Capítulo XIX

Décimo novena sesión

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Para InuYasha el recorrer las calles, desde la estación de tren hasta la casa de su madre, tenía un efecto contrapuesto. Por una parte, sentía una gran alegría de verla y estar con esa mujer fuerte que lo había criado prácticamente sola; por otra parte estaba el recuerdo de la peor depresión que había vivido en su vida. La parte más crítica duro algo más de un mes, sin embargo él sentía aquellos días como si fuesen años. En medio de ese tiempo había tenido la oportunidad de ver lo más oscuro que habita en un ser humano y su lucha, silenciosa e inmóvil, había pasado por no obrar todo lo que se gestaba en su mente.

Desvió la mirada, no quería rememorar aquellas ideas funestas que lo habían acompañado. No obstante, como cada vez que venía al poblado en que creció, tenía que pasar por los mismos viejos lugares en los que dejó un trozo de corazón: el instituto y el árbol aquel en el que ella le había dado esperanzas y luego las había pisoteado.

Continuó el camino con ambas manos en los bolsillos y un morral a medio llenar cruzado por el pecho, como poco más que una muda de ropa y su cepillo de dientes. Esperaba no quedarse más de dos días, aunque eso implicaba viajar de regreso a Tokio recién el día viernes.

Al girar en una de las calles pudo ver la casa en la que había crecido, el color blanco de las paredes iba presentando manchas de color ocre que parecían acentuarse más cada vez que venía, del mismo modo que lo hacía el desgaste del barniz en la madera de la parte baja. El lugar no era particularmente bonito, las calles estaban limpias, sin rayados y con cierto orden que permitía el paso de las personas, las bicicletas y algún coche pequeño. InuYasha era consciente de lo lejos que parecía estar de todo, y de lo que era su mundo ahora mismo, sin embargo seguía representando un hogar para él.

Antes de entrar, observó la pequeña casa del anciano Myoga, que parecía cerrada del todo. En la parte baja aún se mantenía el local que ha había sido una tienda de alimentación hasta hace un par de años, momento en que el hombre había decidido que quería descansar y dedicar algo más de tiempo a la encuadernación, una afición que tenía y que intentó enseñar a InuYasha durante su último año de instituto.

—Ya estás aquí.

Escuchó a su madre, que estaba a unos pasos por detrás de él. Traía consigo una bolsa con algunas verduras e InuYasha de inmediato supo que esperaba prepararle la comida.

—Permíteme —le indicó, tomando su carga.

—¿Qué tal viaje has hecho? —la voz de su madre siempre le resultaba amable y llena de amor. La abrazó por los hombros y caminó con ella de ese modo el par de pasos que había hasta la puerta.

—Han sido las tres horas y media más aburridas en mucho tiempo —confesó, a pesar de saber que su madre aprovecharía aquello para decirle que volviese al poblado.

—No te diré lo que siempre te digo —le sonrió.

No, no lo había hecho y sin embargo era igual. InuYasha le sonrió y se inclinó para dejar un beso sobre el pelo de su madre. En ocasiones se preguntaba por qué una mujer tan hermosa y dulce nunca había vuelto a unirse a nadie.

Entraron en casa e InuYasha recordó lo baja que era la puerta de entrada y el piso de abajo en comparación al apartamento en que vivía en Tokio. Dejó la bolsa sobre la mesa de la cocina y su propio morral sobre una de las sillas.

—¿Myoga sigue en el hospital? —había viajado tanto y en un día entre semana, porque su madre le había avisado de la hospitalización del anciano.

—Sí, dentro de unas horas podrá volver a casa, habrá que ir por él —le explicó—. Siento que hayas venido de tan lejos para algo que resultó no ser grave como pensé en un principio. Me asusté —concluyó la mujer.

—Mamá, pude venir y ya está. Me alegra que lo de Myoga no sea más que un tema de tensión, aunque tendrá que dejar la soja —sonrió, mientras sacaba la compra de la bolsa. Sabía que cuando le mencionaran las restricciones al anciano éste comenzaría con una retahíla de quejas.

—Gracias hijo —aceptó la mujer, mirando con detención a ese hombre que había sido su mayor razón de fortaleza durante tantos años. No pudo evitar rememorar a su padre en el rasgo blanquecino de su pelo y en el dorado de sus ojos, aunque se reconocía a sí misma en la sonrisa que solía darle—. Venga, vamos a preparar algo de comer y separemos una parte sin sal para Myoga.

De ese modo ambos se dieron con la labor, además de ponerse al día en cosas triviales. InuYasha agradecía que su madre no fuese de las que preguntaba permanentemente por su vida privada, parejas y demás cuestiones. Él le hablaba del trabajo y de la nueva forma en que preparaba el ramen; no le quiso hablar de las terapias, ni de Kagome.

Al llegar junto a Myoga, que aún estaba en su cama de hospital, el anciano le sonrió casi con devoción. Era un hombre solo y sin familia, nunca había hablado de hermanos, una única vez le contó a InuYasha sobre una novia de su juventud, con la que tuvo la intención de casarse; nunca llegó a contarle por qué no lo había hecho, aunque InuYasha pensaba que era porque al hombre le gustaba su independencia.

—Muchacho —dijo, queriendo expresarlo a viva voz, aunque contenido por el lugar y los compañeros que tenía en la habitación.

—¿Cómo estás Myoga? —el trato entre ellos siempre había sido de amigos, lo que añadió respeto y honor a su relación.

—Ya ves, sigo aquí —sonrió el anciano, mostrando su rostro poblado de arrugas.

—Nos has dado un buen susto —agregó InuYasha, recibiendo la mano que el hombre le había tendido como saludo.

—Bueno, no fue más que un susto —intentó quitarle importancia, aunque InuYasha podía notar por el tono de su amigo, que él también pasó un mal momento—. Me alegra verte ¿Cuándo fue la última vez?

—Primavera —aclaró InuYasha.

—Casi medio año —sentenció, con un cierto tono de reproche.

—Ya sabes, el trabajo…

—El ser joven —lo interrumpió el anciano. InuYasha sonrió—. Anda, cuéntame ¿Alguna chica? —la pregunta era habitual, cada vez que se veían se la hacía; en eso Myoga no era como su madre.

InuYasha tuvo que esperar un momento para responder aquello. Su mente traicionera trajo de inmediato la imagen de Kagome y notó como el pecho se le inflamó con una sensación muy parecida a la felicidad.

—Nada —dijo, sin más. En silencio agrego un: qué se pueda contar aún.

—Oh, vaya —se lamentó el anciano, del mismo modo que hacía siempre que le formulaba aquella pregunta—. Pues, que sepas que hace unas horas vi a la chica Tsuji, la que iba al instituto contigo.

Kikyo.

—Vaya —fue todo lo que dijo InuYasha.

—Sí, su padre aún es médico en este hospital y creo que ella ha vuelto al pueblo por una temporada —Myoga era muy dado a contar los entretelones de la vida de los demás. De normal a InuYasha no le importaba dejar que el anciano le contase historias sobre personas que conocía muy poco, sin embargo en este caso no se sentía para nada cómodo.

—Mamá debe estar por llegar, estaba buscando al médico que te dará el alta —comenzó a decir, como un modo de cambiar el tema.

—Gracias —respondió, sin mucho interés—. Dicen las enfermeras que la chica Tsuji se iba a casar y que suspendió la boda. Aún no saben la razón.

—Y no tienen por qué saberla —cortó, InuYasha, mucho más severo de lo que pretendía.

Él imaginaba que Kikyo había seguido su vida, hacía muchos años que ellos separaron sus caminos; aun así no le era grato saber de ella.

—Siento si te he molestado, muchacho, son muchas horas de espera aquí —se disculpó el anciano. No es que supiese algo concreto sobre InuYasha y la chica Tsuji, sin embargo lo llegó a sospechar cuando el muchacho parecía estar en las nubes, durante el último curso en el instituto.

—No, Myoga, yo lo siento…

—Señor Myoga, lo veo bien —Izayoi entró en la habitación e InuYasha se quedó mirando a través de la puerta como si esperara a que alguien apareciese tras ella.

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Ya pasaban de las ocho de la noche e InuYasha se encontraba en la que había sido su habitación hasta hace unos años. Todo estaba bastante parecido a como lo dejó cuando se fue a buscar un camino a Tokio. Los mismo afiches colgados en la pared, el escritorio a un lado junto a la puerta y la cama que ahora le resultaba estrecha en comparación con la que tenía en su apartamento. Todo le resultaba pequeño en este lugar y no es que el sitio en que vivía fuese muy grande, sin embargo ganaba al ser de un solo ambiente.

Suspiró, manteniendo el móvil en la mano con la clara intención de llamar a Kagome, sólo lo detenía el hecho de no haber podido dejar de pensar en lo que dijo Myoga sobre Kikyo. No es que sintiera algo por la mujer, sabía que sus sentimientos por ella habían terminado hace mucho tiempo, no obstante la espina que le clavó seguía causándole dolor. InuYasha era consciente del resentimiento que aquello le había producido, sobre todo por el rumbo que había tomado su vida después de ella.

Casi dos años tuvieron que pasar antes de intentar tener una relación con alguien, ni siquiera podía definir si estable o momentánea, lo cierto es que la chica en cuestión parecía esforzarse por ganar su confianza e InuYasha, una y otra vez, torpedeaba todos esos intentos. La inseguridad, el miedo a no ser suficiente y los celos que eso generaba, convirtieron esos meses en algo tóxico y que no deseaba repetir con nadie. Aquello terminó con la chica llorando bajo la lluvia y él decidiendo no volver a intentarlo.

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Jueves, tocaba terapia, sin embargo Kagome no estaba segura de sí ir a ella o no. Sabía que InuYasha no estaría, la llamada que él había recibido la noche del martes cambió sus planes por algunos días y eso de alguna forma hacía que las sesiones perdieran importancia para ella. Ciertamente estaba cuestionándose sus propios motivos para estar asistiendo a una terapia de grupo por adicciones. Los últimos días le habían puesto por delante una perspectiva que no había considerado: quizás su adicción no era al sexo en sí.

Desde que había comenzado con esta notoria afición al sexo pensó en que era un hábito malsano y esa idea, inevitablemente, la había llevado a plantearse una adicción y de ese modo lo visionó y se lo presentó a cada uno de los terapeutas que la había visitado, el último fue el que mejor lo acepto, sobre todo después de esa última sesión en su consulta. Estar con InuYasha se había convertido en una especie de obsesión y debía reconocer que sí sólo fuese por el sexo, en este momento estaría montando a Kōga, desnudo y en todo su esplendor; no obstante, no era así. Ahora que estaba pasando por esta etapa con InuYasha, se preguntaba si su problema no radicaría en otro punto. Una vocecita, en el fondo de su consciencia, se lo susurraba aunque ella no quería oírla, porque hacerlo dolía.

Suspiró, cualquier otro día, antes de InuYasha habría estado pensando en cómo conseguir una pareja de jueves, en lugar de plantearse la terapia o la soledad. Sin embargo aquí estaba, en la oficina y cumpliendo con las horas laborales que le quedaban, decidiendo si ir o no a una reunión que había perdido toda su relevancia al saber que InuYasha no estaría en ella y que su encuentro de los jueves no sucedería.

Se quedó mirando por la ventana un momento, mientras la lluvia que no había dejado de caer desde hace dos días le recordaba lo intermitente que podía llegar a ser el experimentar emociones; se negaba a hablar de un sentimiento.

—¿Kagome? —llamaron su atención y al girarse vio que tenía a Ayame junto a ella. Ya era la segunda vez que la sacaba de su ensimismamiento.

—Sí, Ayame, dime —quiso sonar amable y cordial con la muchacha que le resultaba algo tímida.

—Me preguntaba si… bueno… ¿Te importa si le llevo a Kōga estos diseños? —le enseño unas cuantas plantillas en una carpeta.

No tenía que ser demasiado intuitiva para notar que a la chica le gustaba el ilustrador que tenían. No estaba apegada al hombre, sin embargo una pequeña parte lo consideraba suyo de alguna forma y la inseguridad quiso hacerla dudar, aunque consiguió sobreponerse.

—No, claro, me parece bien —aceptó, sabiendo que de alguna manera le estaba dejando una puerta de acceso abierta a la chica para relacionarse con su amante casual. La sonrisa que expresó Ayame le confirmaba que ella esperaba llegar a algo con él.

—Gracias —dijo, la chica, intentando aplacar la emocionalidad que había tras su entusiasmo.

Kagome le sonrió, sin poder evitar esa sensación de estar cediendo algo que no sabías si llegarías a necesitar nuevamente. En ese momento no fue consciente de cómo batallaba dentro de ella su miedo al fracaso.

Miró su teléfono otra vez, una vez más, esperando a tener noticias de InuYasha. Finalmente se habían decidido por tener uno el móvil del otro y estar en una especie de contacto parcial por si era necesario. InuYasha le había explicado que había una situación en casa de su madre y que pasaría unos días fuera. No le había manifestado muy bien de qué se trataba y ella debía de reconocer que tampoco se había sentido en la libertad de preguntar demasiado.

Si lo pensaba con cierta frialdad, el sexo no era garantía de intimidad. Quizás eso fuese lo que al principio le daba seguridad, el saber que podía hacer con su cuerpo lo que quisiera y que eso no importaba ni significaba nada, en realidad. Sin embargo ahora mismo tenía un agujero en el pecho, como si le faltara una pieza que aún no era capaz de ver.

Respiró profundamente y a medida que liberaba el aire decidió que lo mejor sería seguir con el trabajo y dejar pasar las horas hasta que él se comunicara.

Delante de ella encontró un relato para corregir que estaba plagado de clichés de la escritura. A veces se preguntaba cómo era posible que estas historias se publicaran, habiendo tanta necesidad de sentido común en el mundo. Una vez pensado aquello sintió que sus propias palabras la indicaban a ella; que no era precisamente el sentido común deambulando por las calles.

Qué ironía —pensó. Después de todo el juicio que emitimos siempre nos es devuelto.

La sesión de terapia, para Kagome, había ido como era previsto. La mayoría de los asistentes transmitió lo que consideraba que eran sus problemáticas en relación a lo que Kibou, el terapeuta grupal, les había planteado en aquel cuestionario. Ella agradeció que no alcanzase el tiempo para preguntar a todos y que su turno se aplazara. Quizás fuese por los propios cuestionamientos que llevaba haciéndose durante estos dos días o tal vez la simple apatía con la que se había presentado a terapia hoy, el hecho es que no deseaba hablar.

Salir del lugar casi se había convertido en un acto de salvataje para ella. Ya había cubierto su cuota de amabilidad por este día, saludando con una sonrisa a todo aquel que se le había acercado y despidiendo de igual modo a los que salieron de la reunión antes que ella terminase de calzarse en el genkan.

De camino a casa pensó en pasar a comprar algo de cenar, sin embargo consideró que con dos cosas que tenía en su cocina ya bastaba, tampoco es que tuviese hambre. Por alguna extraña razón su ánimo fue decayendo poco a poco durante el día y ahora mismo caminaba con la mirada baja y con los brazos cruzados, ensimismada en sus pensamientos. Tenía una historia que había comenzado a escribir hace algunos años y la abandonó porque no se sentía capaz de narrarla, ni tampoco de contarla a nadie como para sacar la vorágine de ideas que había en su mente. Después de todo era por su amor a la escritura que se dedicaba a trabajar en una editorial. Preparó un suspiro que iba unido a sus pensamientos, no obstante éste fue interrumpido por una frase soez que un hombre le soltó muy cerca del oído. Kagome se asustó y miró hacia atrás, encontrándose con que aquel había girado y caminaba en la dirección contraria. Se sintió molesta por no ser capaz de soltar unas cuantas palabrotas y por bajar la guardia, a pesar de sus constantes previsiones no había prestado atención a su alrededor y algún patán se había sentido en la libertad de contarle cómo se la metería. Su mente de inmediato la llevó a recordar su apariencia: vestido holgado, tacones, chaqueta; nada que mereciese lo que le acaban de decir. También se maldijo por considerar aquello como un recurso y el derecho de otro a insultarla.

Comenzó a caminar más rápido, como única herramienta de protección. Aún le quedaban dos calles para llegar al edificio en que vivía y a pesar de no ser demasiado tarde, el frío y la lluvia hacía que las calles resultasen más vacías de lo habitual. Se acercó a un cruce y antes de llegar a él, se encontró con un grupo de personas, hombres y mujeres que salían de un sitio de comida y caminaban en su dirección. Sintió cierto alivio al no verse sola en la acera. Su seguridad duró sólo hasta que volvió a oír a su espalda la misma voz de aquel hombre que le susurró que se la metería con gusto por el culo.

Kagome se giró, asustada y exaltada. Le gritó un par de palabrotas, temblorosas, al hombre que retrocedía en sus pasos, mirándola de frente.

¿Estás bien? —escuchó al grupo que se le acercó y lejos de sentir calma, se sintió más violentada aún.

Les agradeció, precariamente, y se dio la vuelta para caminar todo lo rápido que pudo hasta la calle en la que estaba el edificio en que vivía. En este momento experimentaba una tremenda necesidad de seguridad.

Al acercarse hasta el portal pudo distinguir una figura alta y de cabello claro. Kagome sintió como se le llenaban los ojos de lágrimas ante aquella imagen y lo que significaba ahora mismo para ella.

—Menos mal que has llegado, me estaba helando aquí —la voz de InuYasha nunca le había sonado tan hermosa como ahora.

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Continuará

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N/A

Les dejo un capítulo más con un poco más de lo que forma a estos personajes.

Espero que les guste y me dejen sus opiniones y comentarios.

Besos!

Anyara