—Kyoko Mogami —les dice ella, con la voz áspera y ronca de los recién despertados.

Lo que sucede después es inevitable… Es un pequeño caos. Kyoko está segura de que no recordará ni la mitad de los nombres y se siente abrumada, desbordada por sus sonrisas amables, pero sobre todo, por el bombardeo de los sentidos, por el caos feliz de tantas voces después de la quietud enloquecedora de la montaña… Así que ella tan solo sonríe y asiente. Con suerte, todo acabará pronto.

—¿Puedes moverte? —le pregunta alguien, una mujer, apoyando una mano suave en su espalda.

—Ejem —le interrumpe otra, más brusca—, pero primero la muchacha debería vestirse.

Y por supuesto, tenía que ser justo ahora cuando Kyoko advirtiese que no lleva puesto más que su camisola de hilo. Así que tira de la ropa de cama para cubrirse la cabeza, los rubores y la vergüenza.

Escucha, amortiguadas por las mantas, a las dos mujeres de antes aventando afuera a todo el mundo, hombres, mujeres y niños por igual. Y luego, el sonido inconfundible de una puerta que se cierra. Solo entonces se atreve a abandonar su lugar seguro y asoma tímidamente la cabeza.

La habitación parece mucho más grande ahora que no hay más que dos mujeres con ella. Una, es una diosa de amables ojos verdes y la otra es una joven demonio malhumorada de hermosa cabellera negra. ¿Será contagioso esto del mal humor?

Entre las dos, la ayudan a vestirse y a ponerse en pie. Kyoko no puede apartar la vista de sus manos, teñidas de color. Gremio de tintoreros, había dicho el hombre. Los colores, suaves azules, lucían ahora desvaídos sobre la piel, apenas una sombra de color, pero ella sabía que cuando llegara el verano, volverían a sumergir los brazos hasta los codos en las tinas donde se tiñen las telas. Kyoko pasa una mano sobre el vestido que le han prestado. Azul, por supuesto, como era de esperar. Es ropa seca, de tejido grueso y corte sencillo, pero sorprendente suave y cálido. Para su alivio, comprueba que, aunque nota aún ciertos temblores, inducidos por el frío que casi la mata, puede sostenerse en pie, así que camina muy despacio, apoyada del brazo de la diosa rubia.

Recorren un pasillo lleno de puertas, unas cerradas, otras entornadas y otras completamente abiertas. Parecen ser todas dormitorios, lo cual no es de extrañar, porque tanta gente tiene que dormir en algún lado, ¿cierto?

Alcanzan por fin una baranda de madera que da inicio a una escalera. Desde lo alto, Kyoko puede observar la entrada principal, de doble hoja, y una sala común, amplia y de dimensiones generosas, salpicada de mesas, taburetes y sillas de mimbre trenzado, y algunas butacas de sencillo cuero de res sobre armazón de madera oscura. Cuelgan tapices de las paredes y cortinajes de brocado cubren las ventanas. Hay lámparas de aceite a cada poco, arrojando una luz trémula pero vigorosa, incluso allí donde no hay nadie, lo cual es un despilfarro absoluto, en opinión de Kyoko. Una casa adinerada, ciertamente, como ya suponía… Al fondo, una gran chimenea, donde cabrían varias personas de pie sin problema, en la que arde el fuego más acogedor y vivo que hubiera visto. O quizás es que aún siente en sus huesos la mordida del frío…

Varias mujeres, de distintas edades, empiezan a abastecer las mesas con lo que parece será la cena, colocando cuencos, apetitosas hogazas de pan, vasos de hueso y de cerámica y cucharas de madera. Mientras, los niños corretean por la estancia, al parecer, inagotables. Unos cuantos hombres barren las virutas de lo que sea que estuvieran tallando y otros guardan sus útiles de cestería. Junto al hogar, están el rubio de ojos verdes, el hombre que debe de ser su padre, a juzgar por el parecido, y el anciano (en una época donde la esperanza de vida rondaba los treinta y cinco años, cualquiera con más de cincuenta era definitivamente un anciano). Hay también otro hombre con unos quevedos, de montura y cristales gruesos, y que deben haber costado de seguro una pequeña fortuna. Nunca había visto unos, y Kyoko se pregunta con curiosidad cómo es que se sostenían sobre la nariz sin caerse.

Pero entonces las miradas se alzan hacia el rellano en que se encuentran y Kyoko no puede evitar que un escalofrío le recorra la espalda. El rubio frunce el ceño cuando la ve —para variar— y bajo las miradas de todos, Kyoko baja las escaleras casi clavándole las uñas a la pobre diosa rubia, que no muda apenas el gesto, soportando el dolor como una valiente. A un rezongo de la mujer demonio, todos vuelven con presteza a sus quehaceres y se reanuda la actividad en el salón. Llegan por fin frente al grupo, y aunque no tiene claro cuál de los dos mayores es el cabeza de familia, sabe que son ellos los que toman las decisiones importantes por aquí.

Kyoko endereza la espalda, se suelta del apoyo de la mujer y llevándose las manos al regazo, inclina la cabeza respetuosa.

—Muchas gracias por su hospitalidad, señores, pero debo continuar mi camino.

—¿Y qué harías en medio de la nada, jovencita? —pregunta el anciano.

—Huir —responde sencillamente ella.

—¿Eh? —preguntan todos a la vez.

—Me persiguen —explica. Bueno, si esas dos palabras podían constituir alguna clase de explicación.

—¿Te persiguen? —repite con un dejo de inquietud la señora rubia, volviendo a tomar su mano. Kyoko tan solo asintió.

—Y es por eso por lo que debo llegar a la ciudad lo antes posible —declara, antes de que las fuerzas y la resolución le faltaran. Podía ver la compasión en sus ojos, y eso no la ayudaba en nada.

—Eso no va a pasar —dice el anciano.

—¡Los pongo a todos en peligro! —exclama ella. A su vehemente exabrupto, se hizo el silencio en el salón, hasta los niños se detuvieron, y podía sentir las miradas de todos nuevamente sobre ella. Kyoko cerró los ojos y sintió su rostro encenderse de la vergüenza.

—Si cosas malas tienen que pasar, las pasaremos juntos —continúa el anciano, sin apenas inmutarse.

—Ustedes no lo entienden —dice Kyoko, dando un paso al frente.

—No, jovencita, eres tú quien no lo entiende —dice el padre(?) del rubio, interrumpiéndola. Se puso de pie y recorrió los breves pasos que los separaban para poner con suavidad las manos sobre sus hombros—. Kuon —señala con un gesto de cabeza al rubio, que alza la ceja burlón— tuvo suerte de regresar y mucha más al encontrarte. Los pasos estarán cerrados, y si no, con la ventisca de hoy, mañana lo estarán.

—Tendrás que quedarte aquí —dice el tal Kuon. Kyoko aprieta los dientes, y no sabe aún si prefiere el ceño fruncido o la ceja burlona. Los dos gestos son igual de horrorosos.

—Quien quiera que te siguiera, vendrá con el deshielo —dice la mujer demonio, sorprendiéndola—. Eso nos da tiempo para prepararnos.

—Eso, si sobrevive al invierno en las montañas —añade el hombre de los quevedos.

—Es un demonio. Lo hará —contradice Kyoko, con demasiada convicción.

—¿Un demonio? —pregunta el rubio.

—Sí, bueno. No un demonio-demonio, claro —precisa ella, y la ceja burlona se alzó de nuevo—. Pero no puedo quedarme aquí —repite, y sus manos apretaron en pequeños puños la tela de sus faldas—. Así que muchas gracias por todo.

Inclinó la cabeza una vez más y echó a andar con pasos vacilantes, aunque decididos, hacia la puerta principal. Pero una niña rubia se atravesó en su camino.

—¿Te vas? —le preguntó—. ¡No te vayas! —Kyoko apenas se detiene para sortearla y continuar hacia la puerta, pero reconoce esa voz. Es la misma niña que dijo que ella era preciosa. Ella. Preciosa… Cometió el error de mirar atrás y vio su boca temblorosa y sus ojos tristes al borde del llanto. Se le encogió el corazón y su voluntad flaqueó. No, no, se dijo, sacudiendo la cabeza, no puedes detenerte, Kyoko…

Prosiguió su camino y tomó un abrigo de la entrada, el primero que encontró de entre los varios allí dispuestos, en ganchos de madera, se calzó unas botas de cuero que le venían grandes —algún día, de alguna manera, les reembolsaría por todo— y solo entonces abrió la puerta.

El viento feroz la empujó hacia atrás e hizo que se le escapara la pesada puerta de las manos y el invierno le mordió en la cara, golpeándola con mil cristales de hielo diminutos.

Varios niños corrieron y empujaron la puerta entre todos para cerrarla, mientras Kyoko seguía allí, en el mismo sitio, tiritando y cubierta de nieve, mientras un charquito de agua iba formándose a sus pies.

—¿Decías? —preguntó una voz justo a su espalda. Y casi pudo imaginar la ceja alzada, llena de burla y retintín, del rubio de ojazos verdes.

Y efectivamente, estaban allí. La ceja burlona y el rubio. Los dos.