Noche

XXXV

Las Heridas del Pasado

— ● —

Lo que el sueño se robó.



Tenía apenas 11 años cuando fue vendida, o quizás, su vida solo formó parte de un torcido trueque.

Lucía no sabía nada de eso hasta que su madre, una mañana, la despertó temprano, antes de que el sol saliese, y la bañó en el río con agua fría; después la hizo vestir una toga sencilla de color negro, cepillando su largo cabello castaño y amarrándoselo en un chongo alto. Todo mientras le hacía preguntas y preguntas sobre las cosas que le había enseñado desde los 6 años, sobre cómo ser una buena esposa.

—¡Me preocupas! —le expresó—, sabes tan poco.

Cuando ella, sus hermanitos y madre, llegaron a trompicones a la pequeña capilla del pueblo, y la pequeña Lucía vio a su padre, el sacerdote y aquel señor grande y gordo que desde hace un año la había estado molestando con comentarios obscenos y asquerosos tipo "ya estás lista para mamar otra vez, pequeña", e incluso ya alguna vez la había seguido de vuelta a su casa haciéndole invitaciones repugnantes… algo en su estómago se contrajo.

Una celebración de boda se llevó a cabo sin que ella supiese que después de eso, su padre estrecharía la mano de aquel tipo, y luego este la sujetaría del brazo para arrastrarla lejos de su familia.

—¡Mamá! ¡Papá! —por mucho que ella los llamó, ellos no la auxiliaron ni le explicaron nada. De hecho, su padre le gritó una advertencia:

—¡Más te vale darle hijos sanos, Lucía! ¡Sé una buena mujer!

¿Una buena mujer? ¡Ella no se sentía cómo una mujer! ¡Se sentía como si sus padres estuviesen permitiendo que su hija fuese raptada por un perfecto extraño!

Haciendo caso omiso a sus súplicas por dejarla ir, el tipo grande la alzó sobre su hombro en contra de su voluntad y la llevó hasta una casa vieja, sucia, húmeda y oscura.

—¡Escucha bien! ¡Ahora eres mi esposa y esta es la cocina! —exclamó demandante—. ¡Vas a prepararme aquí mi comida! Mañanas, tardes y noches. Te despertarás antes de que salga el sol, y te dormirás después de que yo lo haga, ¿me oíste bien?

—¡Quiero volver con mi mamá! —gritó ella incapaz de procesar lo que estaba pasando.

El hombre creyó que un par de bofetadas le harían bien. Luego de esa agresión, Lucía tembló, llena de pánico. Él, después de abofetearla, la sujetó fuerte de sus brazos y la sacudió.

—Pagué mucho por ti, ¿oíste? ¡Eres mi esposa y harás lo que yo diga! ¡¿Entendido?!

Temblando, ella asintió varias veces con la cabeza.

La vista estaba desentonada y su corazón latía con mucha fuerza.

—Debería disciplinarte bien —murmuró para sí mismo, mirándola morbosamente—, como una yegua.

Lo siguiente que pasó, la perseguiría por muchos años.

Primero, puso su olorosa boca sobre la de ella. Con su resbalosa y sucia lengua, invadió su boca por completo. Su aliento apestaba a muerto; le faltaban dientes, y esas manos horribles la tocaron por encima de la ropa a pesar de que ella trataba de empujarlo.

Él era más fuerte, también era como una bestia sin razonamiento. Como si no entendiese o le diese igual que ella lo rechazaba.

—¡Será mejor que te quedes quieta o…! —enfurecido la sujetó el cuello y la apretó hasta enrojecer su cara—. Si no fue por las buenas, será por las malas. Pero ya eres mía.

Soltó su cuello únicamente para besarla ahí, chupar hasta herirla.

«¡Ya, por favor! ¡Ya!» pensaba no sabiendo qué hacer. No pudiendo defenderse.

Ni siquiera se dio cuenta de en qué momento comenzó a llorar.

«Dioses… por favor… por favor».

Ningún dios o diosa respondió a la súplica de esa pobre chica.

Nadie llegó a salvarla.

El hombre grande la desnudó, la arañó en su afán de querer marcarla como su mujer. La mordió incluso. La llevó a su sucia cama con olor a orines y alcohol y ahí la penetró sin preparación ni compasión alguna, preocupándose sólo por satisfacer su placer propio, por lo que el dolor para ella fue insoportable. Por obvias razones Lucía sangró, algo que a él complació e hizo que se moviese con mucha más brusquedad, haciéndole más daño.

Como si sus gritos desesperados de angustia y agonía fuesen estimulantes para él, el tipo empujó una y otra vez su pene en su interior con todas sus fuerzas, desgarrando cada vez más el interior de una niña que lloraba por su mamá.

—¡Te gusta! ¡Te gusta, ¿verdad?! ¡¿Pequeña perra?!

Para Lucía aquel tormentoso momento fue casi eterno.

La humillación jamás se borraría de su memoria. Los golpes a su cuerpo además de la invasión a su intimidad eran agónicos. El dolor físico y mental casi la desmayaron, eso sin contar el inmenso miedo y asco que estaba sintiendo en el fondo de su alma.

Aquello era indescriptible e inenarrable.

Sólo se puede imaginar tal ataque y cualquier ilusión o descripción quedaba corta ante la experiencia en carne propia.

Él, al terminar, en lo más profundo de ella, dejándola temblando no sólo por el miedo sino también por el dolor y el profundo asco, se separó respirando agitado.

—Sí —musitó satisfecho; sudoroso—, así está mejor, calladita y obediente.

Lucía, con sus ojos completamente apagados, lo vio caminar hacia afuera del cuarto con olor asqueroso; mismo que ahora ella tenía ahora en su boca, piel, y en su zona más íntima.

—Hice un buen negocio. Di una vaca que podía comer, por una que puedo coger.

Riendo bastante complacido, cerró la puerta tras él. Se fue de la casa.

Lo supo porque ella oyó una segunda puerta abriéndose y cerrándose.

¿Eso había valido ella para sus padres? ¿Una vaca?

Apenas su cerebro pudo procesar lo ocurrido, Lucía lloró llevándose sus temblorosas manos a la cara.

Ya había llorado mucho durante el ataque que recibió, pero aun así sus ojos pudieron seguir derramando más y más lágrimas hasta secarse por completo.

Y aquello fue sólo el principio.

Sentarse sobre esa cama dolió mucho; su intimidad palpitaba y al pasar sus temerosos dedos por ahí, ella extrajo dos líquidos, uno rojo y otro blanco. Supo qué era lo primero; y en su ignorancia pensó que lo segundo era algún tipo de orina que su captor había metido en ella para ensuciarla todavía más.

Sintiéndose a punto de vomitar, buscó la toga que se había quedado en el otro cuarto para limpiarse como pudo.

Asqueroso, asqueroso… ¡qué asqueroso!

Sin importar hacerse más daño del que ya había recibido, Lucía usó la toga para limpiar su vagina lo más que pudo, no quería tener esa cosa blanca en ella. Luego, buscó agua para enjuagarse la boca. Su paladar le sabía a mierda de perro.

Miró sus brazos, sus piernas, su abdomen y al ver marcas rojas circulares y algunos rasguños, no quiso imaginar cómo estaría su cuello y espalda, zonas que también le ardían.

Lloró por mucho tiempo en una esquina; no quiso vestirse con nada que en ese lugar; quiso salir de esa casa y correr aunque fuese estando desnuda, pero las ventanas estaban bien selladas con tablones de madera y la puerta tenía el seguro de la llave.

Tocó varias veces la puerta esperando que alguna persona llegara y preguntara cómo podría ayudarla, pero lo único que consiguió fue su primera gran paliza.

De pronto él entró embravecido diciendo que un vecino le había ido a reclamar a la taberna por el ruido que su nueva esposa estaba haciendo.

—¡No quiero que interrumpas mi juego! —gritaba una y otra vez mientras la pisoteaba.

Después se fue otra vez advirtiendo que quería la cena lista para cuando volviese.

Ella no pudo pararse debido al dolor, cuando menos pudo comer ella misma.

Por la madrugada, él volvió, pero se fue a acostar sobre su cama; ignorándola.

La puerta se quedó semi abierta, así que ella tomó la gran oportunidad, arrastrándose con sus manos, saliendo de ahí con su toga nupcial mal puesta.

Pensó que volver con sus padres iba a ayudarla de algo.

Creyó que su madre al verla tan golpeada iba a recibirla con un abrazo; y su padre, se molestaría con el tipo con el que la dejó por haberla tratado tan mal.

A veces la ingenuidad y la esperanza se castigaban terriblemente.

Su madre la recibió con una bofetada sin importarle que su cara ya estuviese lo suficientemente amoratada, su padre le gritó afuera de la casa y no la dejó pasar. Sus hermanitos, llorando, preguntaban por qué no dejaban que su hermana volviese, así que la mujer mayor los mandó a callar.

—¡Estúpida! —le decía su padre mientras la llevaba sujeta del cabello de vuelta al infierno—. ¡Estás deshonrando a tu esposo! ¡¿Tienes idea de lo idiota que eres?! ¡No vas a meternos en problemas porque no entiendes tu posición!

Su padre nunca había sido violento con ella. Su padre jamás la había gritoneado ni jaloneado así.

—Debí educarte mejor —agregó furioso, como si le hubiese leído el pensamiento. Claramente exponiendo que debió haberla maltratado desde que nació para acostumbrarla.

Un miedo insano la invadió cuando vio a aquel hombre, a su amado padre, tocar la puerta de la bestia que, al verla fuera de su nueva casa y desatendiendo sus otras obligaciones de esposa, frunció el ceño.

—Mi hija lamenta habernos ido a visitar sin tu permiso —enfadado, la empujó hacia él, quien la sujetó del brazo con mucha fuerza, y la lanzó de vuelta adentro de la casa.

Ella cayó bocarriba, derrapando sobre el piso un poco.

—Por favor, perdónala. Mi esposa y yo no la criamos bien.

—Al menos era virgen —respondió su esposo.

Su padre y él hablaron un poco más hasta que se despidieron y él al volverse, le dio una fuerte patada al estómago.

—Ya aprenderás.

No quiso aprender.

Entre violaciones, golpizas, gritos, insultos, y muchos otros tipos de maltratos, ella volvió a intentar escapar un par de veces más, pero en todas algo le arruinaba los planes.

Usualmente eran los vecinos, que al verla la retenían para que no corriese lejos de su prisión a la que todos querían que Lucía llamase "hogar".

Lo peor es que, cuando era devuelta a su casa, él no tardaba en volver de donde sea que hubiese estado para golpearla.

A veces le iba bien y sólo la abofeteaba. A veces le iba mal y terminaba con todo el cuerpo hinchado.

El tiempo pasó…

A los 12 años y medio tuvo su primer embarazo, y su primer aborto involuntario.

Durante un par de meses tuvo ascos repentinos, mareos constantes y su sangrado mensual no se presentaba. No quiso decirle nada a él porque temía que si necesitaba de los cuidados de un doctor, él iba a culparla por no haberse cuidado de otra de sus "enfermedades fingidas" y luego procedería a golpearla y/o insultarla.

Después, un sangrado abundante poco usual vino junto un fuerte dolor que la hizo temblar por días; lo peor fue que durante todo ese tiempo no tuvo que descuidar sus "obligaciones", por lo que vivir se convirtió en una tortura peor a la ya acostumbrada.

Ya de por sí, cuando sangraba cada vez, él la repudiaba y la hacía dormir en el suelo lejos de su vista. Cuando aquello ocurrió, al menos él se mantuvo lejos de ella.

Siempre estaba encerrada en esa casa horrible sin poder ver siquiera la luz del día en todo su esplendor ya que el cavernícola que Lucía tenía que llamar "esposo" pensaba que ella no necesitaba irse a ningún lado ni salir siquiera a tomar aire fresco.

Era raro cuando ella salía al mundo exterior, y eso solo cuando él estaba cerca. Debido a sus constantes intentos de huida, él incluso la acompañaba al río donde le ordenaba lavar la ropa mientras él se sentaba a comer. A veces, desde su posición, él le lanzaba pedazos de comida, no con las intenciones de que ella comiese también sino solo por "jugar".

Gracias a esos maltratos y a su pobre alimentación, vino un segundo aborto.

De ese él sí se enteró pues la vio teniéndole asco a la comida y vomitar, por lo que llamó a una partera para preguntarle si su joven esposa estaba embarazada a lo que la anciana dijo que en efecto, estaban por fin a punto de convertirse en padres.

—¡Al fin! ¡Sí! ¡Un varón! —decretó.

Pero, en una de sus noches de juego, él llegó y la golpeó. Se desquitó con ella por haber perdido todo su dinero.

Ese inusual sangrado y ese conocido dolor, le dijeron a Lucía que la primera vez que había pasado por eso, había significado un anterior bebé muerto.

Sin importar que la salud mental de su esposa, casi 30 años menor que él, estuviese decayendo igual que su salud física, él la culpó por haber perdido a ese bebé.

Durante sus 13 años, él la violaría de forma más constante hasta que hubo otro embarazo, el cual ella simplemente perdió mientras trataba cargar unas pesadas cajas con verdura casi echada a perder. El sangrado se dio sin que ella pudiese ocultarlo, pues él la acompañaba.

Más violaciones; más amenazas; más dolor.

El cuarto embarazo lo perdió sin que él se diese cuenta, ella pasó por ese duro proceso en medio de una inusual paz en medio de su casa sola. Al menos, en esa ocasión, él no se enteró de nada.

El quinto hijo, sin embargo, sí logró nacer a pesar de las palizas y la ridícula alimentación de su madre, quien estaba bastante delgada, mientras su esposo cada año estaba más gordo y viejo. Más exigente y más hiriente con sus palabras. Un pequeño errorcito y él la obligaba a hacer más comida o solo le golpeaba.

Poco después de haber cumplido 14 años, su quinto bebé logró sobrevivir y formarse por completo en su vientre. El bebé nació a los 8 meses y medio. Muy pequeño y muy frágil, también, demasiado enfermizo. Ella no pudo darle pecho porque no salía leche de sus pezones, no contaba con ninguna ayuda y su esposo sólo la llamaba estúpida por no saber cómo alimentar un bebé cuando él tampoco lo sabía porque… "esas eran cosas de viejas".

En aquel entonces la depresión posparto no era un término que siquiera se imaginase, y si antes ella ya había originado problemas debido al estrés, la ansiedad y todo lo demás; recién dio a luz, quiso morirse. Permaneció ida durante los primeros días, en los que la partera tuvo que ayudarla.

Lucía no quería ver a ese bebé, no quería tocarlo ni quería saber nada de él. La sola idea de verlo le provocaba malestar. Perdió el sueño por 3 días, no quiso comer ni beber nada. Oír llorar a ese infante hacía que le doliese la cabeza y se pusiera irritable. Ni siquiera las amenazas de su esposo la hacían reaccionar y debido a que la partera estaba ahí, él no la tocó para obligarla a hacer nada, simplemente se iba refunfuñando de su casa y no volvía por horas.

Curiosamente, desde los 12 años, ella hallaba algo de consuelo durante sus sueños, donde se veía volando como un pajarito, libre de toda atadura y dolor. Yendo feliz por un cielo claro bajo un sol que calentaba su espíritu aprisionado.

Sin embargo, luego del parto no pudo cerrar los ojos y volver a ese lugar lleno de paz.

Al cabo de 2 semanas, Lucía cargó a su bebé e intentó darle leche, claro, descubriendo que debido a su pésima condición física no podía hacerlo. Eso sin mencionar el dolor que pasó durante días y noches luego de haber dado a luz.

Menos mal que la partera supo cómo ayudarla a bañarse en una tina de metal prestada con algunas hierbas y agua caliente.

Fue una pena que esa mujer tuviese que irse y dejarla sola.

Al menos, Lucía pudo recobrar el sueño y volver a dormir.

A sus 13 años y medio, durante la agonía de sus embarazos fallidos pasados y el estado de esclava donde vivía, Lucía conoció a otra joven prisionera que se había convertido en la esposa de su vecino, el chismoso. Rubia, de ojos color azul, piel blanca y sonrisa grande. Su nombre era Elora, y al igual que ella, fue casada desde muy joven con un tipo que le quintuplicaba la edad, y quien ya tenía un hijo de su anterior matrimonio, un mocoso igual de insoportable que el padre.

Ese mismo vecino, alguna vez en el pasado, ya había delatado a Lucía con su esposo por intentar huir. Por lo que Lucía le guardaba mucho rencor.

Elora también era maltratada por ese tipo, también era abusada, y fue por eso que Lucía y ella se convirtieron en buenas amigas. Hablándose a través de sus respectivas ventanas apenas selladas con tablones de madera, apoyándose en lo mejor que pudiesen en la otra para sobrevivir un día más.

Cuando Lucía dio a luz, Elora de vez en cuando le hablaba aunque no recibiese respuestas. Lanzaba mensajes de ánimo y solía mostrarse preocupada, algo de reconocer y aplaudir dado el infierno que ambas vivían.

Después de dar a luz a su hijo, Lucía por fin supo quién era aquel apuesto hombre en sus sueños que a veces veía. Él tardó un poco en presentarse formalmente después de mucho tiempo en las sombras, pues desde niña, siempre había creído que él era una mera ilusión. O una bella alucinación.

—Soy Haidee, y soy un dios menor de los sueños —le confesó sonriente; casi tímido.

Ella, aún en forma de ave, se rio pensando en el momento que eso era imposible.

—Lo soy —insistió él sonriendo—, vamos, ponme a prueba.

Lucía pidió que se le dejase ver cuando ella despertase, y le creería.

—Lo siento, eso no lo puedo hacer —la gracia desapareció del hermoso rostro del dios menor.

Durante las noches siguientes a partir de ahí, ella no soñó con nada, sólo dormía y despertaba por las mañanas en la misma cama mugrienta al lado de su lindo e inocente bebé y un hombre que apestaba peor que una letrina pública.

—¿Estás segura que no lo imaginas, Lucy? —preguntó Elora a su amiga, adentro de su propia prisión, ambas tratando de cocinar algo con las miserias que sus respectivos abusadores les dejaban.

Lucy.

Quién sabe qué le dio a Elora por empezar a llamarla así desde que se conocieron. Aunque, bueno, no es como si no le gustase ese apodo cariñoso a diferencia del nombre que sus miserables padres (a quienes por cierto ya no veía ni por error, ni tampoco quería) le habían dado en su nacimiento.

—Te digo que no. En verdad es un dios, un dios del sueño —aún con cierta chispa de inocencia en sus ojos, Lucía insistía en eso, cortando jitomates, mientras se movía a modo de arrullo para el bebé que estaba durmiendo en su espalda sujeto por un chal largo color gris que había logrado conseguir prestada de otra vecina.

El bebé estornudó, pero afortunadamente no se despertó. Si lo hacía, comenzaría a llorar y ni su propia madre podría pararlo hasta después de algunas horas.

—Oye, y si es un dios, ¿por qué no le pides salud para Deo? —preguntó Elora, preocupada por el infante, igual que Lucía, quien suspiró.

—No se me ocurrió —admitió con vergüenza, y es que ella cuando se soñaba como un ave, se olvidaba de su horrible realidad; olvidaba a su captor y violador, y también… también olvidaba al fruto de esas agresiones.

Pero, a pesar del modo horroroso en el que fue concebido, Lucía quería a Deo. Él era su hijo, sólo suyo. El otro, ese que se hacía llamar su padre, fue sólo un medio nauseabundo para embarazarse. Sin embargo, muy en el fondo de su alma, a Lucía le hubiese gustado que ese bebito no hubiese nacido, justo como los otros.

Estar en esa casa, atada a un maldito imbécil, obligada a complacerlo en todos los sentidos, ya era suficiente castigo; un bebé sólo aumentaba considerablemente la dificultad. Lo peor es que ese desgraciado al que debía llamar esposo, en lugar de (por lo menos) no estorbar, sólo la molestaba cada vez más con sus quejas.

Le gritaba a ella por "no saber callar" a un bebé con resfriado gracias a que ese estúpido se llevaba toda la manta durante las noches y los dejaba a ellos desprotegidos contra el frío. La hacía responsable del estado debilitado de Deo cuando era gracias a su desconsideración y gula propia que ella nunca pudo alimentarse bien durante su embarazo ni ahora que debía estar lactando. Ella no tendría por qué andar por ahí mendigando por leche de cabra para su hijo, pero no quedaba de otra, ya no había nada más que pudiese hacer.

—Pues si lo vuelves a ver, deberías decirle al menos… que nos libre de esto —pidió Elora negando con la cabeza.

Lucía tuvo eso en consideración.

Afortunadamente hoy fue una de esas noches en los que su captor no volvía a casa, Lucía cenó con calma luego de darle de comer a su hijo y arroparlo bien contra su pecho. Ambos durmieron en la cama con la cobija encima y entonces ella volvió a verlo.

Algo cambió en esa ocasión pues Lucía ya no se vio como un ave, sino como toda una mujer.

Vistiendo una suave y elegante toga blanca, más limpia y presentable que nunca, ella se encontró cara a cara con el dios menor. Él parecía nervioso y hasta apenado, evidentemente dudoso sobre qué decirle luego de muchas noches sin dejarse ver.

—Hace mucho que no te veo —bromeó ella, feliz de estar con él otra vez.

Lucía no lo negaba, Haidee quizás era el hombre más apuesto que sus ojos hubiesen visto, pero era incapaz de sentir deseo alguno por él.

El sentimiento al parecer era mutuo, pues cuando el dios menor se acercó para abrazarla, sin decirle nada, ella no percibió ninguna segunda intención malsana; tampoco se sintió incómoda o comprometida a algo.

Ese fue el primer abrazo sincero que ella recibía en muchísimos años. Tanto así fue la calidez que sintió, que Lucía lloró con soltura a pesar de no haber estado triste en un principio.

Su alma se desahogó un poco de tanto dolor pasado.

Él en ningún momento la soltó ni le preguntó nada, sólo la dejó ser; palmeando su espalda con suavidad, acariciando su cabeza.

Ella no supo a qué vino aquel gesto. ¿Lástima? ¿Empatía? Lucía al final interpretó que él estaba disculpándose por no haberla dejado ser libre en sus sueños como siempre, así que por eso se sintió afortunada por tenerlo de su lado.

—¿Sabes cuál es la parte más difícil de mi trabajo? —Haidee hizo una pregunta retórica cuando Lucía se hallaba hipando, jalando la mucosa nasal para no derramarla sobre el pecho de él—. Qué no podemos intervenir en la realidad de las personas que visitamos en sueños. Está prohibido. Aunque quisiera ayudarte, no podría.

Ella no entendió aquello tan simple. En su escaso nivel de comprensión, Lucía lo abrazó con más fuerza.

—¡Por favor! ¡Haz algo, lo que sea! ¡Estoy tan cansada! —más lágrimas volvieron a salir de sus ojos—. ¡Eres mi amigo!

Él se tensó ante eso último. Ella no lo vio, pero Haidee hizo una mueca de tristeza e impotencia.

—No puedo ser amigo de los seres humanos —musitó.

—¡Pero eres mi amigo! ¡Sólo contigo puedo llorar así! —gritó aferrándose a la toga suave del dios menor—. ¡No puedo mostrarme débil ante Elora! ¡Ella necesita verme fuerte, pero no puedo hacerlo todo el tiempo!

Suspirando, Haidee no le preguntó sobre quién era Elora; no lo consideró prudente. De nuevo, la dejó irse calmando poco a poco.

—Ser fuerte no significa no mostrar lo que te hace daño y te lastima.

—Lo es donde vivo —masculló Lucía con los ojos ya hinchados por tanto llorar—. Si no puedes estar conmigo más tiempo, hazme dormir eternamente, Haidee. Te lo suplico. Ya no puedo más.

—¿Y tu hijo? —susurró él al mismo tiempo Lucía sentía cómo su alma desaparecía en un suspiro de los brazos del dios y volvía a su cuerpo en aquella casa espantosa.

Deo.

Ella abrió los ojos antes de que su bebé comenzase a llorar.

Su cara estaba mojada por las lágrimas que había estado derramando mientras su alma se descargaba de aquel peso insoportable, y su nariz tenía mucha mucosa que tuvo que limpiar con un pañuelo que después lavaría. Por suerte, el imbécil con el que estaba obligada a convivir, no estaba en casa.

Percatándose de que la noche aún prevalecía, Lucía se tomó su tiempo para cargar y alimentar a su bebé.

Le preocupaba mucho que la fiebre se fuese y viniese. Ya se le habían dado muchos tratamientos, algunos hechos por Elora, pero al final, la enfermedad volvía a Deo e impedía que ambos durmiesen lo necesario para no estar cabeceando por la tarde, al menos eso en el caso de ella porque él podía dormir cuando lo necesitase.

Mientras arrullaba a Deo, Lucía se preguntó si en verdad sus encuentros con Haidee eran reales y no producto de su imaginación como le había dicho Elora que eran.

Durante las noches posteriores, Lucía notó algo raro en su alucinación. Lo sintió distraído, pero interesado en saber más de ella y su amiga. Lucía pasaba horas y horas charlando. Le contaba no sólo lo que ella pasaba al lado del tipejo con el que estaba, sino también de lo que Elora sufría con el esposo que bien podría ser su abuelo.

—En verdad quisiera ayudarlas —bisbiseó Haidee caminando al lado de Lucía, quien por décima vez estaba presente en ese plano, con Deo en sus brazos.

Según Haidee, el niño ya podía soñar, y debido a la pureza en su alma, no le costaba ningún trabajo hacerlo dormir junto a la madre y transportarlos a ambos a ese plano de dos cielos.

En el sueño Deo no sufría, no tosía, no pasaba hambre ni sed y sus ojitos se veían más vivos que nunca, además de que se entretenía viendo las nubes sobre su cabeza pasar y tomar formas que sólo él entendía y le divertían, sacándose sonrisas continuas y una que otra risa. Cuando él hacía eso, Lucía sentía que el ambiente del sitio se volvía más pacífico, como si la presencia de Deo agradase al sitio.

Además, él pesaba tan poco como una pluma, así que Lucía podía cargarlo por horas y horas sin ningún problema.

Haidee los hacía libres cuando ambos dormían. Eso significó mucho para ella, pero se sentía egoísta por disfrutarlo sola con su hijo.

—¿Puedes traer a Elora también? —preguntó Lucía considerando injusto que sólo ella y Deo se librasen del infierno por un tiempo mientras ella seguía atrapada tras esos muros—. A Elora le gustaría verte y saber que eres real.

—Ya he cometido demasiadas faltas trayéndote a ti aquí y hablarte sobre mí —dijo Haidee, desviando la mirada—, además, no sé si recuerdes lo que ya te he dicho sobre seguir hablando de mi existencia a más humanos. Mis hermanos podrían delatarme ante mi padre si se enteran de ti. Me castigarán por eso.

—Sí… lo recuerdo. Seré más cuidadosa —respondió desanimada, mirando a su bebé siendo plenamente feliz desde que nació.

Desde el principio Haidee le avisó de la prohibición que tenían los oniros de hablar de su existencia con los humanos cuyos sueños visitaban. También le advirtió qué podría pasar si se le descubría ayudándola a tener siempre sueños tranquilos y amenos con plena consciencia de ello.

—Es solo que… me preocupo mucho por ella. Por favor, incluso si eso significa que yo no pueda verte, ¿puedes darle a ella sueños pacíficos?

—Si hago eso, tú no soñarás nada, eso podría significar que tampoco descansarás bien.

—No importa —susurró confiada en que hacía lo correcto—, Elora también merece tener buenos sueños. Por favor, ve con ella.

El camino por el que ambos iban no tenía un fin, y eso relajaba mucho a Lucía. También era algo que hacía feliz al bebé. Lucía sólo quería compartir ambas cosas con Elora, quien, después de un año viviendo con ese cerdo que la compró, era duramente maltratada por no haber podido tener hijos.

Sólo a Lucía, Elora le había confesado que en secreto tomaba tés especiales para no embarazarse jamás.

»Prefiero morir a traer a un bebé a este mundo —dijo de forma tajante—, prefiero que ese infeliz me mate a golpes.

Lucía se guardó ese secreto a cal y canto, bueno, a excepción de Haidee, quien al parecer ya conocía a Elora por todo lo que Lucía decía sobre ella.

—Tal vez…

—¿Mmm? —ella lo miró curiosa; y él se veía dudoso, pero seguramente ansioso por ayudarlas.

—Bien, si estás dispuesta a no venir a este lugar la noche de mañana… tal vez, pueda… visitarla.

Haciendo un gesto de pena, Lucía suspiró.

—¿De verdad no podemos estar aquí todos juntos? —preguntó preocupada.

En serio quería ayudar a Elora; y no se arrepentía de lo que estaba proponiendo, sin embargo, no quería alejarse por mucho tiempo de este sitio, el único espacio donde hallaba algo de paz y por ende, fuerzas para no caer en la locura total.

Todo por lo que ella había estado pasado, seguro desquiciaría a cualquiera, pero Lucía a estas alturas teorizaba que si por algo ella todavía no había tomado su propia vida, más allá de su propio hijo, era porque cuando Haidee la visitaba, traía consigo algo de confort divino que lograba relajar sus sentidos.

Deseaba con todas sus fuerzas compartir aquello con Elora, pero no quería dejar de venir a este sitio.

—Tu bebé no es ningún problema —respondió Haidee—, pero dos mujeres adultas… con mucha inestabilidad espiritual… podría llamar mucho la atención si están juntas —explicó mirándola—, además, no sabemos cómo vaya a reaccionar tu amiga al venir a este plano.

—Seguro lo mismo que yo —musitó Lucía—, alivio.

Haidee inhaló profundo.

—No pienso presentarme ante ella como lo hago contigo, sólo le permitiré estar aquí.

—¿Cómo un ave igual que yo? —preguntó curiosa.

—Este sito puede adoptar muchas formas y lugares. Diferentes estaciones y quienes entran, tienen un espacio específico donde encuentran la paz a su modo.

—¿Y eso significa…?

—Podrá adoptar la forma de un ave en el cielo… o el de un árbol en una pradera sintiendo el viento… tal vez el de un pez nadando en el fresco mar. Una estrella presenciando los misterios del cosmos. Hay tantas formas en las que los seres humanos pueden sentirse libres. —Sonrió melancólico—. A los oniros nos gusta presenciar su basta imaginación.

Lucía sintió que algo en su pecho saltaba de emoción, como si hubiese oído un halago. Y bueno, algo así viniendo de un dios menor, debería ser algo muy grato.

—Por favor, dale el mejor sueño de su vida —pidió con todo su corazón, abrazando a su bebé contra su pecho.

—Lo intentaré —asintió él con su cabeza, sonriendo ligeramente.

La verdad…

Años después, Lucía no pensó que él se tomaría tan en serio esa petición.

Desde la noche posterior a la visita de Haidee a Elora, Lucía percibió algo curioso en ambos. Sonreían más, sus ojos brillaban con más intensidad; el dios menor incluso hablaba con soltura y Elora reía como una niña pequeña ante la más mínima emoción positiva.

Al cabo de algunas semanas, Lucía por fin se atrevió a hablar a su amiga al respecto.

—Oye, dime la verdad… —pidió Lucía en un susurro mientras ambas se daban un baño en el río, vigiladas por el mocoso que servía como un perro guardián al servicio de su padre, el esposo de Elora.

—¿Mmm?

—¿Con qué sueñas? —preguntó sosteniendo a su hijo para que la ligera corriente del río no lo incomodase.

Por suerte, para cuando esa conversación se dio, el verano por fin había vuelto y la salud de Deo estaba mejorando muchísimo. El trato era: una noche Elora, la otra Lucía. Ambas se turnaban para soñar con la libertad.

Pero Deo, ya fuese con su madre, o su autoproclamada tía, se libraba de todo dolor, pesadez y necesidad cuando dormía.

Haidee declaraba que incluso si ninguna de ellas estaba para el bebé, él solía darle un sueño tranquilo al niño que le permitiría recobrar sus fuerzas.

—Con él —respondió Elora bajando la mirada—, tenías razón. Es guapo, y lindo.

—¿Sabes de él? —Lucía se sorprendió—. ¿Sabes que es…?

—Lo supe desde el primer momento —dijo ella en respuesta a la estupefacción de Lucía.

Haidee nunca le había dicho a Lucía que Elora ya sabía de su existencia como dios. Eso fue lo que la tomó con la guardia baja.

—Cuando me vi como una flor en el campo… supe que algo divino me había tocado. Así que le pregunté si él era el dios que tú veías. Y si lo habías enviado para mí.

—¿Y qué te dijo? —preguntó emocionada.

Y es que después de la petición de Lucía a Haidee sobre darle un buen sueño, el dios le pidió que no diese señales de saber nada sobre eso. Qué no le preguntase nada a Elora y dejase de hablar de él para no atraer la atención de ninguno de sus hermanos, pues percibía a algunos cerca de ellos.

Pero la memoria a veces fallaba y ahora ambas estaban cometiendo una imprudencia; se encontraban hablando otra vez del tema en un espacio abierto, ¿pero de qué más podrían hablar? Sus sueños eran lo más ameno que ambas tenían desde la salud mejorada de Deo.

—No me dijo nada… pero después de pocos días, por fin pudimos conversar.

Lucía miró pícaramente la cara sonrojada y apenada de Elora.

—¿Solo conversar? —preguntó sonriendo.

—¡Ya! —se rio Elora cubriéndose la cara—, ¡mira, Deo! Tu mami hace preguntas que no debe.

Lucía abrió la boca sorprendida.

—Eso significa que… ¿se han besado? ¿Han tenido relaciones?

—¡¿Qué clase de preguntas son esas?! —exclamó cubriéndose los pechos con los brazos.

—Y no lo niegas —se rio Lucía sin saber que en verdad, algo estaba pasando entre ellos.

Ella solo estaba diciendo eso por molestar, pero al parecer estaba descubriendo algo.

De pronto, el maldito mocoso que las vigilaba las escuchó siendo felices y por eso les gritó porque ya se había aburrido y quería irse de ahí.

Lucía odiaba a ese monstruillo. A veces quería tomar una soga y colgarlo de los pies a un árbol, que quedase bocabajo y no soltarlo de ahí hasta que pasase un día entero en todo lo malo que estaba haciendo. Verle la cara le daba asco, era claro que al crecer, sería idéntico a su padre: un ebrio perdedor.

Tal vez estaba siendo demasiado dura con ese chiquillo, pero no le importaba Lucía lo odiaba.

Durante un tiempo, después de esa tarde, las cosas para Elora y Lucía estaban en relativa calma.

Lucía casi no veía a su esposo porque a este le gustaba más estar en las cantinas que en casa porque no soportaba los ruidos de Deo, lo que a ella le parecía perfecto. Bastaba con dejarle comida hecha para que no la fastidiase, además, con un bebé y con su físico anchándose principalmente de su abdomen, el gordo perdía interés en siquiera tocarla.

Las cosas mejoraban, o al menos eso pensó Lucía demasiado pronto.

En uno que otro arrebato, Lucía se aseguraba de comer mucho pan para no adelgazar, pues alguna vez había oído que era eso lo que hacía que una mujer engordase; mientras menos atractiva fuese para su esposo, mejor. Lo malo era que a medida que descuidaba su peso, la respiración le iba faltando y su cansancio se iba haciendo molesto, así que tuvo que detenerse en algún momento y mantener un abdomen abultado junto a brazos y piernas rechonchas, pero sin sobrepasarse tanto.

Elora cada vez estaba más feliz a pesar de estar lidiando con aquellos dos desgraciados en su casa. Lucía al poco tiempo se enteró, no por Elora, sino por Haidee, que ambos estaban enamoradísimos del otro, cosa que le alegró de forma genuina.

—Concéntrate en ella —decidió decirle—, visítala más a menudo. Aún si yo no puedo visitar tan seguido mi cielo, quisiera que ella tuviese la paz que se merece, contigo. Se puede decir que… ahora es tu mujer; así que hazla feliz —le pidió Lucía a Haidee, quien al cabo de un rato pensándolo, asintió con la cabeza.

—De acuerdo.

Casi un año en tranquilidad pasó, Lucía estuvo a punto de cumplir los 15 años…

La lluvia llegó.

Deo también estaba a pocos meses de cumplir su primer año, y de hecho, su hijo cumplía el mismo mes que ella: septiembre, sólo que mientras Lucía cumplía su aniversario el 14, Deo cumplía el 17. Faltaba quizás un par de meses para ambas pequeñas celebraciones.

—¡Calla a ese maldito mocoso, mujer! —el esposo de Lucía arrojó un vaso lleno de agua a los pies de ella, que trataba de calmar a su hijo meciéndolo.

Entre el ruido del padre y el ruido del agua cayendo sobre la tierra junto a los truenos, era imposible que le bebé descansase.

—¡Está muy enfermo! —le espetó indignada—, ¡debe verlo un doctor!

—¡Tú dale algo y ya! ¡El doctor cobra muy caro para que venga a verlo y me diga que es solo un resfriado! —gritó encerrándose en la alcoba con la cama, cerrando la puerta con llave dejándole en claro a Lucía que ni ella ni su hijo estaban invitados a dormir bien hoy.

Daba igual, con la peste que siempre cargaba era imposible tener un buen descanso aún si Haidee se esforzase en ello.

Por otro lado…

Para entonces Lucía ya le había dicho a Haidee sobre la condición de su bebé, pero él, profundamente apenado, declaró que si usaba su poder curar una enfermedad natural humana, los hermanos que estuviesen más cerca podrían darse cuenta y saber lo que los tres habían estado haciendo, que era la de invadir un espacio tenido como sagrado.

»El crimen no está en que los seres humanos estén por aquí, ya te dije que muchos vienen; pero sí es un crimen que sepan dónde están y quién los invitó, en este caso, yo a ustedes dos. Maldición, si tan solo Hades estuviese despierto tendría a mi padre y a la mayoría de mis hermanos ocupados —musitó Haidee, y sin ver el panorama completo de lo que aquello significaba, Lucía le dio la razón pensando únicamente en lo menos complicada que sería su convivencia si no hubiesen tanto oniros haciendo su trabajo—. Lo siento, pero tendrás que buscar a un doctor humano. Por otro lado… voy a estar ausente un tiempo.

»¡¿Qué?! ¡¿Pero por qué?!

Haidee le dijo que Elora ya estaba al tanto, pero él debería reunirse con sus hermanos por un par de noches y dar un reporte sobre los humanos que había estado visitando en sueños, que por cierto, no eran muchos y eso seguramente traería sospechas que él debía dispersar.

»Hasta que vuelva, cuídense a sí mismas, por favor.

No la dejó sola con las manos vacías, a la madrugada de ese mismo día, un pequeño y modesto costal con monedas de oro apareció en su mano cuando ella abrió los ojos, seguro Haidee se las había dado para pagar un doctor.

Muy para su desgracia, y culpa de su inocente descuido, Lucía cometió la idiotez de mirar demasiado dicha bolsita y su contenido cuando su esposo volvió a casa.

Mientras ella contaba el dinero, de pronto él entró a la alcoba que compartían y la encontró con una bolsita llena de dinero, la acusó de estar robándole y se alteró demasiado.

Una nueva golpiza la hizo regañarse con dureza a sí misma por no haber esperado a que él se fuese otra vez a la cantina para ver su dinero.

«Eso… me lo dio Haidee para mi bebé» quiso decir, estando bocabajo sobre el suelo, viendo a su esposo salir con actitud fresca de la casa con la bolsita en manos, con claridad, en dirección a la cantina, «¡no es para apostarlo ni gastarlo en cerveza!»

Con la ausencia de Haidee, Deo ya no recuperaba fuerzas solo con dormir, aunque la mayor parte del día y la noche eso estuviese haciendo; la débil fiebre se hizo preocupante al aumentar, y Lucía ya no sabía qué hacer sin dinero. Su única esperanza era que Haidee volviese pronto y así negociar su alma por más oro si era necesario.

Para peor, los tratamientos de Elora ya no funcionaban, cosa que estresaba a ambas amigas. Eso sin contar que Elora tenía sus propios problemas y sus propias heridas físicas y mentales al negarse embarazarse.

»¡Si no me das niños no me sirves! —había escuchado alguna vez Lucía a ese infeliz mientras golpeaba a Elora.

Ambas se oían mutuamente cuando gritaban debido a los maltratos.

Ahora, sin un trabajo, sin que su marido le diese dinero, y además llamándola "perra ladrona", ¿de dónde Lucía iba ella a sacar siquiera una moneda para un doctor?

Mientras trataba de curarse y recuperarse del robo de su dinero, y sin dejar de vigilar a Deo y su malestar, además de moverse con poca energía debido a los escases de alimento, Lucía se oyó algunos golpecitos a los tablones de madera que tapaban la ventana.

Doliéndole siquiera ponerse de pie, Lucía se acercó a la ventana para ver los ojos de Elora.

—Estás viva —suspiró como si estuviese cansada—, creí que te había matado —susurró Elora aliviada de verla en pie.

—Ese infeliz pierde fuerzas con los años —dijo en voz baja a pesar de que estaba hecha un desastre.

Debían tener cuidado con que el esposo de Elora y ese mocoso del infierno no la oyesen.

—Escúchame —le susurró Elora un poco exaltada—, yo tengo algo de dinero… yo… también recibí… ya sabes. Amiga, ve al establo de los caballos del señor César.

—¿Qué? —ella frunció el ceño—, ¿ahora? Elora, eso está muy lejos. Y está lloviendo, por todos los dioses. Seguro lloverá más y el frío nos matará —dijo asustada.

—No podemos seguir así y Deo cada vez se oye peor, sé que te has dado cuenta de eso —Elora dio en el punto con eso—. Ve al establo, yo deberé salir mañana temprano por la comida, tan rápido como pueda llamaré al doctor, le pagaré y nos veremos los tres ahí.

Una gran marea de pánico se apropió de la voluntad de Lucía. Pero estaba tan desesperada por que un doctor viese a Deo, que pensaba con claridad en todo lo que podía salir mal… o todo lo que podía salir bien. Estaba dispersa en sus pensamientos.

—Pero… si yo no estoy aquí cuando ese… vuelva… o si el señor César se entera de que estoy compartiendo espacio con sus caballos, ¿y quiere golpearnos por invadir su propiedad?

—Lucy, ¿cuánto de tu dinero te quitó tu esposo? —le preguntó Elora, seria.

Un breve silencio las invadió.

—Todo.

Lucía bajó la mirada culpándose otra vez por su maldito descuido.

—Sabes que ese infeliz no va a volver hoy con esa cantidad en sus manos. Se emborrachará y tal vez no abra los ojos hasta mañana por la tarde. Hazme caso. Quizás no tengamos otra oportunidad para ayudar a tu hijo.

Aunque tuviesen que hablar en voz baja, Elora sonaba muy asertiva.

—No lo sé.

—Lucía… estos hombres nos van a matar a golpes como sigamos así —dijo Elora asustada, pero indignada también—. Debemos hacer algo, sobre todo tú, por la vida de tu hijo.

Lucía tuvo miedo siquiera de pensar en escapar otra vez, el dolor en su cuerpo y en su mente le habían hecho ya mucho daño, tal vez ya era algo irreversible.

—Te veré mañana en el establo —sentenció Elora creyendo de verdad que ese era un buen plan.

Por otro lado, Lucía tuvo un muy mal presentimiento de todo esto, aun así, dejó que la valentía de Elora la llenase lo suficiente para buscarse una toga limpia que la cubriese hasta los tobillos, una cobijita chica lo más gruesa posible (que no era mucho) y una capa para cubrirlos a ella y su hijo del frío y de la lluvia que si bien, ya no caía con tanta fuerza, seguía oyéndose.

Pero hubo un problema que ninguna de las mujeres predijo.

La puerta principal de la casa tenía el seguro de la llave puesto, es decir, Lucía estaba atrapada adentro de la casa.

—Maldición, maldición, maldición —decía temblando, cada vez que jalaba la perilla de metal adherida a la puerta de madera haciendo un ruido que podría meterla en problemas.

Como otras veces, Lucía trató de abrir la puerta. Probó hacerlo con un clavo que encontró por ahí, pero no logró nada. Volvió a tirar varias veces de la perilla. Tuvo que tomar un descanso cuando Deo comenzó a llorar y tuvo que calmarlo, arrullándolo.

Lucía estaba resignada a no poder salir. Se acurrucó en la esquina a la izquierda de la puerta con Deo dormido en brazos; tomó su temperatura y la alarmó lo caliente que estaba.

«Tengo que salir de aquí» se dijo sintiendo muchísima presión. «¿Pero cómo? ¡¿Cómo?!»

Y como si alguna deidad allá en el Olimpo decidiese darle su primera cucharada de buena suerte, luego de años y años en infortunio total, la puerta se abrió mostrando a su esposo borracho.

Lucía se asustó porque pensó que la golpearía de nuevo simplemente al verla respirando, sin embargo, frunció el ceño cuando miró a una mujer entrando después de él. Ambos reían mucho, se abrazaban y besaban. Estaban demasiado ebrios como para siquiera notarla allá en esa esquina con un bebé enfermo.

Asco fue cuando vio a su esposo besar a esa pobre mujer, y ella correspondiéndole, seguramente porque necesitaba el dinero que ese sinvergüenza le había arrebatado a Lucía.

«Pobre» pensó Lucía con pesar hacia esa mujer.

En silencio los vio besuquearse hasta llegar a la cama, mientras las ropas iban cayendo.

Su primer impulso fue revisar entre las prendas de su esposo, en busca de la bolsita con dinero; pero luego se dijo que ya una vez había pagado caro ese tipo de distracción, así que, volteando a ver la puerta de la casa que seguía un poco abierta y meciéndose de adelante atrás debido al viento, ella con las sienes punzándole del miedo a ser descubierta infraganti, se acercó a la salida, se acomodó la capa y apenas pudo, salió de la casa, corriendo por las calles.

No pares.

A pesar del camino algo lodoso y rocoso, sus pies la guiaron inconscientemente al establo de los caballos del señor César. Le costó abrir la enorme puerta con Deo en su brazo derecho, llorando otra vez por el ruido de los truenos, el agua cayendo de forma estrepitosa sobre ellos, y los movimientos bruscos de su madre al correr, sin embargo, pudieron por fin pasar al interior, encontrándose con varios caballos encerrados en espacios específicos para ellos.

Algunos relincharon al ver a la madre y a su hijo, pero no tardaron en calmarse.

Lucía rogó porque el señor César (gracias a los truenos) no haya oído a sus animales alterándose ante la presencia de intrusos.

Cansadísima, Lucía cerró la gran puerta como pudo debido al viento que corría. Más tarde se refugió en lo más profundo del establo, caminando lento, desprendiéndose de la empapada capa, acomodando a Deo en sus brazos, limpiando como pudo con su toga casi seca, la carita del niño, la cual se había mojado con el agua.

Ubicó un pequeño montón de paja, donde ambos pudieron acostarse y descansar. Claro, eso en el caso de Deo, porque Lucía miraba la puerta del establo con mucho miedo al pensar constantemente que su esposo iba a aparecer en un instante para llevarla jalando de los cabellos (justo como su padre, años atrás) de vuelta a "casa".

No fue hasta que se calmó un poco que se percató de que tanto le dolían sus heridas y moretones nuevos.

—Lo logramos —musitó un poco aliviada, mirando a su bebé como respiraba agitado aunque él no haya corrido a diferencia de ella—, escapamos. Hijo, lo logramos —suspiró abrazándolo con más fuerza; además del dolor, estaba muy cansada, sin embargo, no quería dormir y arriesgarse a ser descubierta, ya fuese por el señor César o por su esposo.

Lamentablemente el agotamiento no perdona. Lucía se acostó sobre la paja, acomodando a su bebé durmiente a un lado de ella con la cobija rodeándolo.

El frío le calaba hasta los huesos, pero Lucía quería que su niño no sufriese por eso. Así que se acostó de lado, abrazándolo…

Cerró sus ojos.

No soñó nada. Fue como parpadear.

Un trueno la hizo saltar sobre sí misma, dándose cuenta de que la lluvia no paraba y los ruidos del cielo tampoco. Además, el frío en el establo se había hecho casi insoportable.

Sus piernas estaban entumidas, su rostro muy adolorido…

—Deo —habló mirando hacia su bebé, ignorando el vaho que acababa de salir de su boca.

Luciana seguía sintiendo dolor en todo su cuerpo. Pero en su corazón, debido a un miedo palpable que se estaba apoderando de ella, la agonía era insoportable.

No quería aceptarlo, se dijo que tal vez él estaba durmiendo y ella estaba pensando mal otra vez, como cuando recién Deo nació.

Acercó su temblorosa mano a su naricita como otras noches… pero esta vez… esta vez no pudo percibir el calorcito de su respiración, tampoco el de su carita. Había pasado de estar ardiendo en fiebre, a estar tan frío como el agua de la lluvia.

Con el corazón en la mano, a punto de escupirlo por la boca, ella se acomodó sobre la paja sólo para tomar entre sus brazos a ese bebé inquietamente silencioso… pálido, ojos opacos casi abiertos, sin calor alguno…

—Hijo… ¿estás durmiendo? —preguntó susurrante, moviéndolo un poco.

Él no hacía ningún movimiento, las fosas de su nariz no se expandían, ella no podía oírlo… además, se sentía un poco más pesado y duro de lo normal.

—Despierta. Mira a mamá —pidió temblorosa moviéndolo con un poco más de fuerza.

No había reacción.

No… no era posible, cuando ella cedió a dormir, él todavía respiraba.

¡Esto tenía que ser su imaginación haciendo de las suyas otra vez!

—Hijo, despierta… vamos, por favor… despierta… despierta… ¡por favor!

Derramando más lagrimas silenciosas, mientras sus dedos delineaban la carita del ser más hermoso… y más desdichado… y donde antes había una carita bastante caliente debido a la fiebre que había estado pasando, ahora se encontraba la piel más helada que alguna vez ella haya sentido.

—Por favor… —susurró ansiosa, temblando de pies a cabeza, abrazándolo contra su pecho—, por favor, despierta… te llevaré al doctor mañana, por fin conseguí algo de dinero.

Aunque en realidad fuese el de Elora y se supone que ella iba a llegar con el doctor para cuando el sol saliese, sin embargo, sus pensamientos estaban tan dispersos que no pudo decir otra cosa.

—¡Por favor, despierta! ¡DESPIERTA!

Un trueno retumbó.

Creyó que tendría tiempo…

Creyó que pasarían la noche…

Creyó que sólo debía esperar hasta que la lluvia terminase de caer y saliese el sol… de verdad lo creyó.

—Aún había tiempo… —sollozó sobre aquel cuerpecito sin vida—. ¡AÚN TENÍA TIEMPO!

Su garganta se desgarró, ni siquiera el trueno que hasta hizo temblar la tierra, pudo opacar su voz.

Al diablo si el señor César la oía. Gritó adolorida, gritó en agonía, gritó hasta que su garganta ya no pudo más y no le quedó de otra que abrazar el cuerpecito sin vida de su pequeño bebé.

Quién sabe cuánto tiempo pasó llorando, incapaz de separarse de su niño.

Antes del amanecer, Lucía terminó envolviendo a su propio hijo en la misma cobija que usaba, llorando más al verlo tan tieso como una tabla de madera. También usó la capa que ella había tenido encima y una cuerda para amarrar bien el… cadáver.

Se cansó de tanto llorar y su alma se sentía más encerrada que nunca. Se sentía como una muerta en vida. De hecho, quería colgarse de alguna parte del establo y seguir a su bebé al hades.

Cuando la lluvia paró, el sol salió y Elora por fin entró al establo lo más silenciosa que pudo, sujetando una canasta vacía, y con un doctor gruñón caminando atrás de ella, la mente de Lucía seguía sin volver al mundo real.

Estaba perdida, sentada al fondo del establo.

—Lucy, ¿dónde está Deo?

Lucía apenas oyó preguntarle eso, como si sus oídos se hubiesen tapado casi por completo y por muy cerca que Elora estuviese de ella, la oyese demasiado lejana.

Con los ojos opacos, rojizos, y ardiendo, por tanto llorar, Lucía alzó su mano izquierda señalando el bulto que había sido su hijo.

Ante eso, Elora se llevó una mano a la boca mientras el doctor decía algo que Lucía no terminaba de entender. Desenvolvió el cuerpo y lo revisó.

—Sí, está muerto. Dioses, si tenía tanta fiebre, ¿cómo se te ocurrió sacarlo a la mitad de la lluvia, mujer? ¡Mataste a tu hijo al salir así! —regañó el doctor comprobando el estado de defunción del infante, claro, culpándola a ella de todo—. ¡¿Acaso eres tonta?! ¡Los dioses tengan piedad de ti y tu estupidez!

—¡Oiga! —le espetó Elora—, ¡pare ya!

Lucía no necesitaba de ningún tipo salido de un montón de basura para decirle que ella tenía la culpa de todo.

Ella ya lo sabía.

Lucía se culpaba lo suficiente a sí misma por dejarlo nacer en primer lugar. Debió hacer como Elora y beber tés especiales para dejar de seguirse embarazando.

Esa noche, ella no sólo perdió a su hijo, perdió casi todo lo que tenía de esperanza y fe en todo y en todos; incluyendo sus propios amigos, a quienes no quiso ver.

Haidee no tenía culpa de nada, pero no quería verlo. Elora le había sugerido salir en medio de la lluvia con su hijo enfermo, y parte de su resentimiento iba dirigido a ella también; además de sí misma por hacerle caso.

Después de ese día no volvió a sonreír ni mostrar ninguna otra emoción, siquiera por error.

Había soportado los peores vendavales hasta ahora, pero finalmente había alcanzado su límite. Finalmente los hilos que enlazaban su destino lograron amarrarla hasta quitarle toda movilidad y volverla loca.

Durante su luto no dejaba de pensar en cómo matarse a sí misma.

Cortó toda relación con Elora porque, de nuevo, su furia le hizo recordar que había sido su amiga la que le dio la "magnífica" idea de escapar en esa noche lluviosa.

En su soledad, Lucía maldecía a los dioses, maldecía a sus padres, se maldecía a sí misma.

Lo maldijo todo.

Elora trató de darle apoyo moral, llorando también la pérdida de Deo, incluso se atrevió a sugerirle que ahora que estaban afuera y sin vigilancia escapasen juntas, siendo totalmente ignorada por Lucía.

La tarde que ella volvió con el cadáver de su hijo en brazos ni siquiera sintió los golpes de su marido, quien la dejó otra vez en el piso, enojado y recordándole que todo era culpa suya. Después, le arrebató el cuerpo diciendo que iba a darle sepultura a otro niño que ella mataba.

«Es mi culpa… y las otras cuatro veces… también lo fueron» se resistía a convencerse de eso, pero las pruebas apuntaban hacia ella.

Su cara estaba hinchada y sangrando.

Cuando él volvió, ya se encontraba gritándole porque le parecía desesperante que ella no muriese luego de tantos azotes. A Lucía también le parecía una absurdez que luego de todo aquel maltrato, todavía siguiese viva. Era tan injusto.

—¡No puedes hacer nada bien! ¡Ni siquiera morir! ¡Eres una inútil! ¡Inútil!

Daba igual.

Aunque su cuerpo se rehusaba a dejar su alma ir, ella ya se sentía muerta. Ya no le importaba nada, ni siquiera orinarse encima o pasar días sin beber ni comer nada.

¿Por qué los dioses la castigaban tanto?

¿Cuál fue su pecado en su vida pasada?

¿Por qué Thánatos no reclamaba su alma de una buena vez? ¿Qué tanto daño tenía que sufrir su cuerpo para lograr eso?

A partir de la muerte de Deo, su marido buscaba a más amantes y las llevaba a su casa; a Lucía la había hecho dormir en el suelo, sólo no la echaba por completo de su vista porque la consideraba un objeto por el cual ya había pagado. El repudio de su marido hacia ella poco le importaba a Lucía.

Por otro lado, por mucho que quisiera morirse, a veces el hambre le ganaba y robaba pan o lo que fuese para comer.

Incluso a él ya le aburría golpearla, así que pasaba la mayor parte del tiempo fuera de "casa".

Además, por mucho que Elora la llamaba desde el otro lado de su casa, Lucía no respondía.

Quería que la dejase en paz. No quería oírla ni verla.

En cuanto a Haidee, él no se había manifestado. Y por Lucía eso estaba bien.

Tampoco quería volver a verlo jamás.

Tan solo una semana después, todavía con la mente nublada, Lucía dejó de ser la estatua de aquella esquina, que sólo se movía para cuando llegaba la hora de comer, dormir o usar la letrina.

Sólo se hartó.

Del cuarto del dormitorio tomó una toga roja y salió de su casa no sin antes tomar un cuchillo sucio de la cocina, el cual cubrió con la misma tela.

Debido a que su marido poco o nada le importaba lo que pasase con Lucía desde la muerte de Deo, él finalmente dejó de cerrar la puerta con seguro, así que ella pudo salir sin problemas.

Sus pasos la llevaron a aquel lugar donde su bebé había sido sepultado. De entre todas las lápidas del lugar, esa era una de las más pequeñas y recientes, además de que ahí ponía su nombre, el año de su nacimiento y el año de su muerte.

Cansada, se arrodilló sobre la tierra que cubría ese frágil cuerpo, y se decía a sí misma, otra vez, que todo era su culpa.

«Perdóname… no pude cuidarte».

Cuando sus rodillas se cansaron de esa postura, y ella ya no tuvo más lágrimas que derramar, se levantó caminando en dirección al río.

Lo que no esperaba ver en su camino, fue la figura de Haidee yendo hacia ella.

No era un hombre parecido a él, era él. ¿Desde cuándo podía andar en suelo mortal?

Si tan solo hubiese estado aquí antes…

—Lucía. ¿Cómo sigues?

Aunque él no parecía hablarle con intenciones de herirla u ofenderla… la enfureció.

—¡De maravilla! ¡Acabo de enterrar a mi bebé! —dijo con sarcasmo, sonrió temblando, queriendo descargar toda su ira sobre él.

Pasó de largo haciendo oídos sordos a sus llamados. Ignoró como pudo su voz diciendo su nombre.

No quería verlo. No quería oírlo.

¡Quería estar sola!

—¡No fue tu culpa, Lucía! ¡¿Oíste?! ¡No fue tu culpa! —le gritó Haidee a lo lejos.

Pero… aunque en otras circunstancias, ella habría agradecido esas palabras, en estas, detestó oírlas.

Lo sabía. ¡Sabía que la muerte de Deo no era completamente su culpa!

No todo era culpa suya…

Pero aun así se sentía muy responsable.

«Si tan solo él hubiese llamado al médico antes…» se refirió a su esposo, «si tan solo no hubiese robado mi dinero…»

Ahogada de nuevo una inmensa rabia que no pudo expresar ni expulsar de su ser de ningún modo, fue al río a bañarse por fin.

Supo que Haidee no se atrevería a verla desnuda, así que si la había estado siguiendo, esa acción debería alejarlo.

No le importó ver el cielo por completo nublado y el clima algo frío. Se metió al agua sin miedo, aferrándose a las rocas para que la corriente de agua (que era fuerte) no la arrastrase y matase.

No es que no quisiese morir, era solo que, tenía algo qué hacer antes de eso.

Tardó un poco, pero cuando finalmente su cuerpo quedó por completo limpio, aunque se sentía rozada de algunas zonas donde más tarde pondría una pomada o quizás vería al doctor para atenderse de ser necesario.

¿Doctor?

¿Dinero?

Sí…

Eso mismo iba a conseguirse.

Tenía que cobrar una deuda.

Una enorme deuda, con su más grande deudor.

De un árbol que encontró en su camino, pudo conseguir algunas manzanas, las cuales devoró, una tras otra. Se mantuvo a la sombra de uno de esos árboles hasta que el sol por fin cayó y algunas gotas de llovizna comenzaban a caer.

«Se viene una tormenta igual» predijo, pensando en la noche lluviosa en la que perdió a su bebé por culpa de su impaciencia y miedo; así como por culpa de su imbécil marido… y la sugerencia estúpida de Elora.

Cuando el cielo se oscureció por completo, dejando caer con toda su rabia la lluvia, a Lucía le costó mucho caminar y ver por dónde iba, sin embargo, el agua, los rayos y los truenos no significaron nada para ella.

Ojalá Zeus le mandase un rayo y la matase en el acto debido a que estaba cargando metal, antes de que Lucía hiciese lo que estaba planeando. De lo contrario, que los dioses no se atreviesen a juzgarla.

Lucía caminó sin un rumbo específico hasta que se aproximó al sitio donde su sabía que su esposo estaba divirtiéndose mientras ella, de nuevo, sentía que su vida ya no valía nada.

Rabia. Tristeza. Soledad.

Vacío.

Se paró tras una de las ventanas, con agua cayéndole encima, viendo a través de ella cómo su hombre se divertía con dos mujeres a sus lados. No le costó nada encontrarlo entre tantos otros hombres, la risa que emitía era tan alta y molesta que Lucía quiso arruinar su plan y entrar ya mismo a la cantina.

Apretó el mango del cuchillo viéndolo siendo feliz mientras su hijo estaba muerto y ella tenía una vida completamente arruinada.

Al final, su paciencia dio frutos pues, él terminó levantándose de la mesa diciendo que iba a orinar o algo así. Por lo que salió solo de la cantina.

Ella se ocultó lo mejor que pudo, viéndolo en silencio pasar por su lado, tambaleándose.

Él ni siquiera se percató de que había caminado cerca de otra persona, que además, seguía siendo su esposa.

Lucía esperó un poco antes de comenzar a seguirlo.

La lluvia impedía que los pasos de ambos se oyesen. Como pudo, él corrió hasta unos árboles, donde se abrió el pantalón que llevaba para dejar al descubierto su asqueroso pene y dejar caer orina sobre la maleza. Ella por su lado, miraba su enorme espalda, alzando el cuchillo en su mano.

Paseó sus ojos por encima de toda su nauseabunda anatomía, cayendo en cuenta en una cosa:

«De rodillas no podrá joder».

Con las sienes punzándole, Lucía se agachó justo cuando se posicionó atrás de él, por medio segundo la cobardía se apoderó de ella, sin embargo, la sola imagen de su hijo sin vida en sus brazos y todo su malestar acumulado en todos estos años hizo que se decidiese e hiciese un corte brusco y rápido a su tendón de Aquiles.

Él gritó cayendo al piso con los pantalones aún desabrochados.

—¡¿Pero qué…?!

Permitiendo que toda su ira explotase sobre él, Lucía comenzó a acuchillarlo en el obeso estómago.

"Todo es culpa tuya", "Deo murió por ti", "tú me hiciste esto", "te odio", "me das asco", "no me volverás a tocar", "muere".

Todas esas palabras quisieron salir de su boca junto a los quejidos de dolor del hombre, sin embargo, lo único que expulsó Lucía fueron gritos que salían desde lo más profundo de su estómago.

Acuchilló.

Acuchilló y acuchilló hasta que se cansó, también, hasta que su cuerpo quedase completamente empapado con la sangre y el agua.

Menos mal que había elegido una toga roja.

Quién sabe si él murió con la primera estocada o con la última.

¿Cuántas veces lo hirió? Quién sabe, Lucía no se molestó en contarlas, tampoco en entretenerse donde atacaba. Tanto estómago, como pecho y hasta cuello, fueron apuñalados tantas veces que toda la zona del torso parecía un revoltijo de carne y ropa.

Esos ojos que nunca tuvieron piedad con ella, ahora se alzaban hacia arriba. Y la boca que tantas veces la hirió física y emocionalmente, se encontraba un poco abierta, con sangre saliendo de ella.

Lucía llevó su ensangrentado cuchillo a la cara de su ahora difunto esposo; hizo un corte en su mejilla. Luego acercó la punta a su ojo derecho y metió el filo hasta donde pudo; hizo lo mismo con el otro.

«Ahí están tus putas monedas» pensó todavía con mucha rabia adentro de ella, diciéndose que, ni de broma, le daría monedas para dárselas al barquero. Y ojalá, llegase al inframundo ciego. ¡Por toda la eternidad!

Inhalando lento, dejando que el agua de la lluvia la enfriase un poco, Lucía se acercó a la cara desfigurada del tipo.

Esperaba que sus palabras lo alcanzasen.

—Él se habría salvado, de no ser por ti. Yo tal vez sería feliz, si no fuese por ti. Ahora ambos… Deo y yo… estaremos mejor sin ti. Maldigo cada aliento que tomaste, hoy y por toda la eternidad —tragando saliva, sin parpadear y sin mostrar enfado aunque, enterró el cuchillo una vez más en su pecho, hundiéndolo en la carne tanto como le fue posible—. Me hiciste un daño irreparable. Ya no creo poder volver a lo que era antes… soy la cómplice en la muerte de mi bebé… y tu asesina. —Apretó fuerte los dientes, permitiendo que más lágrimas saliesen de sus ojos y junto a la lluvia, cayesen encima de esa cara horrible—. Los dioses deberían pedirme perdón… deberían pedirle perdón a Deo… por haberte permitido vivir tanto.

Sacó el cuchillo de golpe y se puso de pie.

—Ahora fúndete en el lodo del hades… y por favor, no vuelvas a renacer nunca.

Enterró el cuchillo en el estómago, y con la fuerza que le quedaba, tomó los pies del bastardo, jalándolo en dirección a los árboles.

De ser posible, Lucía esperaba que su cuerpo se fundiese en la tierra o que un animal salvaje se lo comiese y el pueblo entero lo diese por muerto o desaparecido. Apretando los dientes, importándole poco la lluvia, Lucía sacó fuerzas de alguna parte de su cuerpo para arrastrarlo hasta una zanja entre árboles, ahí, sacó el cuchillo y sin más, se alejó de ahí; de regreso a… casa.

Tal vez tuvo suerte de que nadie más quisiese ir a hacer sus necesidades en ese lugar, o de que Haidee la haya ido a buscar por segunda vez.

Sin prisas, ella caminó con la mirada perdida hasta su casa… la cual, parecía estar más silenciosa de lo normal. Aunque más pacífica también.

Se desprendió de la toga húmeda, con ella limpió el agua del cuchillo pues la sangre se fue enjuagando con la lluvia, tanto del arma como de su propio cuerpo.

Por primera vez desde que estaba ahí, cambió a voluntad las sábanas viejas de la cama por unas limpias. Buscó una manta gris que no estuviese oliendo a él, y una vez que se secó con ropa suya, se acostó para tratar de dormir un poco.

No soñó nada. Sin embargo, Lucía fue despertada por unos toques a la puerta de su casa.

—Continuará…—


Primer aviso, esto va a ser muuucho texto...

Antes que nada, qué pena con ustedes venir con la continuación tan tarde. Espero que no hayan pensado que iba a dejar abandonado este fic o que el fandom de Kimetsu no Yaiba me estaba distrayendo jejeje.

El problema fue que, a la hora de la verdad, yo no supe cómo empezar este capítulo ni cómo seguirlo, aunque en mi cabeza ya estuviese formado el curso de la historia... me vi imposibilitada para narrarlo. En serio, hice y deshice muchas veces esto.

Algunos seguro me preguntarán:

"Pero, Adilay, ¿qué necesidad había de hacer este capítulo sobre el pasado de Luciana (o Lucía, como ya todos sabemos que es su nombre real) si desde el principio ya se nos han dejado pequeñas retrospectivas y datos que nos dejas muy en claro qué tan feo le fue en su niñez/adolescencia?"

Dejen les explico:

Este capítulo que está dividido en 2 partes (porque cuando menos me di cuenta ya era demasiado largo y tuve que dividirlo por el bien del colectivo xD) es relevante para todo lo que se viene.

Créanme, esto no rompe con la continuidad del fandom y pronto sabrán por qué. Les tengo una sorpresa.

¿Vale?

No me linchen, por favor. Trataré de sacar la segunda parte de este drama rápido.

Por otro lado...

Quisiera confesarme un poco con ustedes:

Tuve un gran dilema moral y sentimental antes y después de hacer esta parte del fic... porque aunque no se me note, mi corazoncito es demasiado sensible. No me gustan esos dramas donde el abuso (sobre todo el infantil y el animal) aparecen, menos en mis propios fanfics.

Pero lo cierto es que tener una infancia turbulenta es tristemente más común de lo que muchos pensamos, más en el siglo XVI en Grecia en un pueblo muy pequeño, donde como pueden ver, "compasión" es sólo una palabra casi desconocida.

Cuando llegó la hora de relatar el principio, donde se narra que Lucía fue prácticamente un trueque con una vaca, yo (en el borrador principal del capítulo) puse que Lucía tenía 14 años.

Pero, como yo soy muy mala recordando lo que he estado poniendo antes, apenas voy leyendo los capítulos pasados para estar más o menos bien alienada con lo que se ha presentado antes... me di cuenta que ese número no cuadraba.

Por si tampoco se acuerdan, en el capítulo 29, Haidee le relata a Sage que Lucía fue prácticamente vendida entre los 10-11 años, y yo así como de: "¿quéééééé? Bueno, ya no puedo cambiar eso". Y en su momento creí que podría hacer que todo cuadrase sin tanto esfuerzo... ay, qué ingenua.

Hice unos cálculos (seguramente mal hechos porque las matemáticas en serio no se me dan 7_7) y resulta que si alineo todo como se estuvo relatando, Lucía realmente fue "vendida" a sus 11 años. Luego, durante sus 13 años pasó por los 4 abortos espontáneos que, por obvias razones, no fueron culpa suya; relaté que la mayor parte de la culpa la tenía la alimentación y los maltratos porque en sí todo se trata de narrar desde la perspectiva de ella. Siendo honesta, no quise detallar demasiado.

Para hacerlo todo peor, fue a sus 14 años cuando ella tuvo a su hijo, Deo, a quien poco después perdió por culpa del mismo hombre que la había abusado desde muy temprana edad. Y sí, de cierto modo ella también fue responsable ya que expuso a Deo a la lluvia y el frío siendo que él estaba muy enfermo y era demasiado pequeño, pero eso se le atribuye a la ignorancia de la época y la desesperación que en su momento, Lucía estaba sintiendo.

Podrán creerlo o no, pero este tipo de escenas me desgastan a mí emocionalmente. Imaginarlas, plasmarlas en palabras... es muy cansado.

Si hay faltas de ortografía, gramática o continuidad, tardaré en editarlas; yo aviso.

De verdad no quise relatar mucho, tampoco quise especificar a cuántos abusos Lucía sobrevivió. También aclaro que Elora pasa por casi la misma situación, y como se imaginarán, eso de entregar niñas a viejos es una referencia a lo que pasa todavía en algunos pueblos de incluso, países que se supone, condenan la p3d0f1l1a.

Como último: ¿alguien se dio cuenta de cómo Lucía le habló al cadáver de su violador? No fue coincidencia que le hablase del mismo modo a Cardenett (el hermanastro de Colette y el mocoso que Lucía tanto afirma odiar) en el capítulo 5. Esa fue una de las cosas que sí estuvieron planeadas desde el inicio.

Si leyeron hasta acá, se los agradezco.

Nos leeremos en la siguiente parte de este embrollo.

Nos acercamos lentamente pero con seguridad al final de este fanfic. No tengo palabras para agradecer el apoyo que le han dado, no sólo a un fanfic ambientado en el siglo XVI de The Lost Canvas, sino a una ship INEXISTENTE con una OC.

Gracias. T_T


Gracias por leer y comentar a:

Nyan-mx, camilo navas, Natalita07, Guest, y agusagus.


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