Conocimiento

Cuando vio que su marido tardaba demasiado en volver, la alquimista Marie Simmons llamó a la policía. No les costó mucho encontrar el cadáver, empapado por la fuerte lluvia que había empezado a caer, sin cabeza y con cinco extrañas marcas en el torso.

A la semana siguiente Marie continuaba destrozada. Había ofrecido una jugosa recompensa a quien le diese alguna pista sobre el paradero del asesino, pero aún no había recibido noticias. También había empezado a investigar sobre la misteriosa Piedra Filosofal, ya que había tomado la decisión de resucitarlo. La Iglesia diría que estaba prohibido, pero a la mierda. Los curas no entendían de amor.

Y sumida en sus estudios estaba cuando apareció él. Un hombre moreno de extraño peinado y con lentes oscuras entró en la habitación, como salido de la nada. Parecía bastante debilitado.

-¿¿Quién eres tú?

-Eso carece de importancia.

Sí, definitivamente estaba débil. Resoplaba continuamente y apoyaba un brazo en la pared, si bien ligeramente.

-¡¿Eres el asesino de mi marido!

-No. Pero sé quién fue.

Marie se quedó helada de asombro. El hombre seguía resoplando.

-¿¿Quién? ¿¿¿Por qué?

-Necesito piedras rojas...

-Piedras... ¿Piedras Filosofales imperfectas?

-Sí. Vaya, creí que no ibas a saber eso. Tus fuentes son buenas.

-¿Sabes lo que estoy investigando...?

-Sí. Ella me lo dijo.

La alquimista empezaba a sentirse mareada. Aquello era abrumador e incomprensible. ¿Qué demonios estaba ocurriendo?

-¿Ella?

-La que ordenó su asesinato. Escucha. Tienes que crear piedras rojas. Tienes que dármelas. Y tienes que jurar que usarás la Piedra Filosofal conmigo una vez hayas resucitado a tu marido con ella. A cambio te diré todo lo que deseas saber y podrás vengarte. ¿Aceptas?

Hubo un momento de silencio, hasta que la alquimista se recuperó un poco.

-Trato hecho...

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Agonizaba con medio cráneo desaparecido y los sesos al descubierto, pero la agonía era lo de menos. Esta vez había ocurrido algo distinto. Recordaba retazos de lo que había visto al otro lado de la Puerta. Recordaba su naturaleza, la del mundo que acechaba detrás del umbral. Sabía una forma de convocarla sin riesgos. Y eso era lo único que importaba, no la agonía, no la muchacha que la miraba aterrorizada, no los inhumanos sonidos que se escuchaban a su lado, ni siquiera la Piedra que tenía en la mano.

Y habría muerto de no haberla espabilado el hombre que la asistía, ensimismada en su comprensión de lo que nadie había comprendido antes de ella.