La morena de mal genio tiró de ella y echó a andar. Kyoko se dejó arrastrar —huyendo de su ridículo— e iba dejando montoncitos de nieve a su paso, que enseguida se derretían al calor de la casona. Mientras la morena rezongaba y a ella le castañeteaban los dientes y la dignidad, llegaron a otra habitación donde le dio ropa seca y la ayudó a volver a vestirse.

—Kanae, puedes llamarme Kanae —le dijo sin mirarla, a la vez que extendía la ropa empapada sobre el cabezal de la cama para que se secara.

—Gracias por rescatarme, Kanae —respondió ella.

Las dos fingían no oír las carcajadas —de adultos y niños por igual— que llegaban desde el salón.


Abajo, la ceja burlona había sido sustituida por el ceño fruncido —para variar—. Y es que Kuon aún no sabía qué pensar sobre la muchacha. Bueno, sí. Pensaba lo mismo que la primera vez que vio el bulto cubierto de nieve atravesado en el camino, más allá de la quebrada en las montañas. Una molestia, ciertamente, eso es lo que era.

No solo porque era otra boca más que alimentar durante el invierno, aunque otro par de brazos podrían ser útiles en el taller o en la casa. O que a sus padres parecía haberle caído en gracia. O que tenía miedo de algo —alguien. De alguien, se obligó a decirse— que la perseguía…

Bueno, no es como si él quisiera ser su caballero andante ni nada de eso. Él ya la había rescatado, demonios. Él era YA su caballero andante. O debería serlo… Pero ella no hacía más que mirarlo con la desaprobación pintada en la cara.

Como si a él le importara lo que ella pudiera pensar de él. ¡Ja!

Una molestia, sí. Una verdadera molestia de preciosos ojos dorados…

Espera, ¿¡qué!?

¿Dijo preciosos?


Kyoko trató de mantener toda la dignidad posible cuando volvió a bajar las escaleras con Kanae. Esperaba burlas, murmullos y codazos mal disimulados, pero en lugar de eso, solo hubo sonrisas divertidas y algún saludo a mano alzada.

La niña rubia de antes trotó alegremente hacia ella y tiró de sus faldas para llamar su atención.

—Me llamo María y tengo cinco años y medio —le dijo, con esa formalidad que tienen los niños cuando parecen pequeños adultos.

—Hola, María —respondió ella—. Yo soy Kyoko.

—Me alegra mucho que te quedes con nosotros. —Kyoko sabía que debería haberse derretido, que debería haberse conmovido por el simple hecho de que alguien la quisiera a su lado, pero sin embargo, no pudo evitar responderle con un poco de resignado sarcasmo.

—No es como si pudiera elegir, ¿verdad? —La pequeña frunció el ceño en un gesto demasiado parecido al del rubio de ojos verdes.

—Me portaré bien, ya lo verás —replicó la niña, asintiendo decididamente con la cabeza—. Los abuelos quieren verte —añadió después, ofreciéndole su mano.

Kyoko suspiró y tomó la mano de la niña, sabiendo bien que aún quedaba por decidir qué sería de ella durante los meses de invierno. Atrapada aquí, con esta gente, a la que ponía en peligro con cada día que pasaba, solo podía rezar por no ponerlos en peligro.


—Sé cocinar, lavar y coser —se apresuró a decir Kyoko, frente al mismo grupo de antes. Todos asentían, sin demasiado entusiasmo, porque eso era lo esperable en cualquier jovencita—. Entiendo un poco de hierbas y sé bordar, leer y escribir. Trabajo duro y–

—Espera —dijo el mayor de todos, alzando una mano e interrumpiéndola. Kyoko calló abruptamente—. ¿Has dicho que sabes leer y escribir?

Ella asintió, aún sin poder despegar la boca.

—¿Qué educación has recibido, muchacha? —Kyoko ladeó la cabeza, y a su gesto, el anciano agregó—. Porque a mí me parece la de una noble.

—Ah —exhaló Kyoko—. Solo soy una aldeana, señor —dijo ella, agitando con aire desdeñoso una mano en el aire—, pero de niña era la compañera de juegos del hijo del señor y tenía que ayudarlo en sus estudios —Porque era un perezoso bien cortito de entendederas, obviamente. Pero eso no hacía falta decirlo…

—Así que sabes leer y escribir —dijo el rubio (Kuon, habían dicho que se llamaba) en el mismo tono aburrido y plano en el que alguien diría que la cosecha es en verano o que la nieve es blanca.

Ella asintió en silencio, alzando el mentón en gesto orgulloso, desafiándolo a que la contradijera. Pero para su sorpresa, él no dijo nada más.

—Acompáñame —dijo entonces quien ella pensaba era el padre del rubio, poniéndose en pie.

Seguidos por los demás, la pequeña comitiva no tardó en llegar a otra habitación de la planta baja. No era más que un despacho, donde una mesa de roble, grande y oscura, cubierta de papeles, ocupaba casi la mitad del espacio, con un par de butacas de recio cuero. A un lado, en una pequeña chimenea, ardía un fuego vivo que arrojaba luz a la estancia, y sobre la repisa, labrada con molduras en espiral, había candiles, portavelas y candelabros. Al fondo, tras la mesa, una ventana cubierta por gruesos cortinajes teñidos de azul. Y en la otra pared, unas cuantas tablas, lijadas y desbastadas, fungían de estanterías sobre escuadras de madera. Allí reposaban muestras de telas, papeles, pizarrines, tinteros y plumas en diversos estados de conservación, amén de una infinidad de otros pequeños objetos de dudoso uso. Y en una estantería aparte, los libros.

—Mi biblioteca —dijo el señor con orgullo, estirando el brazo y abarcando la estancia.

Los ojos de Kyoko fueron directamente a la humilde repisa convertida en enaltecida biblioteca.

—¡Tienes cinco libros! —exclamó, dando un dubitativo paso adelante, pero el hombre tan solo sonrió y la invitó a entrar. Kyoko se apresuró a recorrer los pocos pasos que la separaban de los libros—. ¡Cinco! —volvió a exclamar.

—Uno es la biblia familiar, por supuesto —agregó el hombre—. Es nueva y me gustaría dibujar en ella el árbol familiar, pero me temo que solo la estropearía.

—El señor de mi aldea solo tenía dos —dijo Kyoko—. ¡Dos! Y aquí hay ¡cinco!

—Bueno, desde que inventaron la cosa esa… —Hizo un gesto vago con la mano, como buscando las palabras.

—Imprenta, papá —dijo una voz a su espalda. Kyoko se giró para confirmar que efectivamente era el tal Kuon. De acuerdo, confirmado. El señor es el padre del rubio imbécil.

—Eso mismo, gracias, hijo —y luego añadió—. Desde que inventaron la imprenta, son un poco menos caros.

—¿Qué es una imprenta? —preguntó Kyoko, ladeando la cabeza y mirándolo directamente.

—Una máquina para hacer libros —le respondió el rubio. Estooo..., Kuon.

—¿¡En serio!? ¿Sin copistas? —preguntó ella, sin poder creérselo. Kuon asintió—. ¿Sin nadie que se pase meses y meses copiando y transcribiendo los textos? —Kuon asintió de nuevo, colocándose junto a ella—. ¿Sin iluminadores?

—Y tampoco sin nadie que se pase meses y meses dibujando las ilustraciones —completó él, curvando los labios en una media sonrisa, sabiendo que esa iba a ser su siguiente pregunta.

Kyoko abrió mucho los ojos —desechando el fugaz pensamiento de que el tal Kuon debería sonreír más, porque le quedaba realmente muy bien— y pasó los dedos sobre los lomos de cuero y letras doradas, con reverencia, casi con adoración.

—Yo no entiendo la mitad de lo que dicen… —dijo el señor—. Eres bienvenida a leerlos. Aunque me temo que te aburrirán.

—Lo dudo mucho, señor —dijo ella, sin poder evitar la amplia sonrisa entusiasmada de su cara—. ¡Gracias!

—¿Y cómo de bien sabes escribir? —le preguntó. Su hijo enarcó una ceja inquisitiva, pero su padre decidió ignorarlo.

—Muy bien, señor —respondió Kyoko, que, aún deleitándose en la admiración libresca, no había advertido el intercambio—. Se me ha dicho que tengo una letra clara y elegante.

—En ese caso tengo una propuesta que hacerte —dijo por fin, dando palmaditas de alegre anticipación.

Kuon puso los ojos en blanco.