Quiero agradecer y dedicar este capítulo a las personas que se tomaron el tiempo de dejar sus bellos comentarios: Aledono y FrizenMilo en AO3, y Tauro 21 en Wattpad. Sus mensajes me dan ganas de seguir escribiendo. Muchas gracias.


Crimen y castigo

La travesía fue para Milo una oscura y agónica pesadilla, un auténtico descenso a los infiernos más terribles descriptos alguna vez por la religión o la literatura. Sentía clavado en la boca del estómago un hierro al rojo vivo que se retorcía en sus entrañas, desgarrándolo y quemándolo a la vez. Era incapaz de probar bocado, y la poca agua que lograba sorber acababa pronto devuelta en el suelo. No supo si deliró de fiebre durante días o semanas completas. Para cuando arribaron a Atenas, su apariencia era la de un hombre más muerto que vivo, un saco famélico de piel y huesos a pesar de que el corazón le seguía palpitando, terco, dentro del pecho.

—Debes de contar con la simpatía de algún dios… No me lo explico de otra manera.

El médico lo observaba con gran asombro pues habría apostado su prestigio a que el muchacho fallecería prontamente por la hemorragia, a causa de la gangrena, o derrotado por la fiebre. No comprendía el motivo por el que Saga se había empecinado en mantenerlo con vida solo para entregarlo luego a la Justicia. A él no le correspondía cuestionarlo así que se avocó a su tarea de atenderle la herida hasta su desembarco. Luego Milo fue encarcelado en la prisión. Una vez en tierra, se sintió mejor, pudo comer y hasta moverse casi con normalidad. Curiosamente, el disparo en el abdomen se iba pareciendo ahora a una cicatriz antigua, muy desagradable, por cierto, pero bien curada. Aprovechó que estaba encerrado y sin nada que hacer para ejercitarse con el fin de recuperar la masa muscular perdida. La comida que le servían era repugnante, pero de porciones generosas, por lo que no le costó demasiado volver a su peso. Así evitó enloquecer y caer en la desesperación pues en todo el día no tenía contacto con otra persona que no fuera el carcelero encargado de llevarle el alimento, ni había ventanas en su celda que le indicaran si era día o noche. Desconocía el tiempo que llevaba encerrado pero, justo cuando comenzaba a pensar que lo dejarían pudrirse allí hasta el fin de su existencia, la puerta del calabozo se abrió.

No muy lejos de allí, en el mismo sótano húmedo y apestoso, un capitán sin barco aguardaba irremediablemente que le llegara la hora. Al oír la llave tintinear contra el cerrojo oxidado, la impaciencia lo llevó a girarse rápido en dirección a la puerta, sin levantarse de la viga de madera que constituía su asiento precario. Lo que vio le desagradó por completo, cosa que no dudó en expresar frunciendo tanto el ceño como los labios. Quien no conociera acerca de su consanguinidad diría que el prisionero había perdido el juicio tras tanto encierro, y ahora se veía a sí mismo ingresando a su celda para burlarse de sus circunstancias amargas.

—El juez ha dado sentencia. Hoy cumplirás tu condena a muerte —le informó su igual sin ningún tipo de preámbulo mientras tomaba su reloj de bolsillo para constatar la hora, como si contara los minutos que faltaban para el evento anunciado.

El condenado emitió una carcajada breve.

—Me sorprende que hayas tenido el valor de decírmelo en la cara. Pensé que nunca te dignarías a venir. ¿Tanto miedo te doy?

El almirante guardó la delicada pieza de ingeniería en su sitio y luego se revisó los botones perfectamente abrochados del saco del uniforme, impecable.

—Digamos que tu dedicación al crimen fue como mínimo un obstáculo, la única mancha en mi carrera militar.

—Mientes… —lo interrumpió—. El motivo de tu desprecio es porque sabes que somos iguales. No importa cuánto intentes negarlo, la maldad que habita en mí también forma parte de ti. Puedo verla… La reconozco con solo mirarte.

A Kanon le habría gustado ponerse en pie para hablarle a la misma altura, pero su rodilla no había sanado bien, y a duras penas podía caminar. Odiaba que lo vieran cojear, en especial su visitante, quien tras dejar pasar algunos instantes de suspenso avanzó hacia él y le apretó el mentón para levantarle el rostro.

—Tú y yo jamás…, jamás seremos iguales, hermano. Ten eso muy presente al momento en que la trampilla del cadalso se abra bajo tus pies.

Kanon apartó el rostro y le golpeó la mano como si el contacto le quemara.

—Y Milo… ¿Qué han hecho con él? —quiso saber, tan interesado en su paradero como en cambiar de tema. Le había sorprendido tanto como a todos que no hubiera ordenado su asesinato el mismo día del ataque, pero al mismo tiempo le tranquilizaba saber que el Escorpión Dorado estaba todavía en un lugar de su conocimiento.

—¿Por qué tanto interés por un pirata de bajo rango?

—Oh, entonces no lo sabes…

—¿Saber qué cosa?

El pirata cerró los ojos y sonrió. Le gustaba saborear los momentos en que se sabía con ventaja sobre su hermano mayor.

—El Escorpión Dorado, él lo tiene.

—¿El tesoro que robaste? Imposible. No habría podido mantenerlo con él todo este tiempo sin que nos diéramos cuenta. ¿Intentas engañarme? Además, sinceramente, ese asunto me tiene sin cuidado. La corona está desesperada por recuperarlo, pero a mí solo me interesa ver rodar tu cabeza.

—No. —Kanon puso los ojos en blanco, algo exasperado—. Me refiero a que él lo tiene. Es como la leyenda que nos contaba nuestra nana, ¿recuerdas? Su poder es real, y ha elegido a Milo como su portador. Yo mismo lo vi, con mis propios ojos, disparar la Aguja Escarlata.

Saga guardó silencio. Sus cejas se fruncieron ligeramente al igual que sus labios delgados. Recordaba vagamente las historias que tanto gustaba de narrarles aquella mujer, verborrágica hasta el hartazgo, encargada de su cuidado en los años en que eran un par de niños sin conocimiento del mundo cruel que les aguardaba en el futuro cercano. Les había hablado de cientos de creencias y mitos, tanto modernos como de épocas arcaicas, sin distinción alguna entre ficción y realidad, pero el Escorpión Dorado sin dudas era una de sus favoritas y también de Kanon, quien se emocionaba con la descripción de la diosa de la guerra y la sabiduría derramando sus lágrimas sobre el pequeño animal de oro. Su gemelo lo ignoraba, pero esa leyenda había inspirado el nombre que ahora portaba el barco principal de la flota que estaba bajo su mando, el Diosa Athena.

—¿Acaso me tomas por un imbécil? —Saga se habría carcajeado de haber sido capaz de tener expresiones tan humanamente básicas, pero su hermano no recordaba haberlo oído reír durante los años que vivieron juntos, ni después.

—No es un invento. Te estoy diciendo que es real y que yo mismo lo vi. Ayúdame a escapar, recuperemos el botín y dividámoslo a medias. Y ya no tendrás que arrodillarte frente a ningún rey ni reina, nunca más. Seremos libres.

—Libres, dices —repitió, entre asombrado y burlón—. La única libertad es la que confiere el poder, un poder tan grande capaz de eximirte de obedecer a nadie, incluso a los dioses. No te necesito para eso.

A Kanon le extrañaron sumamente las palabras que acababa de oír, tan discordantes con el aburrido discurso de Saga acerca de la justicia, la honradez y la integridad. Por un momento estuvo seguro de estar viendo claramente, en los irises verdes que de un momento a otro se oscurecieron como un eclipse, aquella sombra de la que siempre estuvo seguro que habitaba en su interior.

—Entonces, esta es nuestra despedida —lo incitó a su pronta retirada.

Ya no tenían más que decirse así que enseguida volvió a oír la puerta y el inconfundible ruido del cerrojo. Por lo que le quedaba de vida, fuera esta larga o de unas pocas horas, como la Justicia tenía previsto, esperaba que no se repitiera tan indeseable encuentro.

Los cuatro guardias que acompañaron a Milo no parecían muy prestos a dirigirle la palabra, ni él les hizo ninguna pregunta. Con la ropa sucia y harapienta que vestía, la misma que los oficiales del Sea Dragon le habían desgarrado aquel día en busca del Escorpión Dorado, fue conducido encadenado hacia un carruaje que lo llevaría hasta la plaza central. El sol brillante de la mañana le lastimó los ojos, pero cuando al fin pudo abrirlos y enfocar con claridad, se encontró con Kanon en el asiento delante de él, en condiciones igual de paupérrimas. Había bajado de peso y lucía ojeras oscuras, pero su mirada seguía tan fiera como siempre.

—Supongo que tu presencia aquí significa que no has logrado utilizar el Escorpión Dorado —conjeturó en tono cansino mientras observaba por la ventana del carruaje—. Qué desperdicio…

—Lo intenté. Parece que al final sí eran cuentos tontos.

Oyó la risa desganada de Kanon, apenas un resoplido.

—Puede que sí…

—Saga es tu gemelo.

La declaración fue repentina, pero a Kanon no lo sorprendió; tampoco, que hubiera sido formulada como una afirmación en lugar de una pregunta. Realmente, no había que ser demasiado brillante para arribar a una conclusión tan obvia.

—Tomamos caminos diferentes.

—Opuestos, diría yo. ¿Tanto te odia como para enviar a su propio hermano a la horca?

—A quien odia es a sí mismo. Por eso es todo este circo.

Milo guardó silencio intentando hallar el significado de esas palabras. Mientras tanto, notó que Kanon desviaba la vista de la calle hacia su mano derecha, donde la uña permanecía roja y afilada.

—Saga no te dejó vivo porque sí. Él no se habría tomado las molestias de curarte y trasladarte hasta aquí sin un buen motivo... ¿Quién eres?

El interrogado bajó el rostro y cerró el puño, ocultando la prueba del robo que había cometido en contra de su capitán.

—Un ladrón, igual que tú.

En cualquier otro escenario, el orgulloso capitán del Sea Dragon no habría tolerado semejante comparación. Quizás fue la situación sin esperanzas lo que lo hizo callar, o quizás la sospecha cada vez más firme de que Milo guardaba un secreto. Sea lo que fuera que el muchacho ocultaba, todo indicaba que en poco tiempo acabaría llevándoselo a la tumba.

No se había equivocado al pensar que su hermano planeaba montar un verdadero espectáculo en honor a su muerte. A unas cuantas cuadras de la plaza principal ateniense, era posible oír el barullo del gentío que se agolpaba con el fin de conseguir un buen lugar desde donde apreciar la exhibición macabra de sangre y sufrimiento humano. Los piratas gozaban de una pésima fama, después de todo, utilizados en más de una ocasión como chivos expiatorios cuando las cosas no le salían bien al Gobierno, así que no era de asombrarse que tanta chusma se amontonara para ver no a uno, sino a dos dar sus últimos suspiros antes de abandonar para siempre sus vidas de fechorías.

Kanon maldijo cuando bajó del carruaje y vio la cantidad de peldaños de la improvisada tarima. No le importunaron los insultos ni la cantidad de fruta podrida que su cada vez más enardecido público le arrojaba, con menor o mayor puntería. Apretando los dientes, hizo todo lo posible por tragarse el dolor de su pierna maltrecha y caminar lo más normalmente posible. Sabía que desde algún sitio no muy lejano su hermano lo observaba complacido, relamiéndose por el gusto de verlo al fin sucumbir. No deseaba obsequiarle ningún gesto de sufrimiento o pavor. Cuando miró hacia su costado, le agradó notar en Milo la misma voluntad de evitar que sus enemigos percibieran algún rastro de desesperación o miedo. Los piratas no eran simples ladrones como las ratas inmundas que pululaban en las ciudades. Si bien existían excepciones, ellos eran renegados que se rebelaban contra un sistema que consideraban absurdo, regido por normas aún más absurdas. Eran los amos de los mares, de las olas y las tormentas, devotos o desertores de los dioses de las profundidades y de los cielos que en ocasiones los favorecían; en ocasiones, hacían todo lo posible por hundirlos en las fosas abisales del océano.

Una vez arriba, a ambos les calzaron las sogas alrededor del cuello. La plataforma medía al menos unos diez metros de alto. Si eran afortunados, se romperían el cuello al caer, y todo acabaría en un instante. De lo contrario, pasarían los últimos agónicos minutos pataleando, sufriendo la falta de aire y el estrangulamiento, sacudidos por los estertores previos al final de la vida.

—Se los encuentra culpables de piratería, y por eso se los condena a colgar de la horca hasta morir —anunció uno de los soldados, quien sostenía en sus manos el manuscrito con la sentencia.

Milo tragó saliva, y la cuerda subió y bajó sobre su garganta. Había visto la muerte de cerca tantas veces que no le temía, pero tampoco la anhelaba; ni siquiera le simpatizaba. Observó a Kanon de reojo quien, a pesar del disparo en su rodilla, no había trastabillado ni una sola vez, ni había emitido queja alguna. Qué fuerte, qué imponente se veía a pesar de las circunstancias, dejando relucir todo su orgullo de pirata. A un hombre así no se lo podía humillar, sin importar cuánto daño recibiera su cuerpo, o qué tan maloliente fuera la comida echada a perder que le cayera encima. Se alegró de haber formado parte de su tripulación a pesar de que todo hubiera sido un engaño para hacerse con el tesoro, el Escorpión Dorado.

"No quiero morir", oyó una voz hablar desde su interior. "No quiero morir. No quiero morir". El tono no era de miedo; la caracterizaba la determinación, la llama del deseo por ver de nuevo el mar, sentir otra vez el vaivén calmante de las olas. "No quiero morir. No lo haré. No".

Una luz intensa encandiló a todos los que se encontraban sobre el cadalso y sus alrededores. Milo pensó que había parpadeado o que acaso las trampillas se habían abierto ya bajo sus pies para dejarlo precipitarse hacia su perdición, pero entonces abrió los párpados, que no recordaba haber cerrado, y vio que el soldado que acababa de leer en voz alta se hallaba derribado con los ojos abiertos, inerte.

"Igual que con Isaac…", tuvo oportunidad de conjeturar en ese instante en que el tiempo pareció detenido.

—¡Milo!

El grito de Kanon lo arrancó de su ensimismamiento. A su alrededor todo era confusión. El público expresaba a viva voz su desconcierto mientras los soldados miraban a un lado y otro al pensar que alguien los atacaba desde el gentío o los edificios cercanos. Ambos prisioneros sabían que no era así. Habían comprendido, estaban seguros, segurísimos al fin de que aquello no había sido obra de ningún cuento de hadas.

—¡La Aguja Escarlata!

Tras invocar el poder del Escorpión Dorado, sus enemigos fueron cayendo uno tras otro, como pequeños peones de ajedrez empujados por el dedo invisible de un dios. Ninguno sospechaba que el ataque provenía de la misma tarima donde se encontraban, lo que Milo aprovechó para cortar con dos certeros disparos las cuerdas que amenazaban su vida y la de Kanon. La misma adrenalina del momento lo empujó a correr escaleras abajo, sin importar cuántos soldados intentaran echársele encima, pues de inmediato eran abatidos antes de que lograran siquiera rozarlo. En la concurrida plaza se desató una estampida protagonizada por la multitud aterrorizada, ya sin ningún interés por atestiguar la ejecución. A Milo le sentó como anillo al dedo para camuflarse entre los ciudadanos que se agolpaban, corrían, saltaban y se empujaban para alejarse del peligro invisible, pero también le valió unos cuantos golpes y peligrosas caídas que lo ponían en riesgo de morir aplastado bajo centenares de pisadas. Los grilletes alrededor de sus muñecas no mejoraban su situación. Intentó buscar a Kanon en el tumulto, pero no vio rastros de él a su alrededor ni tampoco, afortunadamente, sobre el cadalso. "Buena suerte", le deseó con el pensamiento, considerando ya su deuda saldada. Debía concentrarse demasiado en su propia seguridad como para estar preocupándose también por el otro pirata, quien seguramente sabía cuidarse tan bien como él.

El flujo de la estampida lo arrastró con la misma fuerza de una ola marina en la tormenta, hasta que logró escurrirse por una callejuela lateral donde no parecía haber más almas que la de un gato abandonado. El animal maulló al verlo, desconfiado, antes de saltar a un tejado. Sabía que no podía relajarse, que después de la conmoción lo buscarían sin descanso hasta por debajo de las piedras. Si bien Atenas, a pesar de no ser su ciudad natal, se trataba de un territorio por él más que conocido pues había crecido allí, cada minuto que pasara en ese lugar aumentaba el riesgo que corría de ser recapturado. Debía salir cuanto antes. Lo primero era deshacerse de esas cadenas que hacían evidente su condición de reo y además le entorpecían el movimiento.

—Grita o muévete un centímetro, y mi cuchillo terminará el trabajo que no pudo hacer el verdugo —oyó una voz masculina a sus espaldas al mismo tiempo que sintió un objeto frío y rígido presionar su garganta.

Antes de siquiera lograr digerir lo que ocurría, un saco de arpillera le cubrió la cabeza, de manera que ya no fue capaz de ver más que la escasa claridad del atardecer que se filtraba por la tela.

El gato callejero, único testigo de aquel suceso, maulló curioso desde los techos atenienses.

Continuará…


¿Tendrá Milo un momento de paz en algún futuro? En el próximo capítulo se conocerá un poco de su historia y pasado, y harán su aparición otros personajes que estoy segura les agradará ver en acción.