MANSIÓN


Pocas chicas tenían la reputación de ser fuertes, la mayoría era incapaz de mantener la fachada serena por más tiempo y rompían en crisis que alteraban el ánimo de las demás. Solo se les perdonaba aquellos arranques a las chicas nuevas, ellas implicaban una época de estrés en todo el lugar que no solía durar más de dos meses. Cuando Cynthia llegó, no se echó a llorar ni a gritar histérica, sino que se mantuvo en silencio, tratando de entenderlo todo antes de intentar algo. Gracias al control de su carácter es que se formó una buena reputación entre las demás, quienes siempre la comparaban con un Gardevoir: siempre atenta a su alrededor, a la demás, con el rostro inexpresivo, de pocas palabras y muchas acciones. Se convirtió en una de las favoritas del Carpintero.

«El Carpintero», así era como lo llamaban. Un hombre interesado en coleccionar todo tipo de muebles antiguos y de repararlos pieza por pieza en un gran taller ubicado en el jardín trasero de la mansión donde vivía. Cada mueble restaurado se colocaba de forma meticulosa en una habitación hasta amueblarla por completo.

La mansión —a fueras de la ciudad Azulona— estaba decorada de tal forma que parecía una antigua casa de muñecas.

Él tenía la casa, y toda casa necesitaba una familia. Fue entonces que buscó la manera conseguir una colección invaluable de muñecas, una que nadie más tuviera y que despertara la disposición de pagar para tenerlas en sus manos apenas unos instantes.

No fue imposible trazar un plan y tramar el modus operandi para realizarlo, tampoco le tomó mucho tiempo. Al igual que muchos entrenadores, podría recorrer las regiones sin levantar sospechas. Nadie se preocupaba cuando alguien desaparecía, acostumbrados a los entrenadores que se alejan de sus hogares durante años por un entrenamiento especial o por estar tan ensimismados en sus viajes. Al final, todos volvían a casa, como si nada hubiera pasado.

La primera vez que Cynthia conoció a ese hombre fue durante su viaje por Sinnoh, unos días después de haber cumplido dieciséis años. Estaba sentada en una cafetería cercana al gimnasio de Pastoria, después de haber tenido una batalla con el líder de gimnasio. No había ganado, pero sentía bastante satisfacción con el resultado de su entrenamiento.

—Disculpa. ¿Eres la chica que acaba de enfrentarse a Wake?

Se le acercó un hombre muy elegante, alto y bien vestido. El tipo de hombre que luce mejor conforme más envejece. Su cabello castaño perfectamente peinado y esos ojos azules la dejaron sin habla. Era atractivo, tanto que se le retorció el estómago. Le sonrió al verla impresionada e hizo una reverencia para presentarse. Le dijo que era un entrenador de edad y no era difícil de imaginarlo por el montón de personas así con quienes se había cruzado durante todo su viaje. Uno más del montón, nada a qué darle especial atención.

No hablaron gran cosa, apenas intercambiaron puntos de vista que le mimaron el ego hasta dejarla sonriendo y luego él desapareció.

Cynthia pagó la cuenta y avanzó unas calles para llegar a la siguiente ruta. Después de pasar por el control, se internó en el bosque antes de sentir que le clavaban algo en el cuerpo. No pudo reaccionar cuando todo su peso la venció y su alrededor se tornó oscuro.

Tampoco quiso darle rodeos cuando despertó en una habitación diminuta, con una mujer mayor a su lado. Ella se limitó a darle de tragar analgésicos y le recomendó que durmiera, porque tendría una semana muy pesada. Pensar demasiado le haría entrar en estado de shock y era más importante salir de ahí a gritar como una maldita. Mantuvo su respiración pausada y tranquila hasta que la mujer la abandonó para dejar entrar al mismo hombre con quien había hablado en Sinnoh.

Se volvió a presentar, pero con un nombre que ella nunca usaría y por ende no recordaba, a diferencia de la deliciosa colonia con olor a madera que emanaba de él. El gesto de la recién llegada le hizo reír.

—Le vas a gustar a las demás, solo tengo cinco chicas que me miraron así cuando llegaron.

—¿Cuántas hay?

—Treinta y cinco, contigo completamos treinta y cinco.

—¿Y ese número aumenta o lo está completando?

—Ambas cosas —respondió con un tono de voz sorprendido—. Hasta que llenen las habitaciones, y tengo muchas habitaciones en este lugar. ¿Tienes otra pregunta?

—¿Todas las habitaciones son así?

—¿No te gusta?

—No la entiendo.

Cynthia prefirió no jugar más con su suerte. Si estaba en lo correcto, le convenía cerrar la boca.

—Solo quiero que sepas que yo no soy malo.

—¿Y Hitler creía que él era malo?

—¿Me estás comparando con Hitler?

—Lo que estoy comparando es la perspectiva que tienen ambos sobre lo que hacen.

El hombre la miró durante varios segundos y prorrumpió en carcajadas. Se calmó a duras penas, limpiando las lágrimas que se habían formado en sus ojos.

—Te van a amar aquí, sobre todo mis hijas. Tú deberías tener el papel de la señora de la casa. El problema es que eres muy joven y no me gusta que esos detalles rompan con el ambiente. Te diré algo: pórtate bien y a cambio no voy a permitir que nadie te toque hasta que llegue el momento.

No entendió a qué se refería, pero no sonaba a una buena opción; sin embargo, era la que menos la atemorizaba. No iba a luchar contra él, porque no quería morir, pero tampoco iba a dejarlo salirse con la suya.

—Bienvenida a tu nuevo hogar.

Sus reglas eran simples: Vestir como pedía, no salir al jardín y permanecer únicamente en las áreas a donde pertenecía su personaje.


Aunque la mayoría de las chicas ya se habían resignado a su nueva vida, todavía quedaba un grupo que se lanzaba al drama de lloriquear o deambular como alma en pena por cada esquina del lugar. Y luego se encontraban las chicas como Cynthia: siempre calladas, tratando de cumplir las tres reglas para mantenerse a salvo, soportando lo que había que soportar y ayudando a las que constantemente sufrían crisis. Cynthia tenía que admitir que el Carpintero sabía cumplir su palabra, porque no había permitido que ninguno de los invitados a la mansión de muñecas se la llevara al Salón Carmesí.

Ese era otro lugar al que le tenía pavor.

El «Salón Carmesí» era una habitación subterránea, ubicada exactamente debajo de la mansión. Para acceder a ella, el Carpintero tenía una puerta secreta debajo de un sillón, cubierta por una alfombra gruesa. Una escalera alumbrada por lámparas de gas conectaba la superficie con el área subterránea. Solo accedían a ella el círculo social más íntimo al hombre en fechas especiales. Entre familiares, compañeros de trabajo, amigos y socios, el vestíbulo de la mansión se convertía en un lugar de eventos sociales, que terminaban en una especie de subasta para bajar al Salón Carmesí con una de ellas.

En el otro extremo del salón se encontraba una puerta de metal que llevaba a otra área subterránea. Él la llamaba «El Almacén», donde guardaba a las muñecas cada noche. No sabían a cuántos metros de profundidad estaba, pero por su ubicación y el hecho de estar construida con paredes insonorizadas resultaba imposible que alguien arriba las oyera. Pero ellas sí lo hacían. Estaban asqueadas, pero no sorprendidas, y con suerte no todas tendrían la ocasión de estar ahí.

Si no lloriqueaban, realizaban bien su papel y seguían sus fantasías, el Carpintero les permitía tener de vuelta artículos personales a modo de premio y otras cosas más. Cynthia no había demostrado en ningún momento acobardarse ante él, ni tampoco adularlo, y eso le resultaba atrayente. El Carpintero terminó por adorarla, esperando el día en el que por fin pudiera darle el rol principal en la mansión. Cynthia recuperó la mayoría de sus pertenencias, excepto las que tenían su nombre o alguna forma para identificarla, tampoco le regresó a su equipo, pero era sabido que todos estaban en la oficina donde él trabajaba. El clóset y el librero fueron sus primeros regalos. Las enciclopedias llegaron a modo de disculpas, después de que nada de lo que hizo bastó para que el hombre cumpliera con su promesa.

Su zona en la casa de muñecas eran el salón del té y la biblioteca. Como todos en la mansión sabían que era del grupo que nadie podía llevarse al Salón Carmesí, Cynthia se limitaba a permanecer deambulando entre ambas habitaciones, fingiendo que leía sin descanso mientras observaba los movimientos de los guardias, el personal y los horarios de cambio de turno, buscando la manera de salir de ahí. Durante las horas de subasta tenía la opción de quedarse en una de las habitaciones o bajar al Almacén.

Aquella noche permaneció revisando un libro con especial interés mientras disfrutaba del calor de la chimenea —fue un golpe de suerte encontrar una colección de las investigaciones del profesor Rowan—. No levantó la vista cuando oyó que la puerta se abría, supuso que era otra de las chicas. El ambiente se sintió incómodo cuando se percató que la recién llegada se había quedado de pie en la entrada, inmóvil, sin decir nada. Cynthia levantó la vista para saludar y en lugar de alguna muchacha encontró a un hombre joven. Su ropa formal estaba desarreglada y tenía un gran arañazo en el rostro y cuello. Ella se encogió en su sitio, una de las chicas se había defendido y eso no significaba nada bueno.

—Ese hombre piensa que nadie nota lo que está haciendo —dijo en un tono amenazador—. Nadie ha dicho una sola palabra, pero a cambio… ¿Qué nos da a cambio? Dice que no podemos acercarnos a ti, no nos ha dicho de dónde eres, cuántos años tienes, ni siquiera tu nombre.

Cynthia bajó la mirada y regresó al libro.

Apretó la mandíbula con fuerza cuando sintió cómo una mano la tomaba por el cabello para levantarle la cabeza y la otra se estrellaba dolorosamente contra su rostro. El golpe la dejó momentáneamente desorientada.

—Así no. Él no está aquí, ¿crees que eso funciona?

No dijo nada.

La misma actitud firme que agradaba al Carpintero parecía encolerizar a ese joven, quien volvió a golpearla hasta partirle el labio. La sangre se sentía tibia mientras bajaba por su mentón hacia su cuello. Él le arrancó el libro y lo lanzó a la chimenea; Cynthia miró hacia un lado para no tener que mirarlo a él ni a las hojas volverse cenizas.

Enloquecido por su indiferencia, afianzó más su agarre y la sacó de la biblioteca. Era más alto que ella y no tuvo problemas para arrastrarla cuando se tropezaba por el agarre. Volvió a golpearla cuando la escuchó toser, ahogándose en su sangre. Giró la esquina y caminó directamente por el pasillo. Varios invitados y sus acompañantes desviaron la mirada cuando pasaron junto a ellos. Algunos fijaron la vista en la chica rubia, reconociéndola como una de las que estaban prohibidas elegir y se miraron disimuladamente entre ellos.

Al final del pasillo se encontraba una hilera de puertas, abrió de una patada la segunda y la lanzó dentro. Cynthia no reconoció el lugar, nunca había salido de su área y no le ayudaba que estuviera oscuro. Seguramente las chicas que pertenecían ahí estaban en el Salón Carmesí o en el Almacén. Como fuera, sabía que todo estaba mal en esos instantes y miró a todos lados con creciente desesperación, deseando que el Carpintero apareciera, algo que la perturbaba de igual forma. El joven estaba buscando frenéticamente algo en los estantes mientras arrojaba los objetos al piso y aprovechó su concentración para arrastrarse hacia el ventanal abierto.

—Aquí está.

En su mano brilló un abrecartas.

Se lanzó hacia ella, sujetándola con increíble fuerza, claramente esperando a que se defendiera, pero no lo hizo. Ella no hizo nada, excepto mirar hacia la ventana abierta. A ese joven tendrían que gustarle mucho las lloronas, porque la tomó del cabello y la lanzó contra la pared con un gesto de rabia. Había perdido toda gota de paciencia y ahora lo único que quería era escucharla decir algo, no le importaba otra cosa.

Durante las tres horas que estuvieron ahí, Cynthia logró permanecer en silencio. Si había sido por voluntad propia o una forma en la que su cerebro logró desconectarse, no lo sabía, pero no le dio el miedo que tanto quería ver en ella. El joven se limpió la sangre de las manos y se sentó en la alfombra, arrojando el abrecartas a un lado con una maldición desagradable. Se rindió con ella y deseaba verla muerta, pero el viejo sería un enemigo muy difícil si se atrevía a matarla. La miró en su posición de estatua, firme hasta esas alturas, estaba ganando esa batalla y para no sentir que perdía ante ella decidió asfixiarla. La dejó en paz cuando sus dedos marcaron su cuello y ya no se movía. El hombre salió de la habitación con un tambaleo. Sí, ella había ganado, pero verla en suelo inconsciente se sintió más como una victoria para él.

Eso había sido mucho mejor que llevarse a cualquiera de ellas al Salón Carmesí.


El Carpintero no había querido creer cuando algunos de sus invitados se quejaron por alquilar a esa muñeca sin incluirla en la subasta, pero después de no verla en su habitación ni en su área, comenzó a sentirse nervioso. Fue seguido por el grupo de sus favoritas por toda la mansión mientras la buscaban, el lugar era inmenso. Abrió de par en par cada puerta que existía hasta que la encontró en el suelo de la sala de juegos.

—Cynthia, ¿qué…? —las piernas le temblaron tanto que cayó al suelo y gateó hacia ella para tomarla en sus brazos—. Maldita sea, ¿qué pasó?

Llamó a gritos al personal y les mandó que traigan al médico. Se quitó el saco y la cubrió mientras presionaba la herida que más sangraba. Pidió a una de las chicas que le trajeran vendas y desinfectante, ajeno a los primeros auxilios.

—Pero, señor, ella necesita…

—¡Solo hazlo! —la interrumpió con otro grito.

Mandó a las demás a regresar al Almacén y alzó a la muchacha inconsciente para llevársela, no quería que nadie la tocara.

Cuando recuperó la conciencia ya no estaba en aquella habitación, ni en ninguna otra de la mansión. Los muebles a medio armar y las máquinas enormes tenían que pertenecer al taller, porque no los imaginaba siendo parte de la casa de muñecas. Escuchó las voces de dos hombres y reconoció la del Carpintero. Apretó los labios cuando punzadas de dolor escalaron por todo su cuerpo.

Tenía tantas ganas de llorar. El llanto era común cuando estaban solas, pero ella nunca lo había hecho, a pesar de que había visto que la mayoría de las chicas parecían sentirse mejor después de vaciar todos sus sentimientos en lágrimas. Pero aguantó, otra vez. Huir dependía de no perder el autocontrol y si lo hacía ahora, quizás lo haría otra vez y otra vez.

El Carpintero despidió al doctor —uno de los constantes invitados a la mansión— y tomó asiento junto a la cama improvisada. Su expresión de dolor crecía mientras observaba cada una de las heridas visibles en esa piel blanca, las marcas de dedos, arañazos, cada moretón y cortes de todo tipo. Los labios hinchados y la nariz violácea cambiaron su aspecto de muñeca. Le temblaban las manos cuando comenzó a arreglarle el pelo.

—Lo siento mucho. De verdad…—se lamentó con una voz rasposa—. Perdóname. Yo… No pensé que esto pasaría.

Asintió a sus palabras para hacerle saber que lo estaba escuchando. Le dolía hablar tras tantas bofetadas. Luchó otra vez por no llorar, porque el cariño en su voz se sentía real, pero sabía que era un enfermo viviendo en su fantasía y en realidad le lastimaba que alguien se haya metido con sus objetos. Sin embargo, era la única voz de cariño que alguien le dirigía en todo su tiempo ahí y se sintió más sola que nunca. Tenía deseos desesperados de creer que eran reales y recuperar así algo de dignidad.

—¿Te duele mucho?

—El libro —alcanzó a decir.

—¿Libro?

—Lo arrojó a la chimenea.

—Entiendo. Espera aquí.

Esas dos palabras la llenaron de rabia. ¿A dónde se supone que iba a ir? La tenía secuestrada. Una ráfaga de cólera la azotó y trató de levantarse para abrir esa puerta y largarse de ahí. Pero todo le dolía, no iba a llegar a ningún lado así. Aguantó las lágrimas por enésima vez y se cubrió por completo con las sábanas, harta de todos.

El Carpintero no apareció. Cynthia permaneció oculta bajo las sábanas hasta que la venció el cansancio. No creyó que podría conciliar el sueño, sin embargo, tuvo que haber dormido tan profundamente que, al despertar a la mañana siguiente, se encontraba en su habitación en el Almacén, con una cesta llena de pasteles y un regalo en el buró.

Suspiró profundamente cuando retiró el papel y vio una colección de enciclopedias. Fueron llegando cada semana junto a notas de disculpas hasta llenar el librero.


Ash estaba aburrido, comenzó a impacientarse y la idea de volver a salir invadió su mente. Ese cuarto siempre estaba oscuro y no había un reloj, aunque tampoco le hubiese servido porque no podía leer la hora excepto en relojes digitales. También comenzaba a preocuparse por mamá, ella debía estar creyendo que se encontraba de campamento con papá, y papá debía estar poco menos que preocupado. No era la primera vez que se descuidaba de él y desaparecía sin decirle nada.

La paciencia se le cayó al piso cuando su estómago comenzó a rugir. Mamá le había acostumbrado a un horario en las comidas y Cynthia no lo sabía. Miró con incomodidad hacia la puerta.

Pero le había prometido que no saldría.

¿Qué le pasaba a Cynthia que tardaba tanto? ¿Sería que ella comería primero y luego le traería la comida a él? No era eso lo que le había dicho. Además, tenía que sacarlo de ahí esa misma noche, ya no le dolía el cuerpo, se sentía muy bien. Se subió a la cama y hundió la cabeza en la almohada, gruñendo por el hambre, pero dispuesto a no desobedecer.

Cuando sintió que iba a gritar, Cynthia entró apresuradamente con una cesta de mimbre, una igual a la que mamá había alistado para el campamento.

Ash inclinó la cabeza al verla vestida como si estuviera disfrazada para una fiesta. Su vestido era corto, azul, lleno de encajes y adornos por todos lados, como si fuera una muñeca en una vitrina. El pelo rubio corto estaba perfectamente peinado y un sombrero pequeño adornaba su cabeza. Iba a preguntarle por qué se había demorado y por qué tenía otra ropa, pero Cynthia logró interrumpirlo.

—Ya sé que debes tener hambre —comenzó a explicarse con prisas mientras sacaba todo de la cesta y la colocaba en el buró—. Pero es que no pude bajar antes. Lo siento mucho.

—No me gusta la comida fría —Ash hizo una mueca al probarla.

Cynthia le dio la razón en lugar de molestarse.

—Ni a mí. Pero vamos a comer.

La falta de ventanas y luz natural le hicieron imposible saber en qué momento del día se encontraban. Cynthia no se lo dijo cuando le preguntó, sino que cambiaba el tema de conversación a uno que podría interesarle. Para su fortuna, Ash era muy fácil de distraer, aunque no podía ni debía aprovecharse de eso.

—Ash, tengo que irme otra vez —avisó mientras recogía los restos—. Cuando vuelva, nos iremos de aquí. ¿Ya te sientes bien?

—Sí.

—¿Qué es lo que te pasó? ¿Por qué estabas solo en el bosque?

Ash comenzó a sentir cansancio, había comido demasiado.

—Papá desapareció.

—¿Desapareció?

—Ya no lo vi. Se fue hacia el bosque y no volvió.

Cynthia pensó que el hombre habría tenido que sufrir un accidente. Sin embargo, recordó el rostro enojado de Ash al pedirle que no lo buscaran y todo tomaba otro significado.

—Ash… ¿Tu papá es… es bueno?

La expresión pensativa del niño era extraña. Ash se estiró como un felino sobre las sábanas, soñoliento.

—Creo que sí.

—¿Se comporta bien con tu mamá?

—Sí. Se llevan bien. Le trajo muchos regalos cuando volvió a casa. A mí solo uno.

—¿Entonces no vivía contigo?

—No, siempre estaba de viaje. Es entrenador como tú y como lo seré yo.

—¿Y contigo se comporta bien?

—No lo sé —se acomodó boca abajo y descansó la cabeza sobre sus brazos—. Siempre está serio.

Cynthia pensó que Ash solo estaba enojado con la tardanza de su padre y por dejarlo solo, por eso no quería verlo. Si decía la verdad, todo debía ser un malentendido entre ambos. Un rostro serio no era una buena imagen para un niño en general. Lo único que no podía entender era el por qué estaba tan lastimado cuando lo encontró.

—¿De verdad no quieres que lo busquemos?

—No. Él regresará solo. Mamá se enojará con él por perderme otra vez.

—Entonces ya te perdió antes.

—Sí.

Ash se olvidó de todo y le pidió que leyeran juntos la enciclopedia otra vez. Cynthia miró nerviosa hacia arriba, corría el riesgo de que fueran a buscarla, aún así, la culpa le pesaba más y quería distraerlo lo más que podía, sabiendo que no sería capaz de sacarlo de ahí como le había asegurado. Inventaría una excusa después.

El resto del tiempo se hundió en el capítulo de la Serie Mundial (la única sección de la enciclopedia que lograba distraerla), mientras que Ash, dormido, le hacía compañía.