LINK

Cuando la lluvia empezó a caer, todavía no habíamos recorrido la mitad del camino.

Tenía frío. Sentía las gotas empapándome el pelo y la túnica, pero no contaba con nada para protegerme. Había envuelto a Zelda en mi capa, y de ninguna manera pensaba dejarla a merced de la lluvia.

Apenas podía creer que ella fuera real. Que no fuera un producto de mi imaginación o un recuerdo vago y borroso. Estaba allí, junto a mí. Durmiendo entre mis brazos. Podía verla y sentirla. Podía escuchar el suave sonido de su respiración.

La había alzado en volandas y me había percatado con horror de que pesaba igual que una niña. Contemplé su mano, que sobresalía entre los pliegues de la capa. Sus dedos eran finos y débiles, y su rostro estaba pálido. Muy pálido.

El único consuelo que tenía era que aún respiraba. Su cuerpo poseía calor.

Porque no podía perderla. No ahora. No después de todo lo que ambos habíamos sacrificado para volver a vernos. Tenía la desagradable sensación de que, si no era lo suficientemente cuidadoso, le haría daño. Y me daba tanto miedo herirla...

La atraje más hacia mí sin apenas darme cuenta de lo que hacía. A ella se le escapó un largo suspiro, y yo hubiera sonreído si no fuera porque me castañeteaban los dientes.

Estaba convencido de que mi cabeza explotaría en cualquier momento. Percibía la capa de sangre seca en la frente y en la mejilla. Al menos las heridas habían dejado de sangrar, pero eso no hacía que el dolor remitiera.

Examiné mi brazo izquierdo; una enorme mancha rojiza extendía por la tela de la túnica. El mundo comenzó a dar vueltas, de modo que me apresuré a apartar la vista de allí para clavarla en la arboleda que se extendía ante nosotros.

Viento iba más despacio de lo normal. El corazón se me encogió al comprender que sus fuerzas debían encontrarse tan mermadas como las mías.

Enredé los dedos en su crin oscura, intentando infundirle ánimos.

—Aguanta un poco más —le susurré—. Ya casi hemos llegado.

Era mentira, por supuesto. Todavía quedaba un largo camino por recorrer. No obstante, en ocasiones era mejor endulzar la verdad.

Quería que todo desapareciera, incluido el dolor. Apenas me importaba la lluvia; ya ni siquiera la sentía. Me permití cerrar los ojos por un instante, solo por un breve instante. Y, cuando los abrí de nuevo, acabábamos de cruzar el primer arco de madera en el que aparecía tallado el ojo sheikah, lo que indicaba que estábamos entrando en la aldea Kakariko.

Miré a Zelda. Ella aún dormía entre mis brazos. Me di cuenta de que temblaba, supuse que debido al frío.

Yo también temblaba. Temblaba y tiritaba violentamente, y los dientes me castañeteaban con fuerza. El dolor me azotaba sin piedad, la cabeza me retumbaba, todo daba vueltas y sentía que me caería del caballo en cualquier momento.

Y, entonces, entre las brumas que empañaban mi visión y la densa cortina de lluvia, distinguí la casa de Impa.

Estaba cerca. Estaba ya tan cerca...

—¡Maestro Link! —escuché a alguien gritar.

Vislumbré la silueta de un sheikah que corría en nuestra dirección. Ignoré el ramalazo de dolor que me sacudió el brazo izquierdo cuando tiré de las riendas de Viento para que ralentizara el paso.

—Maestro Link —jadeó el hombre una vez hubo llegado a nuestro lado—, la señora Impa solicita vuestra presencia de inmediato.

Mi única respuesta fue asentir. El sheikah dirigió una mirada llena de curiosidad a Zelda, aunque no dio señales de haberla reconocido.

Viento nos llevó al centro de la aldea, justo frente a la escalinata que precedía a la casa de Impa.

—Maestro Link —dijo uno de los guardias que custodiaba la entrada. Contemplé incrédulo como se inclinaban ante mí—. Siempre es un honor volver a veros.

—La señora Impa os espera —me indicó el otro guardia.

Abrí la boca para responder, para darles las gracias, pero entonces se escuchó un portazo, seguido de pasos apresurados.

—¡Link!

Impa bajaba la escalinata con una agilidad que no era propia de alguien de su edad. Se detuvo frente a mí, con los ojos muy abiertos.

—Dime que lo has conseguido —me suplicó—. Oh, Link, dime que se acabó.

Intenté sonreír.

—Se acabó, Impa.

La sheikah reparó en Zelda. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Por Hylia —la oí sollozar—. ¡Tú! —gritó de pronto a uno de los guardias—. Lleva a la princesa adentro.

—¿A... la princesa? —repitió él, desconcertado.

—No hagas preguntas y obedece. —Impa hizo uso de aquel tono que tan bien había quedado grabado en mi memoria. El mismo que podría intimidar a cualquiera.

El hombre se apresuró a cumplir con las órdenes que la anciana le había dado. Bajé del caballo con torpeza. El guardia alzó a Zelda en volandas.

Tiré de su brazo antes de que pudiera llevársela escaleras arriba. Le dirigí una mirada de advertencia.

—No quiero que le ocurra nada —siseé.

Él asintió y se marchó hacia el interior de la casa.

—Estás sangrando —murmuró Impa—. Oh, por Hylia, ¿qué te ha pasado? ¡Estás empapado!

El dolor no me permitía pensar con claridad, así que opté por guardar silencio. Impa me arrastró escaleras arriba. Pay nos esperaba justo en la puerta, aterrorizada. Impa pareció ignorarla.

—Trae mantas. Ahora —le ordenó la anciana, y Pay obedeció sin rechistar.

El interior de la casa era cálido. Acogedor. Las pocas fuerzas que me quedaba no tardaron en abandonarme.

—Impa —gemí al tiempo que me apoyaba en la pared para no caer al suelo.

Ella no dio señales de haberme oído y siguió dando órdenes.

Lo siguiente que supe fue que alguien se había deshecho de mis ropas empapadas y las había cambiado por otras secas, ligeras y cómodas. Tampoco sentía el peso de la Espada Maestra junto a mi hombro.

Fui a decir algo, nunca supe el qué, pero entonces alguien chistó y susurró que cerrara los ojos, y yo obedecí sin oponer resistencia.

La oscuridad me recibió con los brazos abiertos. Por primera vez en mucho tiempo, pude dormir sin soñar. Sin tener pesadillas. No sentía dolor, ni tampoco alivio.

No sentía nada.

Me despertó el crepitar del fuego, acompañado del repiqueteo de las gotas de lluvia que chocaban contra la ventana. La cabeza me retumbaba con fuerza. Me llevé una mano a la frente y percibí el tacto suave y fino de las vendas.

Entreabrí los ojos despacio, no sin esfuerzo. Cuando las brumas que empañaban mi visión se aclararon, me descubrí cubierto de mantas, sobre una cama mullida. Como había sospechado, estaba en una habitación alumbrada y caldeada por las llamas de una hoguera. Mi mirada se detuvo de pronto en la figura ligeramente borrosa que se encontraba sentada a los pies de mi cama.

—¿Impa...? —Mi voz era apenas un susurro ronco.

Ella alzó la vista. Se acercó más a mí para examinarme con atención.

—Estoy aquí, muchacho —dijo, y luego sonrió. A mí me hubiera gustado sonreír también, pero me dolía el cuerpo entero, y los músculos del rostro no eran una excepción—. Gracias a las Diosas que estás despierto. Empezábamos a preocuparnos.

Dejé que mi mirada vagara por la estancia. Olía a madera, a hogar, a leyenda, y en la puerta habían tallado el ojo que era símbolo de la tribu sheikah.

—¿Estamos en... en Kakariko?

—Así es —respondió Impa—. Han pasado casi tres días desde que llegasteis. ¿Lo recuerdas?

Fruncí el ceño, intentando hacer memoria. Recordaba haber entrado en el castillo; si cerraba los ojos, todavía era capaz de ver las ruinas y cenizas de la Ciudadela. También recordaba la batalla contra el Cataclismo, y después el enfrentamiento que había tenido lugar en la Llanura de Hyrule. Y, por último..., por último...

—Zelda... —murmuré tras recordarla—. Ella... Diosas, tendría... tendría que estar a su lado. ¿Ella está bien? Por favor, Impa, dime que está bien...

Traté de incorporarme, pero justo entonces sentí un ramalazo de dolor procedente de mi brazo izquierdo. Cada parte de mi cuerpo protestó y la cabeza comenzó a darme vueltas, por lo que me rendí, desplomándome sobre la cama con un gruñido.

—La princesa está bien —me aseguró Impa con calma—. Solo necesita descansar, igual que tú. ¿Cómo te encuentras?

—Como si hubiera caído rodando colina abajo otra vez —gemí.

La anciana rio y, en esa ocasión, logré esbozar una diminuta sonrisa.

—¿De verdad he estado tres días seguidos durmiendo?

—No es nada comparado con cien años, ¿verdad?

La fulminé con la mirada.

—¿Ahora haces chistes malos?

Ella volvió a reír. Yo intentaba parecer ofendido, pero era muy difícil. Nunca había visto a Impa tan feliz.

—Lo siento, Link —rio—. Tienes razón. Perdóname. No es propio de una anciana. —Sus ojos examinaron mi cuerpo de nuevo, hasta detenerse en mi brazo izquierdo. Permanecía inerte sobre las mantas, cubierto de vendas—. Esa herida sangraba cuando llegaste aquí. También tuvimos que vendarte la cabeza. Tienes el cuerpo cubierto de los moretones con la peor pinta que he visto nunca.

—Cicatrizarán —fue mi única respuesta—. Se curarán.

Sus ojos se tornaron severos.

—Tus heridas no eran demasiado graves. No tanto como para ponerte en peligro de muerte —siguió diciendo—. Pero, aun así, debes descansar. Y con descansar me refiero a descansar, Link; nada de montar a caballo, ni de entrenar con la espada, ni de salir a armar jaleo por ahí, ¿entendido?

—La espada —susurré como réplica—. ¿Dónde está la espada?

—¿Eso es lo único que te importa de todo lo que acabo de decir? —masculló Impa. Abrí la boca para disculparme. No obstante, la anciana continuó antes de que tuviera tiempo de hablar—: La espada está justo ahí. —Señaló un rincón apartado que no se encontraba muy lejos de la hoguera.

Reprimí un suspiro de alivio al contemplar de nuevo su hoja; aquella hoja que me había defendido de la oscuridad.

—Link... —empezó Impa, llamando mi atención otra vez—, no sé si estás al tanto de la magnitud de lo que hiciste hace tres días. —Fruncí el ceño, incapaz de comprender—. Te has enfrentado al mal reencarnado. Y has ganado. Diosas, nos has dado paz. Una paz que desapareció hace cien años. Tú nos la has devuelto.

—No solo yo. También Zelda. Sin ella, yo ni siquiera estaría aquí.

—Lo sé —asintió ella—. Pero tú también te has sacrificado y te has esforzado por conseguirlo. Y, por Hylia, lo has hecho. Ambos lo habéis hecho. Y todos os estaremos eternamente agradecidos, Héroe de Hyrule.

De pronto, tuve la necesidad de sonreír.

—No hay nada que agradecer —dije—. Lo único que hice fue cumplir con mi deber. Nada más.

—Sabía que dirías algo así —rio la anciana. Puso una de sus manos arrugadas sobre mi hombro—. Estoy muy orgullosa de ti, Link. Y también de la princesa.

Mi sonrisa se hizo más amplia. Impa me dio un ligero apretón en el hombro antes de ponerse en pie de un salto. Seguía sin entender cómo alguien mayor de cien años podía poseer tanta agilidad, pero me abstuve de preguntar.

Impa se dirigió a la mesita que se encontraba junto a la cama. Cogió un frasco relleno de un líquido blanquecino y se volvió hacia mí otra vez.

—Bébete esto —me indicó—. Te ayudará a dormir y mitigará el dolor.

—Impa —mascullé—, no necesito pociones extrañas para dormir.

—Hazme caso —insistió ella en un tono que no admitía discusión.

Acabé resignándome y aceptando el frasco.

Aquel líquido estaba caliente. Era espeso y sabía... sabía a hogar. A casa.

—Será mejor que me vaya —escuché decir a Impa—. Volveré más tarde para ver cómo estás, ¿vale?

Yo solo asentí. La anciana salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Los efectos de la poción debieron actuar rápido, porque los párpados no tardaron en empezar a pesarme. Todo el dolor desapareció, incluso las constantes punzadas de mi cabeza.

No me costó demasiado dormirme.

/—/—/—/

—Y cuando el héroe que blandía la Espada Destructora del Mal asestó el golpe final, la princesa, que había heredado el poder sagrado, confinó al enemigo a una prisión.

—Cuéntame otro —suplicó alguien, un... un niño.

—No —rio la dueña de la voz, de la voz cálida y femenina—. Es hora de dormir.

—¿Y... mañana?

—Mañana te contaré todos los que quieras —respondió ella.

—¿Crees... ? ¿Crees que algún día yo también seré un gran caballero?

—Eso solo depende de ti. Porque el valor no solo reside en la mano que empuña la espada. El valor está aquí. —Puso un dedo sobre el pecho de él, justo donde su corazón latía—Pero ahora debes dormir, mi pequeño héroe. Cierra los ojos —añadió en un susurro.

/—/—/—/

Cuando me desperté de nuevo, descubrí que había dejado de llover. La cabeza ya no me daba vueltas, y me sentía mucho mejor. Intenté sentarme, teniendo cuidado con mi brazo izquierdo y, en esa ocasión, lo conseguí.

Recordé el sueño que había tenido. Era extraño, porque podía acordarme de cada detalle. Me había parecido tan real, tan vívido...

¿Y si, en realidad, no había sido un simple sueño? ¿Y si se trataba de... de un recuerdo, de un fragmento de mi vida pasada?

Fruncí el ceño, sopesando esa posibilidad.

"Si era un recuerdo..., ¿ella era mi madre?", me pregunté. "Y él... "

La puerta se abrió de golpe. Alcé la mirada y vi a Pay bajo el umbral. Me observó durante unos largos instantes, horrorizada, antes de tomar aire y decidirse a entrar.

Depositó una bandeja repleta de comida en la mesita junto a la cama. El maravilloso olor hizo que me diera cuenta del hambre que tenía.

—Me... me alegro de que estéis bien, Maestro Link —la oí murmurar.

Yo le sonreí. Advertí que sus mejillas enrojecían, y Pay se apresuró a salir de la habitación sin mediar más palabra.

Impa me visitó después del mediodía. Me aseguró que todo estaba bien, y luego volví a dormirme.

Cuando abrí los ojos por enésima vez, Pay estaba cambiándome las vendas del brazo. Al verme despierto, dejó escapar un extraño sonido agudo y se apresuró a acabar lo que estaba haciendo.

Examiné las heridas; eran tres cortes largos, irregulares y profundos.

—No pensé que fuera tan malo —murmuré.

—No sé cómo os hicisteis eso, Maestro Link —me sorprendió escuchar a Pay responder—. Tuvisteis suerte. Podríais haberos quedado sin brazo. Esas heridas solo os dejarán cicatrices.

Me estremecí con solo imaginar cómo sería perder el brazo. Aunque no fuese la mano de la espada, ¿cómo podría sujetar el escudo y el arco?

Me puse en pie de un salto, quizá con demasiada energía, y estuve a punto de darme de bruces contra el suelo. Me apoyé en la pared y esperé que así todo dejara de dar vueltas.

—¡Maestro Link! —exclamó Pay, alarmada—. ¿Qué... qué hacéis?

No respondí. Di un paso, y luego otro, hasta alcanzar la puerta.

No llegué demasiado lejos. Impa me encontró cuando no había bajado ni siquiera la mitad de escaleras.

—¡Link! Por Hylia, ¿qué demonios te crees que haces?

—Impa... —gruñí—, tengo que salir de ahí.

Ella me observó con el ceño fruncido durante unos interminables instantes. Luego, para mi desconcierto, comenzó a reír.

—Sabía que esto pasaría tarde o temprano —dijo entre carcajadas—. Eres incorregible, lo sabes, ¿verdad?

Resoplé, tratando de no sonreír.

—Tienes que descansar un poco más, ¿entiendes? —prosiguió Impa—. Tus heridas se están curando bien. No quiero arriesgarme a que vuelvan a abrirse.

Desvié la vista y suspiré. Discutir no valdría la pena. Sabía que no me quedaba otra opción que resignarme y aceptarlo.

—Así me gusta. —Me dio palmaditas en el brazo bueno—. Ahora vuelve arriba.

Obedecí y subí las escaleras. Alguien había avivado el hogar de la habitación, aunque Pay ya se había marchado. Me dejé caer sobre la cama con un gruñido, me cubrí con las mantas hasta la punta de la nariz y escuché el crepitar del fuego hasta dormirme.

Los días pasaron con una lentitud asombrosa. Siempre ocurría lo mismo: comía, dormía, me cambiaba las vendas del brazo y pasaba el resto de la tarde sin hacer nada. Era desquiciante. Acabé suplicándole a Impa que me dejara salir o, de lo contrario, perdería la cordura y Hyrule se quedaría sin héroe. Ella rio, pero no me dio ninguna respuesta.

Y, una maravillosa mañana, me despertó con unas sacudidas en el hombro y susurró:

—Hoy te dejaré salir de aquí, pero tendrás que quedarte en casa. No me fío de lo que harías si te dejara ir afuera. Puedes visitar a la princesa si así lo deseas.

Sonreí, le di las gracias al menos una veintena de veces, la abracé y me puse en pie de un salto. Me deshice de la sencilla camisa que había llevado durante aquellos días y me vestí con la túnica azul que Zelda había hecho para mí cien años atrás. Supuse que a ella le gustaría volver a verme así. La habían arreglado, cosiendo las roturas y lavando las manchas de sangre.

Me puse las botas y, por último, me até el pelo para que no me cayera todo el rato sobre los ojos. Mis heridas se estaban curando bien, aunque con más lentitud de lo que me hubiera gustado, por lo que pasaría un largo tiempo con vendas en el brazo y alrededor de la cabeza.

Una vez hube terminado, salí por fin de la habitación, cerrando la puerta tras de mí.

La casa de Impa contaba únicamente con tres habitaciones. La mía estaba en un extremo del pasillo, y la de Zelda, en el extremo contrario. Las estancias que compartían Impa y Pay se encontraban justo en el medio.

Crucé el pasillo y me detuve frente a la puerta. El corazón me latía con fuerza, retumbando en mis oídos. ¿Qué haría cuando la viera? ¿Qué haría ella cuando me viera a mí? ¿Qué le diría? ¿Debía sonreír? ¿Llorar? ¿Abrazarla?

Inspiré hondo, me convencí de que todo iría bien, y di unos golpecitos en la madera con los nudillos.

Esperé, pero no recibí respuesta. De modo que me armé de valor y entreabrí la puerta despacio.

—¿Zelda? —susurré—. ¿Puedo pasar?

De nuevo, el silencio fue la única réplica.

Me atreví a alzar la vista para examinar la habitación. Era muy parecida a la mía, exceptuando que la de Zelda era un poco más amplia y poseía más ventanas. La luz del sol se colaba por los cristales y llenaba la sala de color y claridad. Había un espacio para encender el fuego y, junto a la cama, habían colocado una mesita.

Alguien había dejado un jarrón repleto de flores encima de la mesa, por lo que la habitación desprendía un dulce aroma que me llevó de vuelta a cien años atrás, a aquellos días que pasaba al lado de Zelda en los campos verdes y rebosantes de vida de la Llanura de Hyrule.

Ella estaba sobre la cama. Di unos pasos más y vi que dormía. Me acerqué con sigilo y tomé asiento junto a su cama.

Era igual a como la recordaba. Le habían lavado el pelo, y sus mechones habían recuperado su antiguo brillo. Le caían por los hombros como una cascada de oro. Su rostro estaba bañando por la luz del sol, aunque mi corazón se encogió cuando advertí la casi enfermiza palidez de su piel.

Sentí una punzada de culpabilidad. Quizá, si me hubiera dado prisa, si hubiera sido más rápido, ella no estaría así. No tendría que verla tan... tan débil. Tan exenta de calor.

Suspiré mientras acariciaba su mano. Lo importante era que ella respiraba, que todo había acabado y que se recuperaría.

—Hola...

Su susurro ronco hizo que me sobresaltara. Alcé la vista, y sus ojos verdes me devolvieron la mirada.

—Hola —susurré de vuelta.

Una sonrisa apareció en su rostro.

—Estás aquí.

—Estoy aquí.

—Estás... estás aquí de verdad.

—Estoy aquí de verdad.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—¿Estamos en casa? —me preguntó—. ¿En... Hyrule?

—Estamos en casa —asentí yo—. En Hyrule. En Kakariko.

—¿Kakariko...?

—Te dije que te llevaría aquí, ¿recuerdas?

Ella frunció el ceño, pero acabó asintiendo tras unos instantes. Luego alzó la vista y sus ojos escudriñaron mi rostro. Le sostuve la mirada, a la espera.

—Tienes... —empezó, y supe que se había fijado en las vendas de mi cabeza—. Diosas, es verdad. Tenías heridas. —Alzó una mano temblorosa para apartarme el pelo de la frente—. ¿Estás bien? ¿Están curándose bien?

—Estoy bien —le aseguré. Cogí su mano, que temblaba peligrosamente sobre mi cabeza, y la dejé de nuevo encima de las mantas. Ella hizo una mueca. Comprendí que no estaba del todo convencida—. Te lo prometo —añadí.

El fantasma de una sonrisa cruzó su rostro.

—Eres tan testarudo y humilde como hace cien años, Link.

Sentí que enrojecía.

—No te preocupes por mí —murmuré—. ¿Cómo te encuentras?

—Me... me duele la cabeza —respondió—. A veces todo da vueltas.

—Se te pasará, te lo prometo.

—Link... —susurró ella. Me miró con aquellos ojos verdes que siempre parecían brillar—. Link, ¿de verdad...? ¿De verdad me recuerdas?

—Claro que te recuerdo. Te dije que nunca podría olvidarte.

—Así que ¿recuerdas cuando te nombré mi escolta?

—Sí.

—¿Recuerdas lo que pasó en el desierto? ¿Cuando me escapé?

—Sí.

—¿Recuerdas cuando quise que te comieras una rana?

Sonreí al recordarlo, y Zelda debió hacer lo mismo, porque ella también sonrió.

—Sí.

—¿Y... y cuando me comportaba de forma horrible contigo? ¿Eso también lo recuerdas? —preguntó, y vi que su sonrisa desaparecía poco a poco.

Rocé el dorso de su mano con cuidado.

—Lo recuerdo —contesté—. Han pasado más de cien años, Zelda. Eso ya está más que olvidado.

—¿De verdad?

—De verdad.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro.

Zelda asintió, satisfecha, aunque no dijo nada más. El silencio reinó en la habitación durante un largo rato.

Hasta que ella se aferró a mi mano de pronto, con tanta fuerza que estuve seguro de que me haría daño.

—Prométeme que no volverás a marcharte —me pidió con urgencia.

—No tengo pensado volver a marcharme.

Eso hizo que el agarre en mi mano se suavizara. Me contempló de forma extraña. Y algo en su mirada consiguió acelerarme el corazón.

—Quédate —susurró poco antes de cerrar los ojos.

Fui a replicar, pero ella ya se había dormido. De modo que mi respuesta fue arroparla con las mantas y sujetar su mano con más fuerza.