La Venganza del Heredero y la Traición de la Marquesa
Valmont Riddle
Capítulo 7: Caitlin Griffiths
Sobre la campiña inglesa, al sur de Londres, una lechuza parda volaba a toda velocidad. Durante el viaje el viento le había sido favorable, gracias a lo cual iba a llegar a su destino tres horas antes de lo planeado. En sus patas llevaba un sobre grande de papel. La dirección estaba escrita en tinta esmeralda. La lechuza distinguió una casa entre el campo, y giró suavemente su cabeza hacia ella. En picada descendió hasta la puerta y dejó caer el sobre, el cual golpeó fuertemente la puerta con un ruido sordo. La lechuza se posó en las escaleras del porche y esperó.
A poco más de un kilómetro de distancia, un grupo de tres mujeres regresaba a pie a su casa. Una de ellas era ya una anciana, que cargaba con seguramente con setenta años, pero aún conservaba un aspecto entero. A su derecha caminaba una mujer más joven, por los rasgos era evidente que se trataba de su hija. Ella, a diferencia de su madre que tenía el cabello cano, conservaba su rubia cabellera, su blanca piel no tenía arrugas y sus verdes ojos no se veían cansados. Frente a ellas dos caminaba una niña de unos diez años, quizá once. Su cabellera era negra, su piel, tan blanca como la de su madre, sus ojos azules eran casi los de su abuela, pero sus facciones no tenían el mínimo parecido al de aquellas dos mujeres con las que caminaba.
Era extraño, pues los miembros de su familia eran muy parecidos los unos a los otros, y sin embargo no se parecía ni a su madre ni a su abuela.
Ellas caminaban hacia una casa en medio del campo, guardaban silencio, pues las tres ya venían cansadas de caminar, lo cual evidenciaba que haber contratado trabajadores en los campos había vuelto casi nula su condición física. Todo porque algo había herido a los bagthas. Probablemente habían sido las sanguijuelas que en el río abundaban por aquellas épocas del año.
Ya habían casi llegado a la casa cuando vieron a una lechuza salir volando de las escaleras del porche. La niña se quedó plantada mirando el vuelo de la lechuza mientras su madre y su abuela caminaron hacia la puerta de la casa. La anciana recogió el sobre que la lechuza había dejado y, luego de mirarlo fijamente, lanzó una mirada cómplice a su hija. Después, ambas miraron a la niña que aún contemplaba la lechuza. La anciana se guardó el sobre y junto con su hija entró a la casa. La niña aún miró el punto en el cielo que quedaba de la lechuza y entró a su casa.
Su madre y su abuela habían entrado a la cocina y cerrado la puerta, lo cual la niña entendió como plática privada. Subió las escaleras hasta llegar a su habitación. Pero en cuanto puso un pie en ella, escuchó un gemido fuera de la casa. Bajó corriendo, al llegar a la puerta encontró a su madre y a su abuela apuradas saliendo. Las siguió. Distinguieron a lo lejos a un grupo de elfos domésticos arremolinados a algo.
La anciana llegó primero, y al llegar al centro se llevó las manos a la boca. Llegaron tras ella su hija y la niña y se horrorizaron también. Había en el suelo un elfo doméstico bañado en su sangre. La anciana rápidamente siguió con la mirada un rastro de esta sangre que había en el suelo y terminaba en el río.
– Malditas sanguijuelas. – dijo.
La niña miraba horrorizada el cuerpo. El elfo aún respiraba pero su aspecto no hacía parecer que fuera a hacerlo por mucho tiempo más.
– ¡Llévenlo adentro! – gritó la hija.
Rápidamente los elfos cargaron a su compañero y en tropel lo metieron a la casa. Las dos mujeres y la niña lo siguieron. En la cocina, con velocidad los elfos tomaron algunas cosas de la alacena y empezaron una curación muy extraña: bañaron de pies a cabeza al elfo y luego le vendaron el cuerpo de una manera no común, pues casi encarnaban las vendas en las heridas. La niña miró horrorizada el procedimiento, pero aún así no salió de la cocina.
– ¿Qué fue exactamente lo que pasó? – preguntó la anciana a uno de los elfos.
– No sé realmente. Escuchamos un gemido tremendamente fuerte y corrimos a ver a Nutis. Él venía saliendo del río… ¿en qué estaba pensando? –
Fueron interrumpidos por otro elfo un poco más pequeño.
– Ya está, señora. ¿Dónde quiere que lo pongamos? – preguntó.
– En una de las camas que ustedes tienen. ¿Quién mejor para cuidarlo que ustedes mismos? – contestó secamente la anciana.
El elfo hizo una reverencia y se alejó.
– Sígueme diciendo qué pasó, Gotren. – le dijo al elfo con el que estaba hablando.
– No sé por qué entró al río, señora. – prosiguió el elfo. – Él tan bien como nosotros sabía que ésta es época de sanguijuelas. Pasó lo mismo con los bagthas, nunca se habían aventurado al río en julio, pero aún así lo hicieron y también salieron heridos. Puedo casi apostar a que Nutis no tenía idea de lo que hacía. Lo vi entrar, parecía como si estuviera poseído o algo así… –
La anciana miró suspicazmente al elfo.
– Tú viste entrar a los bagthas. ¿Qué sucedió con ellos? –
Gotren tomó una expresión sombría.
– Parecían, más que poseídos, asustados. Corrieron hacia el río, pero no me parece que se fueran a sumergir, creo que lo querían cruzar, pero extrañamente no saltaron. Yo creo que los bagthas lo hubieran cruzado con un salto, y más con el impulso que traían. –
La anciana miró a su hija. Algo en sus mentes se maquinaba, pero no dijeron más, s ólo permanecieron sentadas en las sillas de la cocina.
La niña salió corriendo de la cocina y de la casa. Pero su carrera se interrumpió súbitamente al encontrarse frente a ella a algo semejante a un caballo, con un par de diferencias: tenía dos cabezas en lugar de una y dos colas. Las crines eran más largas y gruesas de lo normal y los ojos eran blancos.
– Hola, Angorch. – dijo la niña.
El animal inclinó las dos cabezas y miró fijamente a la niña. Alzó las dos cabezas y lanzó un sonoro relinchido de gran potencia. La niña sonrió cuando vio correr al animal por el campo a gran velocidad, varias veces mayor a la de un caballo. Angorch era un bagtha, era el único bagtha que no había sido atacado por las sanguijuelas un par de días atrás.
La niña se sentó en las escaleras del porche. Por la puerta salió su madre y le hizo señas de que entrara a la casa, pues estaba a punto de oscurecer. La niña entró a la casa y subió a su recámara. No quería acercarse a la cocina, pues el recuerdo de las heridas aún la impresionaba mucho.
Se acostó para dormirse. Eran casi las siete de la noche, y ella no sabía que apenas unos minutos antes, había llegado una carta que le informaba que había sido aceptada para iniciar el curso en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.
Aquel sobre iba dirigido a nombre de Caitlin Marie Griffiths.
