Noveno Acto
MEDIRIEM
El mediodía solar es el momento cuando el sol aparece en el cénit del cielo.
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Dormir en esas condiciones le habría resultado imposible. Aquella presión que sentía en el pecho no desaparecía, pero al menos podía pretender que no le molestaba. Se sentó junto a la ventana y vigiló las afueras de ese hostal, algo que lo hacía sentir un poco más tranquilo al haber estado acostumbrado a ese tipo de tareas por ser miembro de ANBU.
Enfocar su mente en una labor le daba algo de calma, lo hacía desviar sus pensamientos oscuros y lo mucho que pesaba su consciencia. La respiración de Hinata era lo único que escuchaba, con un ritmo que en otra ocasión le habría provocado que le pesaran los párpados. No había nada más relajante que la respiración calmada de otra persona en la oscuridad, o al menos eso pensaba él, al ser una persona que disfrutaba del silencio.
No obstante, lo que menos deseaba era dormir. Estaba seguro que vería los rostros de sus padres cubiertos en sangre, las lágrimas de Sasuke y la decepción de Shisui al ver que no había conseguido proteger tanto a los Uchiha como a Konoha. No había logrado proteger a nadie que amaba. Seguramente los dioses tenían un lugar especial reservado para aquellos que realizan actos tan horribles como él. No se merecía nada menos.
O quizás ya estoy en el infierno —pensó, aunque dudó de lo último al observar a Hinata. Dudaba que el infierno fuese un lugar donde hubiesen niños.
Prefería estar despierto si eso significaba poder alejarse de su subconsciente. Extrañamente, incluso de haber tenido sueños placenteros, prefería la crudeza de la realidad. La posibilidad de ver un mundo idílico y experimentar felicidad le resultaba demasiado benevolente para alguien que había realizado crímenes tan crueles como él. Estar despierto era su castigo. Saber que todo aquello era verdad y no un sueño, su condena.
Desvió su mirada cuando escuchó el sonido de las sábanas. La pequeña esposa que sus padres habían escogido para él aún dormía pero parecía inquieta. Sus párpados se relajaron un momento mientras examinaba su figura y dejó que la tristeza lo embargara. Sabía lo mucho que había herido a su hermano menor, pero él no estaba ahí para recordárselo, en cambio ella sí. Ver la expresión demacrada y exhausta de la pequeña Hyūga era un cruel recordatorio de lo que acababa de robarle, del daño que le había causado y el que aún estaba por provocar.
Lo siento —pensó en silencio.
Pero sabía qué era lo debía hacer. Una niña de ocho años no habría podido soportar la vida que él planeaba llevar. Se encontraba en medio de una misión de alta peligrosidad, en la cual tendría que suprimir su moral para así infiltrarse en los planes de aquella organización criminal llamada Akatsuki. Era lo último que podía hacer por la aldea y el Hokage había confiado en él para llevar a cabo esa misión. Una vez más, para asegurar la paz en Konoha, tendría que fingir ser algo que no era, sacrificar sus deseos y sobrellevar la soledad de su labor. Estaba dispuesto a ello, pues era un shinobi de Konoha, siempre lo sería. Lo que pasara con él, con sus sentimientos o su consciencia no tenía ninguna importancia cuando se cotejaba con mantener la aldea en paz.
Se puso de pie cuando percibió que se acercaba el amanecer y caminó hasta la puerta corrediza intentando no despertar a Hinata. La observó un último instante para reafirmar su resolución. La idea de que su esposa, una hija de la familia principal de los Hyūga, una princesa de Konoha, fuese rebajada a realizar labores para una hostal por el resto de su vida sin nunca saber por qué había sido exiliada y abandonada, se le hizo angustiante, al punto que no pudo dar un paso más por algunos segundos.
Exhaló lentamente, reconsiderando la situación, convencido que si se quedaba un minuto más en ese lugar comenzaría a dudar de sí mismo. No podía permitirse dudas, no después de todo lo que había hecho, ¿Qué más daba abandonar a la niña ahí? Al menos estaba viva. Al menos aún respiraba, a diferencia de sus padres y todo el resto de su clan. Si era inteligente y hábil, podría seguir viviendo y quizás algún día olvidarse de todo el daño que él le había causado.
No tiene por qué cargar con mis pecados. No es su culpa —pensó con un rostro que no mostraba emoción alguna.
Y aún así, cargaría el resto de su vida el estigma de haber sido su esposa, de haber entregado su infancia e inocencia a un parricida, a un traidor, a un delincuente sin honor alguno. Pero no había remedio ahora. Había sido sacrificada por Konoha para asegurar la paz, la tan inestable paz, después de tantos años de Guerra. Itachi no quería volver a despertar en amaneceres rojos, ni campos llenos de sangre y cuerpos muertos hasta donde se perdía la vista. No quería que nunca más un niño fuese obligado a dejar de lados los juguetes para armarse de un kunai y ser obligado a luchar. Él había perdido su infancia, sus sueños y paz. No deseaba lo mismo para el resto, mucho menos para Sasuke.
Cerró la puerta corrediza detrás de él intentando no hacer ruido y caminó por el pasillo del hostal en penumbras. Paso tras paso se acercó cada vez un poco más hacia la recepción, escuchando quejidos silenciosos de tortuosos placeres, percibiendo el olor a arroz recién cocido, ajustando su visión lentamente para ver en la oscuridad. Cuando la llama de una lámpara de aceite iluminó con claridad frente a él, se encontró con la cansada figura de la anciana que lo había recibido el día anterior.
Parecía encontrarse en la misma posición de antes, como una estatua carcomida por el tiempo. A pesar de estar casi ciega, la mujer levantó el rostro hacia su dirección, asintiendo con algo de aspereza para comunicarle que sabía que estaba ahí.
—Buenos días —dijo Itachi cuando estuvo frente a la mujer que parecía tocar algo en las hojas que había sobre el estante.
—El joven del cuarto número tres. Espero que haya pasado una buena noche —le dijo la señora con un toque de letargo en sus palabras. Itachi se sorprendió que a pesar de su visión deteriorada, pudiese reconocerlo— ¿Desea desayuno? Llamaré a Harumi enseguida.
—No. Eso no será necesario —le respondió.
—¿Viene a dejar las llaves de la habitación? —la mujer movió sus manos hacia adelante, enseñando su palma.
—No es eso lo que vengo a discutir con usted —dijo con un toque de gentileza, pero al mismo tiempo lejanía.
—Es un poco temprano para discutir, pero lo complaceré —dijo riendo con una especie de tos seca, tirando un cojín frente a ella—. Siéntese y dígale a esta anciana qué es lo que quiere, que no me hago más joven ni más rica gastando el tiempo en cortesías.
Por un momento lo volvió a carcomer la duda cuando la jovencita que le había llevado el desayuno atravesó el umbral de entrada lateral de la recepción con grandes ojeras, manos temblorosas y el pelo desaliñado. Se acomodaba la yukata que traía un tanto desgarrada con lágrimas que se habían secado en su rostro enrojecido por una bofetada. Su pómulo se pondría tan violáceo como las ciruelas de verano y su actitud derrotada fue lo que apagó su voz.
Ni si quiera tenía que preguntar. Podía adivinar qué era lo que la había dejado en ese estado, pues recordaba que la anciana le había ofrecido compañía cuando entró al hostal. Aunque, hasta ese momento, no pensó que quien atendía de esa manera a los huéspedes fuese apenas mayor que una niña.
—¿No ves que estoy ocupada, Harumi? —la regañó la mujer dispensándola con un gesto de su mano—. Lárgate de aquí. Y procura asearte antes de que te pongas a servir el desayuno. Que los dioses me ayuden soportando a una cría como tú.
—Lo siento, Yashimo-sama —respondió la joven caminando hacia ella y dejando en la mesa un par de billetes que con suerte le habrían comprado a Itachi una cena—. Vine a entregarle el dinero de…
—Ya, ya —la interrumpió la mujer tanteando frente a ella, buscando la paga por la honra de su sirvienta—. Retírate ahora.
La joven hizo una pequeña reverencia y salió de la recepción en silencio, con los ojos apagados, sin vida y lágrimas silenciosas que no se atrevían a caer por sus mejillas.
Itachi pasó saliva mientras su estómago se apretaba, pensando que incluso esa vida sería mejor que la que tendría Hinata por delante en un grupo lleno de criminales, ¿Pero a quién engañaba? Una dama de un clan tan importante como el Hyūga, su esposa niña, sirviendo como prostituta en un hostal de mala muerte, donde tendría que esclavizarse día tras día con la esperanza de ganar un plato de comida a cambio de complacer extraños, era aberrante. No importaba cuánto dinero le diese a esa mujer, ni qué le prometiera que obtendría a cambio de cuidarla, ni cuanto le mandara mensualmente. Tan pronto saliera de ese lugar, Hinata estaría pagando su estadía con su cuerpo.
—¿Y bien? —preguntó la mujer— ¿Qué era lo que deseaba hablar conmigo?
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Estaba nuevamente en su hogar, caminando entre los largos pasillos de la mansión Hyūga, abriendo de puerta en puerta, buscando a su hermana menor, a Neji, a su padre… a alguien. A cualquiera.
El lugar estaba vacío y el sonido del viento silbaba por los corredores, haciendo que las paredes de papel temblaran como si de un momento a otro fuesen a ser arracadas hasta el olvido.
—¿Hay alguien? ¿Ko? ¿Otou-sama? —susurró con miedo, temblando— Soy yo. Volví.
Pasos secos resonaron desde su espalda obligándola a voltearse con lentitud. Se encontró con severos ojos bajo un ceño fruncido, brazos cruzados y un semblante elegante. Era su padre, quien la observaba con la misma dureza con que lo había hecho desde que tenía memoria.
—No eres una Hyūga.
—Lo soy —respondió sintiendo como las lágrimas mojaban sus mejillas— Por favor, déjeme volver. Seré mejor… seré…
—Los Hyūga no lloran. Los Hyūga no suplican.
Sintió que las piernas le fallaban y pronto estaba de bruces en el suelo. El peso de toda una vida de ser una molestia cayó sobre ella, sintiendo como manos invisibles se cerraban en su garganta, asfixiándola, gritando que no servía para estar ahí, que su mera presencia deshonra a los muertos.
No se movió. Quizás lo mejor era estar muerta.
No te rindas. Debe estar por alguna parte —le decía una suave voz que sonaba como el verano. Era la dulce melodía de quien recordaba la había hecho sentir protegida, la única que le había dado lo que había anhelado toda su vida: amor.
Era la voz de su madre.
—¿Qué cosa? ¿Qué es lo que estoy buscando? —le preguntó, trastabillando al internar ponerse de pie y librarse de aquellas manos que la sujetaban, que le impedían respirar.
Entonces abrió los ojos en la oscuridad, sabiendo de inmediato que todo había sido un sueño, que la dulce voz que la reconfortaba no estaba ahí. No obstante, no podía respirar… había algo sobre su rostro que le impedía hacerlo.
Por un momento se quedó quieta, intentando descifrar qué era lo que pasaba. Había algo sobre su rostro que la estaba asfixiando, y no se tardó demasiado en pensar que iba a morir cuando por más que lo intentó, no consiguió llenar sus pulmones de aire.
Quizás eso fuese lo mejor para ella. Nunca había sido amada, nadie la había querido y no tenía utilidad para ninguna persona. Era la vergüenza de su clan y lo sabía, lo había escuchado desde que tenía memoria. El primogénito de Hiashi Hyūga debió haber sido un varón y había nacido una niña pequeña y cobarde, y todos se tranquilizaban diciendo a sus espaldas que llegaría otro heredero, un niño fuerte que llevara el nombre de los Hyūga con orgullo. Pero cuando Hanabi, otra niña, mostró ser superior a ella en todo sentido, supo que no podía culpar a su sexo por ser tan patética. Todos lo supieron.
Quizás si se quedaba quieta todo sería más rápido y así finalmente dejaría de importunar al mundo con su presencia. Tal vez si aceptara su destino, morir en ese lugar, podría ser feliz aunque fuese por algunos segundos antes de su muerte.
¡Pelea…! —gritó una voz en su interior— ¡Eres una Hyūga! ¡No importa lo que nadie haya dicho hasta ahora, eres una Hyūga!
La desesperación la inundó. Sabía que no tenía mucho tiempo, pero algo se apoderó de ella que no pensó que había en su interior.
Instinto.
Como un pequeño animal que lucha por sobrevivir, la adrenalina se dispersó por sus venas y todo su cuerpo comenzó a moverse. Pataleó con todas sus fuerzas intentando librarse de esa prisión que le impedía moverse, respirar, ser libre. Había pasado toda su vida encerrada en una jaula invisible que otros habían impuesto sobre ella. Cada palabra de desaliento se había vuelto un barrote en su celda, cada vez que su padre le dijo que era demasiado débil para ser una Hyūga de Konoha, en cada ocasión que escuchó de los ancianos del Clan que nunca llegaría a ser un prodigio, que era indigna, que era un error, que hubiese sido mejor imponer el sello sobre ella de una vez para no poner en riesgo al clan… los barrotes se multiplicaban, hasta formar una gruesa pared en donde en sol nunca brillaba. En donde todo era oscuridad.
Terminó perdiéndose a sí misma.
A la inocente edad de cinco años ya había aprendido que si quería sobrevivir debía pretender ser alguien más frente a su padre y a los ancianos, usar una máscara sobre sus lágrimas, una que siempre sonriese. Desde entonces sólo asentía para complacer al resto. Desde entonces el llanto, la miseria, la soledad y tristeza sólo las reservaba a su almohada durante las noches mientras escuchaba como todas las voces de aquellos a su alrededor le repetían una y otra vez el fracaso que era.
Pero si alguna vez iba a hacer que todas esas voces se callaran, ese era el momento.
Sus manos se posicionaron sobre aquello que la ahogaba intentando alejarlo, enterrando sus dedos sobre el bulto, rasguñando y tirando para liberarse. Las voces a su alrededor dejaron de gritar y decirle que siempre sería débil, y aquella que había estado en silencio dentro de sí misma gritaba en sus oídos que no muriera, que era el momento de ser quien estaba destinada a ser desde que nació. Hinata Hyūga.
De pronto, el sonido agudo de la tela desgarrándose fue más fuerte que sus gemidos.
Sólo volvió en sí cuando notó las plumas flotando a su alrededor. Podía sentir las venas palpitando alrededor de sus ojos, inquietas, exasperadas, al punto que sentía que sus orbes iban a estallar. Nunca antes había visto con tanta claridad todo lo que estaba a su alrededor ni tampoco había logrado activar el byakugan sin realizar sellos manuales para ello. La desesperación ante la idea de morir había logrado en su cuerpo algo que su padre había fracasado en conseguir durante sus siete primeros años de vida.
De forma borrosa, apareció una especie de esqueleto de líneas azulinas que recorrían el cuerpo de quien estaba frente a ella. Vio como su chakra se movía ansioso alrededor de su sistema circulatorio, excitado, haciendo que los órganos en su cuerpo se contrajeran y su corazón pareciese salir de su pecho. Los latidos de éste hacían eco contra sus oídos. Estaba asustado y ella lo veía gracias a la herencia de su clan.
Las venas alrededor de sus ojos se relajaron y su visión volvió a la normalidad mientras luchaba por respirar sobre la cama, sin apartar en ningún momento los ojos de los de Itachi, sin atreverse a pestañar por miedo a caer víctima de él nuevamente.
Quiso preguntarle por qué lo había hecho cuando sus ojos se encontraron con las iris rojizas del pelinegro, pero no se atrevió. Notó la frialdad de su mirada entre la cortina de plumas que flotaba entre ellos; no denotaba emoción alguna. Vio la rectitud de sus labios que estaban completamente relajados. A simple vista, el Uchiha se mostraba inexpresivo, casi indiferente, a la espera de su siguiente acción o quizás considerando qué era lo que haría ahora. Hinata pensó que parecía un depredador a la espera de su próximo movimiento para clavarle las garras encima.
Pero no podía engañarla, ella podía ver más allá, su visión le permitía quebrar esa máscara que tanto trabajo le costaba construir. Era como verse en un espejo. Al igual que ella, Itachi había sido forzado a utilizar una máscara toda su vida para complacer a aquellos a su alrededor. Veía que estaba sufriendo y aquello le causó una desesperación mayor que haber estado tantos segundos sin respirar.
No supo por qué él le permitió abrazarlo, ni tampoco de dónde sacó el coraje para hacerlo, pero antes de que Itachi pudiese reclamar o moverse, ella estaba contra su pecho rodeándolo con sus pequeños brazos, temblando, sollozando. Desde que lo había visto llorar por primera vez debajo de la luz de la luna llena había querido consolarlo sin saber cómo, pero ahora que tenía el valor suficiente para luchar por su vida, no le importaba qué pensaría él por lo que acababa de hacer. Hinata lo necesitaba y sentía con todas sus fuerzas que él también.
—Están todos muertos —susurró Itachi sin moverse.
—Nosotros no —respondió, apretándolo un poco más—. Tenemos que vivir.
Sintió los brazos de Itachi rodearla entonces, acurrucándola contra él, temblando.
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OCASSUS
se refiere a la puesta del sol, o la muerte del día.
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FIN DEL PRIMER LIBRO
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NOTAS:
Me gustaría agradecer a todos los que han seguido este fic a pesar de que me he demorado un mundo en actualizar y pido disculpas por esto último. La vida real nos juega malas pasadas cuando queremos inundarnos en estos mundos de fantasía.
Empezaré el segundo libro este mes y espero con ansias sus comentarios e incluso ideas. Quiero escribir algo de lo que me sienta satisfecha completamente y por ello me es muy útil cuando me dicen qué es lo que piensas, sus teorías o sus ideas para continuar el movimiento de la trama.
