Disclaimer: Soy una de las tantas emisarias del Reino Huddy repartidas por todo el mundo, pero aparte de eso… poco o nada tengo que reclamar sobre lo que reconozcan en este relato. Es un asco, lo sé, ya que mi voto no cuenta para los Emmy. Si lo hiciera…pfff veríamos si los del Ala Oeste o Boston Legal pescaban algo xDDD
Spoilers: Post-Humpty Dumpty. AU.
Pairing: H-U-D-D-Y ;)
Rating: K+.
Dedicatoria: A SarahBD, Wils, Dra. Franklin, Housean, Ninfa, Angi, Vic, Sid, Hilda (mi niñaaa!), Iliath, (olé, que estás triunfando con Haunted, hon!), Nightwish, Anuxi, Auryl, incoffeecity, Giny Scully, Ravenwood, Andrea…
Ahora que nos acercamos al final me ha entrado el punto melancólico…así que a aguantarme xD: A todos los que apoyan a los autores noveles, incluso cuando se trata de algo tan aparentemente frívolo e insustancial como un fanfic. Porque de sueños no se puede vivir, pero compartir con el mundo algo que uno escribe con todas sus energías y dedicación y recibir tanto cariño y ánimos, críticas tan honestas y exhaustivas, sí que hace que merezca la pena cada minuto que me entierro en este hobby tan apasionante. Saber que hago más agradables sus tardes de verano, como el mero hecho de escribir el fic o de leerles a ustedes lo hace para mí… eso sí que es un sueño hecho realidad ;).
IX: You're twisting the chain/ Do I run back to you or run away again? (Twisting the Chain, Lucie Silvas)
I have been down this road before
And each time I run when I should walk
Diving too deep when I can't swim
Always asking what could have been
I held my heart out in my hands
And you pull me down each time I stand
And I've tried to fly away from you
I'd rather be alone than love you like I do
And so they say that time's a healer
Maybe it's about time that I start
But I've found time don't make it easier
The longer we're apart
(The longer we're apart, Lucie Silvas)
Se desembarazó de la chaqueta de piel con cuidado de no despeinarse hasta quedar hecha un gremlin y la cambió por su bata, que colgaba de una percha en otra manilla del perchero. No se molestó en abotonarla. No tenía programada ninguna actividad en el laboratorio esa mañana, así que no había necesidad de tantas medidas de seguridad para salvaguardar la integridad de su vestuario. No llevaba más que unos pantalones de pana color café y una camisa de vestir de manga de palo, pues, aunque aún se vivía la resaca de un crudo invierno, la calidez de la primavera empezaba a dejarse notar, entre aguaceros, pero hacía imposible ir más abrigada dentro de las instalaciones si una no deseaba asarse con la calefacción.
No es que fuera una obsesa de la moda, o una elitista incapaz de vivir sin arrasar con los últimos modelos de las grandes firmas de la alta costura o que se dedicara a coleccionar toda la gama pret à porter de Gucci, pero a veces echaba de menos no poder sacar del armario sus prendas más chic. En el fondo sabía que era un alivio no tener que volverse loca cada mañana por escoger un conjunto glamouroso y pasarse casi media hora acicalándose frente al espejo por la remota posibilidad de que a lo largo del día apareciera un inversor pidiendo reunirse con ella o porque pudiera acabar dando una rueda de prensa en la sala de conferencias, viéndose obligada a representar la imagen responsable, respetable e infalible de su hospital. De acuerdo, la verdad, cuando tenía tiempo, disfrutaba tomándose tantas molestias para retocar su aspecto. Siempre se había sentido el patito feo de la familia (al menos hasta que empezó a desarrollar pecho), y desde que sus hermanas le regalaron su primer set de maquillaje a los quince años (valiéndoles a las tres un buen sermón materno), la habían fascinado las mil y una formas de sacar partido a su femineidad. No era vanidosa, ni una esclava de las apariencias, pero la experiencia le había enseñado que, cuanto más alto se estaba en el escalafón, más exigentes eran las expectativas y los stándares de quienes la rodeaban. Había aprendido a explotar su atractivo y a no avergonzarse de su figura (lechuga, lo justo de Häagen-Dazs Chocolate Midnight Cookies como postre y footing al amanecer, no había otro secreto) ni del "misterioso encanto" que todos le atribuían a sus ojos. Aunque ya no se veía atada por las responsabilidades como gerente, le había costado bastante abandonar la costumbre de los imponentes trajes de ejecutiva, impecables y profesionales, que había lucido hasta entonces como una segunda piel. Reticente, había dicho adiós a las faldas de tubo, a los vestidos de gasa, a las chaquetas de lana y a los escotes de vértigo que pudieran impresionar a jovencitos hormonales. Había tenido que sustituirlos por ropa más informal, menos sofisticada y…reveladora, acorde con sus nuevas necesidades laborales: practicidad, funcionalidad y comodidad. Como un uniforme de diario que no la hiciera tener que gastar una fortuna en la tintorería si alguno de los productos de laboratorio se le caía encima por obra de algún chiquillo despistado o especialmente patoso.
No es que desconfiara de las aptitudes o de la seriedad de sus alumnos, ni mucho menos. Debían traer excelentes notas de sus pruebas de acceso para hallarse en una Universidad tan prestigiosa como aquélla, pero, como el enchufe es tan viejo como el hombre, los medía a todos con suspicacia y por el mismo patrón. Aun así, había podido comprobar por sí misma que la mayoría eran realmente buenos chicos y chicas: responsables, inquisitivos y demasiado cautelosos para su propio bien. Confusos, sin las ideas demasiado claras, mas deseosos de aprender, de descubrir, de ver y de tocar. Y ese era precisamente el principal problema cuando se trataba de hacer las excursiones supervisadas al depósito de cadáveres o las pocas prácticas que realizaban en el laboratorio… el peligro de dejarlos a solas con las tinciones y manipulando el formol, que parecían desafiar la gravedad siempre que ella se ausentaba durante un par de minutos de la presencia de los muchachos. Aunque recibían serias reprimendas y duras penalizaciones por atentar contra el material educativo (tenía que mostrarse inflexible, o nunca la respetarían; debían comprender que aquello no era una guardería ni un campamento de verano), como mandaba el reglamento de la universidad y ese largo manual (derechos y Deberes del estudiante) que nadie leía, no olvidaba que eran demasiado jóvenes y que ella una vez fue como ellos. Despreocupada e insegura. Apenas unos críos, con mucho por vivir y aprender, y tiempo por delante para preocuparse con medidas disciplinarias y corregir sus equivocaciones. Por eso, a no ser que terminaran prendiéndole fuego a los microscopios o encerrando a algún compañero en alguna de las cámaras frigoríficas, si sus chiquilladas eran inocentes y no ponían en peligro su propia seguridad, solía pasarlas por alto y no guardarles rencor por ellas.
Además, su asignatura, por rimbombante e indescifrable que sonara el nombre con que al final habían decidido bautizarla (101: Fundamentos de la investigación biomédica, metodología de la ciencia y aplicación clínica; ni ella era capaz de memorizarlo, tampoco requería un contacto directo con material ninguno. Según el proyecto docente, se basaba casi exclusivamente en teoría. En proporcionar datos que los chicos olvidarían al salir por la puerta. Horas y horas de vomitar monótona e inútilmente nociones teóricas, conceptos extravagantes y abstractos (técnicas, utensilios, pruebas diagnósticas) ante un auditorio lleno de polluelos incapaces de distinguir un radio de un peroné y que tan sólo deseaban estar picoteando en el corral. No obstante, había sabido sonsacarle al decano, con sus mejores artes de persuasión, palabrerío y sonrisas zalameras, unas cuantas horas de práctica "para una mejor preparación de los alumnos, que apreciarían conocer de primera mano a qué se enfrentarán en los primeros años de la titulación". Así, había ido intercalando teoría y práctica, de modo que los chicos no desearan su muerte en la segunda semana de empezar el curso.
Y de momento su sistema había funcionado con bastante éxito. Había corrido la voz como la pólvora por el campus sobre lo interesante que era la materia. Sobre lo fácil que era, tan sólo con asistir a clase, conseguir créditos para completar las horas exigidas en el expediente. En quince días, el número de matriculados se había duplicado, y no sólo para incluir alumnos de las carreras puramente médico-sanitarias. Contaba con algún que otro biólogo, psicólogos, gente proveniente de químicas o de periodismo. Lo más rico y florido de la Universidad, prácticamente, que se habían decantado voluntariamente por su asignatura, que poco tenía que ver con su futura profesión, en lugar de por "105: Cultura Pop" o "113: Renacimiento Italiano". Eso la había obligado, para asombro del conserje, a solicitar el traslado a un aula de mayores dimensiones si no deseaban tener a casi doscientos alumnos hacinados durante la hora que duraba la clase.
A pesar de su desazón inicial (¿la aceptaría el profesorado¿La sabotearían los alumnos?) porque sería una de las profesoras más jóvenes en la facultad, una mujer además, y eso no solía inspirar precisamente disciplina ni respeto, ahora se sentía cómoda impartiendo clase y se había readaptado al ambiente universitario. El pregraduado (casi lo había olvidado) apenas tenía nada que ver con el estrés, la competitividad y el desafío de la Facultad de Medicina. Aún reinaba entre los alumnos una camaradería especial en la cafetería, la agridulce ilusión del comienzo de una nueva etapa en sus vidas (lejos de padres y viejos amigos) y una ansiedad sana en las aulas y en los pasillos. Eran personas emprendedoras e idealistas, con altas aspiraciones o sin ninguna gana o interés en fijarse aún una meta. Carpe diem. Tenían aún demasiado que ganar y muy poco que perder para obsesionarse excesivamente con notas, amargarse con la residencia o con las guardias… tan pronto.
La suya era una materia cuatrimestral. Había sido una suerte firmar por un contrato como ese, si era realista, con el curso ya en vigor y sin tener un proyecto académico oficial decente bien planificado de antemano. Era lo mejor que le habían ofrecido, junto con unos cuantos seminarios dirigidos a cursos superiores. Y había sido por una razón de peso, teniendo en cuenta su escasa experiencia docente y las condiciones que ella misma había impuesto antes de firmar. Se habían comprometido a darle un margen de independencia bastante amplio para una principiante. Y no esperaba menos. Era doctora en Medicina no una becaria, había publicado, y dirigido un hospital durante años; ya era mayorcita para estar bajo supervisión de un profesor encargado que vigilara cada uno de sus movimientos y no la dejara respirar ni un instante mientras observaba ceñudo desde el fondo del aula cómo se desarrollaban sus clases. Sólo pedía cierta libertad, y de momento no se fiaban de ella lo suficiente (murmuraban que estaba loca por haber abandonado un puesto tan codiciado) para concederle la tutoría de una asignatura anual, fuera optativa, obligatoria o troncal. Debía conformarse con la libre configuración hasta formalizar su situación en la universidad. Y eso únicamente gracias a que era una antigua alma máter de la Universidad (y eso pesaba: eterna gloria y honor) y a que aún quedaban por allí algunos de sus antiguos maestros, medio momificados, pero que guardaban un tierno y elogioso recuerdo de su paso por allí. Ahora eran jefes de Departamentos; habían resistido el paso del tiempo y se habían convertido en las columnas que sostenían aquella mastodóntica institución; de ellos dependían muchas de las decisiones académicas. Sus impresionantes referencias y su ambicioso ideario se habían camelado al resto del consejo por sí solos.
Como impulsada por una voz interior que le daba un toque de atención y la sacaba de su ensimismamiento delante del perchero, comprobó la hora en su reloj de pulsera (¡menos de diez minutos!). Puso orden rápidamente en su despacho. Recogió la lista de asistencia y las notas del tema que trataría ese día, que estaban desperdigadas por todo el escritorio, las reunió en una funda de plástico y luego guardó ésta en su cartera. Repasó mentalmente si se dejaba algo importante atrás, y cuando estuvo segura de haberlo todo listo, salió apresuradamente del despacho, cerrando con llave la puerta.
Mantuvo un paso ligero, la bata ondeando como una bandera blanca tras ella. Tenía tiempo de llegar holgadamente, pero no era la primera vez que se quedaba atascada a medio camino y llegaba al aula justo a tiempo pero sin resuello. Con el cambio de clase los pasillos estaban atestados de profesores que parloteaban y alumnos que hacían cola en la fotocopiadora o frente a la diabólica máquina de snacks y café. Por lo general, en esa carrera de obstáculos, cuando la veían hacer un sprint por el pasillo, apurada y con las mejillas encendidas por el esfuerzo, la gente (más los alumnos que los profesores, en los días que se paraba el microsegundo que bastaba para identificarlos y saludarles con la cabeza) se apartaba cortésmente para cederle el paso.
Ascensor colapsado. Bajó cuatro pisos por las escaleras para llegar a la planta baja, mordiéndose la lengua para no protestar porque le hubieran asignado el despacho más pequeño, más aislado y más destartalados de los disponibles. Enmascaró su descontento con una sonrisa postiza al cruzarse con Jerry McBride, profesor titular de Bioquímica y cuya fama de cretino integral le precedía. Ello quedó confirmado cuando con total descaro la examinó de arriba a abajo y pareció que sus ojos, normalmente entrecerrados apenas en una rendija, se fueran a salir de sus órbitas y chocar contra el cristal de las gafas de concha que usaba. Se estremeció, prefiriendo ignorar el reguero de babas que iba dejando a medida que subía pesadamente los escalones.
No es que todos sus nuevos colegas, trabajaran en la Facultad o en el hospital, fueran tan poco discretos, irritantes o tan agradables de tropezarse con ellos como McBride. Afortunadamente. Con algunos incluso se había atrevido a salir algún que otro viernes noche y había sobrevivido a la experiencia. Bueno, sólo habían sido tres hombres y un número no mucho mayor de salidas con ellos. Le habían parecido interesantes, atractivos, a simple vista…pero la conclusión final, ahogando un hondo bostezo, fue "a cuál más aburrido". El niño prodigio y cirujano cardíaco de moda en el noreste, el excelentísimo doctor Stephen T. Ellis, la había tentado con su sonrisa Profident, la percha con la que paseaba los trajes de Armani y sus modales caballerosos. Pero solo había resultado ser eso: un pelele al que le encantaba hablar de sí mismo y de su éxito, de los ceros en su cuenta bancaria y de coches deportivos. No había conocido hombre más egocéntrico (sin motivos para ello) en su vida.
Para superar el trauma, a continuación había dejado convencerse por un neurólogo imponente (en todos los sentidos), de nombre alemán e impronunciable para ir a ver jugar al equipo de rugby de la Universidad. Lo breve del partido (perdido por los locales) y la cena rápida que compartieron después no dejó tiempo suficiente para averiguar si merecía la pena prolongar más su relación. La profesión médica no podía ser más pequeña que un tapete de mesa: el pobre hombre sólo mencionó haber conocido a Eric Foreman ("¿no trabajaba aún en el Princeton Plainsboro?") en un congreso en Philadelphia y sus alarmas internas saltaron, haciendo que todos sus muros de contención se erigieran a su alrededor como un acorazado inexpugnable.
A juzgar por los rumores que se habían difundido por Ann Harbour sobre que debía ser una frígida amargada, una estrecha, o estar más interesada en lo que sucedía en la acera de enfrente, tanto a Ellis como al capitán Von Trapp las veladas pasadas junto a ella les había resultado tan fructíferas e irrepetibles como para ella.
Y pasó la Navidad, oh, Blanca Navidad con una visita relámpago al hogar familiar, y a su regreso siguió cumpliendo a rajatabla su voto de celibato. La casualidad hizo que, mientras el resto de la Universidad padecía la estresante época de exámenes y ella trataba de prepararse para su primera semana de clases, conociera al adorable pero soporífero Adrien Talbot al perderse en el pasillo equivocado de la nueva e inmensa biblioteca. Dulce y de gentil disposición, el joven licenciado en Literatura Inglesa trabajaba a tiempo parcial como profesor adjunto, ganando lo justo para salir adelante mientras concluía su tesis doctoral e investigaba para una novela histórica que deseaba publicar. Muy solícito, le había echado una mano para encontrar el tratado actualizado de Patología que necesitaba para reciclar su terminología y borrar epónimos innecesarios de su memoria. Aunando probablemente todo su coraje, Adrien había tartamudeado algo que pudo traducir como una invitación a tomar café como único agradecimiento aceptable por la ayuda prestada. Le pareció un chico agradable, demasiado parecido a un cierto James Wilson que conocía para no querer confiar en él, y cedió. Charlaron amigablemente de poesía, de música, de la vida en el campus… y, finalmente, se intercambiaron números de teléfono. La soledad en aquel invierno interminable a veces había sido tan...densa que hubiera jurado que podía tocarla con sus dedos. Una parte de ella se sentía menos vacía en la compañía de cualquier persona a la que escuchar y que la escuchara sin juzgarla y…sin el peligro de que llegara a significar nada más que eso. Confort. Sin embargo, todo interés del jovial literato se esfumó súbitamente cuando días más tarde, frente a frente a la mesa de un acogedor restaurante italiano, descubrió quién era y a qué se dedicaba. Intimidado por una doctora en Medicina que casi le doblaba la edad, ex directora de un hospital con fama de devora hombres y sin demasiada idea acerca de Keats y Tennyson como para adquirir un compromiso serio, no le había devuelto ninguna de las tres llamadas que le había dejado. A la tercera iba la vencida, así que desistió de seguir intentando contactar con él, ni siquiera para arrancarle la disculpa que le debía.
Al cabo de unos días se dio cuenta de que tampoco estaba tan desesperada. De que Talbot no había sido una pérdida tan lamentable. No deseaba un erudito que la cautivara con su prosa, ni paseos a la luz de la luna montada en un Ferrari, ni serenatas o hazañas heroicas. Sólo un compañero que la entendiera…que la aceptara y respetara. Que censurara sin miramientos su irracionalidad, que no le regalara el elogio fácil, vano y edulcorado. Que estuviera orgulloso de ella por quien era. Una persona con quien pudiera comportarse con total naturalidad, sin el disfraz ni la pretensión que exigen las primeras citas. Una persona con el descaro suficiente para tirar sus notas por la ventana cuando se haga tarde y ella esté aún trabajando compulsivamente. Alguien a quien servir de apoyo, a quien entregar todo el afecto que bullía en su interior. Alguien en cuya tenaz mirada ver reflejado un mundo por descubrir, el fascinante enigma del Universo. Embarcarse en la aventura de explorar y conquistar. De compartir todo. Alguien en quien confiar y que confiara en ella sin la asfixiante e impuesta presión de una u otra parte por revelar lo más recóndito de su ser, pero delante de quien no le importara realmente desnudar su alma si era necesario. Alguien inspirador, que la animara a mejorar, a querer superarse a sí misma y a él. Deseaba brutal honestidad y ternura a partes iguales, sin miedo de las críticas afiladas pero constructivas con que pudieran discutir y rebatir todas las teorías. Necesitaba alguien que desequilibrara su mundo y lo atacara si cometía errores. Anhelaba la pasión, la posesividad, sentir que pertenece a algo, a alguien. Se conformaría con la única familia, la única doméstica calidez de la protección de un abrazo en la madrugada y soñaría con la certeza reparadora de que volaría con las alas de la libertad al llegar el alba.
Sueños…que solo podían cumplirse al lado de una persona que, si no la había odiado nunca, probablemente lo hacía en aquellos instantes.
Eludía esos pensamientos como podía. Se entregó a su trabajo en la universidad, a la preparación de las clases, a atender las tutorías de sus alumnos… y en el tiempo libre que le quedaba combatía el tedio haciendo algo que nunca se imaginó que haría. No sabía si aquello había empezado como una especie de pulso que su subconsciente libraba contra Adrien por puro despecho, pero gradualmente había empezado a escribir su propia novela... Intriga médica. Por supuesto no se lo había planteado siquiera como una empresa seria, y mucho menos pensaba en ello como algo potencialmente publicable. No era escritora profesional, pero era una afición entretenida, y, para su sorpresa, no demasiado difícil. O al menos no se sentía tan ridícula al releer lo escrito como para verse invadida por el incontenible impulso de arrojar los ciento y pico folios que llevaba impresos a la chimenea. Aquello era solo un desafío privado que la mantenía cuerda en las gélidas y solitarias noches, que la distraía de recuerdos, de contemplar obsesivamente el teléfono fantaseando con una llamada que sabía que jamás recibiría. Y mientras funcionara, seguiría volcándose en ello.
No es que las habladurías la mortificaran especialmente, a fin de cuentas ya estaba curada de espanto. Al menos en Michigan aún no dudaban de su sexo cromosómico ni la acusaban de ser un travesti con curvas esculpidas por la mano mágica de algún brillante cirujano estético. Y, total, había aceptado esas invitaciones con el solo objetivo de acallar a la joven becaria de su departamento, que estaba más pendiente de las vidas privadas de los demás que de agenciarse un noviete propio, y de hacerles abandonar a sus pretendientes su perseverante empeño de seducirla. La mayoría de esas citas (una tarde de cine; una cena a la luz de las velas en la intimidad de un buen restaurante, lejos del bullicio del campus y los ojos curiosos de los alumnos) habían terminado con un incómodo apretón de manos en la puerta de su apartamento, o, si no había podido zafarse de una situación aún más comprometida, de un desganado y torpe beso en la mejilla a su acompañante.
Y aun así… se reprendía muy a menudo por su debilidad…porque, en la más cotidiana de las actividades, a la hora del almuerzo o cuando se dirigía a cumplir con el horario de consulta que tenía asignado en el University of Michigan Medical Center, sentía nostalgia de Princeton. No por el estrés, por supuesto; el hecho de llegar a casa a una hora decente y darse un baño largo y relajante hasta que sus manos quedaban arrugadas por la espuma aromática y el agua caliente para luego tumbarse a disfrutar de la vida contemplativa, ver todas aquellas películas que se había perdido en los últimos años o ponerse al día con las novelas que tenía pendientes en su estantería… resultaba un privilegio extraño, antinatural para ella. Se sentía ociosa. En paz por primera vez en mucho tiempo…pero no había encontrado la plena satisfacción que tanto había ansiado. Y quizás debía resignarse a que jamás la conseguiría. Que era una utopía, irrealizable. No se arrepentía de haberse marchado, en absoluto; creía haber encontrado un lugar donde podría labrarse su propio hueco y marcar realmente alguna diferencia. Ayudar a la gente. Quizás no salvaría las vidas de personas afectadas por esquivas y raras enfermedades infecciosas, como pudo haber ambicionado de niña, pero podría transmitir su experiencia y canalizar el entusiasmo de aquellos chicos y chicas, empaparse de él, enriquecerse y aprender de su ilusión, de sus fallos y aciertos, de su visión del mundo. Había encontrado un sitio donde se sentía útil, productiva, libre…tal como era. Nunca hubiera pensado que la enseñanza le aportaría ninguna satisfacción. La docencia, decían las malas lenguas, era la indigna tabla de salvación para los mediocres, aquéllos que flaqueaban ante el ritmo a contrarreloj o la tensión emocional de un hospital. Intentar llenar cabezas huecas de Ciencia era infructuoso. Lejos de eso, ella había encontrado una genuina gratificación en comprobar cómo sus alumnos aprendían lo poco que ella les trataba de explicar, cómo se volcaban activamente proponiendo dudas de sumo interés, sugerencias, consultas, comentarios sobre la verosimilitud o la ficción oculta detrás de las "Urgencias" o "Hospital General"… Ella no era un genio, no era brillante, y el 99 de aquellos muchachos tenían unos límites tan humanos como los suyos. Sin embargo, según estadísticas, uno de aquellos risueños chimpancés podía algún día, si se lo proponía, con tesón, duro trabajo y espíritu aventurero y creativo, llevar, en colaboración con otros como él, un laboratorio de investigación, publicar teorías, tesis, descubrir la vacuna contra el VIH, una cura contra el cáncer… Y ella sabría que no había desperdiciado su vida profesional porque habría tomado parte en la formación de las generaciones del futuro, los Tonegawa, las Levi-Montancini, los Cajal del siglo XXI. Habría contribuido con su pequeño grano de arena al crecimiento académico de aquella naciente estrella y de los otros noventa y nueve luceros, animándoles a dar lo mejor de sí con cada paso, con cada decisión, hasta que, a su manera y dentro de sus posibilidades (como hacía ella), estuvieran cambiando el mundo con sus pequeñas aportaciones.
Había acabado aceptando que probablemente había tomado la decisión correcta, pero por los motivos equivocados. Había huido de una imagen de sí misma que despreciaba, de sus errores, se había querido refugiar de las ataduras que ella misma se había creado. Mas su inseguridad no se había evaporado, ni su culpa, ni el resto de las perturbadoras emociones que la habían hecho escapar en primer lugar. Y eso hacía que la invadiera una inmensa melancolía al evocar todo lo que había abandonado en Princeton, todas las personas a las que no le había dado la oportunidad de despedirse de ella… incluso a Él. Era consciente de que yéndose cuando lo hizo había conseguido prolongar su esperanza de vida y disminuido la probabilidad de morir por un infarto agudo de miocardio… pero una parte de ella, la que en Princeton había estado viva, hibernaba ahora enterrada bajo el peso de los recuerdos.
Llegó a su destino sin más encontronazos desagradables y se sorprendió al no pillar in fraganti a ningún rezagado pululando fuera. Imaginó que estarían todos ya dentro, o colándose por la entrada del piso superior para no ser fichados. Ventajas que tenían las gradas de aquella aula y una táctica para pasar "desapercibido", tan antigua como las chuletas en los tests de Fisiología cuando ella estudiaba. Le hacía gracia cómo sus alumnos olvidaban que ella fue también estudiante una vez. Se tomó un segundo para recomponerse y empujó la pesada puerta del aula, resolviendo la expresión de poder, eficiencia y confianza que había ensayado mil y un veces ante el espejo. La que había utilizado al cruzar tantas veces el vano de la puerta de cierto Servicio de Diagnóstico Clínico.
Se hizo el silencio inmediatamente; a falta de las hondas reverencias y genuflexiones, cualquiera hubiera jurado que se trataba de una majestuosa reina haciendo acto de presencia ante sus súbditos en la corte.
– "Buenos días, señoritas y señores". Saludó con un asentimiento de cabeza a los que le deseaban "buenos días" desde las primeras filas, mientras echaba un vistazo al panorama general. La discriminación positiva parecía haber arrancado alguna socarrona protesta de su público masculino y risas atrevidas de la amplia mayoría femenina. Estaban despiertos, entonces. Con decisión, soltó su maletín en la mesa, extrajo con deliberada parsimonia la funda con sus notas. A continuación, se dirigió al rincón para pulsar el botón que ponía en marcha el dispositivo que hacía ascender la pantalla del cañón de luz utilizado para proyectar las presentaciones de ordenador. "Me temo que hoy no utilizaremos el power point…sino los métodos arcaicos de toda la vida", gruñidos por doquier. Eso significaba que aquel día era importante la concentración a la hora de tomar apuntes, pues no les facilitaría los archivos informáticos del tema que tratarían. Lo cierto es que la noche anterior se le había ocurrido improvisar bastante aquella clase. Teniendo en cuenta que se podrían apoyar en libros de texto y todo el material bibliográfico o informático que les facilitaba y animaba a incorporar a las clases, estaban lo suficientemente preparados para una experiencia como aquella, y sospechaba que sería un cambio bienvenido después de haber pasado las últimas semanas con aburridos soliloquios sobre normas en Primeros Auxilios o en qué consistía la Medicina Basada en la Evidencia. "…y precisaré de la colaboración de alguno de ustedes. ¿Voluntarios?". Pronunció la pregunta con un deje de desafío en la voz. Sabía de antemano que la incertidumbre y el recelo les haría a todos eludir por completo la petición. Unos mantenían las manos bien entrelazadas sobre sus regazos y fingían interés por los reflejos de la luz sobre la pizarra; otros jugueteaban nerviosamente con el bolígrafo o tamborileaban los dedos sobre la bandeja de sus asientos. Los más apurados parecían concentrados en los cordones de sus deportivas, como si tuvieran la respuesta a los grandes enigmas de la humanidad o se mostraban sumamente ocupados en estudiar casi obsesivamente las notas del día anterior.
Reprimió una sonrisa maliciosa.
– "Muy bien, muy bien. Calma. ¡No todos a la vez! El entusiasmo masivo resulta abrumador a estas horas… Señor Spencer, creo haber visto su mano alzarse automáticamente al escuchar mi propuesta…o quizás se me olvidara colocarme las lentillas esta mañana. ¿Le importaría venir hasta aquí abajo para prestarme su asistencia durante un rato?". Lo cierto es que ni siquiera había visto al desgarbado muchacho de la quinta fila mover un dedo desde que entró por la puerta. Y en ese instante tan sólo le había dirigido una mirada de total indiferencia, por no decir condescendencia. Una buena pieza, era aquel Spencer. Hijo de una Ginecóloga que dirigía una de las clínicas ginecológicas más importantes de Boston y de un eminente alergólogo, llevaba la medicina "en la sangre", muy a su pesar. Había entrado en aquella Universidad por obligación paterna con el único propósito de graduarse y pasar a la Facultad de Medicina. Le había demostrado mil veces (todas ellas bajo presión y por la fuerza) ser un chico inteligente, ingenioso, inventivo, y, aunque era parco en palabras, por lo que le había oído contar a sus compañeros en los pasillos (sin ser vista, por supuesto), en el fondo, y a pesar del poco interés en continuar con el negocio familiar, disfrutaba de esas clases. Encontraba satisfacción en lo que aprendía cada día y, en su opinión, se movía como pez en el agua en los laboratorios durante las prácticas, aunque se negara a admitirlo. Sin embargo, había decidido que la única forma de rebelión posible era interpretar el rol de fantasma, no hacer absolutamente nada, así que se resistía a aplicarse lo suficiente en el estudio para exhibir el expediente de lujo que merecía. La irritaba que estuviera tratando de tirar por la borda una carrera brillante en lo que quiera que quisiera estudiar por pura obcecación juvenil. Por enfrentarse a los deseos de sus padres. Si deseaba plantarles frente, adelante, ya sacaría agallas para ello si era lo que en el fondo pretendía. O no…si se daba cuenta por fin de que, al margen del designio divino o del programa que le había endosado su familia al planificarle la vida, la Medicina era lo que quería ejercer. No podía quejarse de su comportamiento en su presencia, a diferencia de otros profesores, y había tomado la iniciativa y asumido el reto de sacarle del trance en que asistía a clase a base de golpes si hacía falta.
Hubo un breve interludio de intercambio entre miradas divertidas y consternadas, pero el chico al final tuvo la decencia de no hacerse de rogar. Con movimientos pausados y una exasperante indolencia, soltó su archivador en la silla de al lado y se puso de pie, ajustándose ostensiblemente el pantalón vaquero, que amenazaba con deslizarse hasta sus rodillas y enseñar al corrillo de exaltadas señoritas que tenía detrás su sofisticado gusto en ropa interior.
Uno a uno descendió los escalones que llevaban hasta la tarima donde Cuddy aguardaba con los brazos cruzados sobre el pecho y semblante apacible. Una vez estuvieron frente a frente, Neil Spencer se encogió de hombros y, antes de poder meterse las manos de nuevo en los insondables bolsillos de su desgastado y holgado jersey de los Michigan Wolverines, su profesora alzó el mentón, señalándole la caja de cartón donde se guardaban los rotuladores veleda, especiales para la pizarra blanca que se ocultaba detrás de la pantalla.
Sin rechistar, pero apretando la mandíbula, Neil cogió el primer rotulador que tocaron sus dedos y lo destapó, a la espera de la siguiente "orden".
– "Varón. 20 años. Latinoamericano. Arreglaba un tejado cuando se precipitó repentinamente y…". La víctima del día, escogida a dedocracia, hizo una lista en una columna con el encabezado de "Datos preliminares". No separó la punta del rotulador de la pizarra durante los segundos que duró la dramática pausa en que no les facilitó más información. "…empieza nuestra fiesta. ¿Qué harían?".
Caras de estupefacción. Seguro que la respuesta no podía ser tan obvia ni tan fácil¿no? Otros aguardaban escépticos. Las más desafiantes, sabedoras de que había información valiosa que no se les había brindado en una artimaña deliberada, sonreían, dispuestas a demostrar su sagacidad en aquella clase tan peculiar.
Y empezó la competición, la cooperación. La búsqueda frenética en libros y apuntes. El repaso mental de lo que había almacenado en la memoria reciente sobre lo estudiado en aquellos tres meses y medio.
– "Ehm… ¿No deberíamos comprobar primero si sigue vivo? Respiración, pulso y nivel de consciencia…todo eso…", preguntó alguien titubeante.
Risas nerviosas, sin intención de herir, ofender o humillar, pero conscientes de la estupidez que era guardarse para sí cualquier idea, por peregrina que les pareciera. Estaban aprendiendo: a reflexionar, a teorizar; se aprendía de errores, y quien tiene boca se equivoca… Tenían el derecho, no, el deber, de hacerlo. Tropezar, caer, levantarse de nuevo y volver a tropezar sobre la misma piedra si hacía falta hasta encontrar el modo de vadearla. Lo realmente estúpido no es la ignorancia sino no hacer nada por acabar con ella, esa agobiante necesidad de callar para no avergonzarse públicamente.
Cuddy asintió, reprimiendo una sonrisa divertida que no quería fuese malinterpretada. Varias manos se fueron alzando gradualmente como una oleada que recorría las gradas de arriba abajo.
– "Llamar al 911", declara alguien con firmeza.
"¡Inmovilizarle hasta que llegue la ambulancia!", apuntó otro.
– "Correcto: tres en raya. Supongamos que ha llegado ya la ambulancia. El paciente recupera la conciencia, está algo confuso y conmocionado por el impacto, pero recupera rápido la lucidez. Presenta contusiones en tronco y extremidades inferiores, pero no ha sufrido lesiones que aparentemente amenacen su vida…".
– "¿Ha sufrido daño en la médula espinal, Doctora?".
– "En la primera exploración no se detecta ningún síntoma de lesión medular. La sensibilidad, motricidad y los reflejos parecen normales. Pero…".
– "¿Por qué siempre tiene que haber un maldito "pero"?". La queja rezumaba de impotencia, más que irritación porque la clase pareciera aburrida e interminable nada más comenzar.
– "Pero", repitió Cuddy con una mueca tirante. "…el paciente respira con dificultad".
– "¿Fracturas costales que han provocado un neumotórax?". La pregunta bien podía no haber sido tal, sino una contundente afirmación por la seguridad tajante con que fue pronunciada. Era una buena teoría, pero Marsters era demasiado listillo; no era ningún secreto que no caía precisamente bien a sus compañeros…
– "Al reconocer el tórax, no se observan hundimientos ni desplazamientos. En apariencia (y lamento repetirme), no hay fracturas costales, aunque está inmovilizado y, como ya sabemos todos, hasta que no lleguemos al hospital y contemos con el apoyo técnicas radiológicas no podemos elaborar un diagnóstico fiable al 100. Incluso es posible que tenga fracturas costales y aún así ése no sea el gran problema".
– "Un momento…¿el problema respiratorio lo experimentó a raíz del accidente, como consecuencia de la caída?", silenció y miradas confundidas. "¿No hay antecedentes de enfermedad pulmonar?". Más incredulidad. Irritada, Sidle, trató de explicar mejor el enfoque de su teoría…montarles en el vagón que iba a toda velocidad por los carriles de su mente. "Estaba arreglando un tejado, probablemente hacía calor. Pudo ser meramente accidental, un traspiés, pero… ¿y si empezó a faltarle aire ahí arriba, se mareó y perdió el equilibrio¿Y si es la Causa de la caída y no al revés, un síntoma de lo que le ocurre?".
La lógica de la muchacha era sólida, bien construida, clara en su suposición. Su sonrisa rivalizaba con la del gato de Cheshire en aquellos momentos, pero no dejaba entrever ni un ápice del secreto orgullo que la embargó.
"El paciente padece asma desde la infancia. Utiliza inhalador".
Gruñidos molestos por doquier, lamentándose cada cual por su poco alcance de miras e inventiva, mientras que los ojos de la jovencita espabilada brillaron con el entusiasmo y la satisfacción de su pequeña victoria en las arenas movedizas que eran la cacería de pistas.
– "Que no cunda el pánico ni el desánimo; hubieran descubierto el dato al leer la historia del paciente. O al elaborarla por ustedes mismos", les intentó apaciguar. "De todos modos eso no es lo más relevante del asunto. No es en absoluto lo que llama la atención del médico que le explora de camino a Urgencias. Dos de los dedos de una mano parecen más oscurecidos que el resto".
De haber prestado atención, hubiera podido escuchar el ruido del humo escapando por sus orejas, salido del hervidero de ideas que bullía en sus cabezas. Ideas que presionaban como el vapor dentro de una olla a presión, buscando expandirse, incapaces de quedar confinadas en un espacio tan reducido.
– "¿No es posible a que frenara el golpe con la mano y ese ennegrecimiento no sea más que el edema fruto de una contusión¿El hematoma de toda la vida?".
– "¿Localizado en sólo dos dedos? Sophie, en tal caso debería tener toda la mano hecha chucrut…".
– "Les adelanto que es la clave. Ni es un simple hematoma como sugiere la señorita Winters, ni hay fractura…"
Spencer se apresuró a añadir la nueva información a su esquema particular. Subrayando con una triple línea "dedos ennegrecidos".
"Y sin embargo están negros como el tizón…".
"En efecto", aseveró una vez más.
Se escuchaban teorías más o menos descabelladas lanzadas al aire, comentadas a nadie en particular y ahogados por el murmullo general a sotto vocce, pero las miradas cruzadas y el intercambio mudo de información la distraían de descifrar las palabras. La tensión y la adrenalina cargaron el ambiente de energía pura, como una corriente eléctrica vivificadora, que surgía de aquella masa de mentes pensantes, fluía, moría y se reanimaba espontáneamente.
– "¡Necrosis!", exclamó Robbins desde su sitio, el ceño fruncido en plena meditación. Sin que Cuddy le diera el beneplácito, Neil, ya muy desenvuelto en gobernar con mano dura a los veleda, borró cuidadosamente la expresión que acababa de remarcar y la reemplazó por el nuevo término.
– "¿M-muertos?", preguntó la chica asiática que se sentaba a su lado. "No…no habrá que amputárselos¿no?".
La profesora se mordió la lengua.
– "No tan rápida, señorita Yeong. Aún ni siquiera hemos llegado al hospital, no contamos con equipo apropiado para una intervención de semejantes dimensiones en una ambulancia¿eh?. Quiero teorías…por ahora. O explicaciones. Robbins, no sea listillo, que no se va a escaquear de argumentarnos a todos qué hizo de repente que se le encendiera la bombilla".
No pretendía sonar vengativa ni demasiado exigente con ellos, y no había tenido mucho éxito a juzgar por el rubor que tiñó las mejillas de la chica y la palidez del semblante de su vecino de asiento. Mas no aflojó la expresión inexorable de sus facciones. No les ayudaría si les mimaba y les daba un caramelito por alardear de su conocimiento, aunque se lo merecieran. Si iban a "asombrar" a todos los presentes con su ingenio y su sabiduría, que los ilustraran en los caminos de la lógica que les habían llevado hasta aquellas conclusiones.
– "La necrosis es la degeneración de los tejidos¿no? Se produce por el bloqueo del flujo de nutrientes y oxígeno, y la acumulación de dióxido de carbono en los mismos…y…bueno…ehm…¿no se supone que ése es el aspecto de una zona necrosada¿Negra?".
– "De acuerdo, Robbins. Descanse. Le noto algo apurado… Alguien puede confirmar o rebatir esa teoría. ¿Aportar algo nuevo, como el origen de ese supuesto bloqueo en el flujo sanguíneo?".
Un dedo emergió del mar de gente que componía el pequeño corrillo del "rincón anatómico", apuntando al techo con incertidumbre. Los pobres chicos no daban abasto para hacer malabarismos con los gruesos atlas y tomos enciclopédicos sacados de la biblioteca.
– "Aquí…esto…Moore y Dalley hacen referencia al pinzamiento del Nervio Cubital como una de las causas que puede provocar esa congestión del flujo y la necrosis…".
– "¿Pero en ese caso no debería manifestar otros síntomas derivados del pinzamiento de un nervio¿Pérdida o disminución de la sensibilidad en la zona, de la funcionalidad motora?".
Interés. Expectación. Esperanzas pendiendo del frágil hilo de una teoría voluble e incierta.
– "El paciente dice notar unas especies de pinchazos, como de agujas, en los dedos afectados".
Seguían conteniendo la respiración. ¿Se suponía que debían interpretar que habían dado en el clavo?
Y saltó el esquirol.
"¿Pero y si eso es sólo hiperalgesia local debido a la caída¿O algo secundario a la isquemia?".
Murmullos quejumbrosos y carpetas a punto de salir volando para estrellarse en la cabeza de aquel con la lengua demasiado larga y la conciencia lo suficientemente intranquila como para conformarse con la "versión oficial" e incompleta.
– "Pues, ahora que Matt dice eso…a mí eso del pinzamiento me convence poco. Hay otras causas para la necrosis".
Le fulminaron con miradas que más bien parecían dagas.
– "Alto. No la echen a los leones todavía. Que se explique. Señorita Franklin, adelante".
– "Es sólo que…bueno, el bloqueo en el flujo de sangre no es únicamente originado por pinzamientos o compresiones. ¿Y si el problema está en la propia sangre¿Un trastorno de la coagulación, por la que…mmm las cañerías se obstruyan y no dejen pasar ni células ni oxígeno ni nutrientes a sus destinos, que son los dedos afectados, una región distal, donde el retorno venoso es más complicado?".
Muchos de los rostros anteriormente enojados mudaron la expresión a otra más receptiva.
– "El libro de Fisiología que estamos consultando nosotros, en la sección de hemodinámica, explica que un trauma activa las enzimas de la coagulación. Eso podría agravar una patología preexistente como un trastorno de la coagulación. Se construyen diques innecesarios para el torrente de sangre…y a lo grande; y la zona más allá del dique muere".
– "Eso podría haber hecho que el asma empeorara, o indicar que puede tratarse de algo completamente distinto al asma y más grave…algo que explicara el problema respiratorio".
– "¿Embolia pulmonar?".
– "Hey. Yo empiezo a pensar que vemos demasiado Oprah. Y ni os cuento de Hospital General… ¿Y si estamos rebuscando demasiado…? Al pobre hombre le dio un ataque de asma ahí arriba, no llevaba inhalador, se mareó, cayó desde el tejado y paró la caída con todo el peso del cuerpo sobre la mano. Los dedos, por el impacto, se quedaron hechos papilla, isquémicos, negros y para colmo duelen como el demonio. Tuvo la suerte de no fracturarse nada, sobrevivir para contarlo y soportar el dolor de las contusiones múltiples durante un par de días. O semanas. Analgésicos, cabestrillo y para casa. No hace falta montarse una película de indios y vaqueros para que las cosas cuadren…".
Pragmatismo inflexible. Poco imaginativo, o desganado aquella mañana, Phillip LaSalle se entretenía balanceando el bolígrafo entre los dedos índice y corazón. Suspiró.
– "Phil, no seas tan cerrado. Esto es distinto. Si la Doctora Cuddy hubiera pretendido ponernos un caso como los pocos que hemos hecho hasta ahora, de "apendicitis" y "cáncer de mama" ya lo sabríamos. Alguien lo hubiera adivinado ya, por los síntomas. Esta vez va en serio, es más difícil, más complejo… La respuesta no es tan obvia, ni tan fácil. No ha escogido un caso típico de libro. Probablemente ni siquiera lo habremos averiguado cuando falten cinco minutos para marcharnos…".
– "No, no, señor Lewis. Su compañero tiene toda la razón. A veces la respuesta más difícil de ver es la más sencilla, y es cierto que las series de televisión nos impresionan, las películas nos asombran con efectos especiales y las técnicas invasivas más espectaculares. Porque eso es lo que hacen, vender el enfoque más morboso y fascinante de la Medicina, o cualquier otra ciencia. Rozan con derroche de ingenio la ciencia ficción. Y, aunque bien podía haber sucedido todo como expone el señor LaSalle, les advertí antes que la clave estaba en los dedos. En este caso en particular hay algo más allá de lo normal, de lo que encontramos cotidianamente en un servicio de Urgencias. Es raro, simple y llanamente, pero ocurre. Y no es irresoluble; cogido a tiempo, el paciente sobreviviría sin mayor problema". Tomó resuello. "De todos modos, el asunto no acaba ahí…"
Exhalaciones de alarma inundaron la sala.
"Doctora¿hemos llegado ya al hospital?", interrumpió Sun Yeong.
Cuddy enarcó elegantemente una ceja. "Sí… podría decirse que sí, teniendo en cuenta que no me queda nada más que contarles del reconocimiento inicial. ¿Es médicamente relevante ese hecho?".
– "Oh, sólo era por saber si ahora era buen momento de administrar algún anticoagulante al paciente." Touché. "Si el problema es la coagulación, habrá que resolverlo cuanto antes. Los anticoagulantes podrían hacer el trabajo. Digo. Por probar…". Eso ya no le causó tanta alegría. Pero descubrirían por sí mismos que jugar a la ruleta rusa con los pacientes ni es agradable ni…a menos que fueras un cierto Doctor House, productivo.
– "Bien, bien. Si están todos de acuerdo con la señorita Yeong", afirmaciones con la cabeza por todas partes, "entonces, díganme, qué podemos darle".
– "¿Heparina¿Warfarina?", sugirió alguien de la primera fila tras ojear unas notas. "¿Sería suficiente¿O hay algo más fuerte que podamos utilizar?".
– "Investiguen. Eso les toca decidirlo a ustedes".
El tecleo de varios ordenadores portátiles, permitidos dentro de las aulas con el fin de agilizar las búsquedas en sus clases. Ojos ávidos y concentrados ojeando a trompicones el material sobre anticoagulantes en Medline o en Pubmed hasta encontrar la gallina de los huevos de oro.
– "Por aquí citan los que ya hemos mencionado… y la Proteína C activada. Sólo está indicado su uso en casos de sepsis severa porque tiene el gran inconveniente de causar…", el chico tragó saliva audiblemente y observó con mirada preocupada por encima de sus gafas a los compañeros que tenía más cerca. "…hemorragia interna".
– "Entonces no la usamos. Lo que nos faltaba era complicar el meollo ahora que el paciente está estable".
– "Pero en nuestro hipotético caso, que no lo es tanto, su médico tomó una mala decisión basada no en un juicio objetivo, y le administró Proteína C activada", declaró con un tono inusualmente sombrío que no pasó desapercibido para su público.
– "¿Qué ocurrió?". Inquirieron varias voces al unísono. "¿Empeoró?".
– "Hemorragia craneal que causó parálisis del lado izquierdo del cuerpo. Incluyendo la mano afectada, lo que en principio confundió al equipo médico con una previsible evolución negativa de su patología".
– "Qué idiota, de verdad…", espetó malhumorado alguien entre las primeras filas, vociferando el pensamiento de casi todos, seguramente.
– "¿Remontó?".
– "Tras quitarle el tratamiento y una visita a Neurocirugía para aliviar la presión intracraneal, volvió a como estaba antes de la insensatez de la Proteína C activada, sí. Los dedos siguen igual."
– "Tíos, creo que Don Gato se va a quedar pronto manco. Al paso que vamos…".
"Amputemos", apostó otro.
– "No sabemos ni qué le pasa… ¿No sería ésa una medida tan drástica como la de la Proteína C activada?".
– "Si vas a dejar que esa cosa", pronunció la palabra con una mezcla de desdén y temor. "…avance hasta su brazo, su cerebro o cualquier otra parte vital de su anatomía…entonces sí que no habrá modo de ayudarle en nada. Salvo en comprarle una bonita corona de flores para su funeral".
– "Pero… le arruinaremos su vida a él y a su familia… ¿Y qué edad tenía?", miró la pizarra para comprobar la cifra escrita por Neil. "Joder, 20, unos pocos más que nosotros. Imagínatelo…".
– "¿Qué prefieres para un familiar tuyo, que se quede minusválido o que muera y se te aparezca desde el Más Allá para recordarte la putada que le gastaste en vida?".
La discusión se acaloraba por momentos.
– "Doctora Cuddy¿aquel hombre arreglaba el tejado por pura necesidad en su casa o como hobby…¿por ayudar a un amigo?". Cuddy sacudió la cabeza, haciendo bambolear la cola de caballo en que tenía recogido el largo cabello ondulado. "Entonces se ganaba la vida así…¿haciendo reparaciones?".
Asintió. "De hecho no era su único puesto de trabajo. El paciente trabajaba también seis días a la semana en un restaurante de fast-food. No obstante se dedicaba casi a tiempo completo a tareas de reparación, carpintería, fontanería, mecánica, pintura, jardinería… Un…" se contuvo de usar la palabra manitas. "…chapuzas en toda regla. Tenía numerosas cicatrices en sus manos para demostrar el uso continuo que hacía de ellas…".
– "Ps… yo empiezo a creer que nos estamos obsesionando con la maldita caída. Que fue sólo un hecho casual; una pura coincidencia que lo que quiera que tuviera se manifestara precisamente mientras trabajaba en ese tejado. Podría haberle ocurrido en el burguer, o en plena noche…".
La mayoría convino a regañadientes.
– "Sólo intento hacerme una idea de su situación personal y doméstica… puede haber mucho más que su mano en juego si se la amputáramos, chicos". La interesada prosiguió con el interrogatorio. "¿Y sus padres¿Tenía hermanos¿Algún pariente a su cargo?".
– "Del padre no había rastro. Sólo vivía con su madre, que también se mataba trabajando para sacar adelante la economía familiar, y un hermano menor adolescente dispuesto a emular a sus parientes pero que era en definitiva la razón por la que tanto luchaba su hermano día a día."
– "Si su sustento económico o el de su familia dependían de esas manos, deberíamos protegerlas a toda costa…Seguro que ni siquiera tiene un seguro a todo riesgo…".
– "Muy comprensiva y altruista, pero…nosotros no somos una ONG; lo que hay que hacer es salvarle a él, no a sus extremidades. Hay cientos de miles de personas que viven con una calidad de vida bastante aceptable y alguna minusvalía. Es frustrante, pero ese tío seguro que es un luchador. Ya buscará otro modo de ganarse la vida con una sola mano…".
– "Lo tuvo que hacer", dijo Cuddy, que se había vuelto para examinar el mapa conceptual multicolor que había ido elaborando, con tachones y flechas, el joven Spencer. "Se le amputó la mano. Ahora bien, mientras era intervenido se descubrió que en la otra mano varios dedos empezaban también a ennegrecerse. A un ritmo vertiginoso. Le subió la fiebre y en la placa de tórax aparecieron infiltraciones intersticiales".
– "Tanto dilema ético y…menuda mierda…para nada. Una mano menos y esa cosa sigue avanzando por todo el cuerpo; ni siquiera nos ha dado tiempo…".
– "Espera un momento… Tenía fiebre", llamó la atención Victoria Treventon, señalando con el dedo la palabra escrita en la pizarra antes de que fuera pasada por alto. "Es prácticamente el único elemento que no tiene ninguna relación causa-efecto con la caída en sí; no es una consecuencia normal de una caída…".
– "Infección…Gangrena", soltó otro alumno con la incontenible emoción y la incredulidad de quien ha descubierto y encajado la última pieza del puzzle que creía quedaría eternamente inacabado. "¿Y si ha pillado algún bicho mientras hacía alguno de esos trabajillos¿Estreptococos…neumonía¿Causó eso el estrés respiratorio?".
Los cielos parecieron abrirse paulatinamente…
– "Las pruebas efectuadas dieron negativo para estreptococos", respondió ella, con genuina pesadumbre.
…y volvieron a encapotarse. Chasquidos de lenguas, lamentaciones exasperadas y manos sudorosas persiguiendo la esquiva solución entre papeles pautados, cuadernos o folios traspapelados.
– "Dios mío, estamos estancados…".
– "Más perdidos que Wally…Es más difícil de lo que creía…", comentó un derrotista enfurruñado que parecía dispuesto a arrojar la toalla.
–"Ni siquiera tenemos al paciente delante para observarlo nosotros mismos. Igual eso ayudaría…", se defendió otro.
Pero había otros que no perdían la fe en que llegarían al fondo del asunto y seguían estrujándose los sesos con una tenacidad envidiosa.
– "Si el paciente lo que ha sufrido es una infección vírica o bacteriana… ¿no deberían estar la madre y el hermano también infectados¿Enfermos?".
– "Están sanos como una manzana", esclareció Cuddy antes de que emprendieran una senda del callejón sin salida que no les conduciría a ningún sitio.
– "No vendría mal hablar con ellos de todas formas… podrían recordar otros síntomas genéricos de las infecciones que hubiera podido sufrir el paciente en días anteriores, durante el período de incubación…".
– "El inglés de la mujer es limitado. Es su hijo mayor el que hace de intérprete entre el equipo médico y ella, lo cual no sería del todo fiable¿no?", lanzó al aire la profesora, enarcando la ceja.
– "¿Y eso por qué? Si el pobre chico no puede hablar o nos interesa una segunda o tercera versión de la historia, tendremos que encontrar una forma de recabar información...o al menos ayer usted dijo que…".
– "Sí. Ayer estuvimos hablando de la gran importancia de la historia médica, de que hasta el más nimio detalle médicamente revelante ha de ser extraído de la entrevista al paciente o a sus familiares y anotado porque podría sernos útil, quizás no en ese instante, pero sí en el futuro. Para ello hay que saber indagar y rebuscar…".
– "¿…como un mendigo entre la basura?", soltó una voz burlona, para simpatía de sus compañeros.
– "Quitando el hecho, señorita Rosenberg", respondió con tono reprobatorio. "… de que los pacientes no son basura", hizo una pausa para que la muchacha tuviera tiempo de recuperarse del rubor que súbitamente encendió sus mejillas. "y de que podría convertirse en "mendiga" después de que el Colegio de Médicos le retire el título por semejante tratamiento a su paciente… sí, podríamos utilizarlo como una vulgar metáfora de nuestra función en esos primeros momentos: recabar toda la información remotamente útil en el diagnóstico, incluyendo síntomas, entorno y otras cuestiones que llamen nuestra atención. Sería más acertado", tuvo el detalle de desviar la mirada de la joven, que, apurada, parecía arrepentida y tenía aspecto de desear que se la tragara la tierra en aquellos instantes. "…equipararnos con detectives. Con Sherlock Holmes, con bata y microscopio. Necesitamos pruebas, científicas o humanas, sobre las que basar nuestro juicio, nuestras deducciones, y que nos permitan elaborar la conclusión del caso. Que nos ayuden a destapar al criminal ".
– "¿Pero nos podemos fiar de lo que nos diga el paciente?", preguntó un escéptico, rompiendo el silencio.
"De ahí mi anterior pregunta".
– "¿Y si nos miente¿O nos oculta información?", apuntó otra voz.
– "Eso, eso. Mirad a Grissom… "las personas mienten, las pruebas no". Tendríamos información manipulada o incompleta que no nos diría más que eso: mentiras. Nada útil, sólo contraproducente".
– "Pero no podemos ir pensando mal de todo el mundo… Y…cualquier información que nos faciliten es mejor que nada, da pistas…¿no?", musitó tímidamente una chica apellidada Perry, que la miraba expectante. Ella extendió las manos: no iba a entrometerse en la conversación. Que sacaran sus propias conclusiones.
– "¡Y hay cosas que no nos van a aparecer con un letrero de neón en el impreso de una analítica, en una radiografía o en un escáner!", gritó alguien desde el fondo.
– "Vale, pero la información que aportan esas pruebas son los únicos datos puramente objetivos de que dispondríamos en el peor de los casos. La información más rigurosa…no adulterada".
Lisa Cuddy apoyaba la cadera sobre la mesa del profesor y se limitó a contemplar totalmente fascinada el desarrollo del polémico debate que se cocía entre sus alumnos. Iban espabilando.
– "Jen", le respondió otro chico, "¿no has oído hablar de los falsos positivos y de los falsos negativos? A veces alguien la caga haciendo la prueba, o el resultado simplemente no es el todo fiable. Hay un margen de error… y podríamos incurrir en él si no tenemos más información en la que sustentar nuestra teoría".
– "Gente. Esto no es blanco o negro", espetó una voz pacificadora a las espaldas de Cuddy. Spencer había decidido intervenir al fin, alabado sea Dios. "Nadie está diciendo que nos vayamos a dedicar a la curandería, o a creer exclusivamente la palabra del Joe Smith de turno o de su acompañante. Se harán las pruebas pertinentes… pero también es interesante ver qué tienen que decir o qué pueden decir los afectados…Es lo normal, creo yo. Nosotros no somos videntes. Podemos intuir el qué basándonos en las pruebas diagnósticas, pero no el cómo, dónde o cuándo. En eso sólo puede ayudarnos Joe. Y es algo que necesitamos para descubrir el por qué de su estado, para encontrar un modo de atajarlo de raíz".
Aleluya.
– "Entonces…¿estarían dispuestos, conformes, interesados en entrevistar a la madre?", reformuló la pregunta ahora que habían dejado claro el tema de las mentiras y verdades que encubren unos y otros a sus médicos.
Afirmaciones dudosas, algunos "síes" explícitos.
– "¿Pero no nos dijo antes que era imposible mantener una conversación en nuestro idioma con esa mujer¿Qué no nos entendía?".
Cuddy alzó el mentón.
– "Supongamos que había alguien en el servicio que chapurreaba castellano…".
– "Qué potra… ¿de verdad lo había?", parpadeó alguien espasmódicamente en señal de asombro.
– "Lo había. Interrogó a la madre con la sospecha de que quizás su hijo estuviera implicado en algún turbio negocio, alguna actividad ilegal que se le hubiera "olvidado" relatarnos y que podía haberle expuesto a algún agente infeccioso que explicara su patología".
"¿Y qué dijo la madre?", preguntó otra persona impetuosamente.
– "Básicamente que su hijo era un honrado trabajador seis días a la semana. De la mañana a la noche. Excepto los sábados, que libraba del turno nocturno en el restaurante y se iba a bailar".
Cejas se dispararon hasta el techo, otras se enarcaron más graciosamente, pero ni un alma en aquella sala pareció creerse el cuento de que un trabajador nato y casi desahuciado como el misterioso Dedos Negros abandonaba su compromiso familiar para irse de guateque el fin de semana.
– "Ese tío no iba a una disco a revivir la fiebre del sábado noche cuando tenía que madrugar los domingos para trabajar después de haberse pasado casi doce horas currando ininterrumpidamente todo el día del sábado".
– "Pero eso tampoco nos ilustra gran cosa sobre las causas del estado del paciente. Ni sobre si la madre ha observado algo raro en él desde entonces… o si han experimentado malestar ella o su hijo pequeño últimamente".
– "Hey, gente, de todos modos la madre y el hermano no tendrían por qué haberse contagiado de nada… Quizás ellos tengan un sistema inmune más fuerte o mejor preparado a pesar de ser un niño y una mujer y de más edad. Probablemente el paciente haya sido más vulnerable a la invasión de nuestro amiguito por su asma, o igual no se transmite por el aire o por contacto directo con el infectado".
– "Como esas enfermedades infecciosas que sólo se transmiten de animales a las personas que contactan con ellos…pero que los infectados no pueden pasar a las otras personas que les rodean…".
– "Nos ocultan algo… Algo gordo. La madre y él tienen miedo de que si sus médicos descubren lo que hace los sábados por la noche, llamen al a policía y sea detenido. Algo ilegal…".
– "Contrabando".
– "¿Drogas?".
– "Ufs no quisiera meter la pata pero…y si…hey, no se rían si sólo son paranoias mías. Se me ha ocurrido que, bueno, hay una serie de datos que hemos ido ignorando… como que el chico es latino." Comenzó un chico de tez morena (Martínez…hizo memoria). Era la primera vez que se animaba a aportar algo en clase, al menos en voz alta, pero por sus escritos le daba confianza: se explicaba de un modo claro y conciso, y se documentaba bien antes de elaborar opiniones definitivas. "Cuando Dylan comentó antes lo de las infecciones, y salió el tema de los animales… me acordé de algo. Igual no tiene nada que ver, pero sé que se ha vuelto a poner de moda en algunos tugurios de los barrios latinos donde los de Sanidad apenas paran o suelen hacer la vista gorda a cambio de sobres por debajo de la mesa". Exclamaciones de indignación sofocadas, ojos en blanco. "¡Vamos! No se hagan los locos. Es cierto, y todos conocemos de sobra chanchullos como ése. Y no tienen nada que ver con de dónde seamos o el origen de los propietarios del local, sean estadounidenses, coreanos o portorriqueños…Mercado negro, vicio y corrupción hay en todas partes", se excusó. "Peleas de gallos".
Bravísimo. Jaque mate, Sherlocks.
– "¿Peleas de gallos?", repitió alguien con indiferencia y cerrado acento sureño. "¿Qué tienen que ver con el paciente o su condición¿No irás a decir que es gripe aviar?".
El chico hispano trató de explicárselo, pero otra compañera, que había consultado algo en un pesado diccionario enciclopédico, lo interrumpió, dedicándole una sonrisa de aprobación que hizo que el joven se sonrojara.
– "Menos mal que vienes de Kentucky, Mac, si no me costaría darte más de una explicación sobre corrales y pollos", bromeó la chica antes de calarse las gafas y leerle el texto. "Psitacosis: enfermedad infecciosa causada por la Chlamydia psittaci. La padecen las aves pertenecientes a la familia de loros, pavos, papagayos y palomas, de los que puede transmitirse al ser humano a través de la inhalación del polvo del material fecal, picaduras de las aves infectadas o debido a su manipulación directa. Cursa con fiebre, escalofríos, dolores musculares y de cabeza, fatiga, tos seca, dificultad respiratoria, estertores y esputo sanguinolento. Se trata con tetraciclinas al menos durante 10 días y la recuperación es… completa", concluyó en un hilo de voz desganado.
– "Esas peleas irregulares están tan estrechamente vigiladas y penalizadas… de ahí que el pobre diablo estuviera tan acojonado y no quisiera revelarnos a qué dedicaba realmente la noche de los sábados…", murmuró casi para sí Mackenzie Clarke. Su tono no ocultaba el enojo, la frustración. "Ha perdido la mano por su secretismo. De habernos contado ese detalle sin importancia, habríamos podido hacer un cultivo de su sangre para Clamidia y haber podido salvar su mano. Todo esto se podía haber resuelto tan sólo en un par de días con un chute de antibióticos. Increíble…".
– "No, no… lo que es increíble, y sin que sirva para menospreciar a nadie, porque, si no hubiera sido por Diego, el paciente parecería ya un conguito por completo… es que la resolución del caso ha recaído enteramente en la suerte. Nuestra conclusión depende de un detalle fortuito, de que alguien recordara casi sin querer las noticias sobre las apuestas ilegales y, sobre todo, de que hubiera alguien suspicaz en el Servicio que supiera decir más que "hola", "tortilla" y "toros, olé" para poder sonsacarle algo a la madre".
– "¿Significa eso que se espera de nosotros que, además de médicos comprometidos, inventivos, con recursos e ingenio, además de ser bibliotecas sobre dos piernas…dominemos idiomas después de pasarnos más de d-diez años de nuestra vida estudiando?", balbuceó otro con un deje de aprehensión.
– "Apuesto a que tú ni siquiera te aclaras en tu propio idioma la mayoría del tiempo. Pero, chaval, la cultura abre la mente, te saca de apuros como ése, y te ayudará a ligar con tías macizas como la Longoria cuando te vayas de veraneo al Caribe a dilapidar el sueldo por el que te has matado a trabajar en guardias de 48 horas. Además…si no hubiera puesto en práctica mi faceta políglota, probablemente ni usted ni el resto del enjambre atacado por acné estarían hoy aquí sino en 101: Fracasados del Futuro. Porque la Doctora Cuddy habría acabado arrojándose desde el balcón de su despacho abrumada por la irracional culpabilidad de no haber podido hacer más por salvar a su paciente, en lugar de estar aquí plagiando MI Método Socrático. Y con menos estilo…".
Casi dos centenares de pares de ojos atónitos se volvieron hacia lo más alto del aula automáticamente, sin creer muy bien lo que habían oído. Camuflado entre las sombras de la puerta trasera, adonde no alcanzaba el brillo de los fluorescentes, sólo distinguían el contorno de una figura masculina, espigada y erguida en toda su alta estatura. Hombros echados hacia atrás, mentón altivo. Desafiante. Presuntuoso. El acero en la mirada afilada de aquel irrespetuoso intruso se les antojó caprichosamente osado e infame. Como el descarado y provocativo mohín que exhibían sus labios. Una sonrisa satisfecha. O el aura majestuosa y triunfante que le envolvía, como la de los augustos romanos, a juzgar por la firmeza con que se apoyaba en su bastón, que bien podía haberse tratado de un cetro.
Pero al visitante no le interesaban las miradas de reproche, iracundas o desconcertadas de aquel público eventual.
Sus seis sentidos estaban puestos en la reacción de la mujer que le contemplaba boquiabierta, como si le creyera una aparición espectral, desde la parte más baja del anfiteatro.
Vini, vidi, vinci… mi querida Cuddy.
CONTINUARÁ…
N/A: Como se habrán dado cuenta, la clase teórico-práctica impartida magistralmente (o moderada, más bien XD) por Cuddy es prácticamente un calco del episodio Humpty Dumpty. Al igual que House en Tres Historias encontré el punto en común con Cuddy y Humpty Dumpty (historia personal, con un significado más profundo que el que alcanzan a comprender los espectadores eventuales de la clase) bastante atractivo para utilizarlo en este capítulo. He modificado deliberadamente algunos detalles de aquel episodio para evitar que el capítulo 8 resultara excesiva e innecesariamente largo y tedioso; esto es sólo un comentario para que sepan que el hecho de que Cuddy no "complique" la existencia de sus alumnos con otras teorías probadas en HD y que se desvíe del progreso normal que el diagnóstico diferencial siguió en el episodio (saltándose al famoso Aspergillus de su fregadero) no ha sido fortuito. Llámenlo pragmatismo o vergüenza por no haber mantenido la higiene óptima en su cuarto de baño xD Me interesaba que las discusiones y el ambiente en la clase resultaran tan realistas como lo que yo he vivido este curso durante las interminables horas de Anatomía Aplicada. Debate, ética, razonamiento. Pretendía quese aproximara lo más posible a la charla dada por House en Tres Historias, pero teniendo en cuenta la limitación que supone que los alumnos del pregrado norteamericano tendrían un nivel equivalente al primero de carrera y tirando para abajo :S. No puedo pretender (ni Cuddy) que los pobrecillos den respuestas de libro como las de Chase, Foreman o Cameron. Y, sin embargo, necesitaba crear ese espíritu sherlockiano de la serie para justificar que esas clases hayan significado la tabla de salvación de nuestra heroína.
En resumen (siento que siempre me acabe enrollando más que las persianas :S): que si notan demasiado la no-mención del Aspergillus y demás detalles similares (la endocarditis, etc), sean benévolos y perdónenme xD Lo he hecho con toda la buena intención, tanto por mi bien (Vive el Gandulismo xD) como por el suyo (que terminen con las manos manchadas de mi sangre no sería de recibo. Imaginen el gasto en la tintorería XD).
