Advertencia: Lemon, más o menos explícito.
Escorpión Dorado
Las escaleras que tuvo que subir, con la mirada fija en la melena azul marino de su superior, le parecieron más altas y empinadas que nunca. Sentía los pies pesados, la boca seca; una sensación que ni la borrachera más terrible le había causado. Milo estaba listo para tomar el sable que le colgaba de la cintura y atacar. Quizás debía hacerlo ahora que tenía la ventaja, que su objetivo le daba la espalda… Pero por algún motivo misterioso no lo hizo, y cuando se encontró en cubierta se dio cuenta de que acababa de perder la oportunidad perfecta para salir airoso de esa situación difícil. Tal vez fue porque, a pesar de ser un criminal, asesinar por la espalda iba en contra de las pocas cosas que jamás estaría dispuesto a volver a hacer. No por nada había decidido cambiar de vida, aunque a veces, en escasos momentos de aguda melancolía, se preguntaba si no había permutado un infierno por otro.
La brisa nocturna y salada fue como una nueva de bofetada de realidad que puso a Milo en alerta y colmó su sangre de adrenalina, listo para atacar o huir, lo que fuera necesario. Sin embargo, lo que ocurrió a continuación lo dejó descolocado y bajó su guardia por completo. Frente a la puerta de su camarote privado, antes de siquiera haber abierto la puerta, Kanon se giró repentinamente hacia él, lo tomó de la cintura y lo arrojó contra la pared para arrinconarlo y besarlo en los labios sin ningún tipo de advertencia o preámbulo. Milo, con la mano derecha aferrada al mango de su sable, no supo qué hacer así que permaneció quieto todo el rato que la boca de Kanon se apretó contra la suya, sintiendo su respiración pesada contra su rostro.
—No estás ebrio —lo escuchó decir una vez que se separó unos pocos centímetros. Se oía ligeramente decepcionado por el descubrimiento. Milo, en cambio, sí percibía el rastro del vino en su aliento cálido. No lo hubiera adivinado por su manera correcta de moverse y de hablar, idéntica a la de siempre, pero la forma en la que estaba actuando en ese momento lo hacía pensar que su capitán era tan bueno fingiendo su sobriedad como él aparentando lo contrario—. Seguro te han dicho que no admito extraños en mi barco, no importa cuánto me insistan mis oficiales ni qué tan seguros estén de su lealtad —le reveló a la vez que sus labios comenzaban a dibujar suavemente la línea de su mentón y se dirigían sin prisa hacia su cuello—, así que espero algo a cambio de la excepción que he hecho contigo. En realidad, espero mucho.
Un estremecimiento lo recorrió de pies a cabeza. Si bien Kanon no había sido explícito ni dado detalles acerca de qué era exactamente lo que esperaba, se había dado a entender bastante bien, y Milo ya podía imaginarse qué clase de agradecimiento le debía. Tampoco parecía tener lugar para negarse o poner sus límites o pretensiones. Kanon era el capitán de su barco, y sabía cómo explotar el poder que le otorgaba su posición. Por eso no mostró duda o inseguridad al apretarse contra el cuerpo que mantenía inmovilizado con el objetivo de que sintiera la dureza en sus pantalones. Entonces Milo se oyó a sí mismo gemir delicadamente como una señorita. Esto hizo sonreír a Kanon, quien lo tomó de la muñeca para conducirlo al fin dentro del camarote.
—Mejor suelta esa espada y ven a tomar la que tengo entre las piernas.
Sus palabras no hicieron más que sonrojar hasta las orejas a un Milo perplejo y sorprendido por sus propias reacciones, quien no tuvo tiempo de apenarse más al ser arrastrado con bastante rudeza, primero por la sala de estudio, donde apenas logró vislumbrar la gran mesa cubierta de mapas, trazados, esquemas y papeles varios además de los necesarios instrumentos de navegación, y luego dentro del dormitorio. La blandura del colchón lo recibió cuando fue arrojado sin ningún tipo de consideración. ¿Hacía cuanto que no descansaba en una cama? Ya había perdido la cuenta, pero de lo que estaba seguro era de que lo último que harían allí sería dormir.
La habitación de Kanon no era diferente a como uno podría imaginarse la de un capitán de un barco pirata. La limpieza no era perfecta, pero la mugre era muy inferior a la que cubría el resto del navío. Alrededor del camastro, amplio y cómodo como el de ningún otro miembro de la tripulación, se ubicaban algunos muebles destinados a almacenar pertenencias privadas, adornados con piezas varias que rememoraban inevitablemente el mar, como caracolas y un pequeño pero labrado catalejo que se mecía al compás del movimiento calmo y repetitivo del barco. Las pieles animales se encargaban de mantener calientes y confortables la cama y el suelo. El interior olía a humedad, al igual que cada uno de los cien metros de eslora que medía el Sea Dragon, y al aceite que ardía dentro de incontables lámparas refulgentes.
Milo se sonrió con sorna al pensar que el sitio podría pasar por uno bastante romántico. Delante de sus ojos, el hombre que lo había llevado a rastras lo estudiaba con la mirada azulina y filosa a la vez que se quitaba la ropa que cubría la mitad superior de su cuerpo, revelando un abdomen y pecho notoriamente trabajados además de esos hombros anchos que Milo ya había tenido el deleite de observar durante la reciente tormenta. Su piel estaba adornada por unas cuantas cicatrices, producto de los inevitables enfrentamientos que acompañaban su peligroso estilo de vida. Notó que lo miraba con hambre, y eso le causó un ligero temblor. Kanon era un hombre imponente, rodeado de un aura amenazante que sin dudas habría apabullado a más de un enemigo. Era algunos años mayor que él, o sea, aún joven y perfectamente en forma. A pesar de no haberlo visto de esa manera hasta ese mismo momento, Milo se dio cuenta de que se trataba de un manjar bastante distinto al que habían servido para la cena, pero que estaba muy dispuesto a probar.
El pirata de mayor rango se arrodilló frente al otro, y prácticamente le habría arrancado los pantalones y la ropa interior de no haber sido por sus largas botas, pues la idea de quitárselas se le hizo demasiado tediosa para las ansias que tenía. Conforme ya con haberlo desnudado de la cintura hasta las rodillas, sin desviar la mirada de sus ojos, tomó el miembro que se alzaba delante para propinarle un masaje a ritmo moderado, ni muy suave ni muy tosco. Milo acababa de darse cuenta, pero ya se había puesto tan duro como podría estarlo, excitadísimo al punto de pensar que no duraría mucho de seguir recibiendo semejantes tratos. ¿Qué estaba haciendo? Tenía un importante objetivo que cumplir y, sin embargo, de alguna manera había terminado con el capitán del barco entre las piernas, que no dudó en separar más en pos de darle mayor espacio. Esto no pareció ser suficiente para Kanon pues colocó las palmas en sus rodillas para empujarlas hacia afuera y luego, dejando las manos en el mismo sitio, atrapó con la boca el miembro que había descuidado por breves segundos.
Milo separó los labios y se arqueó hacia adelante, dejando escapar el segundo gemido de la noche, esta vez más grave y duradero en el que al fin logró reconocer su propia voz. El calor y la humedad del interior de la boca de Kanon se le hicieron casi insoportables; un postre delicioso que no hubiera imaginado recibir, a pesar de que él era quien estaba siendo devorado. Como era de esperarse, el capitán tenía muchas más habilidades de las que hasta entonces había demostrado. Instintivamente, Milo enredó los dedos en su cabello con la obvia intención de empujarlo y hacerle tragar su erección hasta la garganta pero Kanon, si bien se consideraba generoso en la cama, no estaba allí para recibir órdenes. Por eso lo sujetó con firmeza de las muñecas para alejar las manos de su melena y colocarlas sobre el colchón, detrás de las piernas abiertas de Milo, quien se vio obligado ahora a doblarse hacia atrás. Al inclinar también su cabeza y abrir los ojos, que el placer le había llevado a cerrar un momento atrás, le pareció ver un resplandor que provenía de una esquina de la estantería. ¿La lujuria le estaba provocando alucinaciones, o acaso aquella caja de cartón, pequeña e insignificante, con el logo de una marca barata de tabaco, acababa de emitir un fugaz destello dorado? Por más intrigado que estuviera al respecto, no tuvo tiempo de aguardar por una posible repetición que confirmara o refutara su sospecha pues la boca de Kanon seguía haciendo maravillas engullendo con glotonería su miembro viril. Mientras se encargaba de succionar con maestría la sensible punta, dejaba que una buena cantidad de saliva se derramara por toda su extensión. Sus dedos índice y medio recogieron parte de este líquido natural para ungir el pequeño orificio entre sus glúteos, y a continuación se abrieron paso lentamente en su interior, primero uno, luego el otro, y finalmente ambos a la vez.
—¡C-capitán! —gimió el menor de ellos. Había subido los talones a la cama y se aferraba con fuerza a las cobijas como si temiera caerse, o tal vez en un esfuerzo por no volver a cometer la trasgresión de empujarlo hacia su entrepierna.
Justo cuando se estaba sintiendo al límite, todo se detuvo de pronto. Frustrado, enderezó la espalda y buscó a Kanon con la mirada, pero no tuvo tiempo de hacer o decir nada pues de inmediato fue tomado de la cintura y girado con gran facilidad como si pesara apenas unos diez kilos, de manera que quedó apoyado sobre sus rodillas y palmas. Se negó a mirar hacia atrás, pero los ruidos que oyó durante los instantes siguientes los atribuyó a que su amante de esa noche se estaba deshaciendo rápidamente del resto de su ropa para quedar completamente desnudo, pensamiento que lo llevó a morderse con deseo el labio inferior. No pasó mucho hasta que volvió a sentir que se aproximaba, y entonces percibió el peso de su miembro duro entre las nalgas. Era pesado, grueso y largo, como comprobó cuando este comenzó a frotarse hacia adelante y hacia atrás, lentamente, como si lo estuviera tentando o midiendo, lo que le hizo preguntarse si acaso le cabría por completo.
Luego de algunos vaivenes, Kanon dejó la punta apoyada en su trasero y comenzó a empujar, hundiéndose poco a poco a la vez que exhalaba por la boca todo el aire de sus pulmones. Milo tomó la almohada y la abrazó con fuerza, inclinándose hacia abajo y dejando las caderas bien levantadas, a su completa disposición. Su comportamiento en el sexo normalmente era dominante, tanto al momento del cortejo como en la cama; es decir, le gustaba arriba, adentro y al mando. Raras veces hacía excepciones, pero Kanon se había ganado la suya casi sin esfuerzo. Más bien, la había reclamado.
Se tomó su tiempo para penetrarlo, deteniéndose tras avanzar algunos centímetros para retroceder y volver a avanzar, pero una vez que estuvo completamente dentro y comenzó a embestirlo, ya sin tanta paciencia, Milo necesitó amordazarse de alguna manera para no gritar. Literalmente, mordió la almohada. Esto no impidió que la habitación se musicalizara rápidamente con suspiros y quejidos, tanto de uno como de otro, y la cama rechinara con ganas. Casi como una venganza por lo que el menor había intentado hacer cuando lo tuvo de rodillas frente a él, Kanon lo jaló del cabello hacia atrás a la vez que golpeaba con fuerza las caderas contra su trasero. Eran movimientos hábiles, elegantes y groseros a la vez, sinuosos intercalados con otros más repetitivos, demandantes y muy masculinos. En más de una ocasión Milo pensó que no aguantaría más, que su cuerpo se rompería, pero la increíble sensación de placer era tan grande que jamás se le ocurrió hacer nada para que se detuviera. Simplemente, como nunca lo había hecho, se entregó y se dejó hacer en las manos de su capitán, que lo colocó en todas las posiciones que se le antojaron para gozar de su cuerpo hasta que se derramó abundantemente dentro de él, luego de que Milo se hubiera venido repetidas veces en sus manos, en las sábanas revueltas y sobre su propio abdomen.
Agotado y adolorido, Milo se dejó caer en el colchón para recuperar el aliento, lo que le tomó más tiempo del que hubiera imaginado. La emoción, la adrenalina y la excitación habían desaparecido luego de alcanzar el pico del placer para dar lugar a la duda: ¿había sido sensato dejarse llevar hasta esa situación? La respuesta pareció estar frente a sus ojos cuando aquel resplandor, del que no estaba tan seguro de haber visto, se repitió ahora con total certeza. Sin haber tenido la necesidad de colarse en secreto, se encontraba por invitación en el camarote del capitán quien, al fin rendido ante los efectos del vino, cayó profundamente dormido a su lado. Si eso no se trataba de una suerte perfecta, Milo no podría decir qué lo era. Con sumo cuidado de no hacer ruido, se arrastró hacia el borde de la cama. Caminó en la punta de sus pies descalzos sobre la alfombra de piel que cubría el suelo hasta encontrarse frente a la estantería, donde la luz volvió a parpadear como si se tratara de un faro que alumbraba el rumbo en la tempestad.
—¿Qué eres? —preguntó en un susurro.
Tomó la caja de madera. Sin dudas no tenía nada diferente de las otras que había visto, idénticas a esa. Al abrir la tapa, su decepción fue grande cuando encontró lo que resultaba obvio: un puñado de tabaco envuelto en papel. Sin embargo, al volver a levantar la mirada hacia el estante para regresar la cajita a su lugar, el hallazgo por poco lo hizo gritar y soltar el objeto que sostenían sus manos. En el rincón oscuro y húmedo, alejado de la luminaria de las lámparas, se ocultaba un pequeño animal agazapado. Podría haber jurado en un principio que estaba vivo pero, al observar con mayor atención, notó el caparazón, el par de pinzas, las ocho patas y la majestuosa cola de metal precioso. En medio del lomo, brillaba una piedra de color rojo intenso.
—El Escorpión Dorado —murmuró, con la emoción y la codicia danzando en sus ojos, y un segundo grito triunfal atorado en la garganta.
Se decía, según la leyenda, que el Escorpión Dorado era una pieza de joyería sagrada que había sido bendecida con las lágrimas de la diosa Athena. No solo era valioso por los materiales preciosos de los que estaba hecho, sino también por el interés histórico que era capaz de despertar en cualquiera. Desde hacía años se encontraba resguardado en un museo de Grecia bajo los más estrictos protocolos de seguridad pues obtenerlo formaba parte de las fantasías de cualquier ladrón o coleccionista. De alguna manera, Kanon había sido tan astuto y hábil como para lograr robarlo. Pero Milo sería aun más astuto pues se colgaría de los esfuerzos del capitán pirata para ser él quien acabara llevándose el ansiado tesoro. Si lo vendía a las personas correctas, obtendría las ganancias suficientes para comprar su propio barco y vivir como un auténtico soberano de los mares. Esa era, después de todo, la única razón por la que había buscado con tanta insistencia formar parte de la tripulación del Sea Dragon.
El ladrón se relamía pensando en sus ambiciosos planes, cuando algo inesperado ocurrió: el pequeño escorpión, del tamaño del puño de un hombre adulto, comenzó a resplandecer con una luz que inundó toda la habitación en el mismo momento en que intentó tomarlo. La piedra roja también refulgió con igual intensidad, y entonces la joya pareció disolverse, dando la impresión de que se convertía en líquido que fluía hacia su dedo índice, hasta que desapareció por completo bajo la uña. El dormitorio regresó a su penumbra original, y Milo permaneció inmóvil, perplejo, preguntándose si lo que acababa de ocurrir había sido real o acaso efecto del ron que ni siquiera había probado.
—¿Qué diablos ha sido todo eso…?
Antes de acercarse a algún tipo de respuesta o posible explicación, comenzó a experimentar un leve mareo que escaló rápidamente hasta que la habitación empezó a dar vueltas a su alrededor. Incapaz de mantenerse en pie, cayó de rodillas y sobre sus palmas abiertas. No podía moverse; apenas lograba que el aire ingresara a sus pulmones. Un vistazo rápido a la cama lo ayudó a comprobar que Kanon todavía dormía, pero desconocía por cuánto tiempo correría con esa suerte. Tal vez, la fortuna de la que tanto hacía alarde se le había agotado.
—No… Debo… salir de aquí…
Su voluntad era firme, inquebrantable en la mayoría de las ocasiones, pero insuficiente como para mantenerlo despierto y evitar que se perdiera en la negrura de la inconciencia. Lo último que sintió antes de desmayarse fue la piel suave de la alfombra contra su mejilla, y el calor punzante que se le había alojado en la mano.
Continuará…
