Capítulo 8. La posta

Nada de lo que había visto había sucedido. Seguía en la fuente, delante de Imya. La sacerdotisa la miraba, sentada bajo los pies de la efigie de la diosa. Su trenza se balanceaba al compás de un goteo que sonaba a lo lejos. Sus ojos observaban a Zelda, y su rostro, muy serio, no mostraba más emoción que un cierto desprecio. Zelda miró alrededor, buscando a Midla. La princesa no estaba allí, pero sentía su voz, y su presencia. También escuchaba la voz de Lion, el Rey Rojo, ahora un príncipe.

– ¿Qué me ha pasado? ¿Estoy otra vez en la fuente de Faren, por qué?

– Te advertí: no des información a tus acompañantes.

Y entonces Zelda recordó que había visto a Urbión, en pie, tratado como si fuera un soldado. Pensó que el Urbión que ella conocía era más joven, aparentaba unos 14 años, así que no podría ser soldado. Sin embargo, el Urbión que regresó de la muerte era mayor, por lo que podría cambiar su edad.

– No es aquel que piensas. Su rostro y nombre es el mismo, pero no lo es – dijo Imya.

– No puede haber tantas casualidades a la vez – Zelda se mordió el labio. Sentía la boca seca, y dijo en voz alta que tenía sed. Se agachó para tocar el agua de la fuente, pero esta se escurría como el aire en sus dedos, por más que formara un cuenco –. Es Urbión, y debo…

– Si estás en lo cierto, si acabas ahora con él, entonces cambiarás el destino de Link V Barnerak. Él no nacerá, el poder de la sabiduría se perderá, y tú misma serás arrojada a un tiempo no real, a otro que no ocurrió. ¿Quieres arriesgarte? – Imya se acercó a Zelda –. Derrota a Grahim, evita que despierte al durmiente. No intervengas en otros asuntos, o romperás el tiempo.

Toda esta cháchara sobre el tiempo y las consecuencias hacían que Zelda tuviera sed y un fuerte dolor de cabeza. Pestañeó, varias veces, y volvió a decir que tenía sed.

– Normal, espera – dijo una voz cerca. Era la de Midla. Escuchó cómo llamaba a Ander y le preguntaba si podía darle más agua.

– Sí, con cuidado.

Zelda abrió un poco los ojos. Sentía los párpados pesados, y también el cuerpo. Pestañeó y se obligó a volver a abrirlos, del todo. Al final, lo logró, justo para ver cómo le acercaban una cantimplora con líquido a los labios. Era el hechicero quién lo hacía.

– Vamos, bebe, despacio… – Ander dejó que Zelda tomara la cantimplora, una vez vio que por fin movía las manos –. Te duele la cabeza, ¿verdad? Espera un momento…

Pidió a alguien que estaba allí, que debía ser Midla, que bajara un poco la luz del quinqué. Eso hicieron, y la luz, que había herido sus ojos, se atenuó.

– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?

– En una posta, a medio camino de Hatelia – respondió Ander.

– ¿Voy a buscar al doctor? – preguntó Midla.

– Sí, dile que ha despertado y que no tiene fiebre – el mago colocó un cojín en la espalda de Zelda y esta se incorporó.

Estaba mareada, y tenía un hambre de mil demonios. Miró alrededor: era una habitación con suelos y paredes de madera, con varias camas bastante sencillas y cómodas. En la mesilla de noche había una bandeja con un montón de frascos, y una jeringuilla. Zelda se miró el brazo, donde tenía una marca morada de un pinchazo. Tenía una venda en la mejilla, que se quitó porque la incomodaba. Le habían puesto un camisón blanco, en algún momento.

– Lion se va a alegrar muchísimo, estaba muy preocupado – Midla le apretó la mano, y le sonrió –. Y yo también.

– Siento las molestias, pero ya no es necesario. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Deberíamos estar ya camino del desierto, no podemos…

– Estamos preparando el viaje, tranquila. Solo has estado enferma dos días – Ander la tranquilizó. Mientras Midla salía por la puerta, el hechicero le pidió que también preguntara al doctor si Zelda podría comer algo.

– Gracias a los dos, de verdad. Caray, sí que era fuerte ese veneno yiga.

– El médico analizó el cuchillo que te lanzaron. Según él, el veneno era distinto a lo normal que usan. Era mucho más potente, y en teoría, debió matarte en el acto – el hechicero miró a Zelda. Tenía los ojos castaños muy fijos en ella, y se desviaban un poco hacia las manos de la chica –. Si estás viva, es por tu constitución, que es más fuerte de lo normal, y por la suerte, supongo – y el mago señaló la mano derecha de Zelda.

– Mejor yo que ella, estarás de acuerdo – Zelda quiso volver a levantarse, pero de nuevo Ander se lo impidió.

– No hasta que te vea el médico. Por favor…

– No puedo, debo hablar con Sir Bronder, debo prevenirle.

– ¿De qué? – el mago, en vista de que no podía detener a la pelirroja, le acercó sus ropas. Zelda le pidió que se fuera o se diera la vuelta. El mago optó por esto, porque aún quería hablar con ella.

– De ese soldado que se llama Urbión. No es de fiar.

– Sí, te volviste loca – Ander se había cruzado de brazos, mientras miraba a la pared –. Yo no le conozco mucho. Es un novato, ingresó en la guardia hace menos de 4 meses. Pero dudo que sea ningún traidor o espía.

– ¿Y eso? ¿Cómo puedes estar tan seguro? – Zelda se abrochó la cota de mallas y se puso la túnica encima. Olía a hierbas. En algún momento, se la habían lavado, por lo que dudaba ahora del tiempo que había pasado enferma.

– Porque Urbión Dellas es ahijado de Sir Bronder.

Zelda murmuró un "maldita sea", y agarró el cinto con la espada. Fue entonces que se llevó las manos al pecho. Miró dentro de la túnica y la cota de mallas, y alrededor, sin encontrar algo que le faltaba. Le dijo al mago, que seguía mirando la pared:

- ¿Dónde está?

- ¿El qué? – contestó el mago.

- Mi guardapelo. Uno de plata, con la efigie de un águila… - Zelda vio su mochila, colocada a los pies de la cama. Se acercó a ella, la tomó y la registró a fondo. Todo estaba allí, menos el guardapelo.

- No sé de qué me hablas, te desvistió la posadera, puede que ella…

- Lo tengo yo, tranquila – Midla apareció en ese momento. Zelda la miró, y no pudo ocultar su enfado -. Disculpa, creí que era muy valioso para ti, y no quería dejarlo en cualquier sitio mientras te recuperabas. Toma.

Y, en su mano, tenía el guardapelo. Zelda lo agarró. En el último viaje a Lynn, su padre le regaló una nueva cadena de plata reforzada, para que le aguantara más. Zelda estuvo tentada en dejarlo en su habitación en Lynn. Era un milagro que con todo lo vivido, no solo antes del Mundo Oscuro, sino después, no lo hubiera perdido. Volvió a guardarlo dentro de la túnica, bajo la cota de mallas.

- Doctor, aquí está – dijo Midla a quien entraba por la puerta. Era un tipo de unos treinta años, pelo oscuro y piel muy blanca. Entró, llevando un maletín. Zelda no pudo ver sus ojos, por culpa de unas gafas enormes y gruesas, pero no lo necesitaba. Reconoció el rostro, y por unos segundos, estuvo a punto de decir su nombre. Se sintió aliviada de ver por fin una cara amiga, aunque fuera la del doctor Hederick Sapón, uno más joven y sin canas.

- ¿Qué hace levantada, muchacha? Y ya vestida – dijo, sin presentarse.

- Le agradezco su ayuda, pero me encuentro bien – Zelda se abrochó las hombreras. El doctor chasqueó la lengua. Se acercó y le examinó el rostro. Entonces Zelda se dio cuenta. Si le decía quién era, veinte años después la reconocería cuando ella apareciera en la puerta de su laboratorio en el lago Hylia. ¿Qué podría cambiar? ¿Quizá simplemente le hablaría más rápido del problema, Zelda le daría las semillas, y salvaría a Cironiem? Pensó un momento en qué diría Link si estuviera allí. Él le diría que puede que el comportamiento del doctor fuera distinto, pero ella también, porque la Zelda de 12 años que iba camino del Aquamorpha no había viajado en el tiempo, y desconfiaría de un hombre que afirmaba conocerla. Por eso, dio un paso atrás. Aunque una parte de ella quería hablar con el doctor, y saber qué hacía allí, si en este tiempo seguía comiendo ojos de sapo frito, si ya tenía tanto interés en el agua, las algas, los peces y los zoras.

- No tiene fiebre, eso es cierto. Y dice que tiene hambre y sed – intervino el mago.

- Eso es buena señal. Bien, en vista de que la veo con energía, señorita, mi trabajo ha terminado aquí. Debe seguir unos días más con el té, y por supuesto, no haga sobreesfuerzos. Puede bajar a comer, le prepararán algo – el doctor por fin se alejó. Zelda le dio de nuevo las gracias, y evitó de nuevo mirarle. Confiaba que el tiempo, el despiste y esas enormes gafas hicieran que para el doctor ella se convirtiera en un rostro más, entre todos los pacientes que trató. Recordó que una vez le contó que antes de establecerse en el lago, había ido dando tumbos ejerciendo en aldeas y ciudades, sin encontrar su vocación verdadera.

Al marcharse, Midla le siguió, para decirle algo más. Desde la puerta entornada, Zelda vio que la princesa le ponía en las manos unas rupias, el médico asentía, y luego dijo que se iría en la próxima diligencia. Midla le deseó un viaje seguro, y entonces, por fin, Hederick Sapón bajó los escalones y le escuchó alejarse. Suspiró aliviada, y Ander, que no le quitaba ojo, le preguntó:

- ¿Te dan miedo los médicos?

- Más que un cepillo del pelo. Además, este era feo de narices – Zelda tomó su capa - ¿Cuánto han sido sus honorarios?

- Nada, no tiene… - empezó a decir el mago. Zelda negó con la cabeza.

- Sí, sí que la tiene. No acepto caridad, pago mis deudas, aunque sea trabajando. Es mi forma de hacer las cosas.

- La deuda está saldada, Zelda – Ander miró hacia el pasillo. Midla ya no estaba – Lo has dicho antes, mejor tú que ella. Si ese puñal llega a rozarla, la princesa habría muerto en esa fuente. Mis antídotos no habrían servido de nada. No me quiero imaginar el dolor del rey si le decimos que su hija y futura reina ha fallecido a manos de los yiga en una emboscada – y aquí el mago hizo una pausa. Había agachado la cabeza, y al final la levantó. A Zelda le sorprendió ver los ojos castaños del hechicero con un velo en ellos, como si estuviera a punto de llorar, pero sin llegar a ello -. Te doy las gracias, en su nombre y en el de todos.

Zelda le dijo entonces que estupendo, que ella aceptaba ese acuerdo, pero que no quería que pagaran más por ella. Se preguntó, mientras bajaba camino a las cocinas, si en esa posada aceptarían algún trabajillo. Primero, comería, después, si el grupo aún no estaba listo, estaba dispuesta a hacer alguna labor. Menos cocinar, podía limpiar habitaciones, establos, cuidar animales, y cortar leña. Como siempre.

Para ser una posta en un cruce de caminos entre la llanura occidental y la oriental, la posada "El Caballo Trotador" era bastante tranquila. El único grupo que ocupaba las habitaciones era el suyo. Los hombres dormían en un lado de la posada, en unas habitaciones sobre los establos, Zelda, Midla y también el príncipe Lion ocupaban la habitación donde se había despertado la guerrera. Con la marcha ese mismo mediodía del doctor Sapón, más tranquilidad hubo. El posadero se quejó, porque mientras estuvo allí no solo había atendido a Zelda de su enfermedad, sino también al hijo del dueño, que se había roto el brazo trabajando en el establo.

- Somos especialistas en caballos, pero ese animal es un salvaje. No hay manera – y movió la cabeza, negando. El posadero era hylian, y su cuerpo tenía forma de tonel, con fuertes músculos. Zelda observó alrededor. ¿Cuántas veces había estado en la llanura occidental? Muchas, de camino al desierto de las gerudos. Sin embargo, no recordaba este lugar.

- Si su hijo no está en condiciones de trabajar, yo puedo ocupar su sitio, estos días que estamos aquí. Así pagaré esta comida – propuso Zelda.

- No, no, muchacha, no – el posadero movió las manos –. Sois invitados a cuenta del rey. Eso me han dicho, y no puedo consentir que una chiquilla haga el trabajo de un hombretón.

"¿Chiquilla, yo? Si tengo 15 años, por favor…" En lo que tardó en pensarse una contestación que no sonara inadecuada, Zelda escuchó gritos y relinchos de caballo, que venían del exterior. Se levantó del asiento, dejando el plato de carne a medio terminar, y salió corriendo. Escuchó al posadero decir que ya estaban otra vez. El hombre parecía agotado, pero no asustado. Zelda, por si acaso, se llevó la mano a la cadera para sacar la espada.

No, no lo era. En un corral, situado al lado de los establos, un soldado con un yelmo que supuso que era Raponas intentaba sujetar las riendas del caballo negro con las crines blancas, el tal Caranegra. Se parecía a Ajedrez, solo que su caballo (olvidado en el manantial cerca del dominio de los zoras) era más delgado pequeño. Zelda observó cómo le derribaba y el caballo cabalgaba sin control, coceando al aire. Lion estaba allí, corriendo detrás del caballo, llamándolo, pero no era capaz de llegar. Midla gritó a su hermano para que parara, y Sir Bronder estaba saltando la valla, ya dispuesto a poner fin a todo el jaleo. Zelda vio que llevaba una fusta en la mano, y entonces, reaccionó.

Saltó ella también la valla, aterrizó en el campo de entrenamiento, y corrió en dirección a Caranegra. Llegó a tiempo: el caballo había visto una parte de la valla más baja, y estaba cabalgando en esa dirección, dispuesto a arrollarla para poder saltar después y huir, en busca de la libertad. Zelda pensó por un segundo que sería mejor dejarle. No le gustaba coartar la libertad de nadie, pero también recordaba que era el padre de Centella, y sin esa yegua, ella no habría llegado muy lejos, ni ella ni Link. Por eso, pidiendo disculpas anticipadas a Caranegra, Zelda saltó, se sujetó a las crines blancas, y logró montar al caballo.

No le habían puesto aún la silla de montar, solo las riendas. Zelda sospechaba que el caballo había empezado a resistirse a la montura, y por eso estaba nervioso. Apretó bien las piernas alrededor del cuerpo del animal, aferró con todas las fuerzas las crines, y giró las muñecas, para estar bien afirmada sobre él. Caranegra se resistió. Empezó a cocear, y estuvo a punto de golpear el rostro de Lion, pero este se escurrió a tiempo. Se quedó sentado en el suelo, mientras Zelda, con una mano aun sujetando las crines, empezó a golpear el cuello del animal.

No había domado a ningún animal antes. Cuando Link le regaló a Ajedrez, para que dejara de depender de usar tanto a Centella y de pedir favores a Kaepora, se la llevó al rancho Lon-Lon y fue Kafei quién le explicó el proceso de amansar a Ajedrez, un potro salvaje que había aparecido en las llanuras detrás del rancho. Recordó que el muchacho, para tranquilizarle, le había dado comida, y había permitido primero que corriera por el rancho a sus anchas. También le contó que era importante tranquilizarle dándole fuertes palmadas. "Los caballos no sienten tanto dolor, con una palmada, porque su piel es dura y resistente. Por eso es importante que le des fuerte, pero no uses jamás un látigo ni una fusta. Eso les duele mucho".

- Tranquilo, Caranegra, ya está… - Zelda le dio cinco palmadas, mientras chistaba y le susurraba esto -. Ya sé que no te gustamos mucho, y que tú quieres volver a correr por ahí libre. Hacemos un trato, deja que el príncipe te monte de vez en cuando, y a cambio él te dará un montón de sabrosas manzanas, ¿de acuerdo?

A Centella le encantaban las manzanas. No las zanahorias, ni los nabos, ni los melocotones. La hierba fresca que crecía en la ribera de los ríos y las manzanas rojas de los árboles. Zelda aprovechaba también sus visitas a Link para pasar tiempo con la yegua, y le gustaba llevársela a alguna aventura, cuando le reclamaban sus deberes de caballero.

Suerte que, a modo de postre, el posadero había dejado un cuenco de manzanas amarillas, y Zelda ya había cogido una para comerla después. En cuanto Caranegra dejó de cocear, relinchó y se quedó quieto. En ese momento, el soldado con el yelmo se acercó para ayudar a Lion a levantarse. Zelda descabalgó y entonces le dio al príncipe la manzana:

- Dásela tú. Es tu caballo, debéis aprender a confiar el uno en el otro – y Lion, con la cara con una mezcla de enfado y miedo, se acercó por fin a Caranegra. Alargó la mano con la manzana, y el caballo, sin más, se la comió de un mordisco -. No le gustan que le controlen, tienes que negociar con él. Dale más manzanas de estas, y seréis grandes amigos.

Zelda palmeó el lomo, y el caballo respondió relinchando.

- Gracias – dijo el príncipe, colorado.

- Increíble – dijo entonces el soldado, y fue cuando Zelda se dio cuenta de que no era Raponas, sino Urbión. El chico la miró, con una sonrisa muy ancha y franca en su moreno rostro -. Había oído decir que eres asombrosa, Zelda Esparaván. Espero que estés mejor.

Zelda le miró con desconfianza. Sí, era cierto. El rostro, la voz, la piel eran muy parecidas. Sin embargo, también era distinto. Tenía más años que el Urbión que ella conoció, al menos unos 18. Sabía por Link que para entrar en la guardia real había que ser mayor de edad, y el mago le había dicho que era novato. Además, lo que más la hacía dudar de su propia vista, eran los ojos. El chico delante de ella tenía los ojos negros, con motas marrones. Nada que ver con el raro y atrayente rojo bermellón de los ojos de Urbión.

- Me alegra conocerte al fin – y el chico que se llamaba y se parecía a Urbión, pero que no era él, le alargó la mano izquierda. Zelda estrechó la derecha, y se miró el dorso de la mano. No ocurrió nada -. Me llamo Urbión Dellas, aprendiz de caballero.

- De momento, soldado raso. Y da las gracias a tu madre porque supo convencerme – intervino Sir Bronder. A Zelda no se le escapó que tenía aún la fusta en la mano, y parecía dispuesto a usarla en caso de que a ella se le ocurriera volver a ponerse violenta.

- Encantada de conocerte, Urbión – Zelda trató de sonreír, pero le costaba. Lo siguiente lo dijo muy seria, tratando de parecer convincente, hasta para ella misma -. Disculpa mi comportamiento en el desfiladero. No recuerdo mucho, pero creo que te confundí con un enemigo. Tenía la mente muy confundida por el veneno. Ahora estoy mejor, gracias por ayudarme.

El soldado sonrió, otra vez, y tras el apretón de manos, le dijo a Zelda que los dos días que habían pasado desde que habían llegado a la posada, el príncipe Lion le había contado todo. Desde su encuentro en el bosquecillo donde acabó con los goblins, hasta la pelea con el moblin y los yiga. Al mencionar sobre todo el encuentro con los moblins, al chico se le ensombreció la mirada.

- No conocía mucho a Wasu, pero como él fue soldado raso el año pasado, me dio un par de consejos útiles. Lamento mucho su muerte, debí estar allí.

- Los soldados rasos no se ocupan de defensa, sino de los animales – replicó Bronder, con su vozarrón -. Bien, vamos a ver si ahora el caballo endemoniado se deja poner la montura.

- Sí, claro. Dejad que lo haga yo – Zelda se giró para ir en busca de la silla.

- ¿No estabas enferma, pelirroja? – dijo Bronder, con una ceja levantada.

- Me encuentro estupendamente, y cuanto antes vayamos al desierto, mejor. Hay que buscar esa otra fuente de poder, y el desierto es muy extenso. Sir Oso – Zelda se detuvo, consciente de que el caballero seguía mirándola con mucha suspicacia.

- Bien, polvorilla, pero ese no es el plan – el caballero le dijo que trajera ya la silla, y en un rato, cuando todos se reunieran en la posada, le pondría al día. Zelda le hizo una señal a Lion, para que le acompañara. El príncipe preguntó que para qué, y la chica replicó:

- Eres tú quién le va a poner la silla, pero antes, ve a que te den más manzanas. Corre, anda – y le dio un azote en el culo, al ver que el príncipe se quedaba parado. Esto provocó risas en Sir Bronder, pero en Urbión no.

- Tratas a su alteza con demasiada… - le dijo el chico cuando Zelda regresó con la silla. La ayudó con ella, porque parecía pesada, aunque no lo necesitaba -. Familiaridad. Ni el rey se hubiera atrevido a…

- Es así con todos, acostúmbrate. No distingue entre nobles, caballeros, hijos de porqueros y sastres, y príncipes – Sir Bronder se cruzó de brazos. Había intentado acariciar las crines de Caranegra, pero el caballo se había alejado unos pasos.

- Son todos iguales – replicó Zelda -. Las diferencias no son de cuna, son de comportamiento. Tratadme bien, y seremos amigos. Tratadme mal y seremos enemigos, eso dice mi padre.

Esta frase, una de las más sabias que Radge le había dicho alguna vez a su hija, provocó en Sir Bronder y también en Urbión una risotada. Aunque este último, al menos tuvo la decencia de dejar de reír al ver la expresión de enfado de Zelda.

- De todas formas, un trato menos delicado al príncipe puede que le venga bien. Así dejará de hacer bromas – dijo Urbión, con un suspiro -. Aunque a mí siempre me han hecho reír sus travesuras.

- Urbión, aquí donde le ves, es hijo de Sir Fortunia Dellas, el anterior primer caballero. Su madre es prima segunda de los príncipes, por parte de madre. Es, por tanto, noble. Ya que parece que no respetas ningún estamento, al menos, intenta no ser tan grosera con los príncipes – Sir Bronder tomó la silla, y empezó a anudar los arreos, algo que no gustó a Caranegra, que empezó a cabecear. En ese momento, Lion regresó con una cesta casi tan grande como él, llena de manzanas.

– La señora me ha dado todo esto – y dejó la cesta. Tomó una manzana y se la ofreció a Caranegra. El caballo resopló en dirección a Sir Bronder, pero aceptó la manzana.

– ¿Todas estas? – preguntó Urbión, con una sonrisa.

– Sí, parecía muy feliz de regalármelas. No deben de gustarle las manzanas – Lion sonrió, con su hilera de dientes blancos, los ojos azules y el cabello rubio, que había vuelto pasar por el cepillo, a juzgar por lo brillante y cuidado que estaba. Zelda sonrió y le llamó bribón, y le animó a darle otra manzana al caballo.

El resto de la tarde, hasta que llegó la lluvia, estuvo con el niño en el campo de entrenamiento, probando la montura y demostrando a Lion que Caranegra no tenía tan mal carácter.

La lluvia llegó tan de repente, anunciada por un único relámpago a lo lejos, que sobresaltó a Zelda. Corrió con Lion y Caranegra al establo. Ayudó al chico a quitarle otra vez la montura, y también a cepillar la lustrosa piel negra.

– La verdad, es un caballo precioso – admitió Zelda, mientras acariciaba las blancas crines, con un poco de nostalgia de Ajedrez.

– Es el mejor potro de las cuadras de mi padre – le dijo Lion –. Hijo a la vez del mejor semental, Rayo, que fue la montura de mi padre.

– ¿Y su madre? – preguntó Zelda.

– Era palomina, una yegua muy bonita y tranquila. Mi padre creía que tendría ese carácter, pero al final ha resultado ser un polvorilla – pronunció la palabra un poco despacio.

– ¿Sabes tú qué es eso de polvorilla? Bronder me ha llamado así – Zelda se encogió de hombros. Era una palabra que no había escuchado nunca.

– Me lo llama a mí también. Quiere decir… que no te puedes estar quieta, que estás siempre nerviosa, como que no sabes estar sentada. Viene de la pólvora, que se usa en los cohetes, creo.

Zelda y el príncipe regresaron a la posta. Para que no acabara empapado, Zelda usó parte de la capa de la lana, y la capucha, para tapar al príncipe. Llegaron a la posada y se sacudieron el agua. Mientras los dos habían estado domando el difícil carácter de Caranegra, el resto de la compañía se había entretenido a su manera. El mago estaba leyendo, cerca del fuego. Sentada en frente, Midla también leía, en su caso era un librito pequeño, donde también tomaba notas. En la otra punta de la sala, Sir Bronder afilaba sus espadas, como siempre, y Urbión dormitaba, apoyada la cabeza en su mano.

Al entrar, entre risas por el agua, tras un día de ejercicio, tanto Zelda como Lion tenían las mejillas muy rojas. Se sacudieron el agua de encima. Lion dijo que iba a pedir un té, para calentarse, y preguntó si Zelda también querría.

– Ella debe tomar su té – intervino Ander, que cerró el libro.

Midla sonrió y también ella dejó su lectura aparte, usando el lápiz como marcapáginas. Zelda entonces miró alrededor. Sí, estaban Sir Bronder, Urbión, con ese aire inocente, Midla, y el hechicero. Entonces se dio cuenta.

– ¿Dónde está Raponas?

– Él debía ir a otra posta, a dejar mensaje al rey sobre nuestros pasos. Le estamos esperando, no tardará mucho – Sir Bronder se puso en pie –. Ahora, que por fin estamos todos, vamos a hablar de los siguientes pasos. Vamos a esperar aquí a que llegue Raponas. Si todo ha ido bien, el soldado nos traerá noticias de la llegada de más soldados del rey. Ellos se ocuparán de escoltar al infante Lion de regreso al castillo, mientras…

– ¡No! – Lion había regresado de las cocinas. Dio un pisotón fuerte y se cruzó de brazos –. ¡Yo quiero ir! ¡Tengo que ayudaros!

– Eres un crío, y, además, tienes tus obligaciones reales. En Gadia el rey Rober te espera, y tus nuevos maestros también. Tendrías que haber empezado el curso hace semanas, en lugar de ponerte en riesgo – Sir Bronder miró al príncipe y este se cruzó de brazos –. Obedecerás, y te quedarás aquí en compañía de Urbión, hasta que aparezca tu escolta.

– Midla, por favor, dile…

– Sir Bronder tiene razón, Lion. No es seguro, vamos a ir muy lejos a una tierra llena de mujeres muy violentas, anteriores enemigas de la corona. Es mejor… – empezó a decir Midla, mientras se acercaba a su hermano para ponerle las manos en los hombros. Lion dio otro pisotón, se apartó y dijo:

– ¡No! No es justo. ¡Os ayudé! Soy muy buen arquero, y Zelda dice que también monto bien y sé pelear… ¡Yo quiero ir de aventuras! Estoy harto del palacio, no quiero estudiar ni irme a Gadia... ¡Diles que puedo quedarme con vosotros, que debo…! – y se dirigió a Zelda. Al verle así, recordó las veces que Link le había contado que estaban tan preocupados por su salud y por evitarle cualquier herida, que apenas le dejaban salir del castillo, solo a cabalgar con Centella, y que no jugaba con niños de su edad. Vivía en una burbuja, decía el propio Link, lo desconocía todo.

A ella no le parecía mal que los acompañara, pero, aun así, tampoco podía decirlo. E hizo bien, porque Sir Bronder, al ver que Lion se quejaba y daba un grito más alto para seguir, respondió con un bofetón, que calló al niño. El estallido hizo que la sala entera se quedara en silencio. Solo se escuchaba el crepitar del fuego y el sonido de la lluvia, cayendo en el exterior. Midla miró al caballero, enfadada, pero no dijo nada.

– Has desobedecido, y puesto en peligro a otras personas, cuando no debías. Madura de una vez – la voz de Sir Bronder resonó –. Tu padre ha sido claro, y es tu obligación como príncipe acatar las órdenes de tu padre.

Lion miró al caballero, con las dos manos sobre la mejilla. Toda la dulzura y el candor, el aire pillo que tenía se había transformado en una máscara llena de odio. Si miraba a sus enemigos con ese rostro, podía imaginarse que más tarde se ganase el sobrenombre del Rey Rojo.

– Ahora, sube a la habitación, sin rechistar. Y ojito con hacer alguna tontería – el caballero le amenazó con el dedo. Midla trató de tocar a Lion, pero su hermano, por primera vez en lo que llevaba observando a la familia real, la rehuyó y subió corriendo las escaleras. Midla iba a seguirle, pero Zelda le dijo que no:

– Deja que se desahogue, ya podrás hablar con él luego – Zelda se encaró a Sir Bronder –. No era necesario ser tan brusco, no ha cometido ningún delito.

– ¡Y lo dice la extranjera que cayó del cielo como si nada! – Sir Bronder clavó en ella sus ojos.

– No es forma de agradecerle a Zelda que me salvara – intervino Midla.

– A día de hoy, nada me ha convencido de que no sea una espía yiga. Sigue siendo sospechosa.

– Claro, y me envenené para tener alucinaciones porque me pareció divertido – respondió Zelda, sin inmutarse.

– Todo es posible – Sir Bronder frunció el ceño –. Pero, al contrario que al príncipe, como me interesa descubrir tu juego, prefiero tenerte cerca, pelirroja.

Zelda no pudo evitar mirar hacia Urbión, que estaba callado. El chico no se había puesto en pie, como el mago, pero observaba la escena sin intervenir. "Nada como ser noble para que no te tengan en cuenta en la lista de sospechosos, ¿verdad?".

– Sir Oso, tu opinión me importa bien poco – Zelda volvió a mirar Bronder, con las manos en la cintura –. Acepté una misión, y la cumpliré. Ayudaré a Midla a rezar en esas fuentes. Sin embargo, te lo advierto. No vuelvas a ponerle la mano al infante mientras esté yo presente. Puede que por fin te rete al duelo que llevo ganas esperando.

Y, con la espalda bien recta, Zelda marchó hacia las cocinas, para hacerse su té.

Sentada en la cama, con la luz del quinqué rebajada, Zelda observó el mapa. Tenía la brújula a un lado, y murmuraba. Leía las indicaciones en hyliano antiguo. Link se había tomado la molestia de anotar no solo los lugares relacionados con el dominio de los zoras, sino también otros sitios que, en su tiempo, el que ella pertenecía, ya no existían. Buscaba, y encontró mención a un gran puente no muy lejos, el gran Puente de Hylia. Muy antiguo, pero algo pasó que aquel lugar había desaparecido. No había indicaciones de las posadas, ni de las fuentes, pero sí de Hatelia. Rodeada por una muralla, parecía una ciudad importante, en esta zona del mundo. Zelda imaginó que podría haber rivalizado con la ciudadela, antes de que esta fuera arrasada durante la Guerra del Aprisionamiento.

– ¿Qué haces? – preguntó Midla.

En la cama al otro lado de la estancia estaba Lion, bajo la manta. Cuando las dos subieron, el príncipe se dio la vuelta, y siguió escondido. Midla hizo un gesto de acercarse, pero su hermano le dijo, desde debajo de la colcha, que no quería hablar. Las dos chicas se prepararon para dormir, aunque Zelda solo se quitó las botas. La princesa le preguntó si iba a dormir con la cota de mallas y la túnica, y Zelda respondió encogiéndose de hombros. "Hay que estar prevenida, siempre" le contestó, y la princesa, que iba a ponerse un camisón blanco, se decidió también a imitarla. La única rutina que siguió fue cepillarse bien el pelo antes de meterse en la cama. Cuando creyó que ya estaba dormida, Zelda encendió el quinqué, lo colocó cerca de ella, en la atestada mesilla de noche, y, armada con la brújula, trataba de descifrar las transcripciones, en busca de algo que le fuera más familiar.

– Deberías dormir – le dijo la princesa, en un susurro.

– No lo necesito, he estado descansando de más los últimos días – murmuró Zelda.

La princesa se puso en pie, y, en dos saltos, se sentó en la cama de Zelda. Ella también miró el mapa. Por lo que le dijo en ese momento, sabía de su existencia por algún comentario de Ander, pero no había llegado a verlo.

– Sí que está traducido del hyliano antiguo – la princesa tocó una de las zonas del mapa, escritas con la letra de Link –. Es increíble, espera… Déjame ver… Este mapa es un poco antiguo, aquí dice que hay unas murallas en Hatelia…

– ¿Ya no?

– Se perdieron durante la guerra del Aprisionamiento. La verdad, es que la ciudad quedó reducida a cenizas. Se quedaron solo algunos molinos y el palacio donde vive mi tía. Poco a poco lo han ido reconstruyendo, pero no es como antes. Desde luego, no tan grande… – Midla señaló las transcripciones del idioma hyliano, y dijo –. Es curioso, ¿quién te tradujo esto?

– Un amigo, bibliotecario, de mi pueblo – Zelda recordó que fue lo que le dijo a Ander –. ¿Por qué lo preguntas, no está bien?

– Al contrario – Midla sonrió –. Estoy impresionada. Es muy difícil traducir textos tan antiguos como estos. Hay quienes tardan toda una vida en conseguir descifrar una frase. Si pudieras, dile a ese bibliotecario amigo tuyo que se venga al palacio. Tenemos cientos de libros de los que desconocemos su contenido.

"Por eso Ander me lo preguntó. No puedo decirle que Link tiene una lente de la verdad, que le ayuda a leer en otros idiomas".

– ¿Y cómo es él? – preguntó Midla, de repente.

– ¿Quién?

– Tu amigo bibliotecario – Midla sonrió –. Ander me dijo que también te regaló una brújula y que en esa brújula pone algo así como…

– Solo es un viejo amigo de la infancia – atajó Zelda. Para evitar seguir hablando del rey de Hyrule, preguntó –: ¿Crees que este mapa es de fiar? No sé si podemos usarlo para llegar al desierto…

– Sí, pero solo muestra la zona donde empieza, no se ve la entrada del cañón Ikana. Sir Bronder dice que las gerudos son temibles.

– ¿Él ha estado allí? No me lo imagino…

– Claro. Mi padre le mandó en varias ocasiones para restablecer las relaciones con las gerudos. Claro que, al ser varón, no le dejaban entrar en la ciudadela, pero se reunía con la matriarca en un oasis. Consiguió que las gerudos abrieran un poco las fronteras, y ahora mismo comerciamos en Hyrule con joyas y sedas de esas regiones, que antes eran impensables. La verdad, podríamos aprovechar este viaje para expandir los lazos.

– Son muy desconfiadas, cierto, pero valoran mucho la valentía y la honestidad. No creo que tengas problemas con ellas – Zelda regresó al mapa. Tomó la brújula y marcó, con un trozo de carbón, el camino a Hatelia –. ¿Dónde se encuentra esta posada? No he sido capaz de…

– Está aquí – Midla señaló un lugar en plena llanura, justo donde se unían varios caminos –. Los picos gemelos son estos. Ahora, dime, ¿cómo sabes tú cómo son las gerudos? ¿Has estado allí?

– No, claro… Pero… – Zelda solía ser directa, porque mentir era algo difícil para ella. Así que optó por una media verdad. Recordando cómo Link investigó sobre las gerudos y el desierto, recuperó alguna de esas conversaciones –. Lo leí en un libro, en la biblioteca de Lynn.

– Ya, claro… – Midla cogió la brújula. Le dio la vuelta y enseñó a Zelda el grabado –. ¿Ese Link es ese bibliotecario tan culto? ¿Exactamente quién es, y por qué está deseando que vuelvas a su lado?

– No es eso lo que pone – Zelda trató de arrebatarle la brújula –. Dice que es para que siempre sepa cómo regresar.

Y Midla negó con la cabeza, con una sonrisa:

– Sí, es cierto, dice eso, pero es una forma de traducirlo. También está escrito como si expresara un deseo. Es decir, que este Link desea que siempre estés a su lado – y Midla se echó a reír, al ver que Zelda se ponía colorada.

– ¿No decías que es difícil traducir el hyliano antiguo?

– Esta es una frase muy sencilla – Midla se encogió, se abrazó las rodillas y entonces le dijo a Zelda –. Anda, vamos, cuéntame. Aunque sea un viejo que te trata como una hija, no me importa. Me gustan tus historias de Labrynnia.

– No es un viejo, claro, te lo he dicho… – Zelda miró la brújula –. Es de mi edad, más o menos. Estudió conmigo, pero está siempre con la nariz metida en libros. Tiene más quehaceres, pero si pudiera se pasaría el día leyendo. Esto me lo regaló cuando regresé a Labrynnia, y desde entonces quiere que yo vuelva, porque le traigo siempre alguna historia o libro que le gusta.

– Seguro que es una persona interesante… Nunca he tenido tantos amigos como tienes tú – Midla miró de reojo a Lion, que parecía que se había quedado quieto. Desde ese rincón les llegaba la respiración pesada del infante –. Tampoco él. De hecho, siempre hemos estado juntos.

– Sir Bronder dijo que se lo llevarán a Gadia… ¿para empezar el curso?

– Es un plan de mi padre. Lion irá a las academias allí, se alojará en el palacio, y es probable que por fin Altea, su futura prometida, y él consigan hacer buenas migas – Midla volvió a mirar el bulto de Lion –. No me extraña que se escapara.

– Ahora me explico algunas cosas – Zelda agradeció que por fin hablaran de otro tema. No quería revelar más información sobre Link –. ¿Y no puedes convencer a tu padre? Es muy joven, y se nota que los estudios no son lo suyo. ¿Por qué obligarle a recorrer kilómetros y salir de su país a un lugar extraño?

– No, no puedo convencerle. El rey ordena, y hasta nosotros, los infantes, debemos obedecer. Ni siquiera cuando llegue a reinar podría ayudar a Lion, él ya estaría lejos de mí.

Sí, y cuando eso sucediera, Zelda esperaba estar en su tiempo. Aunque ella sabía que Lion nunca iría a Gadia, y que no se casaría con esa tal Altea, sino con alguien llamado Estrella. Eso era información que no debía compartir. "Si lo hago, si intervengo, puedo hacer que manden a Lion lejos, que no conozca a Estrella, y que Link no llegue a nacer. Link, que tanto se parece a su padre cuando se enfada y a su tía cuando está interesado en libros".

Midla se puso en pie para regresar a su cama. Llegó a decirle a Zelda que si no podía dormir, quizá sería mejor que bajara.

– Ander suele acostarse tarde, así que tendrás compañía. Él te puede ayudar con ese mapa…

– No, trataré de dar una cabezada, aunque duermo mejor al aire libre. Si esta posada tuviera balcón…

La princesa se echó a reír, y dijo que no comprendía por qué prefería estar al aire libre, cuando ya habían pasado un montón de noches así. ¿Podía Zelda contarle que dormir en espacios cerrados le provocaba temor e inquietud?

Fue entonces que escucharon, a través de los postigos cerrados, los cascos de un caballo, que se detuvo justo frente a la posada. Zelda se puso en pie de inmediato. Sin parar, se colocó de nuevo las botas y tomó la espada. Bajó los escalones, de dos en dos, y entró en el salón de la posada justo a tiempo de ver a Raponas, todo empapado, hablar con Sir Bronder y el posadero. Ander también estaba allí, y los rostros de los cuatro hombres reflejaba temor, horror y también preocupación. El único impasible era Bronder.

– ¿Qué sucede? – Zelda miró a Raponas. Este le hizo un gesto de saludo, quizá sorprendido de verla de pie.

– Una horda. Han ocupado parte de la meseta. En la posta a la que fui me dijeron que no se puede ir y venir, y han perdido el contacto con el castillo. He logrado llegar de vuelta de milagro – el soldado miró a Sir Bronder, y le tendió una carta.

– ¿Se sabe por qué están en toda la meseta? – preguntó Sir Bronder mientras

– En la carta del capitán de la guardia se lo explica: la horda secuestró a la ahijada de la señora de Hatelia, y la usan de rehén para obligar a la señora a deponer las armas – Raponas miró de reojo a Zelda –. Me han pedido que por favor, acuda a ayudarles al puente de Hylia, donde se hará el intercambio.

En la parte de arriba de la posada, Zelda vio las siluetas de dos personas. Eran Midla y Lion. La princesa le tenía sujeto por los hombros, pero el príncipe quería ir. Incluso a distancia, Zelda podía verlo.

– Bien, pues vamos – dijo.

– ¿Quién te ha dado permiso para hablar, pelirroja? – Sir Bronder ni la miró. Se giró hacia Ander el mago, y le pidió que por favor, despertara a Urbión.

– No sabía que lo necesitara – murmuró Zelda.

– Este es mi trabajo, y se ha pedido al primer caballero de Hyrule que acuda en ayuda de Hatelia. Mi primer deber es la protección de los infantes. Por eso, voy a organizar a este grupo. No somos muchos, pero podemos ser un apoyo.

Ander trajo a un somnoliento Urbión. Zelda miró a otro lado, porque el muchacho llevaba puesta una camisa y unos pantalones que le llegaban a la pantorilla, y al verle tan despeinado, más doloroso se le hizo el recuerdo de Urbión, despertándose en el refugio del bosque.

– Dellas, tú y el mago tenéis que hacer guardia. Si en dos días no recibís noticias de nosotros, tendréis que llevar a los príncipes a Hatelia, a cualquier precio. El resto, Raponas, pelirroja, conmigo.

Zelda tomó la capa gris, que estaba en el perchero de abajo. En ese momento, apareció Midla y le tendió la mochila.

– Ten, tus cosas…

– No, solo voy a llevarme las semillas. Cuida de la brújula y el mapa – Zelda sonrió. Puede que la idea de salir en mitad de la noche, en plena tormenta, en busca de esa horda no fuera lo más sensato, pero Zelda, que estaba un poco cansada de estar quieta en un sitio y esperar, quería algo de acción.

Y no era la única. Mientras iba hacia la cuadra en busca de una montura, se encontró con Lion, que había sido pillado en plena escaramuza por Sir Bronder. El caballero le tenía sujeto del brazo y le estaba regañando.

– ¡Pero yo también quiero ir! Es una misión, de rescate…

– Es de apoyo, y será peligrosa. No puedes ir. Y como sigas así, te dejo atado de un pie y colgado de un árbol, infante desobediente – y Sir Bronder le soltó para empujarle hacia Urbión. El chico le ayudó a sostenerse.

– Yo tampoco estoy muy contento con quedarme aquí, alteza – dijo entonces el soldado –. Pero es una orden, y es un deber obedecer a un superior. Vamos a proteger a tu hermana.

Lion miró a Zelda, y por primera vez desde que le había conocido, recibió una mirada venenosa por parte del niño. Recordó la actitud de Link cuando Saharasala le impidió marcharse con Zelda al templo del fuego.

– Voy a ensillar el alazán, si no os importa que lleve el caballo de Wasu – dijo Zelda.

– No, llévate a Caranegra – Lion parecía haberse dado cuenta de que había sido grosero –. Es mejor caballo, y te respeta. Yo me quedaré, y cuidaré de Midla.

– Es muy sensato, Lion – Zelda le dio un frasco con la mitad de sus semillas de ámbar. A ella, en plena tormenta, no le serviría de mucha ayuda –. Pero recuerda usarlas con moderación, que la posada entera es de madera – y le guiñó el ojo.

Tras esto, y darle las gracias por permitirle llevar a Caranegra, Zelda le puso la silla, se aseguró bien de tener todas las armas y equipo preparado, y salió cabalgando detrás de Raponas y Sir Bronder.

Puede que el caballero no fuera su persona favorita en el grupo, de hecho, antes prefería al falso Urbión. Sin embargo, esa noche, entendió por qué tenía esa fama, por qué era primer caballero, y cómo era posible que los soldados le tuvieran tanto respeto. Midla le había dicho que el fallecido Wasu admiraba al caballero. Se reunieron en un campamento con el resto del ejército de los ciudadanos que vivían en aquella zona. Organizó la batida, formada por más hombres y mujeres granjeros de la zona y algunos soldados que vestían un uniforme distinto que la armadura y la túnica que llevaban Raponas, Wasu y Urbión. La presencia de Zelda allí, más baja que la mitad, recibió algunas miradas extrañadas, pero nadie le hizo preguntas, sobre todo al ver la espada al cinto y el escudo de la guardia que Raponas le había conseguido.

Se sabía que la horda estaba acampada en una vieja edificación, en una zona de la meseta boscosa y con algunas cuevas. Un espía había logrado saber que había orcos, de colores negro y verde, goblins rojos y unos quince moblins. Cuando llegó Sir Bronder, le cedieron a él todo el mando, y el caballero dividió al grupo en tres: una primera formación, protegerían el puente. Un segundo grupo estaría escondido en la meseta para servir de apoyo. Y solo él, acompañado por Raponas, se adentraría en sigilo para tratar de liberar al rehén, que tenían encerrado en una especie de cobertizo precario.

Zelda podía consolarse con que al menos el caballero no la dejó en el tercer grupo. En su lugar, ella estaba en el segundo, esperando bajo la lluvia torrencial que no cesaba a que Sir Bronder y Raponas regresaran con la ahijada. Como sus cabellos eran muy llamativos, incluso en la oscuridad, Zelda se había recogido la rebelde melena bajo la capucha gris. Observó, aunque con la neblina resultaba difícil, y aguardó, rodeada de soldados.

Puede que la idea de Sir Bronder fuera buena, pero no contaba con que el enemigo puede que tuviera otro objetivo. Zelda estaba allí, con la mirada fija en la meseta, cuando escuchó detrás de ellos el sonido de un cuerno. Se giró, y alertó a los hombres, aunque estos ya lo estaban viendo. Trotaban hacia ellos, varios goblins y moblins, con sus armas en alto. Si las criaturas habían planeado esta estrategia, debían de estar preparadas para el ataque.

Se había preguntado por qué Sir Bronder no se decidía a luchar directamente. Tuvo la respuesta entonces. No, por mucho que ella fuera la heroína de Hyrule. Incluso contando con los siete sabios, los poderes de Link en el Mundo Oscuro, su escudo espejo y el ejército formado por gorons, gerudos y zoras, Zelda no se veía capaz de derrotar a semejante tumulto de seres. Apretó los dientes, se juró no cejar en el empeño y levantó la espada, bien firmes las riendas.

Mientras luchaban contra esta emboscada, Zelda, montada sobre Caranegra, cabalgó para derribarles. Los arqueros mantenían al grupo protegido, pero eran los que montaban como ella los que estaban repeliendo el ataque. Por el rabillo del ojo, Zelda vio salir del escondrijo a un orco verde, enorme, montado en un gran jabalí. Llevaba una lanza, y al final de la misma, Zelda vio un bulto atado. Pasó cerca de ella, lo suficiente para ver que era el cuerpo de una niña, atado al grueso mástil de la lanza. Sin pensarlo, Zelda espoleó a Caranegra y le prometió diez manzanas si alcanzaba a ese orco.

No era la única que salía en pos de la criatura. Por el rabillo del ojo, vio a Sir Bronder, sobre su caballo negro, y solo un poco detrás a Raponas. Los tres persiguieron al orco por la llanura, aunque no fue tarea fácil. El orco estaba tomando un camino recto hacia un puente, y no estaba solo: Goblins, moblins y orcos les estaban persiguiendo, lanzando flechas y lanzas. Zelda no vio cómo derribaron a Raponas, ni cómo, justo al llegar al puente, el caballo de Sir Bronder resbaló con la lluvia y cayó al suelo.

Se encontraban en el puente de Hylia, la construcción que salía en el mapa. Bajo la luz de la luna carmesí, parecía un lugar tenebroso, pero digno, con grandes minaretes grises y negros y piedra sólida. En su época, ese puente no existía, no quedaba ni una triste piedra. ¿Sería esta horda la culpable?

Del otro lado, Zelda podía ver que había luces, y por un segundo pensó que el enemigo también los había rodeado, pero no. Era otro ejército, uno de hombres. Apenas podía verlos, solo sus siluetas con cascos, lanzas y flechas.

Zelda detuvo a Caranegra, antes de llegar a la mitad. El orco también había dado la vuelta. Ya no podría huir, tendría que enfrentarse a ella. No quedaba nadie más: el resto del grupo se había dispersado en la pelea, y Sir Oso ya no estaba subido a su caballo. Estaba de pie, al final del puente, alzando su espada contra la horda. Zelda espoleó y le pidió a Caranegra que diera la vuelta.

¿Qué hacía Sir Bronder? ¿Quería detener a este ejército? No podía consentirlo. Zelda llegó al lado de Sir Bronder y le dijo que subiera, pero el caballero, en lugar de hacerlo, le dijo:

– No están cruzando…

Y tenía razón. Los goblins, los orcos y los moblins les miraban, alzando las lanzas, amenazando en su idioma, pero no pisaron el puente. Zelda pensó que quizá era cosa de algún conjuro, o que no querían acabar contra el otro ejército que esperaba al otro lado.

Sin embargo, la situación se volvió aún más extraña. Los goblins arrojaron unos objetos, como jarrones, que se quebraron al principio del puente. Otros lanzaron más de estos objetos, pero lejos de Zelda y Sir Bronder, casi al otro lado. El orco verde, el único miembro del ejército enemigo en el puente, se movía en círculos. Los arqueros al otro lado intentaban darle, pero cesaron al ver que usaba a la niña como escudo. Zelda y Sir Bronder le escucharon soltar unos gruñidos que sonaron a un cerdo. Tenía la piel verde, unos ojos amarillos y unos fieros colmillos que sobresalían del hocico. Era el único orco que llevaba armadura. La montura era un jabalí, también muy grande, con aspecto tan fiero como su jinete. Agitó la lanza, y al final de ella, tanto Sir Bronder como Zelda vieron que llevaba a una niña, de cabello castaño y sucio, con los ojos cerrados. Parecía, a juzgar por el balanceo de su cabeza, que estaba inconsciente. Puede que incluso muerta.

El orco empezó a soltar gruñidos y bramidos.

– Dice que quiere un duelo – dijo Sir Bronder.

– ¿Cómo lo sabes? – Zelda vio que el caballero la miraba, a ella y a Caranegra.

– Dicen que quiere retar a la pelirroja a un duelo a muerte, en el puente. Si ganas, se retirarán y te dejarán a su presa. Si pierdes, quieren que les des el báculo del tiempo – Sir Bronder volvió a mirar a Zelda, con la misma sospecha de siempre –. Sé su idioma.

Zelda iba a preguntarle qué duelo era ese, y que estaba dispuesta a hacerlo. El bastón no le importaba, antes estaba esa pobre niña. No podía abandonarla a su suerte. Lo intentaría las veces que hiciera falta para salvarla. Sir Bronder le dijo que él iba a hacer el duelo, pero Zelda no le escuchó. Gritó que sí, y la multitud de orcos y goblins gritaron a la vez. Entonces, un goblin subido en una torreta disparó una flecha incendiaria hacia los lugares donde habían tirado los jarrones. Contenían aceite, que prendió cerrando tanto la vía de llegada al puente como la lejana, ya casi imposible, meta. El orco sobre la montura de jabalí le indicó con la lanza que fuera al final del puente. Sir Bronder trató de sujetar las riendas y pararla, pero Zelda le dijo:

– Soy yo la que debe hacer el duelo. Bronder, lo importante es salvar a esa pobre niña. Si ves una oportunidad, atácale mientras yo le distraigo.

Zelda le pidió a Caranegra que fuera valiente. El potro resopló, cabeceó y Zelda le prometió que le daría diez manzanas seguidas, una tras otra. De donde iba a sacarlas, eso no lo sabía y era mejor que el caballo no se lo preguntara. Dio la vuelta al llegar, y entonces, vio que el orco ya avanzaba hacia ella, la lanza en ristre. Zelda no sabía nada de duelos de caballeros, solo lo que había leído en viejos relatos. Lo importante era derribar al rival, y evitar que te tiraran. El orco iba ganando velocidad, con la lanza con la pequeña niña atada al final. Era terrible ver su cabeza rebotando, con el cuello totalmente laxo. Puede que la pobre niña ya estuviera muerta.

– Vamos a verlo, ¡adelante, Caranegra! - y golpeó con los talones mientras desenvainaba.

El ogro estaba más cerca. Tenía la lanza apuntando al corazón de Zelda. Ella sentía el triforce en su mano, brillando, latiendo al ritmo de su corazón y de los cascos de Caranegra contra la piedra del puente. Hacía calor, y la lluvia estaba arreciando. Vio a Bronder corriendo detrás del orco, también con la espada preparada. Los orcos, goblins y los temibles moblins se habían quedado en silencio.

Ese silencio se hizo más denso, y luego estalló en una algarada de gritos. Sir Bronder contaría que pensó, por un segundo, que el orco verde había empalado a Zelda. De hecho, desde donde él estaba, veía la lanza que había sobrepasado a Caranegra, y había perdido de vista la cabeza pelirroja de Zelda. Sin embargo, la chica había esquivado la lanza. Se había colgado de un lado del caballo, aferrándose como podía la silla. Desde esa posición, pudo dar una patada en la lanza que desequilibró al orco. Se subió de nuevo en la montura, aferró la lanza con una mano mientras que con la espada describió un círculo. Un haz de luz derribó al orco, por encima de los minaretes y barandillas de piedra del puente de Hylia, hacia el abismo sobre el que se alzaba. Con un mismo gesto, rompió las cuerdas que tenían sujeta a la niña.

Quedó en pie Zelda, montada sobre Caranegra, sujetando con una mano a la niña, mientras el caballo se encabritaba y se alzaba sobre las dos patas.

– Ahora… ¡Marchaos todos! – Zelda tranquilizó a Caranegra. Alzó la espada y volvió a describir un arco. De repente, un haz de luz hizo retroceder a todos los orcos que quedaban. Sir Bronder tuvo que agacharse. Un poco más, y habría seguido el mismo camino que el orco verde. El resto de la horda salió huyendo, encontrándose con los hombres que ya le habían alcanzado. En pocos minutos, o bien huyeron, o acabaron muertos bajo las lanzas, espadas y hachas del ejército de ciudadanos de esta parte del mundo.

Zelda siguió subida a Caranegra, respirando entrecortada, pero con una sonrisa fiera en los labios. El cabello encrespado, y el rostro con un surco de sangre de orco. Sostuvo a la niña hasta que Sir Bronder llegó a su lado.

– Respira – le dijo, mientras cedía a la pequeña niña.

– ¿Estás bien, pelirroja? – preguntó Sir Bronder.

Zelda respondió con una sonrisa y dijo:

– Si esto es una horda, me parece que no hay que temerles tanto.