Los ojos de Kyoko revolotean tras sus párpados cerrados, luchando por espantar el sueño. ¿Pero por qué? ¿Será tonta? ¿Quién querría levantarse de una cama tan calentita y cómoda?
Con un suspiro, Kyoko se arrebuja más en su manta y se deja arrullar por el olor a refugio y la calidez de su lecho, mientras dedica un postrer pensamiento a aquella grieta entre las rocas donde pasó la noche en la montaña. Nada en sus menguadas posesiones le permitía combatir el frío que le sacudía los huesos, y tampoco podía hacer fuego por culpa de…
Luego llegó la nieve y la ventisca.
Algo está mal, sin embargo. Algo…, algo falta…
Unas manos suaves pero firmes le alzan la cabeza y un líquido deliciosamente tibio se desliza por su garganta y a Kyoko solo le alcanzan las fuerzas para toser una vez antes de volver a quedarse dormida. Kyoko sueña con cristales de hielo que le cortan la piel y un blanco ensordecedor que precede a la negrura del sueño infinito.
La siguiente vez que Kyoko se despierta, o algo parecido, hace un esfuerzo consciente por tratar de abrir los ojos. Cuando finalmente lo logra, aunque solo un poquito, acierta a percibir un círculo irregular de bultos desenfocados, que resultan ser varios rostros —sí, son rostros— que se ciernen sobre ella.
—Shh, la vas a despertar, María —le escucha decir a un hombre.
—Es preciosa —susurra con adoración una voz infantil.
Cuando Kyoko por fin reúne las fuerzas necesarias para derrotar al sueño y abrir los ojos del todo y enfocar la mirada, los niños (porque son niños) dan un respingo sorprendidos y retroceden solo un poquito para enseguida volver a acercarse y mirarla aún más de cerca. Kyoko los mira a su vez y no sabe qué hacer, ni qué decir, ni qué sentir más que una confusión inmensa que la desarma por completo. Así que tan solo los mira, hombres, mujeres, grandes, chicos y medianos… Todos congregados (¿apiñados?) en los estrechos confines de una habitación de paredes de madera. Encima de la cama, alrededor de la cama, junto a la puerta… ¿De dónde es que salió tanta gente? No, mejor dicho, ¿cómo es que llegó ella hasta ahí? Porque lo último que recuerda…, ah, lo último que recuerda es rendirse al sueño que induce el frío, allá, en el paso de la montaña…
—Vamos, vamos, no la agobien —dice otra voz, más autoritaria, y solo entonces los pequeños se bajan presurosos de la cama.
Pero las cabezas de los niños fueron sustituidas por la de un hombre joven, rubio, con los ojos verdes más intensos que hubiera visto en su corta vida. Tan hermoso era —¿Se le puede decir hermoso a un hombre?—, que Kyoko lo hubiera creído un hada, o al menos emparentado ciertamente con las hadas, de no ser por el ceño fruncido en desagrado que afeaba sus rasgos.
Y casi como si hubiera escuchado sus pensamientos (Kyoko está bastante segura de que eso no es posible), el ceño desapareció, siendo reemplazado por una expresión de asombro, bastante pareja a la suya propia.
—Bienvenida a la casa Takarada-Hizuri, del gremio de tintoreros —dijo otra voz. Kyoko entendió que se le hablaba directamente a ella y volteó el rostro—. Ah, sí. Él te encontró, muchacha —dijo el hombre, mayor, aunque no anciano, señalando al rubio que aún la observaba con la misma expresión.
—G-Gracias —susurró ella, con la voz enronquecida, tornando el rostro de nuevo hacia él. Pero una vez la palabra salió de sus labios, su expresión volvió a tornarse ceñuda… ¿Qué era eso? ¿Un gesto de disgusto, de confusión?, como si ella fuera más una molestia que otra cosa.
Otro hombre, sospechosamente muy parecido al rubio malhumorado, pero de ojos de un hermoso tono avellano, dio un paso al frente, ladeó la cabeza y le sonrió.
—Ahora, jovencita —le dijo—, unas presentaciones están en orden.
