16. ENVUELTO TRES VECES
Pues en ello radica la lección.
De Juramentada, prólogo
En la losa de piedra que había ante Bellamy reposaba una leyenda. Un arma extraída de las antiquísimas brumas del tiempo, que se decía forjada en los días de las sombras por la mano del propio Dios. La hoja de la Asesina de Blanco, reclamada por Raven Bendita por la Tormenta durante su enfrentamiento por encima de la tempestad. Un examen somero no hallaría diferencias entre ella y una hoja esquirlada. Era elegante, relativamente pequeña (con poco más de metro y medio de longitud), fina y curva como un colmillo. Solo tenía grabados en la fuerza de la hoja, cerca de la guarnición. Bellamy la había iluminado con cuatro broams de diamante, situados en los rincones de aquella losa que parecía un altar. La sala pequeña donde estaba no tenía estratos ni cuadros en las paredes, por lo que la luz tormentosa los iluminaba solo a él y a aquella hoja ultramundana. Había un detalle particular en el arma.
No tenía gema.
Las gemas eran lo que permitía vincular las hojas esquirladas. Solían estar en el pomo de la espada, aunque a veces se veían en la espiga, donde la guarnición se unía a la hoja en sí. La gema se iluminaba al tocarla por primera vez, iniciando el proceso. Después de eso, había que conservar el arma durante una semana y se pasaba a poseerla, a poder descartarla y volverla a invocar al ritmo de los latidos del corazón. Pero aquella hoja no tenía gema. Bellamy estiró el brazo con reparos y posó las yemas de los dedos en su plateada longitud. Estaba cálida al tacto, como algo vivo.
—No chilla cuando la toco —dijo.
Los caballeros rompieron sus juramentos, dijo el Padre Tormenta en su cabeza, abandonaron todos los votos que habían hecho, y al hacerlo mataron a sus spren. Otras hojas esquirladas son los cadáveres de esos spren, que es por lo que chillan al contacto contigo. En cambio, esta arma se creó directamente a partir del alma de Honor y se entregó a los Heraldos. También es la marca de un juramento, pero de una clase diferente… y no tiene mente para chillar por sí misma.
—¿Y la armadura esquirlada? —preguntó Bellamy.
Relacionada, pero distinta, atronó el Padre Tormenta. No has pronunciado los juramentos requeridos para saber más.
—Tú no puedes incumplir juramentos, ¿verdad? —dijo Bellamy con los dedos aún apoyados en la hoja de Honor.
No puedo.
—¿Y esa cosa contra la que luchamos? Odium, el origen de los Portadores del Vacío y sus spren. ¿Él puede incumplir sus juramentos?
No, respondió el Padre Tormenta. Es mucho más grande que yo, pero el poder del antiguo Adonalsium lo impregna. Y lo controla. Odium es una fuerza, como la presión, la gravedad o el paso del tiempo. Esas cosas no pueden incumplir sus propias reglas. Odium tampoco.
Bellamy dio unos golpecitos en la hoja de Honor. Un fragmento de la mismísima alma de Honor, cristalizado en forma metálica. En cierto modo, la muerte de su dios era esperanzadora, ya que, si Honor había caído, seguramente Odium también podía hacerlo. En sus visiones, Honor había encomendado una tarea a Bellamy.
«Irrita a Odium, convéncelo de que puede perder y nombra un campeón. Él aprovechará esa oportunidad en vez de arriesgarse a una nueva derrota, como ha sufrido tantas veces. Es el mejor consejo que puedo darte.»
—He visto que el enemigo está preparando a un campeón —dijo Bellamy—. Es una criatura de oscuridad, con los ojos rojos y nueve sombras. ¿La sugerencia de Honor funcionará? ¿Puedo hacer que Odium acepte un combate definitivo entre ese campeón y yo?
Por supuesto que la sugerencia de Honor funcionará, respondió el Padre Tormenta. Es él quien la hizo.
—Lo que pregunto en realidad —dijo Bellamy— es por qué debería funcionar. ¿Por qué iba a arriesgarse Odium a un combate singular entre campeones? Me resulta un asunto demasiado trascendental para apostarlo a algo tan pequeño e insignificante como la pericia y la voluntad del hombre.
Tu enemigo no es un hombre como tú, replicó el Padre Tormenta con voz estruendosa, pensativa. Quizá incluso… asustada. No envejece. Pero sí siente. Está furioso. Y eso no cambia nunca, su ira jamás se enfría. Por muchas eras que transcurran, él seguirá siendo el mismo. Una guerra abierta podría hacer entrar en escena fuerzas capaces de herirlo, como ya ha salido herido en otras ocasiones. Esas cicatrices no sanan. Elegir a un campeón y perder no le costará más que tiempo, y eso lo tiene a espuertas. Aun así, no aceptará con facilidad, pero al menos es posible que lo haga, si se le plantea la opción en el momento adecuado y de la manera adecuada. Si acepta, estará obligado.
—Y lo que nosotros ganamos…
Es tiempo, dijo el Padre Tormenta. Que, por mucho que él lo desprecie, es lo más valioso que puede tener un hombre.
Bellamy sacó la hoja de Honor de la losa. En un lado de la sala, había un agujero en el suelo. Con algo más de medio metro de diámetro, era uno de los muchos extraños huecos, pasillos y rincones ocultos que habían ido descubriendo en la ciudad-torre. Aquel debía de formar parte del sistema de alcantarillado: a juzgar por la herrumbre en los bordes del agujero, en otro tiempo había habido una tubería metálica que conectaba el agujero en la piedra del suelo con el que también había en el techo. Una de las principales preocupaciones de Echo era descubrir cómo funcionaba todo aquello. De momento, se habían conformado con instalar marcos de madera para convertir algunas salas grandes y comunes con baños antiguos en retretes. Cuando tuvieran más luz tormentosa, sus moldeadores de almas podrían ocuparse de las aguas negras, como habían hecho en los campamentos de guerra. A Echo el sistema se le antojaba poco elegante. Los retretes comunes con frecuentes colas largas restaban eficacia a la ciudad, y afirmaba que esas tuberías sugerían un amplio sistema de alcantarillado y saneamiento. Era justo la clase de proyecto civil a gran escala que la atraía. Bellamy nunca había conocido a nadie que se emocionara tanto con el alcantarillado como Echo Griffin. Por el momento, aquel tubo estaba vacío. Bellamy se arrodilló y dejó la espada en el agujero, metiéndola en una vaina de piedra que había tallado en el lateral. El saliente del hueco ocultaba la empuñadura, de modo que habría que agacharse y palpar dentro del agujero para encontrar la hoja de Honor. Se levantó, recogió sus esferas y salió. No le hacía ninguna gracia dejar allí el arma, pero no se le ocurría ningún lugar más seguro. Sus aposentos aún no le inspiraban la suficiente confianza: no tenía cámara acorazada, e incrementar la guardia solo conseguiría llamar la atención. Además de Raven, Echo y el propio Padre Tormenta, nadie sabía siquiera que Bellamy tuviera la hoja de Honor. Si encubría sus movimientos, era casi imposible que alguien descubriera la hoja en aquella parte desierta de la torre.
¿Qué vas a hacer con ella?, preguntó el Padre Tormenta mientras Bellamy regresaba por pasillos vacíos. Es un arma sin igual, el don de un dios. Con ella, serías un Corredor del Viento sin necesidad de hacer juramentos. Y mucho más. Serías más de lo que comprende el hombre, más de lo que puede comprender. Casi como un Heraldo.
—Más motivo para pensármelo muy bien antes de usarla —dijo Bellamy—. Aunque no me importaría que le tuvieras echado un ojo.
El Padre Tormenta rio, de verdad rio.
¿Crees que puedo verlo todo?
—Había dado por hecho… El mapa que hicimos…
Veo lo que se deja fuera en las tormentas, y con escaso detalle. No soy un dios, Bellamy Griffin, igual que tu sombra en la pared no eres tú.
Bellamy llegó a la escalera de caracol y emprendió el descenso, con un broam en la mano para iluminarse. Si la capitana Raven no regresaba pronto, la hoja de Honor les proporcionaría otro modo de acceder a los poderes de un Corredor del Viento, una forma de llegar a Ciudad Thaylen o a Azir sin demora. O de llevar a Kholinar al equipo de Finn. El Padre Tormenta también había confirmado que con ella se podían operar las Puertas Juradas, lo que también les convendría. Bellamy llegó a los sectores más habitados de la torre, que bullían de movimiento. Los ayudantes de un cocinero cargaban material desde el espacio de almacenamiento que habían habilitado en el interior de los portones de la torre, un par de hombres pintaban líneas de guía en el suelo, y en un pasillo ancho había familiares de soldados sentados en cajas contra la pared y viendo a los niños haciendo rodar esferas por una pendiente hasta una sala que, con toda probabilidad, había sido otro baño.
Había vida. Urithiru era un lugar extraño en el que establecer un hogar, aunque ya lo habían logrado en las yermas Llanuras Quebradas. La torre no sería muy distinta, suponiendo que lograran seguir cultivando en las Llanuras Quebradas. Y suponiendo que tuvieran la suficiente luz tormentosa para mantener en marcha aquellas Puertas Juradas. Bellamy destacaba entre los demás por sostener una esfera. Los guardias patrullaban con lámparas. Los cocineros trabajaban con aceite de lámpara, pero sus reservas empezaban a escasear. Las mujeres que vigilaban a los niños y zurcían calcetines tenían que ingeniárselas solo con la luz que entraba por las pocas ventanas del lugar. Bellamy pasó cerca de sus aposentos. Fuera esperaba la guardia asignada aquel día, lanceros del Puente Trece. Les hizo un gesto para que lo siguieran.
—¿Va todo bien, brillante señor? —preguntó uno después de alcanzarlo deprisa. Arrastraba un poco las palabras, con acento de Koron, cerca de los montes del Hacedor de Soles en el centro de Alezkar.
—Bien —respondió Bellamy con sequedad, intentando determinar qué hora era. ¿Cuánto tiempo había estado hablando con el Padre Tormenta?
—Perfecto, perfecto —dijo el guardia, con su lanza apoyada sin fuerza al hombro—. Menos mal que no te pasó nada. Mientras andabas por ahí, digo. A solas. En los pasillos. Cuando dijiste que nadie debía salir solo.
Bellamy echó un vistazo al hombre. Iba afeitado y tenía la piel un poco pálida para ser alezi y el pelo castaño oscuro. Le pareció recordar que el hombre había formado parte de su séquito varias veces en la última semana, más o menos. Le gustaba hacer rodar una esfera sobre los nudillos, costumbre que Bellamy encontraba molesta.
—¿Te llamas? —preguntó Bellamy mientras caminaban.
—Rial —dijo el guardia—. Puente Trece.
El soldado alzó una mano y dedicó a Bellamy un saludo militar preciso, tan cuidado que podría haberlo hecho cualquiera de los mejores oficiales de Bellamy si el hombre no hubiera mantenido aquella expresión perezosa en el rostro.
—Bueno, sargento Rial, pero yo no iba solo —dijo Bellamy—. ¿De dónde sale esa costumbre de cuestionar a los oficiales?
—No es costumbre si se hace solo una vez, brillante señor.
—¿Y tú solo lo has hecho una vez?
—¿A ti?
—A cualquiera.
—Bueno —dijo Rial—, pero esas no cuentan, brillante señor. Ahora soy un hombre nuevo. Renacido en las cuadrillas de los puentes.
Maravilloso.
—Rial, ¿sabes qué hora es? Pierdo la noción del tiempo en estos tormentosos pasillos.
—Podrías usar el reloj ese que te envió la brillante Echo, señor —dijo Rial—. Creo que están para eso.
Bellamy le dedicó otra mirada asesina.
—No te cuestionaba, señor —dijo Rial—. Vamos, que no he preguntado nada.
Bellamy terminó dando media vuelta y recorriendo el pasillo hacia sus aposentos. ¿Dónde estaba el paquete que le había dado Echo? Lo encontró en una mesita auxiliar, y sacó de él un brazal de cuero, algo similar a los que llevaban los arqueros. Tenía dos esferas de reloj en la parte de arriba. Una daba el tiempo con tres manecillas, incluso los segundos, como si tuvieran la menor importancia. La otra era un reloj de tormentas, en el que podía ajustarse una cuenta atrás hasta la siguiente alta tormenta prevista.
«¿Cómo han podido hacerlo todo tan pequeño?», se preguntó mientras zarandeaba el aparato. En el cuero también estaba engarzado un dolorial, un fabrial activado mediante gema que le anularía el dolor si la apretaba con la mano. Echo había estado trabajando en varios tipos de fabriales relacionados con el dolor para que pudieran usarlos los cirujanos, y había mencionado la posibilidad de valerse de Bellamy como sujeto de prueba.
Se ató el aparato al antebrazo, por encima de la muñeca. Llamaba demasiado la atención allí, cerrado por fuera de la manga de su uniforme, pero había sido un regalo. En cualquier caso, disponía de una hora antes de su siguiente reunión. Bastaría para quemar un poco de su inacabable energía. Seguido de sus dos guardias, descendieron un nivel hacia una de las cámaras más grandes, cerca de donde alojaba a sus soldados. La sala tenía estratos negros y grises en las paredes, y estaba llena de hombres que entrenaban. Iban todos vestidos de azul Griffin, aunque fuese solo una tira de tela en el brazo. Por el momento, los ojos claros y los ojos oscuros practicaban en el mismo espacio, enfrentándose en cuadriláteros con esterillas de tela acolchada. Como de costumbre, los sonidos y olores del entrenamiento reconfortaron a Bellamy. Prefería el aroma del cuero aceitado al del pan ácimo horneándose. Recibía de mejor grado el golpeteo de las espadas de entrenamiento que el sonido de las flautas. Estuviera donde estuviese, y por alto que fuese el rango que se le confiriera, siempre consideraría un lugar como aquel su hogar. Encontró a los maestros espadachines congregados junto a la pared del fondo, sentados en cojines y supervisando a sus alumnos. Salvo por una notable excepción, todos llevaban la barba cuadrada, la cabeza afeitada y sencillas túnicas abiertas atadas a la cintura. Bellamy poseía fervorosos expertos en todo tipo de disciplinas, y la tradición dictaba que cualquier hombre o mujer podía acudir a ellos y aprender una nueva habilidad u oficio. Los maestros espadachines, sin embargo, eran su orgullo. Cinco de los seis hombres se pusieron de pie y se inclinaron ante él. Bellamy se volvió para contemplar de nuevo la sala. El olor a sudado, el tañido de las armas. Eran las señales de una buena preparación. Quizá el mundo estuviera sumido en el caos, pero Alezkar se preparaba.
«Alezkar no —pensó—. Urithiru. Mi reino.» Tormentas, cómo iba a costarle acostumbrarse a eso. Bellamy siempre sería alezi, pero cuando se hiciera pública la proclamación de Finn, Alezkar ya no sería suya. Aún no había pensado en cómo informar de ello a sus ejércitos. Quería dar tiempo a Echo y sus escribas para que concretaran los términos legales exactos.
—Habéis organizado esto muy bien —dijo Bellamy a Kelerand, uno de sus maestros espadachines—. Pregunta a Ivis si sería posible expandir el espacio de entrenamiento a las cámaras contiguas. Quiero que mantengáis ocupada a la tropa. Me preocupa que se aburran y se metan en más peleas.
—Así se hará, brillante señor —respondió Kelerand con una inclinación.
—Querría practicar yo un poco —dijo Bellamy.
—Buscaré a alguien adecuado, brillante señor.
—¿Por qué no tú mismo, Kelerand? —propuso Bellamy. El maestro espadachín derrotaba a Bellamy dos de cada tres veces, y aunque Bellamy había renunciado a delirar con acabar superando al fervoroso, porque a fin de cuentas era soldado y no duelista, le gustaba el desafío.
—Por supuesto, haré lo que ordene mi alto príncipe —repuso Kelerand, envarado—, aunque si se me permite elegir, prefiero renunciar a ello. Con el debido respeto, no creo que hoy vaya a ser un adversario adecuado para ti.
Bellamy miró a los demás fervorosos que se habían levantado, y esos bajaron la mirada. Los maestros espadachines fervorosos no solían ser como sus compañeros más religiosos. Podían mostrarse formales a veces, pero también se podía reír con ellos. Por lo general. Pero no dejaban de ser fervorosos.
—Muy bien —dijo Bellamy—. Búscame a alguien para que luche contra él.
Aunque solo había pretendido enviar a Kelerand, los otros cuatro se retiraron con él. Bellamy suspiró, se apoyó en la pared y miró a un lado. Seguía habiendo un hombre reclinado en su cojín. Tenía la barba desaseada y llevaba ropa por la que parecía haberse decidido en el último momento, no sucia pero sí desaliñada, con un cinturón de cuerda.
—¿No te ofende mi presencia, Zahel? —preguntó Bellamy.
—Me ofende la presencia de todo el mundo. Tú no eres más vomitivo que el resto, grandioso alto príncipe.
Bellamy se sentó a esperar en una banqueta.
—¿No te esperabas esto? —preguntó Zahel en tono divertido.
—No. Creía… Bueno, son fervorosos luchadores. Espadachines. Soldados, en el fondo.
—Te acercas peligrosamente a imponerles una decisión, brillante señor: elegir entre Dios y su alto príncipe. Que les caigas bien no vuelve la decisión más fácil, sino al contrario.
—Se les pasará el disgusto —dijo Bellamy—. Mi matrimonio, por dramático que parezca ahora, terminará siendo una mera anotación trivial en la historia.
—Tal vez.
—¿No estás de acuerdo?
—Todo momento de nuestras vidas parece trivial —dijo Zahel—. La mayoría se olvidan, pero otros, tan humildes como el resto, se convierten en puntos sobre los que pivota la historia. Como blanco sobre negro.
—¿Blanco… sobre negro? —preguntó Bellamy.
—Es una frase hecha. A mí no me preocupa demasiado lo que hiciste, alto príncipe. Ya sea un capricho de ojos claros o un sacrilegio grave, no me afecta. Pero no deja de haber quienes se preguntan hasta dónde pretendes desviarte.
Bellamy bufó. ¿De verdad había esperado que precisamente Zahel ayudara en algo? Se levantó y empezó a pasearse, molesto con su propia energía nerviosa. Antes de los fervorosos hubieran vuelto con alguien para enfrentarse a él, regresó al centro de la sala buscando soldados a los que conociera. Hombres que no fueran a inhibirse por practicar contra un alto príncipe.
Terminó encontrando a un hijo del general Khal. No era el portador de esquirlada, el capitán Halam Khal, sino el segundo mayor, un fortachón cuya cabeza siempre le había parecido un poco demasiado pequeña para su cuerpo. Estaba haciendo estiramientos después de unas cuantas competiciones de lucha.
—Aratin —dijo Bellamy—, ¿alguna vez has practicado contra un alto príncipe?
El joven se volvió y, al instante, adoptó la posición de firmes.
—¿Señor?
—Déjate de formalismos. Solo quiero enfrentarme a alguien.
—No voy equipado para un duelo en condiciones, brillante señor —replicó el soldado—. Permíteme un momento.
—No hace falta —dijo Bellamy—. Me parece bien que sea a lucha. Ya hace demasiado que no la practico.
Algunos hombres preferirían no entrenar con alguien tan importante como Bellamy, por miedo a hacerle daño, pero Khal había entrenado bien a sus hijos. El joven sonrió, mostrando un prominente hueco en la dentadura.
—Ningún problema, brillante señor. Pero deberías saber que llevo meses sin perder ni una sola vez.
—Perfecto —dijo Bellamy—. Me hace falta un desafío.
Los maestros espadachines regresaron por fin mientras Bellamy, desnudo de cintura para arriba, se ponía unos leotardos de entrenamiento por encima de los calzoncillos. Las ajustadas perneras bajaban solo hasta las rodillas. Saludó con la cabeza a los maestros espadachines, sin hacer caso al ojos claros de aspecto caballeroso que le habían traído como adversario, y se metió en el cuadrilátero con Aratin Khal. Sus guardias levantaron los hombros en una especie de disculpa a los maestros espadachines y Rial contó para dar inicio al combate de lucha. Al instante, Bellamy se arrojó hacia delante y embistió contra Khal, lo agarró por las axilas y se esforzó por mantener los pies en el suelo y desequilibrar a su oponente. El lance terminaría tarde o temprano con los dos en el suelo, pero siempre convenía ser quien controlara cuándo y cómo iba a suceder. En un combate vehah tradicional no se podía agarrar por las perneras ni, por supuesto, por el pelo, de modo que Bellamy se retorció e intentó hacer una presa sólida sobre su oponente mientras evitaba que este lo derribara. Perdió agarre, sus músculos tensos, sus dedos resbalando en la piel de su rival. Durante esos momentos frenéticos, solo pudo concentrarse en el combate. Su fuerza contra la de su oponente. Deslizando los pies, cambiando el peso, esforzándose por aferrarlo. La competición tenía una pureza, una simplicidad que Bellamy llevaba lo que parecían siglos sin experimentar. Aratin tiró con fuerza de Bellamy, logró doblegarlo y lo hizo rodar sobre su cadera. Cayeron a la esterilla y Bellamy gruñó, levantó el brazo hacia el cuello y giró la cabeza para impedir una presa asfixiante. Su antiguo entrenamiento le hizo combarse y serpentear antes de que su oponente lograra agarrarlo bien. Demasiado lento. Hacía años que no practicaba la lucha con regularidad. El otro hombre se adaptó a los movimientos de Bellamy, renunciando a su intento de apresarle el cuello a cambio de asir a Bellamy por debajo de los brazos desde atrás y retenerlo con la cara contra la esterilla y su peso encima de él. Bellamy rugió y, por instinto, buscó aquella reserva adicional de la que siempre había dispuesto. El latido de la pelea, su ventaja. La Emoción. Los soldados hablaban de ella en el silencio de la noche, en torno a los fuegos de campamento. Era una furia bélica exclusiva de los alezi. Algunos la llamaban el poder de sus antepasados, otros la auténtica mentalidad del soldado. Había llevado al Hacedor de Soles a la gloria. Era el secreto a voces del éxito alezi.
«No.» Bellamy se obligó a dejar de buscarla, pero no habría tenido que preocuparse. No recordaba haber sentido la Emoción en meses, y cuanto más tiempo estaba apartado de ella, más se daba cuenta de que había algo profundamente erróneo en la Emoción.
De modo que apretó los dientes y forcejeó, en una pelea limpia y justa, contra su rival.
Y terminó inmovilizado.
Aratin era más joven y tenía más práctica con ese estilo de lucha. Bellamy no se lo puso fácil, pero estaba debajo, carecía de puntos de apoyo y, a fin de cuentas, no era tan joven como antes. Aratin le dio la vuelta, y al poco tiempo Bellamy se halló comprimido contra la esterilla, con los hombros bajos, inmovilizado del todo. Sabía que estaba derrotado, pero no se hacía el ánimo de reconocerlo dando unas palmadas en la lona. En vez de eso, se tensó contra el agarre, con los dientes rechinando y el sudor cayéndole a chorro por las mejillas. Captó la presencia de algo. No era la Emoción, sino la luz tormentosa que había en el bolsillo del pantalón de su uniforme, dejado caer junto al cuadrilátero. Aratin gruñó y sus brazos se volvieron de acero. Bellamy olió su propio sudor, la ruda tela de la esterilla. Sus músculos protestaron por el trato que les estaba dando. Sabía que podía blandir el poder de la luz tormentosa, pero su sentido de la justicia se rebeló contra la mera idea. Arqueó la espalda, contuvo la respiración e hizo toda la fuerza que pudo, se retorció intentando volver a ponerse bocabajo para poder hacer palanca y escapar. Su adversario se movió. Dio un gemido y Bellamy notó que la presa del hombre cedía… muy despacio…
—¡Por las tormentas! —exclamó una voz femenina—. ¿Bellamy?
El oponente de Bellamy lo soltó al instante y se apartó. Bellamy rodó, resollando de agotamiento, y vio a Echo fuera del cuadrilátero con los brazos cruzados. Le sonrió, se levantó y aceptó la fina sobrecamisa de takama y la toalla que ofreció un ayudante. Mientras Aratin Khal se retiraba, Bellamy alzó el puño hacia él e inclinó la cabeza, indicando que consideraba vencedor a Aratin.
—Bien hecho, hijo.
—¡Ha sido un honor, señor!
Bellamy se puso la sobrecamisa, se volvió hacia Echo y se secó la frente con la toalla.
—¿Has venido a verme entrenar?
—Sí —dijo Echo—, porque a todas las mujeres casadas les encanta ver que a su marido le gusta pasar el tiempo libre rodando por el suelo junto a hombres semidesnudos y sudorosos. —Desvió un momento la mirada hacia Aratin—. ¿No deberías practicar con hombres más próximos a tu edad?
—En el campo de batalla —replicó Bellamy— no se me concede el lujo de escoger la edad de mi oponente. Es mejor luchar aquí con desventaja, para estar preparado. —Vaciló y luego dijo, en voz más baja—: De todas formas, creo que ya casi era mío.
—Tu definición de «casi» es de lo más ambiciosa, gema corazón.
Bellamy aceptó el odre de agua que le ofrecieron. Aunque Echo y sus ayudantes no eran las únicas mujeres presentes, las demás eran fervorosas. Echo, con su vestido amarillo brillante, seguía destacando como una flor en un campo yermo de piedra. Al pasear la mirada por la sala, descubrió que muchos fervorosos, no solo los maestros espadachines, se la rehuían. Y allí estaba Kadash, su antiguo compañero de armas, hablando con los maestros espadachines. No muy lejos, los amigos de Aratin estaban dándole la enhorabuena. Inmovilizar al Espina Negra se tenía por un logro considerable. El joven aceptó los halagos con una sonrisa, pero tenía una mano en el hombro y torcía el gesto cuando alguien le daba una palmada en la espalda.
«Tendría que haber palmeado la lona», pensó Bellamy. Prolongar el lance los había puesto en peligro a los dos. ¿Por qué había escogido a propósito un rival más joven y fuerte, para luego ser tan mal perdedor? Tenía que aceptar que se hacía mayor, y estaba engañándose a sí mismo si pensaba de verdad que aquello iba a servirle de algo en el campo de batalla. Había renunciado a su armadura y ya no portaba una hoja esquirlada. ¿Cuándo exactamente esperaba volver a luchar en persona?
«El hombre con nueve sombras.»
De pronto, el agua le supo agria en la boca. Se había propuesto combatir él mismo al campeón del enemigo, suponiendo que lograra entablar un combate singular que les proporcionara la ventaja, pero ¿no tendría mucho más sentido delegar en alguien como Raven?
—Quizá deberías ponerte el uniforme —dijo Echo—. La reina iriali está preparada.
—Aún faltan horas para la reunión.
—Quiere hacerla ya. Parece ser que el leemareas de su corte ha visto algo en las olas que sugiere que es mejor hablar contigo más pronto, así que contactará en cualquier momento.
Tormentosos iriali. Pero tenían una Puerta Jurada, dos contando la del reino de Rira, sobre el que Iri tenía influencia. Entre los tres monarcas de Iri, en ese momento dos reyes y una reina, era la última quien ostentaba la autoridad sobre la política exterior, de modo que era ella con quien tenían que hablar.
—Me parece bien adelantarlo —dijo Bellamy.
—Te espero en la sala de escritura.
—¿Por qué? —dijo Bellamy, haciendo un gesto con la mano—. Tampoco es que pueda verme. Instaladlo aquí.
—Aquí —repitió Echo, inexpresiva.
—Aquí —dijo Bellamy en un arranque de tozudez—. Ya estoy harto de salas frías en las que solo se oye el raspar de las plumas.
Echo le enarcó una ceja, pero ordenó a sus ayudantes que sacaran el material de escritura. Se acercó un preocupado fervoroso, quizá para intentar disuadirla, pero bastaron unas órdenes firmes de Echo para que el hombre fuese corriendo a traerle un banco y una mesa. Bellamy sonrió y fue a un soporte que había cerca de los maestros espadachines para seleccionar dos espadas de entrenamiento. Eran espadas largas normales y corrientes, de acero pero sin afilar. Lanzó una hacia Kadash, que la atrapó con elegancia, pero la dejó con la punta contra el suelo delante de él y apoyó las manos en el pomo.
—Brillante señor —dijo Kadash—, preferiría que de esta tarea se ocupara algún otro, ya que no me encuentro demasiado…
—Mala suerte —lo interrumpió Bellamy—. Necesito un poco de práctica, Kadash. Como amo tuyo que soy, te ordeno que me la concedas.
Kadash clavó la mirada en Bellamy un prolongado momento, y luego dio un bufido molesto y siguió a Bellamy hacia el cuadrilátero.
—No seré mucho rival para ti, brillante señor. He dedicado estos años a las escrituras, no a la espada. Solo había venido a…
—A tenerme un ojo echado. Lo sé. Bueno, a lo mejor yo también estoy algo oxidado. Hace décadas que no lucho con una espada larga común. Siempre he tenido algo mejor.
—Sí. Recuerdo el día en que obtuviste tu hoja esquirlada. El mundo entero tembló ese día, Bellamy Griffin.
—No te pongas melodramático —dijo Bellamy—. Fui solo uno más en una larga línea de imbéciles a los que se concedió la capacidad de matar gente con demasiada facilidad.
Rial hizo la cuenta a regañadientes para dar inicio al combate, y Bellamy cargó lanzando un tajo. Kadash lo rechazó con destreza y dio un paso hacia el lado del cuadrilátero.
—Perdona, brillante señor, pero tú eras distinto a los demás. Se te daba mucho, muchísimo mejor la parte de matar.
«Siempre se me dio muy bien», pensó Bellamy, rodeando a Kadash. Se le hizo extraño recordar que el fervoroso había sido miembro de su elite. En aquella época no se tenían tanta confianza; la habían desarrollado durante los años de Kadash como fervoroso.
Echo carraspeó.
—Lamento interrumpiros mientras agitáis vuestros palitos —dijo—, pero la reina está lista para hablar contigo, Bellamy.
—Estupendo —respondió él, sin apartar la mirada de Kadash—. Léeme lo que dice.
—¿Mientras entrenas?
—Claro.
Casi pudo notar cómo Echo ponía los ojos en blanco. Sonrió con ganas y se abalanzó de nuevo sobre Kadash. Echo pensaba que estaba haciendo el tonto. Quizá era cierto. También estaba fracasando. Uno tras otro, los monarcas del mundo estaban rechazándolo. Solo Taravangian de Kharbranth, conocido por ser de pocas luces, había estado dispuesto a escuchar sus palabras. Bellamy estaba haciendo algo mal. En una campaña bélica prolongada, se habría obligado a cambiar de perspectiva para afrontar los problemas. Habría llamado a nuevos oficiales que expresaran sus ideas. Habría intentado enfocar las batallas desde un terreno distinto.
Bellamy cruzó la espada con Kadash, metal contra metal.
—«Alto príncipe —leyó Echo mientras él luchaba—, es con maravillado sobrecogimiento ante la grandeza del Único que me dirijo a ti. La hora de que el mundo pase por una nueva y gloriosa experiencia ha llegado.»
—¿Gloriosa, majestad? —dijo Bellamy, descargando su arma hacia la pierna de Kadash, que esquivó el golpe—. No estarás recibiendo de buen grado estos acontecimientos, ¿verdad?
—«Toda experiencia es bienvenida —llegó la respuesta—. Somos el Único experimentándose a sí mismo, y esta nueva tormenta es gloriosa por mucho dolor que conlleve.»
Bellamy gruñó al parar un revés de Kadash. Las espadas tañeron con fuerza.
—No me había dado cuenta de que fuera una mujer tan religiosa —comentó Echo.
—Superstición pagana —terció Kadash, apartándose de Bellamy en la esterilla—. Por lo menos, los azishianos tienen la decencia de adorar a los Heraldos, aunque cometan la blasfemia de situarlos por encima del Todopoderoso. Los iriali no son mejores que los chamanes shin.
—Recuerdo un tiempo, Kadash —dijo Bellamy—, en el que no eras tan sentencioso ni por asomo.
—Se me ha informado de que mi laxitud quizá ayudara a animarte.
—Tu perspectiva siempre me pareció refrescante. —Siguió con la mirada fija en Kadash, pero habló a Echo—. Dile esto. Majestad, por mucho que disfrute de los desafíos, temo el sufrimiento que puedan traer estas nuevas… experiencias. Debemos estar unidos para afrontar los peligros venideros.
—Unidad —dijo Kadash con voz calmada—. Si ese es tu objetivo, Bellamy, ¿por qué pretendes dividir a tu propio pueblo?
Echo empezó a escribir. Bellamy se acercó a su adversario, pasándose la espada larga de una mano a la otra.
—¿Cómo lo sabes, Kadash? ¿Cómo sabes que los iriali son los paganos?
Kadash arrugó la frente. Aunque llevaba la barba cuadrada de un fervoroso, la cicatriz que tenía en la cabeza no era lo único que lo distinguía de sus compañeros. Los fervorosos consideraban la esgrima como un arte más, pero Kadash tenía los ojos atribulados de un militar. Cuando libraba un duelo, seguía lanzando miradas a ambos lados por si alguien intentaba flanquearlo. Era imposible que se diera el caso en un combate singular, pero más que probable en un campo de batalla.
—¿Cómo me preguntas eso, Bellamy?
—Porque hay que preguntarlo —dijo Bellamy—. Tú afirmas que el Todopoderoso es Dios. ¿Por qué?
—Porque lo es, sin más.
—A mí con eso no me basta —repuso Bellamy, cayendo por primera vez en la cuenta de que era verdad—. Ya no.
El fervoroso rugió y se lanzó al ataque, luchando con decisión por primera vez. Bellamy retrocedió haciendo gala de juego de pies y rechazando sus ataques mientras Echo leía… en voz muy alta.
—«Alto príncipe, te seré sincera. El Triunvirato Iriali es unánime. Alezkar no ha gozado de relevancia en el mundo desde la caída del Hacedor de Soles. El poder de quienes controlan la nueva tormenta, sin embargo, es innegable. Nos ofrecen términos generosos.»
Bellamy se quedó plantado en el sitio, patidifuso.
—¿Pretendéis aliaros con los Portadores del Vacío? —preguntó mirando a Echo, pero entonces tuvo que defenderse de Kadash, que no había cejado en su avance.
—¿Cómo? —dijo Kadash, haciendo tañer su espada contra la de Bellamy—. ¿Te sorprende que haya alguien dispuesto a aliarse con el mal, Bellamy? ¿Que alguien opte por la oscuridad, la superstición y la herejía en vez de por la luz del Todopoderoso?
—Te repito que no soy un hereje.
Bellamy apartó la hoja de Kadash, pero no antes de que el fervoroso se anotara un toque en el brazo de Bellamy. Fue un golpe fuerte, que le dejaría un cardenal aunque las espadas estuvieran embotadas.
—Acabas de decirme que dudas del Todopoderoso —argumentó Kadash—. ¿Qué queda, después de eso?
—No lo sé, Kadash —dijo Bellamy. Cerró la distancia—. No lo sé, y eso es lo que me aterroriza, Kadash. Pero Honor me habló y me confesó que lo derrotaron.
—Se decía que los príncipes de los Portadores del Vacío podían cegar los ojos del hombre —dijo Kadash—. Que les enviaban mentiras, Bellamy.
El fervoroso se lanzó a un nuevo ataque, pero Bellamy lo evitó retrocediendo con agilidad por el borde del terreno del duelo.
—«Mi pueblo no busca la guerra —dijo Echo, leyendo la respuesta de la reina de Iri—. Quizá la forma de evitar otra Desolación sea permitir que los Portadores del Vacío tomen lo que desean. Según nuestros relatos, por escasos que sean, parece que esa fue la única alternativa que la humanidad no ha explorado jamás. Una experiencia enviada por el Único que rechazamos.»
Echo alzó la mirada, revelando tanta sorpresa al leer las palabras como Bellamy al escucharlas. La pluma siguió escribiendo.
—«Y aparte de eso, tenemos motivos para desconfiar de la palabra de un ladrón, alto príncipe Griffin.»
Bellamy gimió. Conque eso era de lo que trataba todo, la armadura esquirlada de Clarke. Miró un momento a Echo.
—¿Averiguas más e intentas apaciguarlos?
Echo asintió con la cabeza y empezó a escribir. Bellamy apretó la mandíbula y cargó de nuevo contra Kadash. El fervoroso trabó su espada, lo agarró por la takama con su mano libre y tiró de él hasta quedar cara a cara.
—El Todopoderoso no está muerto —siseó Kadash.
—En otros tiempos, me habrías aconsejado. Ahora me miras iracundo. ¿Qué ha pasado con el fervoroso que conocía, el hombre que había tenido una vida de verdad y no se había limitado a observar el mundo desde altas torres y monasterios?
—Que está asustado —dijo Kadash con voz suave—. Que de algún modo ha fracasado en su deber más solemne para con un hombre al que admira profundamente.
Trabaron también las miradas, además de las espadas, aunque ninguno de los dos estaba haciendo un intento serio de empujar al otro. Por un instante, Bellamy vio en Kadash al hombre que siempre había sido. Al amable y comprensivo modelo de todo lo que tenía de bueno la Iglesia Vorin.
—Dame algo con lo que pueda ir a los vicarios de la iglesia —le suplicó Kadash—. Retráctate de tu afirmación de que el Todopoderoso está muerto. Si haces eso, puedo lograr que acepten el matrimonio. Hubo reyes que hicieron cosas peores sin perder el apoyo vorin.
Bellamy cuadró la mandíbula y negó con la cabeza.
—Bellamy…
—Las falsedades no hacen bien a nadie, Kadash —dijo Bellamy, retrocediendo—. Si el Todopoderoso está muerto, fingir lo contrario es pura estupidez. Necesitamos esperanza real, no fe en mentiras.
Por toda la sala, no pocos soldados habían interrumpido sus lances para mirar o escuchar. Los maestros espadachines se habían acercado por detrás de Echo, que seguía intercambiando palabras políticas con la reina iriali.
—No renuncies a todo lo que hemos creído siempre por unos cuantos sueños, Bellamy —dijo Kadash—. ¿Qué hay de nuestra sociedad, de nuestra tradición?
—¿Tradición? —replicó Bellamy—. Kadash, ¿te he hablado alguna vez de mi primer entrenador de esgrima?
—No —dijo Kadash. Frunció el ceño y amagó una mirada a los demás fervorosos—. ¿Fue Rembrinor?
Bellamy negó con la cabeza.
—En mi juventud, nuestra rama de la familia Griffin no tenía grandiosos monasterios ni hermosos campos de práctica. Mi padre tuvo que buscarme un maestro a dos pueblos de distancia. Se llamaba Harth. Era joven, no un auténtico maestro espadachín, pero sí lo bastante bueno.
»Daba mucha importancia al procedimiento correcto y no empezó a entrenarme hasta que aprendí a ponerme una takama como debía hacerse. —Bellamy señaló la takama que llevaba puesta—. No me habría permitido combatir así. Hay que ponerse la falda, luego la sobrecamisa y luego dar tres vueltas al cinturón de tela y atarlo.
»A mí me parecía un incordio. El cinturón apretaba demasiado, envuelto tres veces. Había que tirar fuerte para tener con qué hacer el nudo. La primera vez que fui a los duelos del pueblo de al lado, me sentí como un idiota. Todos los demás llevaban sendos buenos trechos de cinturón colgando por delante de las takamas.
»Pregunté a Harth por qué nosotros lo hacíamos de otra manera. Me dijo que era la forma correcta, la forma auténtica. Así que, cuando mis viajes me llevaron al pueblo natal de Harth, busqué a su maestro, un hombre que había entrenado con los fervorosos de Kholinar. Insistió en que esa era la manera correcta de anudar una takama, tal y como él la había aprendido de su propio maestro.
La multitud que estaban atrayendo no dejaba de crecer. Kadash frunció el ceño.
—¿Dónde quieres llegar?
—Encontré al maestro del maestro de mi maestro en Kholinar, cuando la tomamos —dijo Bellamy—. Era un fervoroso anciano y marchito, que estaba comiendo curry y pan ácimo y le traía sin cuidado quién gobernara la ciudad. Le pregunté. ¿Por qué das tres vueltas al cinturón cuando todos los demás creen que tienen que ser dos?
»El viejo se rio y se levantó. Me sorprendió ver que era exageradamente bajito. Exclamó: "¡Si solo me lo envuelvo dos veces, me cae tanto que tropiezo!"
La sala quedó en silencio. A un soldado que había cerca se le escapó una risita, pero la cortó al instante: ningún fervoroso parecía muy risueño.
—Adoro la tradición —dijo Bellamy a Kadash—. He luchado por la tradición. Obligo a mis hombres a seguir los Códigos. Defiendo las virtudes vorin. Pero ser tradicional no convierte nada en válido, Kadash. No podemos dar por sentado que solo porque algo sea antiguo vaya a ser cierto.
Se volvió hacia Echo.
—No da el brazo a torcer —informó Echo—. Se empeña en que eres un ladrón del que no hay que fiarse.
—Majestad —dijo Bellamy—, me llevas a creer que dejarías caer naciones y destripar a hombres por un mezquino agravio del pasado. Si mis relaciones con el reino de Rira te impulsan a apoyar a los enemigos de toda la humanidad, entonces quizá deberíamos considerar una reconciliación en persona para evitarlo.
Echo asintió al oírlo, aunque enarcó una ceja mirando al público que habían congregado. Opinaba que aquello debería haberse hecho en privado. Bueno, quizá tuviera razón. Pero a la vez, Bellamy sentía que lo necesitaba. No habría sabido explicar por qué.
Alzó su espada hacia Kadash en señal de respeto.
—¿Hemos terminado?
Por toda respuesta, Kadash corrió hacia él enarbolando la espada. Bellamy suspiró y se dejó tocar por la izquierda, pero el lance terminó con su espada nivelada contra el cuello de Kadash.
—No es un toque válido en duelos —protestó el fervoroso.
—Estoy poco duelista últimamente.
El fervoroso hizo un ruido gutural, apartó el arma de Bellamy y embistió contra él, pero Bellamy le agarró el brazo y lo hizo girar con su propio impulso. Empujó a Kadash al suelo y lo retuvo allí.
—Esto es el fin del mundo, Kadash —dijo—. No puedo confiar porque sí en la tradición. Necesito saber los porqués. Convénceme. Dame pruebas de lo que afirmas.
—No deberías necesitar pruebas del Todopoderoso. ¡Hablas igual que tu sobrina!
—Me lo tomo como un cumplido.
—¿Y qué hay… qué hay de los Heraldos? —preguntó Kadash—. ¿A ellos los niegas, Bellamy? Eran sirvientes del Todopoderoso, y su existencia demuestra la de él. Tenían poder.
—¿Poder? —dijo Bellamy—. ¿Como este?
Absorbió luz tormentosa. Se alzó un murmullo entre los soldados cuando Bellamy empezó a brillar, y entonces hizo… otra cosa. Tomó el mando de la luz. Se levantó del suelo dejando a Kadash pegado en un charco de luz radiante, que lo retuvo con firmeza enlazándolo a la piedra. El fervoroso se retorció, indefenso.
—Los Caballeros Radiantes han vuelto —dijo Bellamy—. Y sí, acepto la autoridad de los Heraldos. Acepto que una vez existió un ser llamado Honor, es decir, el Todopoderoso. Nos ayudó, y recibiría ahora mismo su ayuda de mil amores. Si puedes demostrarme que el vorinismo, tal cual predica ahora, es lo que enseñaban los Heraldos, volveremos a hablar del tema.
Soltó la espada a un lado y anduvo hasta Echo.
—Bonito espectáculo —dijo ella en voz baja—. Supongo que iba dirigido a todos, no solo a Kadash, ¿verdad?
—Los soldados tienen que saber cuál es mi postura en relación con la iglesia. ¿Qué dice nuestra reina?
—Nada bueno —musitó ella—. Dice que le envíes un acuerdo para la devolución de bienes robados y entonces se lo pensará.
—Tormentosa mujer —dijo Bellamy—. Está empeñada en llevarse la armadura esquirlada de Clarke. ¿Su reivindicación tiene validez?
—No mucha —dijo Echo—. Obtuviste esa armadura esquirlada por matrimonio, y fue con una ojos claros de Rira, no de Iri. Es cierto que los iriali se adjudican a su nación hermana como vasalla, pero aunque el vasallaje no estuviera disputado, la reina no guarda ningún parentesco con Evi ni con su hermano.
Bellamy gruñó.
—Rira nunca tuvo fuerza suficiente para intentar reclamar la armadura esquirlada. Pero si puede poner a Iri de nuestra parte, me lo pensaré. Quizá pueda aceptar que… —Calló un momento—. Espera, ¿qué es lo que has dicho?
—¿Eh? —dijo Echo—. ¿Sobre…? Ah, claro, que no oyes su nombre.
—Dilo otra vez —susurró Bellamy.
—¿El qué? —preguntó Echo—. ¿Evi?
Los recuerdos surgieron en la mente de Bellamy. Le flaquearon las piernas y se derrumbó contra el escritorio, con la sensación de haber recibido un martillazo en la cabeza. Echo hizo llamar a médicos y les dio a entender que el entrenamiento lo había dejado demasiado exhausto. No era eso. Era algo que ardía en la mente de Bellamy, el súbito impacto de una palabra pronunciada.
«Evi.» Podía oír el nombre de su esposa.
Y de pronto, recordó su rostro.
