14. LOS ESCUDEROS NO PUEDEN CAPTURAR
En esta narración no me reservo nada. No intentaré apartarme de los asuntos difíciles ni retratarme bajo una deshonesta luz heroica.
De Juramentada, prólogo
Raven se movió con sigilo bajo la lluvia, resbalando por las rocas en su uniforme mojado hasta que pudo atisbar a los Portadores del Vacío entre los árboles. Terrores monstruosos del pasado mitológico, enemigos de todo lo que era correcto y bueno. Destructores que habían arrasado la civilización en incontables ocasiones.
Estaban jugando a las cartas.
«Por la profunda Condenación, ¿qué pasa aquí?», pensó Raven. Los Portadores del Vacío habían apostado un solo guardia, pero la criatura se había quedado sentada en un tocón, fácil de evitar. Raven había supuesto que sería un señuelo y que encontraría al verdadero centinela vigilando desde lo alto de los árboles.
Pero si había un guardia oculto, Raven no había logrado verlo… y al guardia le habría sucedido lo mismo con ella. La tenue luz favorecía su incursión, de modo que pudo situarse entre unos arbustos, justo en el límite del campamento de los Portadores del Vacío. Habían extendido unas lonas entre árboles, pero calaban muchísimo. También habían montado una tienda propiamente dicha, cerrada del todo, con paredes que le impedían ver qué contenía. No había refugios suficientes, así que muchos de ellos estaban sentados bajo la lluvia. Raven pasó unos atormentados minutos temiendo ser detectado. Lo único que tenían que hacer era fijarse en que aquellos arbustos habían retraído las hojas al contacto con ella. Pero por suerte, nadie miró hacia allí. Las hojas empezaron a asomar tímidas de nuevo, camuflándola. Syl se le posó en el brazo, con las manos en las caderas mientras observaba a los Portadores del Vacío. Uno, sentado al borde del campamento justo delante de Raven, tenía una baraja de naipes herdazianos de madera y usaba una plancha de piedra a modo de mesa. Tenía una hembra sentada enfrente. Su aspecto era distinto del que esperaba. Para empezar, su piel tenía otra tonalidad. Muchos parshmenios de Alezkar tenían la piel moteada blanca y roja, en vez del rojo oscuro sobre negro de Rlain, del Puente Cuatro. No estaban en forma de guerra, ni tampoco en ninguna otra forma terrible y poderosa. Aunque eran bajitos y corpulentos, solo tenían caparazón en los lados de los antebrazos y sobresaliendo en las sienes, con el resto de la cabeza poblada de pelo. Aún llevaban sus sencillos blusones de esclavo, atados a la cintura con cordel. Nada de ojos rojos. ¿Quizá les cambiarían, igual que los ojos de Raven?
El macho, identificable por una barba roja oscura de pelos antinaturalmente gruesos, depositó por fin una carta en la piedra junto a varias otras.
—¿Eso puedes hacerlo? —preguntó la hembra.
—Creo que sí.
—Has dicho que los escuderos no pueden capturar.
—A no ser que otra carta mía toque la tuya —replicó el varón. Se rascó la barba—. O eso me parece.
Raven se quedó helada, como si el agua de lluvia estuviera calándole en la piel, penetrando hasta su sangre y recorriéndole el cuerpo entero. Hablaban como los alezi, sin el menor rastro de acento. Con los ojos cerrados, no habría podido distinguir aquellas voces de las de cualquier campesino ojos oscuros de Piedralar, salvo porque la hembra tenía un tono más grave que el de la mayoría de las mujeres humanas.
—Entonces estás diciéndome que en realidad no sabes cómo se juega a esto —dijo la hembra.
El macho empezó a recoger las cartas.
—Debería saber, Khen. ¿Cuántas veces los he visto jugar, allí de pie con la bandeja de bebidas? Tendría que ser todo un experto, ¿verdad?
—Pues se ve que no.
La hembra se levantó y fue hacia otro grupo que intentaba encender una hoguera bajo una lona, sin demasiado éxito. Era necesaria una clase especial de suerte para poder encender llamas en el exterior durante el Llanto. Raven, como casi todos los militares, había aprendido a convivir con la humedad constante. Tenían los sacos de grano robado, que Raven vio amontonados bajo un toldo. El grano se había hinchado y había partido varios sacos. Unos pocos Portadores del Vacío se lo estaban comiendo mojado con las manos, ya que no tenían platos. Raven deseó no haber notado al instante el sabor de aquella cosa blanda y horrible en su propia boca. Le habían dado taliú cocido sin especiar en muchas ocasiones. A menudo lo había considerado un golpe de suerte. El macho que había hablado siguió sentado frente a su roca, sosteniendo una carta de madera. Eran naipes laqueados, pensados para durar. Raven los había visto parecidos alguna vez en el ejército. Los hombres ahorraban durante meses para poder comprarse un juego como aquel, que no se deformara cuando llovía. El parshmenio parecía desolado, mirando su carta con los hombros hundidos.
—Esto no está bien —susurró Raven a Syl—. Qué equivocados estábamos.
¿Dónde estaban los destructores? ¿Qué había pasado con las bestias de ojos rojos que habían intentado aplastar el ejército de Bellamy, las temibles e inquietantes figuras que le habían descrito los del Puente Cuatro?
«Creíamos comprender lo que iba a pasar —pensó Raven—. Qué segura estaba.»
—¡Alarma! —gritó una repentina voz estridente—. ¡Alarma, necios!
Algo voló raudo por el aire, una brillante cinta amarilla, una franja de luz en la encapotada penumbra vespertina.
—Está aquí —dijo la voz estridente—. ¡Os observan! ¡Bajo esos arbustos!
Raven salió de entre el matorral, preparado para absorber luz tormentosa y marcharse. Aunque cada vez había menos pueblos que tuvieran, porque volvía a escasear, le quedaba un poco. Los parshmenios empuñaron porras hechas de ramas o de mangos de escoba. Se apiñaron y sostuvieron los palos como aldeanos asustados, sin postura, sin control. Raven vaciló. «Podría encargarme de todos hasta sin luz tormentosa.» Había visto muchas veces a hombres sosteniendo así las armas. La más reciente, en los abismos, entrenando a los hombres del puente.
Aquellos no eran guerreros.
Syl revoloteó hacia ella, dispuesta a convertirse en hoja esquirlada.
—No —le susurró Raven. Luego separó los brazos y dijo en voz más alta—: Me rindo.
