Nadie en su sano juicio estaría bajo aquél árbol apartado, a la orilla del lago, un 30 de Diciembre. Pero Hermione Granger no era, al fin y al cabo, corriente. Llevaba quién sabe cuántas horas allí sentada, más no era un dato del que ella tuviera constancia, solo el hoyo de nieve en el que se encontraba enterrada atestiguaba que, cuando menos, extenso. En realidad, en esos momentos ella no sabía nada, y como si de un camaleón se tratara, su mente se había mimetizado con el paisaje: todo blancura, todo inmóvil.
Su respiración era lenta y regular, sus ojos apenas parpadeaban, y cuando así sucedía no era más que una lenta batida de pestañas. Tenía un libro enorme de cuero desgastado entre los brazos a modo de escudo, pero no lo leía. A decir verdad, cuando lo cogió de la biblioteca no tenía la más mínima intención de leerlo, solo quería un pretexto para que la dejaran sola, y ella bien sabía que Ron y Harry no tratarían ni de buscarla si había un libro no obligatorio de por medio. Por eso, escogió al azar el primer libro de la primera columna de la primera estantería, y por lo que yo alcanzo a ver, trata sobre Adivinación. Mejor imposible.
A estas alturas, seguramente se habrán dado cuenta de que no es Hermione la narradora, sino yo. Como explicarles sería muy extenso y, no se ofendan, no entenderían ni la mitad, abreviaré diciéndoles que soy el cielo, el aire, el agua y la roca que conforman el colegio, y que nada se me escapa dentro de sus terrenos; llámenme el alma de Hogwarts, si les complace. Aún así, mi papel en esta historia no es más que de observador y narrador, porque nada tuve yo que ver en los acontecimientos de los que fui espectador. Continuemos.
Me temo que Hermione no era la única valiente –o insensata- que albergara Hogwarts en esa tarde invernal. No muy lejos de ella, pero sí lo suficiente como para no hacerse visible, estaba Draco Malfoy con su espalda acomodada en una roca que casualmente le venía como anillo al dedo. Era su roca, y el lugar del colegio al que menos acudía, pero al que más aprecio guardaba. La había descubierto la segunda semana de clase cuando todavía era un niño de once años, y siempre se sorprendió de que, año tras año, talla tras talla, continuara siendo perfecta para su cuerpo.
Al contrario que Hermione, que temblaba aunque no se diera cuenta, el frío era a Draco el desierto al Sol. Odiaba el calor. No era casualidad que fuera un Slytherin.
No pasó mucho tiempo hasta que el Sol se puso por completo, y no quedó más que oscuridad. Fue Draco el primero en levantarse y mirar a su alrededor. No la vio, pero ahora que volvía a ser él y no una estatua en blanco, sintió algo. Unos pasos al frente y un Lumus la dejaron al descubierto. En cualquier otro momento, no hubiera dudado ni por un instante molestarla, pero irradiaba paz, con su pelo salvaje al viento, su cuerpo cubierto de nieve y los ojos, por fin, cerrados.
Muy en el fondo, su visión despertó algo en él: comprensión.
