Como mencioné la actualización pasada, en este capítulo se conocerá un poco más del pasado de Milo, y aparecerán más personajes.
Advertencias: hay lemon, un poco brusco. Perdón.
Fantasma
Milo comenzaba a sentirse fastidiado con respecto al rumbo que iba tomando su vida las últimas semanas. No se decidía entre considerarse afortunado o un completo paria pues su suerte no hacía más que cambiar como un péndulo que oscilaba entre sucesos inesperadamente venturosos y calamidades que lo invitaban a llevar una peligrosa danza con la muerte. Estaba confundido, mareado y, por supuesto, muy exhausto cuando fue secuestrado en las calles de Atenas tras haberse salvado el pescuezo, literalmente, de la horca. Si bien hizo preguntas, como quiénes eran ellos, qué deseaban, adónde lo llevaban, e incluso cuánto dinero estaban dispuestos a aceptar por su liberación, lo que recibió en respuesta fue simple silencio.
Lo transportaban en un carruaje, de eso no tenía dudas gracias al golpe de los cascos de los caballos contra los adoquines, y luego lo hicieron descender a un sótano, uno muy distinto al de la prisión húmeda donde había permanecido hasta ese día pues el aroma penetrante del perfume embelesó de inmediato su sentido del olfato, despertándole recuerdos no muy tiernos de su infancia y adolescencia. Oyó murmullos, risillas, seguidos de sonidos poco gratos como el resbalar del metal sobre el metal. Su imaginación esbozó torturas, huesos rotos, uñas y dientes arrancados, hendiduras en la piel y el músculo que dejaban órganos expuestos. Pensó en usar la Aguja Escarlata en la dirección en que provenían los ruidos de su potencial torturador, pero desconocía cuántas personas más había en la habitación, y qué estarían dispuestos a hacerle si atentaba contra ellos.
—No te muevas —alguien le ordenó, y la gota de sudor que había quedado suspendida en la punta de uno de sus mechones se desprendió para estrellarse en el suelo.
Lo que siguió fue un golpe seco, doloroso, sí, pero que en lugar de causarle daño logró abrir los grilletes que aprisionaban sus muñecas.
—Sígueme —indicó el dueño de la misma voz, bastante suave y tranquila.
Claro que desobedecerlo no era una opción pues de inmediato fue tomado del brazo para que se levantara del asiento donde se encontraba sentado y caminase unos veinte o treinta metros. Cuando le quitaron la capucha, tuvo que parpadear unas cuantas veces, encandilado por la luz repentina que de pronto irrumpió en su retina, hasta que logró vislumbrar las formas y detalles del rostro de la persona que, delante de él, tomaba té en una pequeña tacita de porcelana con una calma desconcertante.
—¿Afrodita?
—Me alegra saber que el tiempo en prisión no te afectó la memoria —el distinguido hombre le sonrió a la vez que dejaba la taza sobre la mesa y colocaba unas gotas de aceite en un hornito para perfumar el ambiente, como si este no estuviera ya lo suficientemente perfumado—. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? Claro que, de volverte a ver, no imaginé que sería a punto de ser colgado en la plaza.
Tomó asiento en el sillón frente al acolchado diván sobre el que Afrodita disfrutaba de su infusión, engalanado con una finísima túnica color aguamarina y unas cuantas joyas en sus dedos, muñecas, cuello y orejas. Por supuesto que lo recordaba; ¿cómo podría olvidar a la persona que había sido, por decirlo de una manera, su vecino durante años? Aun así, a pesar de que era perfectamente capaz de reconocerlo al instante, se dio cuenta de que su mente había fallado en retener con fidelidad toda su belleza. Afrodita, si bien nunca le había atraído en el sentido romántico o siquiera sexual, era la persona más hermosa que conocía; y eso que conocía muchas. Su beldad siempre le había parecido algo fuera de este mundo, digna de admirar pero lejana, inalcanzable, como el significado de una pintura abstracta pero, aun así, perfecta.
—Tú me trajiste hasta aquí.
—Yo, y algunos más. —Se dio cuenta de que Milo exigía con la mirada que se explayara al respecto así que agregó: —Mu fue el responsable de quitarte las esposas. Ya sabes lo hábil que es con las herramientas.
—¿Y el de la bolsa en la cabeza? —Arqueó una de sus cejas para expresar el desacuerdo con el método utilizado.
—Aioria. —Afrodita frunció exageradamente la nariz como una forma de congraciarse con su queja.
—Claro, Aioria…
—En fin, Milo… —continuó Afrodita mientras con el movimiento de su mano ayudaba a diseminar el vapor aromático que pronto enturbió la habitación completa—. Me imagino que debes de estar cansado y hambriento. Además, apestas como un cerdo. ¿Que acaso no existen los baños en la prisión? —Milo negó con la cabeza y apretó los labios ante lo absurdo de la pregunta—. En la habitación contigua hay comida, bebida y una tina lista con agua caliente. Ve y ponte decente. Hay una persona ansiosa por verte.
No necesitó preguntar de quién se trataba pues en la sonrisa cómplice de Afrodita creyó leer muy claro un nombre, uno que había mantenido muy presente durante todos esos años de ausencia.
Tal y como le fue prometido, en el cuarto vecino encontró un pequeño banquete que devoró con ansias luego de tantos días de comida asquerosa de la prisión. Se sumergió un buen rato en la bañera, en la que se enjabonó y se talló la piel hasta que el agua se tornó oscura. No recordaba la última vez que había tomado un baño de inmersión con jabón, champú y esencias de calidad. Puede que hubiera sido allí mismo, en Atenas…
En una silla junto a la tina le habían dejado ropa nueva de su talla: un quitón de lino sencillo pero cómodo, el cual ajustó con su respectivo cinturón, junto con un par de sandalias. Suspiró profundamente al ver su reflejo en el espejo empañado de vapor. De pronto lo asaltaba la sensación de que el tiempo había retrocedido, o quizás nunca hubiera avanzado, y estuviera despertando de un largo y extraño sueño a una realidad de pesadilla. Una parte de él añoraba ese pasado al cual había renunciado con determinación, mientras la otra se estremecía, víctima de decenas de recuerdos escalofriantes.
Sin que tuviera oportunidad de preverlo, la puerta se abrió con tal violencia que el picaporte arrancó un trozo pequeño de pintura de la pared contra la que golpeó.
—¡Tú! —escuchó que el recién llegado decía antes de sentir la fuerza de su palma contra su mejilla— ¿Te atreves a aparecerte por aquí como si nada?
Milo se restregó el cachete lesionado, el cual enrojecía rápido, mientras intentaba asimilar la presencia que ahora lo acompañaba.
—No es que haya venido por propia voluntad…
La respuesta no pareció contentar al furioso sujeto, quien le dirigió una mirada tan terrible que le hizo pensar que acabaría fulminado por ese par de ojos azules.
—Déjate ahorcar delante de todo Grecia si eso deseas, ¿pero venir a ponernos en riesgo a todos? No entiendo cómo es que a Afrodita le parece siquiera aceptable.
—No te preocupes. No me quedaré mucho tiempo.
Lo que arremetió contra Milo no fue ahora una simple palmada, sino el puño completo en su abdomen. La herida cortesía del gemelo de Kanon ya estaba cerrada, pero el dolor en la boca del estómago le hizo rechinar los dientes.
—Cálmate, Camus.
Por supuesto, Camus hizo todo lo contrario a calmarse: se arrojó sobre él armado con el rencor fermentado durante años, con la intención de hacerlo añicos pintada en el rostro contraído por la pena de tanto tiempo sin haber sabido absolutamente nada de él. Milo no intentó detenerlo, sorprendido por su arrebato. Conocía qué tan pasional podía ser Camus a la tenue luz de las velas, sobre sábanas de seda, con las palabras y roces adecuados; pero por enojo, nunca. En el pasado, cuando discutían, no en contadas ocasiones, lo dominaba la calma, las palabras bien meditadas, los argumentos que llegaban a resultarle fastidiosos; todo lo contrario a él, quien fácilmente se entregaba al candor de los sentimientos. ¿Tanto lo habían cambiado los años?
Cuando consideró que la deuda estaba ya saldada, tras unos cuantos golpes que sin duda dejarían moretones, lo sujetó con fuerza de las muñecas. Camus respiraba agitado, con las lágrimas suspendidas en los párpados inferiores y el largo cabello rojo inusualmente alborotado. Se miraron largos segundos, buscando reconocerse, recordarse en las facciones bien sabidas, en el aroma sutil que desprendían sus pieles ligeramente acaloradas. No quedó claro cuál de los dos tomó la iniciativa pero, en el momento en que sus bocas se encontraron, ninguno se rechazó. Los labios ya estaban separados; las lenguas, ansiosas por explorar la cálida profundidad. Fue un beso enardecido, asfixiante. Milo percibió el sabor de su propia sangre tras una fuerte mordida, pero eso no lo hizo detenerse, ni tampoco las uñas de Camus jalando del quitón para rasguñar lo que encontraran debajo. Así, unidos por ese beso desesperado, lo arrastró por todo el cuarto, tirando a ciegas objetos inidentificados, buscando una superficie en donde dejarse caer. ¿Dónde había una maldita cama cuando tanto la necesitaba? Por supuesto, la ausencia de esta no iba a ser un impedimento. La silla constituía un reemplazo aceptable, pero una pierna torpe llegó a golpear una de las patas, y el asiento terminó derribado. Un instante después, la espalda de Camus impactó contra la superficie de la mesa, donde padeció el filo de los cubiertos, cáscaras y demás sobras del banquete. Algunas copas y botellas encontraron su fin al hacerse añicos contra el piso mientras continuaban devorándose las bocas, el cuello, los huesos frágiles del pecho. Milo no supo si Camus de pronto pretendía zafarse porque algo se le clavaba en la espalda o porque intentaba luchar contra sus deseos pero, por más esfuerzo que hizo por mantenerlo en su lugar, los puñetazos en sus hombros y brazos lo obligaron a cambiar de estrategia. Tras una patada muy cerca de sus partes nobles, Milo gruñó contra sus dientes antes de separarse para levantarlo de la mesa y lanzarlo contra la tina. Oyó los brazos del otro hombre chapotear en el agua ya algo fría mientras este buscaba asirse de los bordes para levantarse, pero no le permitió enderezarse completamente cuando se arrojó sobre su lomo para someterlo como un animal salvaje a su hembra, presionándolo con su peso con el fin de que sus rodillas se apoyaran en el suelo. Para ese entonces, el ajetreo había logrado que la bata que Camus vestía se encontrara bastante floja, abierta por el frente hasta la cintura. Milo solo tuvo que deslizar una mano por debajo para alcanzar uno de sus deliciosos muslos, al cual le otorgó un masaje tosco. El pelirrojo se estremeció al sentir sus dedos apretujando el glúteo, y por unos segundos dejó de pelear. Vencido por el deseo, sin darse cuenta separó más las piernas y arqueó la espalda para levantar las caderas.
—Milo… —gimió con sutileza cuando el joven pirata le desnudó uno de los hombros sujetando la tela con los dientes, para después clavarlos sin piedad en la piel que acababa de descubrir. El nombre pronunciado le supo agridulce, a fantasía, o tal vez a fantasma. El dolor del mordisco no era nada comparado con el que le causaba su presencia, la exhumación de un centenar de recuerdos enterrados por el instinto básico de seguir adelante, pero grabados con fuego en el alma.
Los dedos de Milo comenzaron a explorar con descaro los rincones más íntimos. Se deslizaron por entre medio de sus nalgas, acariciaron los testículos, comprobaron la erección que se erguía pese a su resistencia reanudada, y después regresaron a frotar el contorno ligeramente rugoso que prometía un deleite incalculable. No había oportunidad de tomarse el tiempo; la pasión desbordada apremiaba, y también existía la posibilidad de que acabaran matándose a golpes si permitía a Camus actuar a sus anchas. Con rapidez manoteó una de las lociones que no había llegado a caerse y apretó la botella para embadurnar copiosamente su miembro, asomado impaciente, palpitante y caliente por entre la tela del quitón. Camus gruñó con los dientes apretados y le arrojó agua a la cara con un movimiento brusco del brazo cuando sintió cómo le levantaba la bata hasta la cintura, pero a Milo no iba a detenerlo ni todo el caudal de los siete mares. Hundió la cabeza de Camus en la bañera presionando una palma contra su nuca y lo penetró casi por completo de un solo movimiento. El agua burbujeó con su grito, a la vez que Milo emitía un quejido por la terrible presión sobre su miembro, que lo obligó a mantenerse quieto durante algunos segundos hasta que el asaltado músculo no tuvo más opción que comenzar a ceder.
—¡Zet! —maldijo Camus a viva voz en su idioma natal, una vez que logró sacar la cabeza a la superficie, mientras tosía intentando expulsar el agua que había ingresado por sus fosas nasales y garganta. Las manos le temblaban, aferradas a los bordes de la tina. La intrusión le dolía tanto que se sintió mareado; un círculo negro rodeaba su visión, obstaculizada también por las gotas que caían por todo su rostro.
Milo lo tomó de su larga melena y empezó a embestirlo sin tregua. El acto, más violento que sensual, era musicalizado por el chapoteo incesante de los brazos de Camus en busca de algún tipo de estabilidad, las rodillas resbalando en el suelo salpicado, gemidos cada vez más altos, piel erizada chocando contra piel.
—¡Oui! ¡Mon Dieu! —vociferó el francés, moralmente derrotado, cuando fue presionado su punto más sensible.
Era evidente que ya no poseía voluntad para resistirse así que Milo lo liberó de su agarre y se movió hacia atrás para salir de su interior, justo a tiempo para reprimir el orgasmo que amenazaba con precipitarse. Se concedieron unos segundos para respirar, recuperar el aire empeñado en tantos jadeos y suspiros, maldiciones y bendiciones. Milo aprovechó la pausa para improvisar rápidamente un colchón con las toallas y prendas de las que finalmente se despojaron mientras se ofrecían besos más tranquilos, privados del frenesí inicial. Camus se recostó de espaldas y abrió las piernas, aceptando a su amante encima y dentro de su cuerpo una vez más. Las mordidas y rasguños persistieron, pero menos provistos de ira. Sus figuras se acoplaron y ondearon, retorciéndose, compartiendo su humedad, balanceándose, apretando como si la unión no fuera suficiente, y quisieran encastrarse más. Qué delgado, qué insignificante les sabía el paso del tiempo ante la familiar calidez, a medida que las caricias los ayudaban a reconocer lo conocido. Antes de culminar, Camus se arrebujó encorvándose y doblando los brazos sobre el pecho, como si pidiera en silencio un abrazo que Milo no dudó en concederle. Se tensaron, entonaron su placer y, al fin, se ablandaron uno sobre el otro, satisfechos. Después de haber gastado todas sus energías en recordar el amor del pasado, tras el espectacular orgasmo, a ninguno le pareció mala idea yacer en el mismo sitio, sin preocuparse por la incomodidad del suelo bajo las telas delgadas. Sabían que tenían decenas de camas a su disposición, pero la posibilidad de separar sus pieles por tan solo unos instantes quedó descartada.
—Esto no se ve nada bien —comentó el francés, algo adormilado, mientras deslizaba un dedo sobre el tejido cicatricial que había dejado el disparo en el abdomen del pirata.
—Y se veía peor hace apenas unas semanas, créeme.
Camus flexionó los dedos, reposando la mano encima de su pecho, y cerró los ojos, perdido durante algunos segundos en sus propios pensamientos.
—Siempre temí que hubieras muerto. Todas las noches, durante años, rezaba a los dioses, a cualquier dios, para que te protegiera. Luego me obligué a dejar de hacerlo… Me habría vuelto loco si seguía preocupándome sin saber de ti, sin recibir una carta, una noticia, nada.
—Te habría puesto en riesgo. Era lo mejor: que no supieras nada.
El pelirrojo suspiró mientras observaba cómo le tomaba la mano. Siempre supo, desde que fue nombrado uno de los asesinos del Santuario, que Milo no era un asesino. Por supuesto que era perfectamente capaz de eliminar al corrupto, al criminal, a cualquiera que amenazara su vida o la de sus afectos, e incluso lo hacía con gusto y un toque de sadismo. Pero, cuando llegaba la orden de encargarse de un inocente, entonces veía cómo el infierno de la culpa se pintaba en el azul de sus ojos. La gota que derramó el vaso había sido el encargo de matar al hijo de diez años de un pequeño comerciante que se negaba a rescindir el contrato de locación de la propiedad donde el Santuario pretendía ubicar uno de sus tantos negocios. La noche que debía perpetrar el terrible acto, el comerciante fue advertido por una voz anónima para que enviara a su hijo lejos, y de Milo nadie supo más. A partir de ese momento, se lo declaró un traidor. De eso habían pasado ya más de tres años.
—He visto a Isaac. —La mención de uno de sus protegidos distrajo a Camus de sus recuerdos—. Está muerto… Ha sido mi culpa. Lo engañé diciéndole que estabas en Francia, y que tú lo guiarías hacia Hyoga para concretar su venganza. Lo utilicé por un interés personal. Lo siento. Te entenderé si me odias por eso.
Si a Camus le dolía la muerte de Isaac, logró disimularlo muy bien. Aquello no sorprendió a Milo, quien conocía a la perfección su gran habilidad para ocultar sus sentimientos. Sabía que era una actitud defensiva, su estrategia para enfrentar el mundo. Porque Camus sentía, y mucho.
—Isaac era un adulto. Él tomó sus propias decisiones.
Hyoga e Isaac eran apenas unos críos cuando fueron puestos bajo su cuidado para unirse, en un futuro, al ejército de sicarios del que Milo había formado parte. Siempre era igual: los niños abandonados y desvalidos de Grecia caían en las garras del Santuario para ser entrenados como asesinos implacables o esmerados trabajadores sexuales. A Camus le había tocado lo segundo. No era infeliz, pero tampoco conocía otra cosa. Lo mismo podía decirse de Hyoga e Isaac, quienes aprendieron rápido el oficio, y no tardaron en sembrar terror entre los rivales del Santuario. Nadie sabía con exactitud qué fue lo que ocurrió entre ellos durante un trabajo, pero el resultado fue que Hyoga volvió solo, e Isaac, desfigurado para siempre, le declaró la guerra tanto a su compañero como al Santuario. Por supuesto que hasta entonces no había tenido oportunidad de perpetrar su venganza pues poner un pie en Atenas siendo el enemigo del hombre más poderoso de la ciudad era una condena a muerte asegurada. Esperaba pacientemente a que Hyoga se alejara de su gente para cazarlo. Su odio extremo lo había llevado a caer fácilmente en el engaño de Milo cuando este le aseguró que Camus estaba en Francia, y que lo guiaría hacia Hyoga si lo ayudaba a unirse a la tripulación del Sea Dragon.
—Huyamos y vámonos a vivir a un lugar lejos, muy lejos, donde nadie nos conozca —propuso Camus de pronto—. Donde podamos tener una vida normal, un trabajo normal…
Para Milo, aquello pareció tener tanto sentido que se sintió estúpido por no haberlo proyectado antes. Sin embargo, la idea luminosa no tardó en ensombrecerse por la nube densa de la realidad. ¿Cómo podrían personas como él y Camus siquiera aspirar a alguna clase de normalidad? Al menos él no era capaz de imaginarse lejos del mar, del salitre en el aire, de la piratería tan honrada por su padre y el padre de su padre. En cuanto a Camus…
—Dudo que un trabajo normal pueda conseguirte algo como esto —le advirtió mientras tomaba con los dedos el dije precioso que le colgaba del cuello, un rubí auténtico.
El francés se lo arrebató de un manotazo rápido como si de pronto le incomodara tomar consciencia de la existencia de aquella joya.
—Te lo regaló el Patriarca, ¿no es así?
No necesitó ver el gesto afirmativo que realizó con la cabeza para confirmar su suposición.
—Tienes razón… —admitió con una sonrisa triste—. He vestido seda toda mi vida. Mis manos jamás han sido usadas para trabajar; solo saben brindar caricias. Tú supiste ponerle un alto a lo que no era para ti, y por eso te he guardado rencor y hasta te he agredido. Lo lamento. Espero que lo que hagas ahora te haga feliz.
Milo no supo o no quiso responder más que con un tierno beso sobre sus labios suaves. Ambos terminaron de comprender, de esa manera dulce, que el pasado no volvía, ni se repetía.
Luego de haberse zambullido tan dolorosamente en el mar de los recuerdos, los dos jóvenes se fueron quedando dormidos, arrullados por la compañía que alguna vez significó todo lo que conocían sobre la amistad, sobre el amor. Cuando Camus despertó, Milo ya se había ido, como si nunca hubiera estado allí, y como si nunca fuera a volver.
Continuará…
Este capítulo fue de tono más bien dramático. Puede que se vaya poniendo peor así que espero les agrade el drama.
Pido perdón, nuevamente, por la brusquedad del lemon, en especial si esperaban algo más dulce entre Milo y Camus. Sinceramente, yo siempre los vi como una pareja bastante tóxica, además de que en lo personal no le tiro mucho al romance.
Sí, el gato que aparecía al final del capítulo anterior hacía una referencia tonta a Aioria. Soy muy elocuente (?).
