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Noche
XXXIV
— La Despedida de los Dioses —
…
—Lo lamento —le dijo Hakurei a Gateguard apenas lo vio.
Él estaba afuera de las celdas, tomando el sol con los ojos cerrados, apoyado de espaldas contra una de las paredes rocosas. No llevaba su armadura, y quizás eso era lo mejor ahora que se le veía inestable, otra vez.
—¿Te negarás a hablarme? —preguntó Hakurei no sintiéndose extrañado por eso, tal vez solo un poco triste.
Desde que eran unos niños, las contables veces que Gateguard se enfadaba extremadamente con él, le evitaba e ignoraba. Claro, con el tiempo, ellos dos volvían a hablar, pero trataban de no volver a tocar ese tema que les había hecho distanciarse y al cabo de algunos días, aquello quedaba atrás.
La última vez que pasó fue cando Hakurei rechazó la armadura de cáncer y discutieron por eso. Sage se había involucrado, haciéndolos razonar.
Sin embargo, Hakurei dudaba que en esta ocasión lo mismo fuese a funcionar. Más que nada porque seguramente Luciana no desaparecería de la memoria de Gateguard como por arte de magia y el enfado que ahora mismo cargaba, menos. Eso sin contar que a Hakurei aún le faltaba enfrentarse a la mujer pelirroja y decirle en su cara (a riesgo de morir por sus manos) que no pudo mantener fuera de los problemas a su amiga.
—Tu invitado… —al final, Hakurei prefirió no insistir—, Avenir. Bueno, tal vez deberías saber que esta mañana Athena lo ha puesto a prueba, y su historia es cierta; viene de un universo distinto. Él quiere seguir peleando, pero ha declarado que quiere hacerlo en su propio mundo. Quiere volver, pero Athena no sabe cómo ayudarlo, así que por ahora se quedará conmigo en mi casa, ¿está bien?
Gateguard no le dijo nada.
Suspirando, incómodo, Hakurei no supo qué más decirle. Ya se había disculpado muchas veces y, aunque no esperaba que Gateguard o Luciana lo perdonasen tan fácil por su descuido, procuraría no agobiarlos más por ahora.
Mientras se retiraba y dejaba a su amigo en paz, Hakurei pensaba en lo ocurrido en las últimas horas.
Siendo honesto, a tan temprana madrugada no se esperaba el llamado de Baco de Hydra, quien le notificó a Hakurei que una mujer estaba intentando matar a Seinos de Boyero en la casa de la chica que debía cuidar.
Se presentó tan rápido como pudo, en su camino se encontró a Sage, quien le acompañó hasta la casa.
Dioses…
Él y su hermano estaban acostumbrados a ver la sangre y las escenas más violentas, pero aquello era algo sumamente sádico. Increíble que una mujer tan pequeña y regordeta como ella pudiese hacer semejante cosa.
En ese momento, Sage se encargó de sacar a la mujer de ahí, Hakurei se hizo cargo de Seinos, cerrando su herida con su cosmos; el tipo estaba en shock y no respondía. Hakurei tuvo que hacerlo desmayar por completo.
Después, gritando enfadado, le ordenó a Baco que se hiciera cargo de la familia y llamase a unos soldados rasos para hacerse cargo del resto; de limpiar la sangre y sacar a Seinos de ahí, por ejemplo.
La niña y la chica rubia trataron de salir de la casa con Luciana, pero fueron detenidas por la mujer mayor y los dos ancianos. Todos estaban alterados, confundidos, asustados y asqueados. No era para menos. Luciana pulverizó con un cuchillo toda el área genital de Seinos. Pequeños pedazos de carne habían salpicado las paredes.
Sabrán los dioses si esa familia querría seguir viviendo ahí después de eso.
Ahora Seinos se encontraba en su casa siendo cuidado, o más bien, vigilado (esta vez) por dos santos de plata igualmente talentosos en el área de ataques psíquicos. Hakurei no recordaba que ese santo de bronce fuese tan hábil con eso de jugar con las cabezas de sus víctimas, tal vez el que Argol fuese involucrado con el dueño del restaurante fue un plan suyo. Lamentablemente no podrían dar nada por hecho hasta que despertase y fuese interrogado.
—¿Cómo va todo? —le preguntó Aeras de Sagitario, encontrándoselo cerca de la casa de Hakurei.
—¿A qué te refieres?
—Ya me puse al tanto con respecto a Avenir; por cierto, acaba de irse.
—¿Se fue?
—Sí, dijo que iría a dar una vuelta y despejar su mente —suspiró—. Pero no sé mucho con respecto a la mujer. ¿Qué va a pasar con ella?
—Athena y el Patriarca todavía revisan su caso —dijo Hakurei siendo que él y Sage le dieron las noticias de ese hecho a su Ilustrísima—. Creen que el oneiroi tiene algo que ver, así que lo interrogarán también.
—Mmm, creí que la ejecutarían rápido. Es decir, ella lo atacó.
—Sí, pero él era una amenaza, usó su poder contra Baco para que le dejase pasar a esa casa y trató de inculpar a otro santo de lo que estaba planeando; he ahí el detalle. Ella podría alegar que atacó en defensa propia.
Ambos caminaron hacia la casa de Hakurei, el santo dorado se sentó frente a la pequeña mesa mientras el santo de plata hacía un poco de té.
—Hay que ser un idiota para hacer todo un plan patético como ese… ¿y para qué?
—¿Para qué más? Seguramente para tener el poder sobre esa niña —se refirió a la pequeña rubia—, todo fue para eso.
—¿Y el imbécil ese ya despertó?
—No.
Poniendo los ojos en blanco, Aeras se rio.
—Pensar únicamente con el pene puede hacer que te quedes sin él —se burló—, todos los días se aprende algo nuevo.
—Ya basta, Aeras —dijo firme—, lo necesitamos despierto para confiese su plan y sus intenciones, quizás si lo hace, podremos declarar que jugó también con la mente de Luciana para hacerla actuar así y de ese modo ella pueda salir libre.
—¿De verdad crees que sólo eso la salvará? —apoyó su codo contra la mesa, luego su mentón encima del dorso de su mano—. Quizás sólo por atacarlo a él, pero, ¿y el otro? ¿El gordo?
Hakurei soltó aire con desgano.
—¿Sigue molestando?
—Sí, sigue molestando —Aeras volvió a reír—, insiste en querer ver la ejecución. Está cada vez más rabioso desde que muchos hombres en el pueblo se burlan de él por dejarse casi matar por una mujer.
—Pasarán más de mil años antes de que la gente entienda que la rabia puede hacer que hasta la más pequeña mujer pueda hacer una carnicería con los hombres que la amenazan.
—Pero en esta ocasión fue ella quien lo atacó en su casa, sin provocación.
—Sí —Hakurei suspiró.
—¿Y? ¿Hay algo más que podamos hacer?
Sirviendo los vasos y dejándolos en la mesa para sentarse enfrente de él, Hakurei lo vio con el ceño fruncido.
—¿De verdad quieres ayudar?
—No estaría aquí si no —tomó el vaso, bebiendo un poco—. Admito que ella me agradó un poco. Sería una lástima verla morir sólo por la obsesión de un estúpido idiota con una niña. Por cierto, ¿lo notaste?
—¿El qué?
—La niña rubia… si ella tuviese algo consensual con él debería estar mostrando algo de preocupación por su bienestar, pero no. Nada; parecía que ni siquiera lo conocía. ¿Qué crees tú al respecto?
Esa era una buena cuestión.
Hakurei pensó en eso por un rato, sin embargo, su cavilación se interrumpió cuando la puerta fue tocada un par de veces. Seguro sería Avenir.
…
Silencio.
Silencio absoluto.
Luciana miraba el techo de su celda sin nada relevante pasando por su cabeza.
Bueno, sí había una cosa; quería orinar, pero sus manos seguían manchadas con sangre y no quería tocarse así. Estaba asqueada. Por otro lado, la letrina despedía un olor nauseabundo que invitaba a vomitar los intestinos.
Por piedad…
Necesitaba lavarse las manos, necesitaba orinar, beber algo, comer algo, y dormir un poco más.
Cerró sus ojos con lentitud.
—Oye, ¡mujer! ¡Mujer!
Luciana volvió a abrir los ojos ante la voz masculina que resonaba.
—¡Dijeron que anoche lograste apuñalar a un santo! ¡¿Quién fue, eh?! —no sonaba agresivo, sino más bien curioso y divertido.
Ella no quiso responder; aunque sus memorias trajeron de vuelta aquel sangriento momento a modo de levs chispazos que pasaban frente a sus ojos como la luz de un rayo, Luciana no se inmutó. Las sienes le punzaban, pero la incomodidad todavía no era tanta para hacerla notar en sus expresiones.
—¿Sabes? A mí también me trajeron aquí ayer —siguió hablando el hombre—, me declararon culpable de amenazar a quién sabe quién, de quién sabe qué maldito restaurante. Tú pareces tener una mejor historia por contar. Vamos, no seas tímida. Estaremos aquí un rato y sería aburrido no conocernos un poco.
Luciana parpadeó lento, se sentó sobre la cama y miró los barrotes como si quisiera verle los ojos a quien le hablaba. Pasó su mirada hacia la descubierta letrina y cedió a su necesidad; con cuidado, tratando de no hacer mucho ruido.
—En serio vamos a estar aquí por un tiempo —se rio—, a menos claro que los santos que te trajeron, y Gateguard de Aries, puedan hacer algo por ti y sacarte de este hueco.
Con una cara pálida, ojos entrecerrados y el cabello hecho un desastre, Luciana se agachó luego de alzarse la falda del camisón, se concentró en no hacer mucho ruido. Lo último que quería ahora era poner al tanto a ese sujeto de lo que hacía.
¿Era mucho pedir que en las celdas hubiese algo de intimidad?
—¿No hablas mucho, cierto? —preguntó él—, seguro no te molestará si te hablo de mí, ya sabes, para que no desconfíes tanto. ¿No eres casada cierto?
Aliviada, pero todavía asqueada por el olor de la letrina y su cuerpo ensangrentado, Luciana se acomodaba la ropa mientras iba de vuelta a la cama de madera con las intenciones de acostarse otra vez.
Y todavía seguía oyendo al tipo parlotear irrelevancias. Su estatus como santo de bronce, por ejemplo, sus gustos en comida, sus gustos en mujeres, sus gustos en pasatiempos…
Dioses, no paraba ni por medio segundo.
Se removió sobre la cama, de un lado al otro. Estaba cansada, tenía sueño, pero esa voz no la dejaba dormir en paz.
Blá, blá, blá… "necesito un trago de cerveza".
Blá, blá, blá… "las mujeres siempre buscan atar al hombre con el matrimonio o un bebé".
Blá, blá, blá… "como quisiera estar en un burdel rodeado de putas".
¿Por qué diablos no se callaba?
Sintiendo las punzadas en sus sienes cada vez más dolorosas, Temblando y acomodándose en posición fetal, Luciana se tapó los oídos con sus manos.
La voz del sujeto estaba siendo realmente tortuosa.
Además, todo de lo que hablaba era sobre cómo veía a las mujeres: "objetos de placer", que eran ellas las que atentaban contra la libertad de los pobrecitos hombres; eso y su gusto por el licor.
Por si lo anterior fuese poco, un chillido agudo se unió al malestar auditivo de Luciana; las sienes ya no le punzaban, ahora le dolían, sus dientes se pegaron demasiado entre ellos… el estómago le rugió exigiendo algo de alimentos o agua.
¿Cuánto tiempo tendría de no comer nada? ¿Doce horas o más?
Bla, blá, blá… "las mujeres tiene la vida fácil, solo deben casarse y ya, los hombres vamos a las guerras".
Tenía sed.
Blá, blá, blá… "los esposos ni siquiera los consiguen ellas, todo lo hacen los padres".
Tenía tanta… hambre.
Blá, blá, blá…
La maldita cama era tan incómoda que terminó acostándose en el suelo frío…
Demasiado frío y rasposo.
Castañeando los dientes, volvió a la cama.
Blá, blá, blá…
Sed. Agua. ¡Sed!
Blá, blá, blá…
Dolor. Dolor en la cabeza, dolor en el estómago, dolor en sus articulaciones.
¡Dolor en el alma!
Sus manos (como el resto de su cuerpo) temblaron de más estando sobre sus oídos; el pitido en sus oídos la estaba enloqueciendo; el dolor en su cabeza le hacía jurar que pronto su cerebro se le saldría por sus narices y orejas.
Todo eso junto a la voz del sujeto estaba haciéndole perder el juicio.
Estaba tan desesperada por tener algo de paz que Luciana por fin abrió su boca y encontró su voz.
—¡Cállate ya maldita sea! —exclamó harta sacudiendo todo su cuerpo, pataleando sobre la madera aunque sus pies doliesen al hacer eso—, ¡haces que me duela la cabeza! —se levantó—. ¡¿Acaso nunca paras de hablar?! ¡No me importa saber una mierda sobre ti! ¡Cállate o te juro que voy a…!
La celda ya no estaba, la voz del hombre ya no se oía… el pitido se había ido.
De cierto modo, Luciana ya se había acostumbrado a ese tipo de cambio de escenarios gracias a Haidee y Penélope, pero en esta ocasión, por alguna razón, sintió que ninguno de ellos estaba involucrado con esto.
En lugar de su celda, Luciana se hallaba en el interior de una horrible y destartalada casa.
De cierto modo se parecía a la de Neola, pero era mucho peor y llena de suciedad. El fogón lleno de hollín y pedazos de madera quemados, trastes horribles, viejos y quizás sin lavar. La mesa redonda de madera, vieja y con una sola silla.
Luciana, confundida, miró alrededor. Nada ahí le daba un buen presentimiento.
Al mirar el suelo, a sus propios pies, ella descubrió que sus dedos tenían uñas largas y sucias, el vestido de su camisón ahora era café y sobre su pierna baja derecha, y justo en esa pantorrilla, un ardor significativo la desconcentró. No solo sentía arder esa zona, poco a poco más dolores en el cuerpo vinieron a hacerle compañía.
Ojo derecho. Boca. Mejillas. Brazo izquierdo. Garganta.
«¿Qué es este sitio?» pensó temerosa.
De pronto, oyó la puerta de madera, abrirse atrás de ella.
Un miedo terrible e inexplicable se apoderó de Luciana haciéndola correr como un conejo hacia la única puerta que había al fondo.
No quiso saber quién había entrado a esa casa; apenas cerró esa entrada, pegó su espalda a la madera en un inútil intento por impedir que el intruso ingresase a esa habitación también.
Lo oía caminar…
Esta alcoba era igual de lúgubre que lo anterior visto.
Una cama mugrienta, una ventana apenas cubierta por dos puertitas de madera ya carcomidas; sábanas sucias y…
Extrañada, Luciana miró con preocupación un bulto sobre la cama; este estaba cubierto por completo de una raída cobija gris. Desconcertada y privada de sus instintos, ella se acercó.
«¿Eso es…?»
Apenas acercó su mano al pequeño bulto, la puerta atrás de ella se abrió y cuando Luciana se encontró con el hombre que había ingresado, un terror desconocido se apoderó de su cuerpo haciéndola retroceder hasta caer de trasero contra el piso y tratar de alejarse hasta que su espalda topó contra el borde de la cama.
—¡No! ¡No! —le gritó a esa figura.
Cabello negro. Gordo. Alto. Ojos pequeños de color marrón. Labios grandes. Mentón cuadrado.
—¡¿Cuántas veces te he dicho que quiero mi comida hecha cuando vuelva, mujer?!
Incapaz de mover un solo dedo, Luciana gritó embargada por el miedo. Él la sujetó de su antebrazo derecho y la obligó a levantarse. Una fuerte bofetada resonó.
Llorar y clamar por piedad fue lo único que ella pudo hacer mientras era arrastrada afuera de la alcoba, siendo jalada de los cabellos.
—¡Espera! ¡Espera! —exclamaba mirando hacia la cama, donde el bulto estaba—, ¡iba a darle de comer! ¡Por favor! ¡Debe comer!
—¡¿Él?! ¡Yo debo comer! ¡Tuviste horas para darle de comer a ese niño! ¡Eres una inútil!
Con una fuerza que triplicaba la de Luciana, quien nunca en su vida se había sentido tan ligera, ella fue arrojada al fogón junto a los trastes; el ruido de estos azotando el piso, con Luciana haciéndoles compañía, opacaron por un breve instante los gritos del tipo.
Sabrán los dioses donde saldrían los nuevos moretones.
—¡Pero…! —no pudo terminar esa oración porque una secuencia de patadas sobre su cuerpo la hicieron cambiar de diálogo—. ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Por favor!
Insulto tras golpe. Golpe tras insulto. No importó lo mucho que suplicase o se disculpase, él siguió pateándola, dándole puñetazos, incluso la escupió. Ella sólo pudo abrir el ojo izquierdo cuando aquello acabó y la puerta principal se azotó atrás de él.
—¡No sirves para nada! ¡Ni para cocinar ni para dar hijos! ¡Debería venderte como leña porque no vales para nada más! ¡Quiero matarte! ¡¿Por qué no te mueres?!
La nariz la sentía muy mal herida, seguro la tendría rota… otra vez. La boca le sabía a sangre.
«Ojalá se haya ido a la taberna» suplicó tratando de levantarse. Pasó su lengua por encima de sus dientes. Al menos aún los tenía. Pero en el interior de su boca, se había cortado al morderse por accidente en medio de las patadas.
Usando la visión de su ojo abierto, Luciana se esmeró en volver a la alcoba… la alcoba donde dormía su bebé…
Oía truenos… seguro llovería…
Con suerte, él no volvería hasta mañana por la tarde… tal vez podría hacer algo de comer para su esposo si le pedía algunos huevos de gallina a los vecinos con la vergonzosa promesa de que algún día se los pagaría.
En esta casa no había nada de comer. Él no traía dinero ni suministros… todo lo gastaba en cerveza y mujeres.
Luciana llegó casi tropezando a la cama, donde se sentó y estiró sus amoratados brazos hacia el bulto, lo tomó con cuidado y le pareció raro que se sintiera tan… frío… y duro.
Incapaz de recordar que no estaba en su presente, en una celda, creyendo que todo lo que ahora veía era su realidad, Luciana sintió sus facciones faciales temblar y su cuerpo doler el triple. Su corazón se paralizó, sus sienes punzaron, su garganta se cerró; con su mano, apartó la cobija del rostro azulado de un infante pequeñito.
—Hijo… —lo llamó, moviéndole su carita, pero fue inútil. Él no despertó.
Ella parpadeó lento con los ojos llenos de lágrimas.
Cuando hizo eso, el escenario cambió otra vez.
Ya no estaba en la cama, sentada, sino en el interior de un establo de caballos, frío y húmedo.
Los animales hacían ruidos naturales.
Ella, por otro lado, se encontraba al lado del pequeño, ambos acostados sobre un montón de paja, pasando un frío infernal. Sólo había una cobija pequeña y la tenía él, rodeando su cuerpecito. Ella incluso lo abrazaba, pero algo la despertó.
Estaba lloviendo afuera, había demasiado viento.
Luciana seguía sintiendo dolor en todo su cuerpo. Pero en su corazón, la agonía era insoportable.
No quería aceptarlo, se dijo que tal vez él estaba durmiendo y ella estaba pensando mal otra vez, porque no era la primera ocasión en la que creía que su pequeño ya no estaba respirando; así que acercó su mano a su naricita como otras noches… pero esta vez… esta vez no pudo percibir el calorcito de su respiración, tampoco el de su carita.
Con el corazón en la mano, ella se sentó de golpe sólo para tomar entre sus brazos a ese bebé inquietamente silencioso… pálido, ojos opacos casi abiertos, sin calor alguno…
—Hijo… ¿estás durmiendo? —preguntó susurrante, moviéndolo un poco.
Él no hacía ningún movimiento, las fosas de su nariz no se expandían, ella no podía oírlo…
—Despierta. Mira a mamá —pidió temblorosa moviéndolo con un poco más de fuerza.
No había reacción.
No… no era posible, cuando ella cedió a dormir, él todavía respiraba.
¡Esto tenía que ser su imaginación haciendo de las suyas otra vez!
—Hijo, despierta… vamos, por favor… despierta… despierta… ¡por favor!
Derramando más lagrimas silenciosas, mientras sus dedos delineaban la carita del ser más hermoso… y más desdichado… y donde antes había una carita bastante caliente debido a la fiebre que había estado pasando, ahora se encontraba la piel más helada que alguna vez ella haya sentido.
—Por favor… —susurró ansiosa, temblando de pies a cabeza, abrazándolo contra su pecho—, por favor, despierta… te llevaré al doctor mañana, por fin conseguí algo de dinero… ¡por favor, despierta! ¡DESPIERTA!
Un trueno retumbó.
Creyó que tendría tiempo… creyó que pasarían la noche… creyó que sólo debía esperar hasta que la lluvia terminase de caer y saliese el sol… de verdad lo creyó.
Por fin había ahorrado lo suficiente.
—Aún había tiempo —sollozó sobre aquel cuerpecito sin vida—. ¡AÚN TENÍA TIEMPO!
Su garganta se desgarró, ni siquiera el trueno que hasta hizo temblar la tierra, pudo opacar su voz.
La oscuridad se volvió luz.
El establo se volvió celda.
El pequeño bulto desapareció y ahora sus brazos solo se encontraban juntos sobre su pecho, sosteniendo la nada.
A pesar de haber vuelto a su presente, el dolor que se había llevado consigo no la abandonó. Su cerebro no procesaba bien lo sucedido, pero su corazón se rompió, siguiendo una grieta que, aunque olvidada, nunca pudo sanarse.
—Mi… be… bé… ah… ah…
Su garganta ardía; sus pulmones se contraían y expandían varias veces por segundo. El aire que inhalaba no era suficiente.
—Mi… mi… ¡AAAAH!
Gritó. Lloró.
Gritó más fuerte.
Lloró y gritó.
No le importó ahogarse varias veces con su propia saliva.
Aunque su garganta reseca estuviese punzando de dolor, su corazón sangrante no podía detenerse, volvía a perder a su hijo. Volvía a sentirse culpable.
¿Por qué lo había olvidado?
Y, ¿cómo y por qué lo había recordado?
…
Recibiendo con inquietud el viento frío directamente en su cara, Gateguard se encontraba en Aries, mirando con enfado las nubes grises de esta mañana.
Su necesidad de volver a las celdas era demasiada, pero el Patriarca le había ordenado no abandonar su puesto.
La noche de ayer no pudo hablar con… Lucía, en paz. Antes de que ellos pudiesen hacer eso, algunos soldados rasos invadieron el pasillo y uno de ellos le dijo que el Patriarca y Athena ordenaban su presencia inmediata en el Santuario, algo que se confirmó cuando el Patriarca Itiá lo llamó con su cosmos prometiendo un castigo severo si se atrevía a desobedecer.
Lucía en su momento le sonrió sin brillo en sus ojos.
»Ve —le dijo.
Enfadado y sin poder decirle nada, Gateguard dio la media vuelta y salió de ahí; soportó las ganas de patear a cada tipo que obstaculizaba su camino; sin embargo, al llegar a la sala del Patriarca, sólo el hombre estaba ahí; no había rastro de Athena.
»Athena está satisfecha con tu desempeño, Gateguard, pero yo pienso que has dejado mucho que desear. Es más que evidente que esa mujer se ha vuelto una distracción para ti. Y debido a ese lazo que tienes con ella, nada de lo que tengas que decir va a ser tomado en cuenta para su juicio —le había dicho el hombre viejo cuando él se arrodilló en silencio.
No conforme con decirle eso, su maestro le ordenó que volviese a Aries y no volviese a ver a la mujer. Gateguard iba a protestar, pero el Patriarca se le adelantó.
»Desobedece, y empeorarás su situación; además, tú, como santo dorado, tendrás un serio problema. ¿Entiendes?
La amenaza fue clara.
Si él volvía a las celdas con… Lucía… seguramente la ejecutarían en el acto. Y él tal vez sería degradado de puesto y/o ejecutado también.
Había bajado en dirección a las celdas esta mañana, pero no se atrevió a entrar y ver a Lucy otra vez; Hakurei lo distrajo por pocos segundos con su disculpa y la información sobre Avenir, hasta que el cosmos enfadado de su maestro lo hizo volver a Aries. Sin tener él que alzar la voz hacia su alumno, este sintió amenazado en serio con esa nueva advertencia.
El Patriarca no quería que él siquiera saliese de Aries.
Ahora, se llevó una mano a la cabeza.
¿Por qué el Patriarca estaba tan encismado en alejarlo de ella? Sí, ya, ella era una distracción, pero esa distracción le había estado ayudando a no volverse loco por obra de un maldito onei…
—¡Tienes que volver con Lucía!
Y hablando de esa basura…
—¿De qué hablas? —masculló fastidiado al oír la voz de Haidee.
—¡El sello se rompió! ¡Su memoria volvió!
—¿Cómo que volvió?
Sintiendo su corazón paralizarse, Gateguard se recordó con pánico la última vez que eso había pasado; cuando ella bebió la Cerveza Rosada.
—¡Esto es peor que eso! —le señaló Haidee—, ¡la Cerveza Rosada de mi hermana sólo le mostró algunas escenas en sus sueños, ahora está consciente de todo y seguramente ya ha recordado el motivo por el cual me pidió bloquear sus memorias en primer lugar!
Ante el silencio de Gateguard, Haidee hizo una momentánea.
—La muerte de su bebé.
Por primera vez en su vida… y tal vez, siendo la última, ya que el castigo por desobedecer una orden directa del Patriarca era la muerte… Gateguard abandonó Aries y volvió a las celdas, abriendo con una patada la puerta principal.
Fue recibido por lo último que quería oír, incesantes gritos de dolor, de impotencia y de una profunda furia.
Le importó poco que otro prisionero se quejase y le gritase a Lucía porque se callase.
Gateguard corrió hasta la celda de Lucy sólo para encontrarse con una imagen que seguro jamás podría borrar de su cabeza.
Ella ya no tenía puesto su camisón, lo tenía hecho un bulto en sus brazos como si cargase a un bebé. La sangre seca sobre la tela le daba un toque bastante lamentable y desgarrador. Ella lloraba y gritaba sobre la tela: "aún había tiempo", "mira a mamá", "despierta, por favor".
Pasando por encima de otra regla que le costaría su cuello, Gateguard rompió el seguro de la celda con una patada y llegó hasta ella, pero no supo qué hacer.
—¡Lucy! —la llamó sin atreverse a tocarla.
Le llamó mucho la atención que el daño en su garganta fuese tan grave como para que de su boca estuviese saliendo un delgado hilo de sangre. Aun así no paraba de gritar.
—¡Lucy!
Sin saber qué hacer y no empeorarlo todo, él miró a los ojos, ella parecía ignorarlo; prestaba su atención a la tela como si fuese lo más valioso de su vida, su tesoro más grande, el cual, era más que obvio, que ya no estaba.
—¡Mírame, mírame! ¡Despierta, mírame! —le pedía Lucía de forma tan desgarradora a ese trozo de tela que Gateguard no pudo evitar gritar con ella.
—¡Ven aquí, miserable inútil y haz algo! —se refirió al oneiroi.
—¡No puedo salir de Cáncer gracias a Athena! ¡Y mi cosmos no puede alcanzarla, ella me rechaza! ¡Trata de hacerla volver al presente! ¡Recuérdale en qué año vive y donde está! ¡Haz algo, lo que sea!
Un desconocido miedo y una estorbosa inseguridad se implantaron en él. Dudó en si debía mover a Lucy mientras ella seguía enfrascada en su propio dolor.
Si su mente ni siquiera estaba en el presente, ¿cómo podría obligarla a despertar sin lastimarla más?
Esperando con toda su alma no cometer un terrible error, Gateguard la abrazó contra él; ella seguía gritando y llorando, pero afortunadamente, al cabo de un rato, su voz fue sonando un poco menos fuerte; al menos en esa posición, Lucy por fin había inhalado profundo sin expulsar todo aquel aire en exclamaciones desgarradoras.
—Por favor… por favor… vuelve, vuelve a mí —musitaba él acariciándole la espalda desnuda. De hecho, sin el camisón, ella no tenía nada cubriéndola.
Al menos, en esta ocasión su cuerpo no estaba cubierto de heridas, sin embargo, a Gateguard le preocupaba enormemente su corazón; esos gritos no eran sólo de dolor físico o emocional, eran de muerte, eran los de una madre devastada.
Claramente era la primera vez que él oía ese sonido saliendo de la boca de alguien que conocía, y lo peor fue que vino de la persona que él más quería.
En esa postura, los gritos fueron parando poco a poco, los sollozos seguían, pero al menos a medida de que él trataba de usar su cosmos dorado para no dejarla enfriarse con el clima y su inexplicable estado, Lucy poco a poco iba recuperando algo de compostura; además, Gateguard pudo sentir como esta vez pudo hacer algo con su garganta lastimada.
—Estoy aquí, Lucy —musitó sobre su cabeza, él mismo sabía que su compañía no era mucho, pero debía intentarlo; era lo poco que podía ofrecerle ahora—. Estoy aquí, contigo. No estás sola. No estás sola.
El cuerpo de Lucy por fin se destensó, los brazos de ella por fin dejaron de apretar con fuerza su propio camisón, dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre Gateguard, quien la recibió dispuesto a pagar con su vida este momento.
Ninguno pudo decir nada, ella estaba cansada, mas no quería dejarse llevar por el sueño y dormir. Él no quería soltarla, aún no estaba seguro de hacerlo.
—Mi bebé… —masculló ella inhalando con esfuerzo, la mucosa en su nariz era demasiada y seguro sus ojos habrían de estar muy hinchados—. Mi bebé…
Extrañándose por el extraño cosmos a su derecha, Gateguard sin soltar a Lucy miró a una extraña y bella mujer rubia que, curiosamente, se parecía físicamente al oneiroi.
—¿Quién eres tú? —bisbiseó cual serpiente.
—Mi nombre es Penélope —respondió, ingresando a la celda también. Por su vestimenta blanca, adornos dorados y ese cosmos sobrenatural, Gateguard dedujo que Penélope no era humana—. Creo que te imaginas que debo hacerme cargo de ella ahora, ¿verdad?
—Vete al infierno —le respondió enfadado—. Eres la hermana, ¿no? La que le dio aquella porquería a Lucy.
—Sí. Y tuve mis razones —dijo fríamente—, pero no vine a eso. No pienso permitir que la ejecuten —sus ojos se dirigieron a Lucy—; tampoco pienso permitir que mi hermano y sobrina se queden aquí un segundo más. Nos vamos, los cuatro.
—¿De qué carajos hablas?
—Dámela, Gateguard. Esto ya no es tu asunto.
Oír eso saliendo de la boca de Penélope, hizo que Gateguard estrechase más el cuerpo de Luciana contra el suyo. Ella se había rendido al sueño, aunque en el fondo, el santo pensaba que esa diosa menor había tenido algo que ver en regreso de sus recuerdos.
—¿Irse? Bien, lárgate con tu hermano y tu sobrina —espetó enojado—; a nosotros déjanos en paz.
—¿"Nosotros"? Lucía viene conmigo. Tiene que hacerlo.
—¿Y quién te dio el poder de decidir eso?
—No necesito el permiso de nadie.
—Athena…
—Athena la ejecutará y lo sabes; sin embargo, antes tendría que pedirme permiso a mí. Athena podrá ser la dueña de cualquiera de ustedes, perros rabiosos —bisbiseó cual serpiente—, pero no tiene jurisdicción con sus pueblerinos. Dudo que ella quiera enemistarse con mi hermano y conmigo por una sola humana.
—¡¿Para qué la quieren?! —exclamó fastidiado—. ¡¿No están satisfechos ya con todo lo que le han hecho?!
Penélope sonrió de forma agridulce.
—Lamentablemente mi sobrina está muy encariñada con ella. Si la llevamos con nosotros, será más fácil que nos acepte.
—Hablas como si quisieras domesticar a un animal.
—Míralo como quieras —ella evidentemente se enfadó por esa comparación—. Pero, ¿tú para qué quieres a Lucía contigo? —inquirió cortante—, ¿la protegerás de la ejecución del Santuario al que sirves? ¿Qué harás en caso de que la decisión de tus amos sea matarla? ¿Quieres casarte con ella? ¿Quieres una vida normal a su lado? ¿Qué quieres tú con ella, eh?
—¿Por qué habría de responderte?
La diosa menor sonrió de lado.
—Porque dependiendo de tu respuesta, y tu decisión, ahora en este momento, podrías morir siendo un héroe para el mundo; o vivir como un ser humano común con ella.
—¿Qué?
Ella chasqueó los dedos; Gateguard presenció como el cuerpo de Lucía se limpiaba en un segundo, al mismo tiempo que una toga negra la cubría.
—Dime por favor que no pensaste que ese hombre, Avenir de Aries, había llegado aquí por pura coincidencia.
Al oír eso, algo hizo clic en la cabeza de Gateguard.
—¿Fuiste tú?
—El que Hades gane en un universo no es preocupante ni excepcional; hay por lo menos otros trescientos con ese destino. Te sorprendería saber que en algunos, Hades es el justo y Athena la injusta —con desinterés, ella alzó los hombros. Gateguard se sintió impactado al escuchar tal cosa—. Avenir estaba dispuesto a seguir luchando, y da igual cuántas veces hubiese retrocedido en el tiempo, el destino de ese universo era caer en manos de Hades; moriría eventualmente, pero aquí podría tener la oportunidad de hacer una diferencia. Es alguien fuerte y confiable, no te preocupes; sería un buen reemplazo. Ya que tú ya no quieres seguir esta pelea, ¿o sí? Recuerda, sólo puede haber un santo de aries en esta guerra santa.
—¿Y si me niego? ¿Qué harás con él?
—¿Yo? Nada —Penélope arqueó una ceja—, será problema de Athena. Si Avenir no tuviese nada que hacer aquí, Crono no me habría permitido traerlo en primer lugar.
—¿Intentas hacerme desertar de la guerra santa?
—Intento pagarle un favor con lo que… —soltó una risita—, aparentemente, más deseas —con una extraña chispa de anhelo, aquellos ojos señalaron a Lucía. Gateguard frunció el ceño—. Morirás si luchas; vivirás una larga y tranquila vida si vienes con nosotros.
—¿Contigo y tu estúpido hermano?
—Sí —respondió sin inmutarse—. Sabes que Athena la matará, y eso es algo que yo no pienso permitir. Quieras o no, ella viene con nosotros; aquí lo único que puedes decidir es si nos acompañarás.
El silencio entre ambos se tornó pesado. Mutuamente se soportaban las miradas.
Las sienes le punzaban a Gateguard; se sentía confundido y acorralado.
¿Irse?
¿Vivir tranquilamente junto a Lucía?
¿Sería capaz de desertar con el único fin de envejecer al lado de Lucía?
¿Dejar al Santuario? ¿A su maestro? ¿A Hakurei y Sage? Quizás ninguno de ellos sobreviviría.
—¿Y bien? ¿Qué elegirás?
Un par de pasos metálicos resonaron afuera de las celdas, en el pasillo.
—¡¿Quién eres tú?! —Gateguard se sorprendió al escuchar la voz de Avenir.
—¡Gateguard, ¿están bien?! —esa segunda voz era de Sage.
—¿Más público? —se burló Penélope viendo a los santos permanecer afuera de la celda tras los barrotes.
—¡¿Quién eres tú?! —exclamó el santo de cáncer.
—Penélope; y como Haidee, soy una oneiroi. Mucho gusto, santo de cáncer. Es un gusto saludarte con mi verdadera cara; me fuiste útil en su momento. Te lo agradezco.
—¿Oneiroi? ¿Eres tú?
Se paseó por la celda, Gateguard la siguió con su mirada; después, Avenir y Sage tomaron una postura defensiva, usando sus respectivas armaduras.
—¡Será mejor que nos digas tus intenciones! —espetó Avenir, a la defensiva, justo como Sage.
—Oh, pero si se las acabo de decir a su compañero —respondió Penélope—. Y tú en especial, deberías agradecerme, no hablarme en ese tono.
—¿A qué te refieres? —preguntó con brusquedad.
—Avenir —habló Gateguard sin quitar su atención de Penélope, ni sus brazos de Lucía—. Esa diosa afirma ser la responsable de tu viaje a este universo.
Avenir y Sage se sorprendieron y hablaron al mismo tiempo.
—¿Cómo?
—No puede ser.
—¡Eso debe ser una trampa! —exclamó Avenir, mirando con enfado a la deidad.
—Qué paranoicos y majaderos son. Soy una diosa, menor, pero una diosa al fin de cuentas —dijo indignada; y como queriendo comprobar su punto, Penélope alzó su cosmos, el cual iba cargado con una preocupante oscuridad—. ¿Crees que salvar a un humano como tú y traerlo a otro universo es demasiado trabajo?
Las celdas se oscurecieron con el cosmos de Penélope, los tres hombres estaban preparados para hacerle frente, sin embargo, ella solamente se rio.
—¿Y bien, Gateguard? —habló ella, impaciente—. ¿Vienes o te quedas?
Alzó su mano en dirección a él, en un parpadeó, el cuerpo de Lucía desapareció.
—¡¿Qué fue lo que hiciste?! —gritó él, embravecido.
—La puse en un sitio seguro lejos de Athena y sus estupideces —masculló aburrida, sin disminuir la intensidad de su cosmos—. ¿Vienes o te quedas? No lo repetiré.
Sage miró extrañado a Gateguard.
—¿Qué significa esa pregunta?
—¿Me van a hacer explicarlo todo dos veces? —se quejó la diosa—. Estoy dándole la oportunidad a tu amigo de dejar todo esto y quedarse junto a la mujer de sus sueños —se rio por la ironía—, o quedarse en este hueco de porquería y morir por algo tan vano como la disputa entre dos dioses.
—¿Por qué? —preguntó Avenir.
—¿Para qué crees que salvé tu culo y me tomé la molestia de darte una segunda oportunidad? —Penélope le devolvió la pregunta—. Sólo un santo de aries puede luchar en esta guerra; si él viene con nosotros, tú ocuparás su lugar. ¿Justo, no?
Avenir miró el suelo, analizando esa respuesta.
—No… ¡yo debo volver a mi mundo! —le gritó a Penélope—, ¡devuélveme a él! ¡Ahora!
—Te diré algo, no importa cuántas veces trates de viajar al pasado de ese universo —le avisó, haciendo una sonrisa maliciosa—; Hades ganará de cualquier modo, así funciona su destino y es ineludible; créeme, lo sé. Y tu destino, era morir en el intento de cambiar eso, claro, sólo conseguirás morir tratando de luchar contra lo inevitable. Pero si insistes, puedo matarte aquí y ahora para evitarme la fatiga, pero antes, deja que Gateguard responda. Si él no quiere venir, con gusto te mataré. Pero si él decide venir, tendrás que quedarte y ser el nuevo santo de aries de este universo.
—Gateguard —impresionado y hasta decepcionado, Sage miró cómo el pelirrojo miraba el suelo—, ¿en serio? ¿Estás pensándolo?
—Acabo de desobedecer una orden directa del Patriarca —le dijo Gateguard a su amigo; su hermano—. ¿Qué crees que eso signifique, Sage?
—No… el Patriarca entenderá que…
—No lo hará y lo sabes —espetó fuerte. Gateguard cerró los ojos, estaba tan confundido y tan dividido.
—Tic-tac —canturreó Penélope—, no tengo todo el día. Aún tengo un cabo más que cubrir —por medio segundo sus ojos se volvieron de un sangriento color rojo—. Oye tú —le habló a Sage—, dile a Athena que libere a mi hermano ahora; como ella quiere, nos iremos lejos. Tiene hasta media tarde para hacerlo.
—¡¿Quién te crees que eres para exigir?! —respondió el santo de cáncer.
—No responderé lo evidente —musitó haciendo una mueca—. ¿No te has preguntado por qué Athena no se ha manifestado aquí? ¿Crees que no sabe que estoy en este sitio? ¿Crees que mi hermano no lo sabe también?
Sage apretó los puños; intercambiaba su mirada, de su amigo, a la diosa.
—¿Qué harás con ella? —preguntó Gateguard, con una mirada sombría sobre Penélope.
Ambos se vieron a los ojos.
—¿De verdad eres tan tonto? —se burló ella—, ¿te quedarás?
—Yo pregunté primero.
—Vivirá con nosotros, si ella quiere, claro; pero en el caso de que, como tú, quiera quedarse aquí y morir, no la detendremos.
—¿Cómo sé que no mientes?
—¿Y cómo por qué yo habría de mentirte con respecto a Lucía? —Penélope se cruzó de brazos—, ¿no te parece que, si quisiéramos matarla, no lo habríamos hecho ya? Te lo dije, mi hermano y yo tenemos una deuda con ella. Y nos guste o no, como dioses, debemos cumplir nuestras deudas.
Todos los presentes escucharon cómo las afueras se llenaban de gente; más y más santos de diversos rangos estaban rodeando el lugar.
—Presiento que habrá una ejecución —predijo ella cerrando sus ojos, sin dejar de sonreír—, ¿serás tú el que ocupe su lugar? —lo miró arrogante—. No habrá gloria en tu estúpido sacrificio. ¿Lo sabes, no? Aún así quieres quedarte y no ser recordado como un traidor.
Gateguard quiso sonreír airoso y mandar al diablo a la diosa; decir que mientras Lucía estuviese segura, nada más le importaba, pero en el fondo quería aceptar irse. Quería ser lo primero que Lucía pudiese ver al abrir los ojos; tomarla entre sus brazos, hacerla su esposa si era necesario y vivir juntos como la diosa lo prometía; hasta la vejez.
Sin embargo…
«No puedo hacer eso. Perdóname, Lucy» pensó aferrándose a su destrozado orgullo de santo dorado—. Decido quedarme.
…
Haidee abrió los ojos desde su cuarto en la casa de cáncer.
—Imbécil —musitó refiriéndose al santo de aries.
Levantándose de la cama, saliendo del cuarto únicamente para encontrarse con Athena en el centro del cuarto templo, el oneiroi le extendió sus muñecas con los grilletes.
—Ya me voy —le dijo serio.
—¿En serio? —bisbiseó la diosa.
—Sí.
Athena parpadeó una sola vez; con eso, los grilletes en los tobillos y muñecas del dios se desprendieron en cuatro rayos de luz, volviendo a su caja, la cual estaba en el cuarto del santo de cáncer.
—Ya tienes lo que acordamos —Haidee se masajeó las muñecas—, Penélope te ha dado valiosa información sobre lo que planean mi padre y mi tío. Supongo que con eso bastará para dejarnos ir a los cuatro en paz.
—Aún no estoy segura de confiar en ustedes —Athena alzó una ceja.
—Y no te culparía —respondió sin ofenderse—, ¿pero tienes otra alternativa?
—Me cuesta creer que tu padre busque provocar una rebelión antes de la guerra.
—¿A ti? ¿La diosa de la guerra y la sabiduría? —Haidee sonrió burlón—, ¿qué te ha pasado, Athena? ¿Tanto tiempo junto a los humanos te ha hecho ingenua?
—No, pero…
—Entonces supongo que no tengo que decirte cómo esos dos estúpidos van a intentar hacer algo así.
—No —repitió Athena en un suspiro.
—Antes de que me vaya… el santo de aries…
—¿Cuál de los dos?
Haidee entrecerró sus ojos.
—¿Gateguard?
—Sí, ese —él inhaló profundo—, mi hermana buscaba que él viniese con nosotros, por eso buscó un reemplazo.
—Qué insensatos y arrogantes.
—Al menos lo intentó —con desinterés, él alzó los hombros—, pero tu santo se mantuvo firme en quedarse para pelear. ¿Lo ejecutarán por desobedecer a ese anciano?
—No se derramará sangre innecesariamente, quizás se le aplique un castigo, pero no la muerte —dijo Athena siendo sincera.
La insubordinación no era admitida en ningún caso. Pero ejecutar a un elemento tan valioso como un santo dorado antes de la gran guerra no era lo más sabio.
—Seguro se alegrará de haberse quedado —comentó con sarcasmo.
—Si hubiese elegido irse, se le habría tachado de traidor. Y entonces sí se le hubiese dado caza.
—Ridiculeces —espetó Haidee—, en fin, es tu Santuario y tú decides qué hacer en él. Dudo que lo vuelva a ver, y tengo algo más que hacer, reencontrarme con mi hija y explicarle por qué su padre no envejecerá ni un poco hasta los próximos mil años, por ejemplo.
Athena asintió a las palabras del joven oneiroi.
—Por cierto, hay algo que no te dije.
—¿Mmm?
—Ese santo, el que la mujer atacó… se atrevió a ponerle sus manos encima a mi hija —habló elevando un poco su cosmos—, seguro comprenderás que no pienso dejarlo aquí bajo tu protección.
—Sólo por esta vez, y considerando todo lo que sé, voy a permitirlo.
—Realmente te tomas muy en serio eso de impartir justicia, ¿verdad?
—No siempre me es agradable hacerlo —dijo ella con sinceridad.
—Sí, bueno, ser una deidad a veces es más una maldición.
No contradiciendo eso, Athena dejó que el oneiroi se marchara; pudo sentir a la perfección como el cosmos de él, su hermana, Penélope, y otras siete personas, desaparecían. Supo quiénes eran, supo que no iba a extrañar a una de ellas y que ahora mismo Gateguard estaba siendo escoltado de vuelta al Santuario para recibir su castigo.
Cuando la diosa volvió a su templo, notó a Itiá muy pensativo en su asiento.
—¿Estás bien?
—Sólo un poco cansado y estresado, pero no moriré —respondió serio—. Mi señora, si me permite, quisiera que usted eligiese la sanción que Gateguard merece.
—¿Realmente crees que merece un castigo? —preguntó luego de dar un suspiro—. Que sienta preocupación hacia una persona no debería ser motivo para causarle dolor.
—Desobedeció una orden, su desempeño ha bajado y…
—Itiá, hay muchas cosas que están mal en Gateguard, pero… arriesgar su vida por una persona amada… eso sí no lo puedo castigar. No puedo.
—¿Entonces? —espetó—, ¿no le hará nada?
—Yo no dije eso —respondió Athena dejando con más dudas al Patriarca—. Ve a descansar, Itiá. Me haré cargo de Gateguard.
—Pero…
—Sin "peros". Ve a descansar.
Dándose por vencido, Itiá se levantó de su lugar para hacer lo que se le había pedido.
Al haberse ido Itiá, Athena subió las escaleras hasta el asiento y tomó su lugar.
Mirando fijamente la gran puerta por donde pronto entraría Gateguard y los santos que lo escoltaban, Sendai pensó en lo que esta madrugada le había dicho Penélope.
»Afortunadamente aún tengo aliados entre mis hermanos.
»¿Qué ganas tú ayudándome? —le había preguntado Athena, a las afueras del Santuario, donde la diosa menor la había citado.
Ambas usaban capas negras y mantenían sus cosmos a muy bajo nivel.
»Joder un poco a mi padre en esta guerra es suficiente ganancia para mí.
»¿De verdad?
»Athena, yo sólo vine hasta aquí por un objetivo; ya casi está cumplido. Hacer algo que pudiese lograr que mi padre grite por milenios, es sólo un bono extra. Ahora cállate y escucha: mi padre y mi tío han descubierto a alguien en tu ejército que comienza a dudar, su moral está flaqueando, y mi padre planea usar eso en su beneficio; buscan hacer que el Santuario se divida en dos.
»¡¿Cómo?!
»No sé todos los detalles, pero lo que sí sé, es que usarán a Myū de Papillon para lograr su cometido. Ten mucho cuidado, Athena, las mariposas del inframundo son difíciles de ver a menos que el espectro que las traiga consigo, quiera que las vean. Eres una diosa, pero tu piel es humana, no lo olvides.
Penélope no pudo decirle más. Hubiese sido útil saber a qué "débil eslabón", Hýpnos y Thánatos planeaban usar.
Si el Santuario se dividía en dos y comenzaban a matarse entre ellos, las cosas iban a salir muy mal considerando que seguramente Hades estaba esperando a que ese golpe interno sucediese para luego hacer sus propios movimientos.
«Debo admitir que su plan es astuto, pero no contaron con que alguien me pusiese bajo aviso» pensó seria, ahora, ella debía elegir a los santos más confiables que pudiese tener a su lado para cuando el elegido fuese a hacer su primer movimiento.
—Continuará…—
Okey, vamos por el principio: Aclaremos que Penélope medio le mintió a Luciana sobre lo que estaba haciendo la noche que todo explotó. Ella realmente estaba descansando luego de haber traído a Avenir. Lo de estar investigando los planes de su padre y Hades, lo estuvo haciendo tiempo atrás. No sé si eso lo podré aclarar en el fic, pero por si acaso, lo expongo ahora antes de que se me olvide xD.
...
Siendo honesta ya quiero darle descanso a Luciana y Gateguard, los dos están al borde del colapso y por otro lado, el pasado de Lucy aún no se descubre por completo. Falta más por explorar y espero hacerlo en el capítulo que sigue.
¿Cómo ven la propuesta de Penélope y Haidee? ¿Creen que Gateguard tomó la decisión correcta de no aceptarla? :o
¡Muchas gracias a todos por leer y comentar!
Siendo honesta, no creí que llegase tan lejos con este fic. xD
En serio no soy de hacer historias tan largas... pero este me gusta mucho, me alegra que a ustedes también.
Gracias por leer y comentar a:
Nyan-mx, camilo navas, Guest, y agusagus.
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