Capítulo 34

(traducido al español por las queridas Anneth y Nuria)

28 de enero, 1897 (viernes)

A pesar de que era ya al final de la mañana – casi era medio día – la mujer que sostenía este pequeño bebé en sus brazos, que estaba todo envuelto y cubierto, sintió el frío agarrarse a su cara como si fuera una segunda piel. Su respiración acelerada salía a través de las fosas nasales como nubes dentro del carruaje que aceleraba. Todo estaba congelado y tranquilo fuera. Bañado por un glorioso sol de invierno, que a pesar de su brillo, no era lo suficientemente fuerte para descongelar el hielo que brillaba en los árboles y en las briznas de hierba en los campos, como miríadas de minúsculos diamantes.

El pequeño bebé se mantenía tranquilo envuelto en su manta. Demasiado tranquilo de hecho, lo que hizo que Abigail Fowler estuviera nerviosa. ¿Estaba vivo?... quizás moriría para cuando llegara a su destino. Los recién nacidos realmente no están listos para viajar, y éste había dejado el vientre de su madre no hacía más de dos horas. Ella lo sabía, había estado allí. Le había ayudado al doctor, siendo una de sus parteras ayudantes.

Sacó un pequeño espejo de su bolsillo del vestido y lo puso justo frente de su pequeña rosada y aplastada nariz. Esperó un momento. Cuando vio que el espejo se empañaba, dejó salir un suspiro de alivio. Pronto estarían en el interior del tren a Londres y haría más calor allí.

La confirmación de que el bebé estaba aún vivo le trajo de nuevo una oleada de culpa, que se quedó en la mitad de su garganta como una piedra, haciéndole difícil respirar. A pesar del denso frío, sintió la nuca empapada en sudor. Con un movimiento acelerado sacó del bolsillo de su abrigo un delicado pañuelo de color blanco perla.

La culpa que la estaba atormentando en aquel momento había surgido desde que este niño había respirado por primera vez.

Había sido planeado desde el comienzo. Ella sabía que este doctor le quitaría este bebé a la madre. Ella era una mujer joven, de unos 20 años, igual que Abigail. Aunque ahí era donde terminaban sus similitudes. Esa mujer, que Abigail solo conocía como la señora Graham, era muy guapa. Abigail hubiera jurado que no había visto otra mujer tan bella. Y con una linda forma de ser que igualaba a su belleza, lo que hacía que la labor de Abigail fuera más difícil de excusar internamente. Ojalá su familia no necesitara el dinero que el Dr. Gardner le daba.

El recién nacido hizo una mueca y se estiró en sus brazos. Abrió sus ojos y la miró. Eran tan oscuros como las aguas del mar del Norte lo eran. Ella sintió como si estuviera siendo examinada por su mirada gris oscura. Instintivamente acarició su frente y bajó su pequeño gorrito de lana, para cubrir su cara tanto como fuera posible. Estarían más abrigados en el tren a Londres, pero por ahora, ella trataba de mantenerlo tan caliente como le fuera posible. No debería sentirse culpable. Este pequeño tendría una buena vida. Iba a tener padres amorosos, quienes no habían sido bendecidos por la naturaleza para tener su propio hijo. A cambio, derramarían todo su amor en este pequeño, a quien estaban desesperados por tener. La joven madre... era joven... y el haber dado a luz en un lugar tan apartado como la Vieja Vicaría... mostraba que no la acompañaba la suerte. Ella había visto esos casos antes. Mujeres jóvenes e impresionables con rostros como rosas en flor, ciegas por la labor de Cupido, enamoradas de algún aristócrata, sin poder creer su buena fortuna... Abigail no había visto a un esposo allí, ni siquiera a un hombre que se supusiera fuera su pareja. No había ninguno. La señora Graham... trató de ocultarlo lo mejor que pudo, pero Abigail no se dejó engañar. Lo notaba, ella había estado angustiada, asustada. Iba a dar a luz a mellizos. Dar a luz así no iba a ser fácil, como el Dr. Gardner le había informado. Uno de los mellizos estaba en mala posición y tendría que nacer de nalgas. Él le informó que quizás el bebé no sobreviviría, pero que haría lo que pudiera...

Abigail tuvo que admitirlo, su corazón se encogió cuando vio la expresión de preocupación en los ojos de la señora Graham. Pero la frecuencia de sus contracciones se estaba acortando. Solo había una forma de seguir adelante. Los bebés estaban por nacer. Lo único que podían esperar era tener la bendición de Dios, y con la habilidad del buen doctor, tratar de que los bebés nacieran de manera segura.

El Dr. Gardner tenía tendencias modernas en cuanto a los nacimientos se refería. Después de todo, si la reina Victoria usaba cloroformo para aliviar los dolores de parto y tener una experiencia menos estresante, no iba a fruncir el ceño; como lo hacían la mayoría de sus colegas, aunque cada vez menos con cada nacimiento exitoso. Abigail y Prudence, las dos parteras, tenían todo arreglado para que estuviese listo en el momento que se requiriera. Agua caliente, toallas. Había un gran fuego crepitando en la chimenea. Los dueños de la Vieja Vicaría eran muy discretos. Habían mantenido la habitación colindante a la de la señora Graham vacía y habían limitado los movimientos y el ruido en la casa principal para no molestar el nacimiento.

"Todo estará bien señora Graham", le había dicho Abigail mientras la mujer apretaba fuerte su mano cuando la siguiente oleada de contracciones se apoderó de su cuerpo. Gotas de sudor brillaban en su frente. La partera sintió el calor en la habitación también. El doctor Gardner había puesto la dosis de cloroformo con un cuentagotas en el pañuelo de algodón, el que le dio a la futura madre para que respirara, cubriendo su nariz y boca con él. Ella siguió sus instrucciones al pie de la letra.

Los efectos del cloroformo fueron obvios casi de inmediato. Las facciones de la joven se relajaron. Cuando llegó la nueva oleada de contracciones el doctor estaba listo en posición para el nacimiento. La droga se había llevado el filo del dolor, haciendo más fácil para la madre llegar hasta la fase final del parto.

Abigail secó su cara enrojecida. "Está mejor ahora señora Graham, ¿verdad?", le preguntó. La mujer se giró. Sus ojos azul cielo brillaban como el sol de invierno que ascendía en el horizonte. La madrugada llegaba más tarde en el invierno, pero parecía que iba a ser un día luminoso esa mañana. La mujer asintió mientras tomaba aliento, después de haber pujado las primeras veces. Tomó la mano de Abigail y la apretó de nuevo.

"Lo está haciendo muy bien Señora Graham", Abigail animó a la mujer, y mantuvo apretada su mano de nuevo en cuanto ella empezó a pujar de nuevo, siguiendo las instrucciones del doctor.

El primer bebé nació justo después de las ocho y media. Sin complicaciones, un parto de manual, le había dicho el doctor. El llanto del bebé varón llenaron la habitación en el momento en que vino al mundo, mientras el doctor Gardner lo levantó con una sonrisa. Se veía como una roja y mojada ciruela, con un parche de cabello oscuro pegado a su frente.

El carruaje llegó a la estación de trenes de Cambridge. El tren para Londres saldría en 10 minutos. Con cuidado para no deslizarse en el pavimento congelado, ella llegó a la plataforma con la ayuda del cochero. Le dio las gracias y le dio una generosa propina por su ayuda y discreción. Era viernes por la mañana y el tren estaba bastante lleno a pesar del cortante frío. Un velo denso del humo del motor había rodeado los vagones del tren. Abigail fue muy cuidadosa. Sentía que su corazón se aceleraba dentro de su pecho.

El esposo de la señora Graham no se había aparecido por la casa y nadie sabía si él iba en camino. Quizás él había desembarcado de este tren, justo en este momento. El pequeño bebé parecía sorprendido por todo el ruido y la conmoción. No tardaría mucho en empezar a llorar. El efecto del cloroformo ya casi se había ido. Encontró el vagón en dónde el doctor Gardner le había reservado un compartimento. Entró directamente y se dirigió a la cabina. Entró y cerró la puerta tras de sí, amortiguando el ruido. Se quedó quieta por un momento con el bebé en sus brazos y aprovechó la oportunidad para calmarse Estabilizó su respiración. Sus latidos del corazón se apaciguaron. Respiró hondo y trató de tranquilizar sus pensamientos.

26 de junio, 1925 (viernes)

Terry no tenía la fortaleza de volver su cara para enfrentarla, pero no tenía que hacerlo para saber que sus acciones lo estaban alejando a Candy. ¿No era por ella que había cruzado el océano? Revisitando a su pasado. Si él había venido para decirle que todavía la amaba, había fallado de una manera espectacular. De hecho, se había descarrilado tanto, que no sabía si podría retomar su camino, o si quería hacerlo.

"Has metido la pata hasta el fondo, hijo mío". Llegó a su mente la voz de Robert cada vez que había hecho algo mal. Con su profunda voz de tenor, cuando sonaba serio. Pero no lo suficientemente serio para permitir que sus ojos se suavizaran mientras ponía sus manos en los hombros de Terry.

"Todavía puedes alejarte del borde... aún no has caído", añadiría y justo cuando se alejaba concluiría "Al menos por el momento" lo que le daba temor a Terry. Todos esos años creciendo sin alguien que le pusiera atención, además de todo el abuso físico y verbal que lo había dejado sin ninguna brújula en su vida. Sin saber si lo estaba haciendo mal o bien. Todo lo que él hacía, lo hacía hasta cierto punto para conseguir una reacción, para hacerse notar. Por esto es como había llegado incluso a disfrutar perversamente algunas veces el castigo que recibía.

Candy había sido la primera persona que le había mostrado lo que significaba escoger el bien o el mal. Sus acciones se quedaban aisladas en el mundo. Él hería a las personas con ellas. La hería a ella, hería a su madre, sintiéndose vengativo contra ella. Porque lo había abandonado a su padre, no queriendo reconocerlo como su hijo en público, también lo había herido cuando crecía.

Cuando Candy se fue, se rompió esa brújula. Descendió en espiral por un camino oscuro muy peligroso y sin frenos. Si no fuera por aquella visión que tuvo de ella, en el interior de aquel tugurio ruinoso de teatro, en aquel lugar olvidado por Dios en el que se había metido. Actuando en ese escenario, medio trastornado, borracho, realmente no sabía qué hubiera sido de él. Con los años dejó de beber, pero si tenía una recaída con esa tendencia del pasado, y tuvo algunas en ese periodo de diez años, Robert estaba allí para recordárselo.

Sintió un apretón en su brazo y unos ojos en su cara. Marion volvió a su punto de mira.

"¿Terry?..." la escuchó preguntando su nombre. Los ojos de ella buscaron los suyos, mientras él volvía al presente. "Espero que mi beso no te haya convertido en una piedra...", le dijo, en un tono medio divertido, pero inquisitivo al mismo tiempo. Él trató de encontrar palabras pero no le salían. Era como si se le hubiera olvidado cómo hablar.

"Deberíamos regresar", se las arregló para decir, mientras toda la jovialidad de su mirada había desaparecido. Marion no esperaba ese abrupto cambio en su comportamiento, y lo sintió como un balde de agua fría que había caído sobre su buen humor. Abrió su boca para decir algo, pero él ya había comenzado a caminar hacia la puerta. Él se detuvo y se giró para mirarla.

"¿Vamos?", le preguntó, con el tono de su voz tan seria como su expresión. Ella se dio cuenta que había permanecido con la boca abierta. La mirada de él no le dejaba espacio para ninguna otra discusión. Ella cerró la boca y llenó sus pulmones con un gran suspiro, antes de admitir en voz alta su fastidio "actores... realmente les falta un tornillo" y sus ojos se fijaron en el rostro de él mientras caminaba en su dirección.

"Yo diría, que se necesitaría más de un tornillo para perder la cabeza...", le susurró mientras entraban al gran salón, en donde estaban todos, y la protesta que Marion tenía en mente solo podía ahogarse en el ruidoso murmullo de la conversación de la gente. Él escaneó la multitud buscando a Candy, pero no la veía. Faltaba Christian también.

Al interior del espacioso salón, John Barrymore había creado su propio séquito. Dirigido por el padre de Marion, todos querían escuchar al legendario actor recitar algo, cualquier cosa. Solo para escuchar algunas palabras famosas del soliloquio de Hamlet.

"Ser o no ser...", esta no era solamente la pregunta de Hamlet, sino la de Terry también. Algo que él se había preguntado muchas veces. Como una carta en circulación, llegaba y se iba de su mente durante todos esos años lejos de la chica que le había robado su corazón, en una noche de año nuevo, a bordo del Mauritania. Rechazado por su madre en Nueva York, en su viaje de regreso a Gran Bretaña, con las olas del Atlántico que se reflejaban dentro de sus ojos, que le habían parecido muy atrayentes. Recordaba el frío de la niebla acariciando su cara y las lágrimas haciéndose un camino amargo a lo largo de sus mejillas.

La voz de ella había salido justo de esa niebla. Como una sirena de mar, ella había llamado su atención, y destrozado sus pensamientos sombríos. La rabia había surgido, se había encendido como un fuego dentro de sus ojos. Nadie lo había visto llorar antes. Él no lo había permitido. Él se había acercado a ella como lo había hecho con cualquier otra persona en su vida. Enseñando los dientes, a la defensiva, ofendiendo. Con una mirada dura y una lengua afilada como un cuchillo. La llamó loca, ciega, ¿era tonta por preguntarle si estaba llorando? ¿Y qué le pasaba en la cara? Manchada con un bosque de pecas, y con una nariz chata.

De todas formas, ella lo sorprendió. No vaciló, ni huyó de allí. Se mantuvo firme y afiló sus palabras para igualarlo. En la penumbra de la cubierta del barco, llamas verdes ardían en sus ojos, mientras sonaba la campana dando las doce. Un poco después, la alegre canción a coro que provenía del salón viajó con el viento.

"¿Deberían olvidarse las viejas amistades

y nunca recordarse?

¿Deberían olvidarse las viejas amistades

y los viejos tiempos?

Allí estaban ellos dos, midiéndose uno contra el otro. Él se había girado y la había dejado sin decir nada más. Pero ella ya se había metido dentro de su mente para siempre.

Su mirada fue captada por los ojos de Robert quién le hizo una señal con la cabeza para que se uniera al grupo. A decir verdad, además de ayudar con las cosas prácticas de preparar la apertura de la obra, Terry no había participado mucho en la parte de promoción. No pensaba que necesitase hacerlo, ya que el nombre de Barrymore estaba en la marquesina. Miró a su lado. Marion se había separado de él. Molesta como estaba con él por haberla decepcionado, cortando el breve interludio de la manera más abrupta, ahora parecía que estaba disfrutando de la compañía de otro hombre, riendo y obviamente coqueteando...

No le sorprendía su postura. Él conocía todos esos pequeños juegos que algunas mujeres utilizaban con él. Bajo ningún concepto él se aprovechaba de las mujeres, ni jugaba con sus sentimientos. Si a él le gustaba alguien, lo mostraba. Y a él le gustaba Marion. Quizás un poco más de lo que lo haría bajo otras circunstancias, al ser empujado por la actitud de Candy hacia él, por la cuidadosa indiferencia que mostraba hacia él. Pero, cuando ella lo pilló besando a Marion, no se mostró tan indiferente.

De hecho, si Marion se molestaba un poco, lo hacía sentirse un poco más aliviado. Porque necesitaba encontrar a Candy. Ya había pasado algún tiempo desde que él estaba en Londres. Hubo momentos cuando estuvo a punto de luchar por ella, para atraer su atención. Pero por otra parte, Christian se veía era un tipo decente. También parecía guardar secretos, pero su actitud hacia Candy aparentaba ser suficientemente genuina. La amaba. En esos momentos Terry estaba listo para tirar la toalla. Aceptar que ya había corrido suficiente tiempo, demasiado, por lo que no había vuelta atrás para él y para Candy.

Pero...y ese pero asomaba en su mente, cuando permanecía desvelado en su cama por la noche. Todos esos pensamientos blancos y negros que tenía, eran solo suyos. Nunca había tenido la oportunidad de hablar íntimamente con ella, llegar al fondo de lo que lo mantuvo vivo por diez años. Él tenía que averiguar si ella tenía sentimientos por él o no. Entonces y solo entonces, él podría moverse hacia un lado u otro, para pretenderla o dejarla ir.

"¡Terence, amigo, aquí estás!", exclamó John con su voz profunda. Abrió sus brazos, haciendo espacio para que Terry entrara a su círculo. Puso su mano sobre su hombro mientras se dirigía a la gente que lo rodeaba.

"Ahora, si quieren escuchar a Hamlet diciendo aquellas famosas palabras, deberían escuchar a este joven", dijo y se giró para mirar a Terry, quien sonrió ante el guiño de John.

Este era el peor momento para que le pidieran que recitara a Shakespeare, pero en aquella situación concreta, no había forma de decir que no. Aunque amablemente trató de salirse de allí. Una oleada de protestas entusiastas contradijeron su objeción. La atención de Marion había regresado a él, mientras él la miraba. El malvado arco de las cejas de ella le dijo que lo estaba disfrutando. Él le había hecho saber que no le gustaba ser el centro de atención de ninguna situación social.

Justo antes de aclarar su garganta, vio a Archie preocupado a la distancia y no de buena manera. Sintió un puño en el estómago, pensando que aún Candy no había aparecido, sin mencionar que la ausencia de Christian era más que notoria. Hacía ya un largo rato que había salido para tomar algo de aire. Respiró profundamente. Realmente el espectáculo debía continuar.

Repentinamente, las puertas se abrieron y una oleada de viento húmedo y frío entró, de la misma manera que dos hombres vestidos con trajes de policía, siguiendo a un sirviente, quien los llevaba directo hacia Sir Edward. Él hizo un gesto con su mano, pidiendo a Lord Wooster que se acercara. Se dijeron algunas frases discretamente, y a pesar del efecto que esta entrada repentina tuvo en la fiesta, cuando todos se detuvieron de por un momento, incluyendo el recital de Terry, solo las caras de los dos hombres se volvieron blancas como las paredes de la habitación. Lord Wooster partió apurado con los policías, mientras Sir Edward miró a su alrededor, como si estuviera buscando a alguien. Elizabeth, su esposa y Marion se acercaron a él inmediatamente.

Un aire de inquietud creció en la habitación, como el musgo en el margen del río.

"Me temo que ha habido un robo en la casa de Lord Wooster al lado y un hombre ha sido herido seriamente", anunció Sir Edward en medio del silencio. Un sonido colectivo de horror se alzó en la habitación.

Justo entonces los ojos de Terry se encontraron con los de Candy, quien estaba de pie al otro lado, habiéndose unido al grupo en ese momento. Por la apariencia de su cara, inmediatamente se dio cuenta de lo mismo que ella estaba pensando. Como un disparo ella salió corriendo hacia la puerta principal de la mansión.

Sin ningún otro pensamiento se giró para seguirla, en el mismo segundo las palabras de Marion alcanzaron sus oídos.

"Christian ha sido apuñalado",

Terry alcanzó la puerta con movimientos enfebrecidos. La lluvia caía sin parar. Gritó el nombre de ella, pero ella no se detuvo. Corrió tras ella.

*Nota del traductor:
Esta canción escocesa "Auld Lang Syne", se canta típicamente la noche de año nuevo.