ella—. Va en serio, Clarke. Gracias.
—He pensado… bueno, que si vamos a seguir adelante con el compromiso…
—¿Por qué no íbamos a seguir? —preguntó Lexa, presa de un repentino pánico.
—Yo qué sé. Eres una Radiante, Lexa, nada menos. Una especie de ser semidivino salido de la mitología. Y yo, todo este tiempo pensando que te concedíamos a ti un emparejamiento favorable. —Se levantó y empezó a pasear por la habitación—. Condenación. No quería decirlo así, perdona. Es que… no paro de preocuparme pensando que voy a acabar fastidiándola.
—¿Te preocupa que tú vayas a acabar fastidiándola? —dijo
Lexa, notando un calorcillo interior que no se debía del todo al vino.
—No se me dan bien las relaciones, Lexa.
—¿Es que existe alguien a quien se le den bien? O sea, ¿hay alguien por ahí que mire las relaciones y piense: «Pues mira, esto lo tengo controlado»? Yo tiendo a creer que tenemos una idiotez colectiva al respecto.
—Conmigo es peor.
—Clarke, querida, el último hombre en el que yo tuve un interés romántico no solo era un fervoroso, que tenía prohibido cortejarme desde un principio, sino que también resultó ser un asesino que solo intentaba ganarse mi favor para acercarse a Anya. Creo que sobrestimas la capacidad de todos los demás en esta materia.
Clarke dejó de pasear.
—Un asesino.
—De verdad —le aseguró Lexa—. Estuvo a punto de matarme con una hogaza de pan envenenado.
—¡Hala! Esa historia tengo que escucharla.
—Por suerte, te la acabo de contar entera. Se llamaba Kabsal y fue tan increíblemente amable conmigo que casi puedo perdonarle que intentara matarme.
Clarke sonrió.
—Bueno, bien está saber que no tengo el listón tan alto. Lo único que tengo que hacer es no envenenarte. Aunque no deberías hablarme de tus antiguos amantes, o me pondrás celosa.
—Anda ya —dijo Lexa, mojando el pan en un poco de curry dulce que quedaba. Aún no tenía la lengua recuperada—. Tú tienes que haber cortejado como a la mitad de los campamentos de guerra.
—No es para tanto.
—¿Ah, no? Por lo que he oído, tendría que ir hasta Herdaz para encontrar una joven casadera a la que no hayas perseguido. —Extendió el brazo hacia ella para que la ayudara a levantarse.
—¿Te burlas de mis fracasos?
—Al contrario, los alabo —repuso ella, alzándose a su lado—. Verás, Clarke, querida, si no hubieras malogrado todas esas otras relaciones, no estarías aquí. Conmigo. —Se acercó a ella—. Por tanto, en realidad se te dan mejor las relaciones que a nadie en la historia. Porque has enviado al traste solo las malas, ¿entiendes?
Clarke se inclinó hacia abajo. Su aliento olía a especias, su uniforme al nítido y limpio almidón que requería Bellamy. Sus labios rozaron los de ella y su corazón aleteó. Qué cálidos eran.
—¡Nada de aparearse!
Lexa saltó, separándose del beso, y encontró a Patrón flotando junto a ellas, palpitando deprisa de forma en forma. Clarke bramó una risotada y Lexa no pudo evitar imitarla ante lo ridículo de la situación. Se apartó de ella, pero no le soltó la mano.
—Ninguna de los dos va a fastidiarla —dijo, dándole un apretón en los dedos—. A pesar de lo que en ocasiones parecen nuestros mejores esfuerzos hacia lo contrario.
—¿Lo prometes? —preguntó Clarke.
—Lo prometo. Vamos a mirar ese cuaderno tuyo, a ver qué nos dice sobre nuestro asesino.
