LINK
—Aquí tenéis, princesa.
Pay dejó la pila de libros sobre la mesa. Aunque mantenía la vista clavada en el suelo, pude distinguir el tono rojizo de sus mejillas. Si ya le incomodaba mi presencia, no podía imaginar cómo sería para ella que Zelda estuviera allí también.
—Gracias —sonrió Zelda—. Oh, y llámame solo por mi nombre, Pay.
—P-princesa, yo...
—Zelda.
—Z-Zelda... Será mejor que me marche. Maestro Link. —Se inclinó en mi dirección y se apresuró a abandonar la habitación.
—¿Ella es siempre así? —me preguntó Zelda una vez los pasos de Pay se hubieron perdido por el pasillo.
Me encogí de hombros.
—Siempre ha sido así conmigo.
Zelda resopló.
—Ya, pero es que tú eres tú.
Alcé una ceja.
—¿Qué significa eso?
Ella se tomó su tiempo para contestar. Cogió uno de los libros y hojeó las primeras páginas. Por último, se acomodó sobre la cama y dijo:
—Ella creció escuchando historias sobre ti. Verte aparecer debió ser... sorprendente. Y, Link, ¿de verdad me vas a hacer decirlo?
—¿Decir el qué?
Resopló de nuevo.
—Eres joven y fuerte. Sabes utilizar la espada y siempre estás yendo de un lado a otro. Por Hylia, eres el último caballero hyliano que queda y encima eres... eres estúpidamente atractivo. ¿Cómo no iba a comportarse de esa forma?
Esbocé una sonrisa estúpida. Estúpida. ¿Por eso Zelda decía que era estúpidamente atractivo?
—¿Creéis que soy estúpidamente atractivo, princesa?
—¿Eso es todo lo que se te ocurre preguntar? —Mi sonrisa se hizo más amplia. Zelda negó con la cabeza—. No he dicho que yo te considere estúpidamente atractivo.
—Lo sé —repliqué—. Pero ¿crees que lo soy?
—No tienes remedio —gruñó ella—. Oh, Link, tan solo mírate en un maldito espejo.
Luego metió la nariz en sus libros, dando la conversación por zanjada.
—Estúpidamente atractivo —murmuré, incrédulo—. Diosas...
Zelda me dirigió una mirada fulminante por encima de su libro.
Estaba recuperándose con una rapidez sorprendente. Dormía mucho y comía muy poco porque, según ella, ingerir alimentos con normalidad tan pronto no le haría ningún bien a su cuerpo. De modo que comía en cantidades pequeñas, mordisquito a mordisquito.
Lo bueno era que ya no estaba tan pálida. Su rostro había recuperado su antiguo color, aunque, en mi opinión, necesitaba sentir los rayos del sol y la brisa fresca. No había nada mejor que eso. Zelda se había mostrado de acuerdo, y ambos se lo habíamos dicho a Impa una tarde, pero la anciana se había negado en rotundo.
—Sois los dos igual de testarudos —había refunfuñado.
Impa se había volcado en nuestro bienestar y nuestra recuperación. Le agradecía que cuidara de nosotros y, no obstante, también creía que, en ocasiones, se excedía.
O quizá solo se preocupaba por nosotros. El día en que Zelda había visto a Impa por primera vez después de un siglo, ambas se habían mirado fijamente a los ojos y luego, sin mediar palabra, se habían abrazado entre sollozos. Yo había abandonado la habitación con sigilo. Había podido escuchar sus susurros ahogados a través de las paredes del pasillo.
—¿Princesa? ¿Link? ¿Puedo pasar? —dijo de pronto una voz que reconocí como la de Impa.
Zelda le dio el permiso para entrar, y la anciana se asomó tras la puerta. Solía visitar cada día.
—¿Cómo os encontráis hoy, alteza? —quiso saber mientras tomaba asiento a mi lado.
—Mejor. Ya no me duele la cabeza. Link me ha estado ayudando a ponerme de pie y a andar, ¿sabes? Dimos diez vueltas al pasillo ayer mismo.
—Tened cuidado —fue su simple réplica. Nos lanzó a ambos una mirada de advertencia. En especial a mí, por desgracia.
Yo no respondí; me limité a cruzarme de brazos con una mueca de fastidio. Impa negó con la cabeza, aunque una pequeña sonrisa había aparecido en su rostro.
—Contadme cómo fue vuestra batalla contra el Cataclismo, por favor —nos pidió, puede que para cambiar de tema.
Aquello no me sorprendió y, a juzgar por la expresión impasible de Zelda, a ella tampoco. Llevaba esperando aquella petición desde que llegamos a Kakariko; sabía que, tarde o temprano, Impa querría estar al tanto de todos los detalles de lo que había sucedido aquel maravilloso día, en el castillo. Incluso tenía la impresión de que la anciana había estado retrasando el momento adrede, quizá a la espera de que Zelda se recuperara.
Ella me miró de reojo antes de preguntar:
—¿Qué quieres saber?
—Todo —rio—. ¿Cómo era ese monstruo? ¿Cómo le derrotasteis?
—Supongo que Link te sabrá responder a eso mejor que yo.
Fruncí el ceño y le dirigí una mirada fulminante. Odiaba ser el centro de atención, y ella lo sabía mejor que nadie. No obstante, Zelda solo sonrió y se acomodó en sus almohadas.
Tomé aire y carraspeé.
—El Cataclismo era... muy grande. Enorme. Era tan grande como tu casa, Impa. No era más que malicia y restos de vuestra tecnología ancestral.
—En ese caso, esa tecnología ya no nos pertenecía. Estaba bajo el control del Cataclismo, no el nuestro.
—Es verdad —murmuré, y sentí que mi rostro entero enrojecía. ¿Qué había dicho? ¿Qué había insinuado? ¿Y si Impa se lo había tomado como una afrenta hacia su pueblo? Por cosas como aquella prefería mantener la boca cerrada y dejar que otros con mayor habilidad para las palabras hablaran por mí—. Lo siento.
—No hay nada por lo que tengas que disculparte, muchacho. Continúa.
—Oh. Vale. —Carraspeé de nuevo—. Supongo que no hay mucho más que contar. Yo solo hice mi trabajo.
Zelda chasqueó la lengua de repente.
—Por Hylia, me pones de los nervios —dijo con el ceño fruncido—. El enfrentamiento fue debajo del Bastión Central. Nunca había visto ese lugar. Ni siquiera sabía que existía.
—¿Cómo era?
—Horrible —fue mi respuesta.
—Era circular. En las paredes había símbolos sheikah, de esos que parecen constelaciones. No sé cómo pudiste enfrentarte a ese monstruo allí. Era muy pequeño —fue la respuesta de Zelda.
Me encogí de hombros.
—Y Link... Tendrías que haberlo visto, Impa —continuó—. Miró al Cataclismo a la cara, sin miedo. Nunca he visto a nadie moverse tan rápido. Era... era sangriento pero bonito a la vez, ¿sabes? Pero estaba segura de que ganaríamos porque me di cuenta de que él sabía lo que estaba haciendo. Nunca mostró miedo. Ni siquiera una pizca de aprensión.
—No fue para tanto —musité—. Y sí tenía miedo. Mucho.
—Acabó con él, Impa —prosiguió Zelda, ignorando mis protestas—. Acabó con el Cataclismo, y solo había sufrido unas pocas heridas. Y no se quejó ni una sola vez, incluso cuando lo llevé a la Llanura de Hyrule para enfrentarse a Ganon otra vez.
—¿Otra vez? —repitió Impa con los pequeños ojos rojizos muy abiertos—. ¿Os enfrentasteis dos veces a ese monstruo?
—Me temo que sí. El Cataclismo logró que su poder y su malicia tomaran forma una última vez.
—Era un jabalí —intervine a la desesperada. Tenía que decir algo. Solo para probar que yo también había estado en la Llanura de Hyrule aquel día—. Era muy grande.
Zelda asintió, apoyando mis palabras.
—Link no podía atacarlo con la Espada Maestra, así que le di el Arco de Luz.
—El mejor que he usado nunca.
Me dirigió una rápida mirada. ¿Sus mejillas tenían un ligero tono rojizo o eran solo imaginaciones mías?
—El Arco de Luz es una reliquia sagrada. Estoy segura de que sabes de qué te hablo. Link le disparó, y luego voló, voló, Impa, y disparó una última vez justo donde el Cataclismo concentraba toda su malicia. Yo utilicé mi poder para sellarlo, y ahora estamos aquí.
—No volé —conseguí mascullar.
—Pues fue como si volaras.
—¿Por qué no valoras lo que hiciste?
Zelda frunció el ceño, confusa.
—¿A qué te refieres?
Resoplé y me dirigí a Impa.
—Fue lo más impresionante que he visto nunca, Impa. Apareció de la nada, y brillaba. Ni siquiera parecía hyliana. Era... era... Tendrías que haberla visto.
—No seas tan dramático.
—Sabes que no lo estoy siendo, Zelda.
—Oh, Link, tú eres el primero que nunca valora lo que hace.
—Porque yo solo hice lo que tenía que hacer.
—¿Lo ves? Ahí está otra vez.
—Diosas, ¿de verdad vamos a tener esta discusión ahora?
—Sí, porque eres un idiota testarudo demasiado humilde para aceptar las cosas increíbles que hace.
Abrí la boca para replicar, pero Impa me detuvo.
—Suficiente —sentenció—. No puedo creer que estéis discutiendo como dos críos.
Resoplé y me crucé de brazos, dispuesto a encerrarme en un silencio hosco. Era mejor así. Debería haber mantenido la boca cerrada desde el principio.
Ninguno dijo nada durante un rato.
—¿Por qué no sales a tomar el aire? —me sugirió Impa al fin.
Sin pensar en lo que hacía, me puse en pie y salí de allí. Recorrí el pasillo hasta llegar a mi habitación. Una vez dentro, me di cuenta de que no estaba enfadado. Sus palabras ni siquiera me habían ofendido. Así que acababa de enzarzarme en una discusión estúpida y carente de sentido.
Llevaba demasiado tiempo encerrado en la casa de Impa.
Me cubrí con la capucha y cogí la Espada Maestra antes de irme. Descendí las escaleras de dos en dos y, abajo, abrí las pesadas puertas de madera.
Pese a que el sol ya estaba escondiéndose tras las montañas, la aldea bullía de actividad. Los sheikah aún tenían los comercios abiertos. Algunos se ocupaban de sus huertos de calabazas. En Kakariko no había tantos campos de cultivo como en Hatelia, pero seguía siendo una parte importante del comercio sheikah.
Los guardias apostados al pie de la escalinata inclinaron la cabeza al verme. Impa me dejaba salir de su casa desde hacía una semana, por lo que ya no me cerraban el paso cada vez que conseguía escaparme.
Había un grupo de niños jugando cerca de la efigie de la Diosa Hylia. Al pasar, se detuvieron en seco y se me quedaron mirando con los ojos muy abiertos. Opté por fingir que no me había dado cuenta.
Fui hacia un rincón apartado de la aldea. Allí no molestaría a nadie. Permanecí bajo la sombra de un árbol solitario. Tenía el tronco duro y robusto. Supuse que llevaría muchos años en Kakariko.
Sabía que aquellos niños me habían seguido. Me contemplaban como si fuese un animal raro y exótico. Sonreí para mis adentros, y descubrí que no me importaba que miraran. No, ya no. Despacio, desenvainé la Espada Maestra. El sol del atardecer reflejó brillos anaranjados en el acero. Ellos dejaron escapar exclamaciones ahogadas, y también escuché susurros emocionados.
Contemplé la hoja, blanca e impoluta. No había empuñado la espada desde el día en que derrotamos al Cataclismo. Había echado de menos su peso familiar en la mano.
Cerré los ojos, percibiendo el poder que dormía en el interior del arma. Poco a poco se trasladó hasta mi brazo y, por el agradable cosquilleo que me transmitió, supe que ella también me había echado de menos a mí.
El filo hendió el aire con un silbido. Oí murmullos de nuevo, pero en esa ocasión sonaban lejanos, muy lejanos.
Por unos maravillosos instantes, todo desapareció. Solo estábamos yo, la espada y su inmenso poder. Nada más. Diosas, estaba hecho para eso; para empuñar una espada y proteger lo que me rodeaba, y no para mantener conversaciones profundas o discutir con una princesa que era diez veces más inteligente que yo. La espada era lo único que se me daba bien. Se me había dado bien desde el principio.
"El arte de la espada es como los bailes de la corte. El acero y tú debéis ser uno. Uno solo. Nunca lo olvides."
Me detuve en seco. Miré a mi alrededor, pero no había nadie. ¿Habría sido la voz de la Espada Maestra?
No. No podía haber sido ella. El acero no sonaba tan real. Tan natural. Y, además, aquella voz me había resultado familiar. Demasiado familiar. Intenté recordar por qué, pero mi memoria se resistía a ayudarme.
—¡Maestro Link!
Alcé la vista y vi a seis niños corriendo en mi dirección. Había olvidado por completo que estaban allí. Debía haberles parecido un idiota. O un loco.
—¡Eso ha sido increíble, Maestro Link! —exclamó una niña al llegar a mi altura.
Vaya. Había estado equivocado. Resultaba que no me tomaban por un loco. Eso era bueno.
—¿Esa es la Espada Destructora del Mal? —preguntó otro niño.
—Lo es —asentí.
—¿La auténtica?
Me arrodillé frente a ellos y les mostré la espada. Sus ojos se abrieron de forma desmesurada.
—Si no fuera la auténtica, no podría haber derrotado al Cataclismo con ella.
Hubo más exclamaciones ahogadas.
—¿Derrotasteis al Cataclismo?
—¿Cómo era?
—¿Cómo lo hicisteis?
—¿Tenía pelo?
Se me escapó una carcajada. Ellos enmudecieron al oírme reír.
—Oh, Diosas, no. No tenía pelo.
—Así que, ¿es verdad? ¿Lo derrotasteis?
—Sí.
—Maestro Link —intervino un niño con timidez—, ¿el Cataclismo os hizo eso? —Señaló las vendas de mi cabeza.
Me llevé una mano a la zona herida y asentí. La cabeza ya no me retumbaba tanto ni me daba vueltas, pero aún estaba curándose. Impa solía aplicar un ungüento de hierbas antes de vendarla.
—¿Os estáis curando bien?
—Claro que sí. La señora Impa se encarga de eso.
—¿Y eso? —inquirió una niña, señalando las vendas de mi brazo—. ¿También os lo hizo el monstruo?
—Sí —asentí, flexionando los dedos quemados por la malicia—. Pero está curándose.
—¿Os duele?
Me encogí de hombros.
—A veces.
Abrió mucho los ojos.
—Mi padre dice que a los héroes no les duele nada.
Tuve que sonreír.
—Pues dile a tu padre de mi parte que, hasta donde yo sé, eso es mentira.
—¿De veras?
—De veras.
De pronto, sentí el familiar chispazo de la Espada Maestra. Me recorrió el brazo entero, desde la palma de mi mano hasta el hombro. Un niño soltó un siseo de dolor, y supuse que habría intentado tocar la espada.
Escuché el susurro del espíritu que dormía en su interior, y casi, casi, sonaba a reproche.
—¿Te has hecho daño? —le pregunté al niño.
—No —respondió él, aunque todavía observaba su mano con el ceño fruncido—. ¿P-por qué ha hecho eso?
—Porque la espada solo deja que el elegido la toque.
—Oh —murmuró.
Envainé la espada, sintiéndome algo culpable. Sin embargo, los demás niños no tardaron en bombardearme a preguntas de nuevo.
—¿La espada se rompe?
—No.
—¿Cuántos monstruos habéis matado?
—Cientos de miles.
—¿Es verdad que salvasteis a la princesa?
—Yo no he salvado a nadie —repliqué con el ceño fruncido—. Ella me salvó a mí. Yo solo la ayudé.
—¿Puedo decirle eso a mis padres?
—Puedes decírselo a quien quieras.
Los demás siguieron con su interrogatorio, y empecé a preguntarme de dónde sacaban tantas preguntas.
—¿Sabéis tirar con el arco?
—¿Quién os enseñó a usar la espada?
—¿Es verdad que la princesa es muy guapa?
Entonces decidí que era hora de irme.
—Esperad, esperad —intervine, y logré hacerme oír en medio de aquel caos. Ellos enmudecieron de golpe—. Os prometo que responderé a todas vuestras preguntas. Pero no hoy.
El silencio no duró demasiado; las protestas comenzaron a alzarse un instante después de que yo hubiera acabado de hablar.
—¿Por qué, Maestro Link?
—Porque la princesa me necesita. Y tengo que ir a visitar a alguien.
—¿A quién?
—A un conocido —fue mi respuesta—. Prometo que la próxima vez vendré con la princesa. Y contestaremos a todas y cada una de vuestras preguntas. ¿Qué os parece?
Algunos asintieron, mientras que otros empezaron a hablar en susurros emocionados sobre la princesa de Hyrule. Sonreí a medias y me alejé de allí sin mediar más palabra.
Avancé por las calles todavía embarradas debido a las lluvias de los últimos días. No había parado hasta hacía poco, y recordaba que Zelda me había pedido salir de la casa de Impa para poder ver la lluvia con sus propios ojos, según ella misma había dicho. Había sentido algo doloroso removerse en mi interior mientras le aseguraba que lo mejor sería que se quedase dentro. No quería que enfermara justo después de haber vuelto a la vida.
Me sentí idiota de pronto. No debería haberla tratado de aquella forma antes. Quizá había sido demasiado brusco. Ella estaba tan perdida como yo. No se había merecido mis reproches, eso lo sabía. Y aun así, me había enzarzado en una discusión carente de sentido con ella.
Caí en la cuenta de que la gente me miraba. Kakariko no era una aldea muy grande, pero seguía siendo el hogar de los sheikah. Y, pese a que muy pocos recordaran el Hyrule de hacía un siglo, las miradas estaban ahí todavía, sobre mí.
"Que miren," me dije. Ya no me importaba tanto como antes. Había aprendido a manejarlo y lo había vuelto a mi favor. No me escondía, porque no tenía nada que esconder.
De modo que anduve por la aldea, ignorando los susurros y cuchicheos. Ascendí una pequeña colina y llegué frente a la casa de Nin. Aún recordaba cómo había llegado allí por primera vez; perdido, empapado y muerto de frío. Muchas cosas habían cambiado desde entonces.
Di dos golpecitos en la puerta. Escuché pasos ahogados en el interior de la casa y, tras unos instantes de silencio, Shak apareció en el umbral.
Se me quedó mirando con los ojos muy abiertos. Me fijé en que tenía mejor aspecto que la última vez que le había visto.
—Hola —dije, porque fue lo mejor que se me ocurrió soltar.
—¿Qué haces tú aquí?
—Si no soy bienvenido, puedo marcharme.
Me contempló muy serio por unos instantes, y luego sonrió.
—Claro que eres bienvenido.
Se hizo a un lado para dejarme pasar. No me dio un abrazo ni me dijo lo mucho que me había echado de menos. A él no le gustaba ese tipo de cosas.
La casa de Nin era tal y como la recordaba. La de Impa era más grande, aunque ambas eran igual de cálidas. Nin me reconoció al instante.
—¡Oh, Link! —exclamó mientras se acercaba para abrazarme—. Me alegra verte sano y salvo.
Cuando se separó, no me pareció tan anciana como la última vez que la había visto.
—Ahora es el Maestro Link, mamá —dijo Shak. Lo miré y vi que sonreía.
Nin negó con la cabeza.
—No le hagas caso —me dijo—. Ven, siéntate. Oh, ¿qué te ha pasado en la cabeza? Y tu brazo... ¿Fue ese monstruo?
Yo solo asentí. Ella suspiró.
—Tengo un ungüento que puede ayudarte con eso.
—No hace falta. Impa ya se está encargando de todo.
—Oh, bien. —Calló por un momento, y luego puso su mano sobre mi hombro—. Si hubiera sabido quién eras desde el principio...
—No —la interrumpí—. No pasa nada.
—Shak me contó lo que hiciste por nosotros —dijo, y de pronto había lágrimas en sus ojos—. Si hay alguna forma de recompensártelo, no dudes en decírmelo.
—No quiero nada —le aseguré.
—¿Nada de nada?
—Nada de nada.
Ella sonrió.
—Eres demasiado bueno, Link. —Alzó la vista antes de que yo pudiera responder para dirigirse a Shak, que parecía incómodo al otro lado de la habitación—. No te quedes ahí, Shak. Siéntate con nosotros.
Shak obedeció y tomó asiento junto a su madre. Comprobé con alegría que su relación no era tensa. Eran madre e hijo, y se comportaban como tal. Nin me habló de las calabazas que había cultivado y del revuelo que había causado en la aldea el hecho de que la princesa y yo estuviésemos en Kakariko.
—Todo el mundo habla de vosotros —me confió—. Sobre todo quieren ver a la princesa. Quieren saber si las leyendas son ciertas, ¿me entiendes? Se oyen muchas cosas sobre vosotros dos.
Enrojecí sin poder remediarlo. Shak soltó una carcajada, pero tuvo piedad y no se burló de mí. Al cabo de un rato, Nin se despidió diciendo que tenía que ir a cuidar de sus calabazas, y yo decidí que era hora de marcharme. Shak me acompañó hasta la puerta.
Ninguno dijo nada por un momento. Luego, Shak me miró y rompió el silencio.
—Así que no mentías, ¿eh?
—Yo nunca miento.
Contempló la empuñadura de la Espada Maestra.
—¿Es la de verdad? —me preguntó.
Desenvainé la espada, porque sabía que Shak se moría de ganas de verla, aunque nunca me lo pediría. El acero emitió destellos anaranjados, y él la observó con los ojos muy abiertos.
—¿Quieres cogerla? —le pregunté, como si la espada fuera un bebé.
—Solo el elegido puede...
—Son solo cuentos —le aseguré mientras se la tendía.
Él asintió. Me preparé para el extraño chispazo que me recorrería el brazo entero. No obstante, cuando Shak rozó la empuñadura, lo que percibí fue una sensación ardiente, como si hubiera tocado algo al rojo vivo. Aunque, de alguna forma inexplicable, seguía sin ser doloroso. Supe que el espíritu se había enfadado. Su poder se removía bajo mi mano.
Shak se frotaba el brazo con el ceño fruncido.
—¿Qué te crees que haces?
Estallé en carcajadas.
—¿De qué te ríes?
—De nada.
Shak me observaba de la misma forma que lo haría un moblin a punto de abalanzarse sobre mí. Por suerte se contuvo.
—¿Le hace eso a todo el mundo?
—A todos menos a mí. Y a la princesa —respondí una vez me hube calmado.
—Eres un idiota.
—Tú también.
Resopló, pero no dijo nada más. Tras unos instantes en silencio, me atreví a hablar de nuevo.
—Me alegro de que estés con tu madre.
Él asintió despacio.
—Al principio fue... fue difícil, pero luego mejoramos.
Silencio otra vez.
—Tengo que irme ya. La princesa se estará preguntando dónde estoy —añadí con una mueca.
Sonrió con algo parecido a la picardía.
—La princesa, ¿eh?
Contuve un gruñido y eché a andar hacia el camino.
—No seas imbécil.
Shak soltó una carcajada.
Regresé por donde había venido hasta llegar a la casa de Impa. Una vez dentro, me encontré a la anciana sentada en sus cojines. Alzó la vista al percatarse de mi presencia.
—Empezaba a pensar que habías decidido huir —dijo con una sonrisa.
Yo solo resoplé.
—¿Está despierta?
—La última vez que estuve en su habitación, sí.
Subí las escaleras sin mediar más palabra.
Crucé el pasillo y me detuve frente a su puerta. Fruncí el ceño de la manera más peligrosa que pude, porque sabía que eso la haría reír. Luego llamé, y ella no tardó en darme el permiso para entrar.
Abrí la puerta y me atreví a mirarla. Seguía en su cama, con mejor aspecto que antes. Ella me devolvió la mirada. Me pareció que sonreía. Pensé que eran imaginaciones mías hasta que se le escapó una risita. Y luego otra, hasta empezar a reírse a carcajadas.
—Tienes cara de estar enfadado —consiguió decir entre risas.
Aquello me hizo soltar una risotada a mí también. Me senté a su lado, en el borde de la cama.
—Lo de antes fue estúpido —me dijo una vez se hubo calmado.
—Lo fue —asentí yo.
—Siento mucho si te hice sentir incómodo o algo así.
—Yo también lo siento.
—¿No estás enfadado?
La contemplé por un instante, incrédulo, y luego solté una carcajada.
—¿De verdad crees que me enfadaría por esa tontería?
Ella se encogió de hombros, aunque vi que sonreía.
—No lo sé. Creo que te llamé...
—Idiota testarudo —terminé por ella.
—Eso es. Idiota testarudo. ¿Eso no te duele?
—En el alma, princesa.
Rio de nuevo.
—No me gusta discutir contigo.
—Eso no es discutir —resoplé.
—Me da igual. No quiero que discutamos más, ¿vale?
—Vale —murmuré—. Pero no prometo nada.
