Hay momentos que deberían ser eternos

Por suerte, la avería de la cámara frigorífica del restaurante es fácil de arreglar, por lo que a las cinco de la tarde ya está solucionado.

Sin embargo, me siento rara. Desde que me he despedido de Edward no puedo dejar de pensar en él. Y más sabiendo que esta noche cena con una tal Lorena.

De nuevo nos hemos despedido sin darnos los números de teléfono.

Pero ¿en qué siglo vivimos?

Por lo general, cuando ligo con un tío, lo segundo que solemos hacer es pedirnos los teléfonos para contactarnos por WhatsApp.

Pero en este caso no es así y, oye, como que de pronto eso me molesta.

¿Por qué no me lo ha pedido en todos los días que llevamos viéndonos?

Estoy pensando en ello cuando oigo que se abre la puerta del restaurante y Nina dice sonriendo:

—Jefa..., ¿puedes salir un momento?

Tras lavarme y secarme las manos, salgo a la sala y veo a un chico con un precioso ramo de flores rosáceas.

—Pregunto por la bruja Isabella —oigo que dice.

Sonrío divertida. Cojo el ramo que él me entrega y, tras darle una propinilla, el muchacho se va.

Como una tonta, miro las flores.

Hacía siglos que un hombre no me enviaba algo así.

—No me digas que son del doctorcito —cuchichea Nina.

De pronto, la impaciencia me puede y, tras buscar la tarjetita, la encuentro y al abrirla leo:

Mi querida bruja: Pensaba regalarte una flor, ¿y qué mejor que la belladona, tan utilizada en los aquelarres?

Edward

P. D. Sé que no te gustan las gilipolleces románticas, pero si no lo digo reviento. Pienso en ti, y espero volver a encontrarme contigo para borrar de tu boca la palabra no.

Sonrío como una tonta tras leer eso, y Nina, que está a mi lado, pregunta:

—¿Son suyas?

Sin dudarlo asiento y le enseño la notita. Ella la lee. Sonríe a su vez y rápidamente dice:

—Por lo que intuyo, ha visto tu tatuaje...

Asiento. Nina y yo nos contamos muchas cosas.

—¿Y qué haces que no lo llamas por teléfono? —suelta a continuación.

—No lo tengo.

—¿Qué no tienes? —Su teléfono.

Ella me mira boquiabierta.

—¿Y por qué?

—No lo sé —respondo y, viendo que me mira sorprendida, indico —: Sabemos dónde trabaja cada uno, pero nada más.

Nina asiente sin dar crédito. Creo que no entiende nada...

Entonces, mirando la hora, me quito la chaquetilla de chef, se la doy junto con las flores y digo:

—Antes de que arranque el servicio de noche estaré de vuelta.

Ella sonríe. Y, tras coger mi bolso y mi abrigo, camino hacia mi coche mientras me fumo un cigarrito.

Por suerte, y a pesar de que es viernes, el tráfico en Nueva York no está colapsado, y cuando llego al hospital y aparco, cojo aire. Voy a entrar en un sitio cuyo olor me molesta profundamente, pero sin dudarlo me dirijo a la recepción y pregunto por él.

La chica que atiende el mostrador me informa:

—La consulta del doctor Cullen está en la tercera planta, pero hoy no atiende visitas porque es día de operaciones.

¿Operaciones? ¿Qué operaciones? La muchacha, al ver mi gesto, enseguida sugiere:

—Si quiere puedo buscarle hora con él, pero desde ya le digo que el doctor Cullen tiene la agenda muy apretada este mes y tenemos prohibido dar citas para el mes que viene sin consultarle.

Sin saber por qué, asiento y ella, mirando al compañero que tiene al lado, dice:

—Jesús, mírame desde ese ordenador las citas del doctor Cullen.

—¿El cirujano oncólogo? —pregunta aquel.

—Sí —afirma la muchacha.

Alucinada, no me muevo. ¿Ha dicho «cirujano oncólogo»?

¿Resulta que es cirujano oncólogo?

Uf..., creo que me falta el aire.

Saber eso me sorprende, por no decir que me deja muerta. Y, al mirar hacia el ascensor, este se abre y de pronto lo veo. Va vestido con una especie de pijama azul. Al verme, sonríe y le indica a un hombre que lo acompaña y va vestido igual que él:

—Pide dos cafés para llevar.

El otro asiente y, cuando Edward se acerca a mí, ignorando a la chica de recepción, que no me quita ojo, agarro a Edward del brazo, me lo llevo a un lado en busca de intimidad y pregunto:

—¡¿Cirujano oncólogo?!

Él asiente.

Creo que lo sorprende mi asombro, y cuchicheo:

—¿Cómo no me diste un puntito en la boca?

Él sigue mirándome boquiabierto.

—¿De qué hablas?

Horrorizada, tomo aire y explico:

—La noche que te invité a cenar en mi restaurante te hablé acerca de la tensión que supone a veces mi trabajo sin saber que tú... que tú...

Edward sonríe, pone un dedo sobre mis labios para que me calle y aclara:

—Me hablabas de tu trabajo y de tus tensiones. —No sé qué decir. Me siento fatal, y añade—: Cada empleo tiene sus tensiones. Y, sí, el mío las tiene, como el tuyo y el de media humanidad.

Vale, sé que tiene razón. Tensiones tenemos todos, hasta el conductor de un autobús. Pero, joder, por mucho que me guste mi oficio, me resulta bastante difícil comparar hacer un buen plato con salvar una vida.

Nos miramos en silencio. Como siempre, veo en sus ojos ese algo especial en él. No es un hombre engreído. Aun siendo tan joven y cirujano, no se cree mejor ni superior a nadie, y, dispuesta a hacer lo que he venido a hacer, dejando a un lado lo anterior, de lo que ya hablaremos en otro momento si se da el caso, pregunto:

—¿Belladona?

Él asiente y, tras tomar aire, dice con gracia:

—No creas que ha sido fácil buscar flores para una bruja. Debía elegir entre el estramonio, la mandrágora, el beleño, la amapola... Al final, cuando me he enterado de que la belladona era la favorita de las brujas por su poder narcótico, me he decidido por esa.

Sorprendida por lo que cuenta, no sé qué decir; finalmente los dos sonreímos y yo, sin apartar mi mirada de la suya, respondo:

—Eres increíble.

—Tú también.

—Gracias por las flores. De verdad, son preciosas.

Edward sonríe, uf..., esa sonrisa me vuelve loca, y susurra:

—Por cierto, hablando de las flores... Leí que la belladona acelera el pulso, y debes saber que eso es justo lo que me pasa a mí cuando te veo...

Madre mía... ¡Madre mía!

¿En serio me está diciendo algo tan increíblemente romántico?

¿A mí?

No sé qué contestar.

No sé qué hacer.

No estoy acostumbrada a este tipo de cosas y, ni corta ni perezosa, pregunto al darme cuenta de que ni siquiera ya noto el olor a hospital:

—¿Puedo besarte?

Veo en su rostro que está sorprendido, pero sin dudarlo afirma:

—Tanto como quieras.

Y, sin más, sin importarme si nos miran o no, me acerco al hombre que me hace sonreír como una tonta y, aproximando mis labios a los suyos, lo beso con pasión.

Un beso, dos..., y al oír aplausos a nuestro alrededor, de pronto lo suelto y, roja como un tomate, veo que varias personas, muchas de ellas empleadas del hospital, nos aplauden sonriendo. La chica de la recepción no cabe en sí del asombro, y yo me siento como Bridget Jones.

¡Dios, qué vergüenza!

Edward se lo toma con humor. Bromea con aquellos y, cuando finalmente se han, pregunta mirándome:

—¿Te ocurre algo? ¿Cómo es que has venido al hospital?

—Yo también deseaba encontrarme contigo —afirmo sorprendida por su pregunta.

—¿Solo has venido a verme?

—Sí.

Madre mía..., madre mía..., ¡lo que acabo de decir!

Él asiente y, acto seguido, musita complacido:

—Me gusta ese «sí».

Ambos reímos y, consciente de lo que he dicho, añado:

—Pensé en enviarte flores, pero no sabía cuáles serían las más adecuadas para un cirujano oncólogo…

Su sonrisa se ensancha.

La mía intuyo que también, pero entonces le suena el busca que lleva en el bolsillo y, tras mirarlo, dice:

—Tengo una operación programada para dentro de una hora y debo prepararme.

Asiento. Y, antes de que pueda decir nada, añade:

—¿Qué te parece si esta noche paso a buscarte por el restaurante?

Parpadeo sorprendida, e incapaz de callar suelto:

—Antes has dicho que tenías una cita con Lorena.

Edward afirma con la cabeza. Sabe que llevo razón y, cogiéndome la mano, contesta:

—Y la tengo.

—¡¿Entonces...?!

—¿Quieres que pase o no? —insiste sonriendo.

Asiento feliz. ¡Claro que quiero!

—¡Edward!

Al oír su nombre, ambos nos volvemos. Es su compañero, el que lleva el pijama azul como él, que le enseña un vasito de café.

Él asiente y, antes de que yo me mueva, acerca sus labios a los míos, me da un cálido beso que me sabe a pura vida y dice:

—Hasta esta noche..., bruja.

Y, dicho esto, se da la vuelta, coge el café que le entrega su compañero y ambos desaparecen en el ascensor.

Como en una burbujita de felicidad y placer, así me quedo. Joder, tengo cuarenta y tres años y me siento como una chiquilla de veinticinco. Eso tan especial que sucede a veces ¡me está ocurriendo a mí!

Tengo una nueva cita con Edward. Esta noche pasará a recogerme por el restaurante, y yo no puedo estar más feliz.